Cap 2. EN BUSCA DE UN ESPACIO EN EL MUNDO

Nota aclaratoria: Si no has leído el primer capítulo con sus correspondientes apartados, te recomiendo que busques en la cabecera del blog el enunciado que se refiere a *Autobiografía* ahí podrás leer ordenadamente todo lo publicado hasta ahora.

1. EL PARVULARIO

Mis primeras actividades en sociedad pertenecen casi al limbo de los tiempos; no obstante, aún conservo un recuerdo vago de lo que por entonces se denominaba −aunque la expresión eche para atrás− la escuela de los cagones. Esa primera escuela era equivalente a lo que hoy es una guardería, pero sin los recursos de ésta ni la profesionalidad del personal de ahora. El responsable de la escuela, por lo general, era una mujer soltera o viuda que nos mantenía entretenidos sentados en una sillita con canciones, cuentos y rezos. Lo del donut a la hora del almuerzo, vendría muchos años después para los hijos de los que allí estábamos. Mientras tanto a nosotros lo único que nos entraba en la boca a mediodía, hasta la hora de llegar a casa, era algún moco insumiso y unas cuantas lágrimas. 

La primera profesora titulada que tuve años después, en la escuela de parvularios, me enseñó bastante menos que la soltera de la escuela cuyo nombre no quiero recordar. La tal diplomada llegaba de costumbre renqueante al aula, desconozco si a consecuencia de la ingesta de estupefacientes o de alcohol. Su cara, por otro lado, lucía con más pintura que el busto de la Señorita Pepis y la pinacoteca del Hermitage juntos. De esa guisa, por el estado alucinógeno en el que llegaba, no pasaba mucho rato sin que se ahuecara en su sillón, en el cual relajaba sus carnes, entregándose a un sueño soporífero que, probablemente, la alejaban por un tiempo de sus traumas y frustraciones: situación que aprovechábamos los parvularios para mirar de qué color llevaba ese día sus braguitas. Resulta un tanto curioso que a tan temprana edad nos sintiéramos ya atraídos por las intimidades de su entrepierna.

Un día saliendo de esta misma escuela me encontré una alianza de oro, en la calle, a la que puse a rodar, inmediatamente, en el suelo −al desconocer su utilidad− hasta que entré en mi casa. En aquel momento creí que se trataba de un simple aro como el que tenían los niños mayores para jugar, aunque, este, en miniatura. Desconozco cómo pude llegar a mi casa con la sortija antes de que la misma desapareciese bajo la rejilla de uno de los sumideros del camino. Sin embargo, el fin que no tuvo en la calle lo tuvo en mi propia casa una vez que se la mostré a mi madre. Esta, después de observarla por breves segundos atentamente, la guardó en el bolsillo de su delantal sin dar muchas explicaciones. Aquella pérdida supuso para mí un gran disgusto, no por el valor de la sortija en sí, como es de suponer, sino porque a partir de ese momento ya no pude echar el arito a rodar y seguir el rumbo que este me marcase, al azar, tras él. En ocasiones sería bueno dejarnos llevar −sin temor alguno− como niño pequeño, tras su aro, por la pendiente que desgarra nuestro corazón, pues de no hacerlo estamos taponando la fuente por la que han de salir al exterior las heridas del alma. No hay gesto más contrario a la salud, mental, de la persona que intentar mantenerse permanentemente inquebrantable. No solamente deberíamos exteriorizar aquello que nos está rompiendo por dentro el corazón, sino también los sentimientos de agradecimiento; pues aquella persona que no entienda la fragilidad de otro ser humano es porque desconoce su propia esencia y el camino de la vida. En el lado opuesto estaría el victimismo, tan indeseable como el orgullo y la dureza de corazón. El victimismo continuado en el tiempo es la estrategia de los cobardes y de todos aquellos que se han quedado sin argumentos. 

Hablando de ignorancia, o más bien de simplicidad y espontaneidad en la etapa infantil, me viene a la memoria el día que recibí el mordisco de un perro en mi muslo izquierdo. El chucho estaba dormitando plácidamente, a la sombra de una pared, en una bochornosa mañana de verano. Persuadido de que no me veía debido a su estado somnoliento, me situé junto a él y pensé: –ahora que está dormido aprovecho para pisarle la cola y de este modo conoceré como se sujetan los pelos entre sí para que no se le caigan al suelo. En mi corto entendimiento desconocía que el rabo fuese una extremidad más del animal. La respuesta a mi pregunta no se hizo esperar cuando comprobé, con sorpresa, dos cosas: que el perro, aunque dormido, tenía sensibilidad en su cola −ya que se revolvió contra mí para morderme− y, por supuesto, que debajo del pelambre había huesos y chicha que sujetaban los pelos a la cola del animal. Rememorando este hecho se me viene otro más al pensamiento. Tuvo lugar en el mismo sitio (aunque no a la misma hora) años después con el vecino que me afrentó por primera vez tachándome de mariquita. Parece que lo tenía cruzado en mi destino, puesto que, por razón de mi trabajo, años después tuve que asesorarlo en más de una ocasión. No obstante, a pesar de que se hayan dado estos encuentros −no buscados por mi parte− yo contento porque, debido a ello, pude comprobar que el amor de Dios me había liberado de todo rencor hacia su persona.

Pasando al acontecimiento que quería referirme, con respecto al joven aludido, sucedió que yendo este a toda velocidad con su bicicleta, perdió el control al doblar una esquina, para ir a estrellarse contra la pared del acerado donde yo me encontraba. No me atropelló porque su ángel o el mío, tal vez los dos ¡quién sabe…! lo condujo con tal acierto que dejó clavada la rueda delantera de su bicicleta por debajo de mi entrepierna sin que llegase a rozarme. Una vez más Dios estaba de mi parte, a pesar de que los hombres tomemos la dirección contraria a la que Él nos muestra; en el caso del citado mancebo, la de no respetar los límites de velocidad en la vía pública. Algo que yo mismo haría años después, en carretera, en algunas ocasiones.

Otros de los momentos que me produjo desazón debido a la candidez que mostramos en la infancia, superior incluso al descubrimiento que urdían los mayores con los reyes magos y la cigüeña portabebés, fue descubrir, desde el gallinero del cine de mi pueblo, que las historias que se veían al fondo −a continuación de la última hilera de butacas− no estaban sucediendo allí de forma real, sino que se proyectaban a través de un haz de luces, que volaba por encima de mi cabeza, de modo parecido a como lo hacían las sombras chinescas en el zaguán de mi casa. La decepción que me llevé al observar aquel destello de luces, y el agujerito por donde salían, fue mayúsculo. Aquello me pareció un fraude inaceptable, teniendo en cuenta la cantidad de veces que me había retorcido en el asiento de mi butaca, esperando que el bueno de la película lograse escapar de la trampa que le tendía su enemigo. Es más, se me quedó tan grabado en la memoria que aún recuerdo −y eso que mi memoria es flaca− las personas que me habían llevado al cine ese día.

Tampoco era nimio el tema de la cigüeña, sentía pavor de que algún bebé cayese desde las alturas de su alargado pico. Aquel pensamiento me llevó por varios años a buscarlas, en muchas ocasiones, por el firmamento para seguir sus vuelos. Después de mis exploraciones he de poner de manifiesto, que nunca vi un bebé listo para su entrega sobre el pico de una de esas vistosas aves. De aquella pesquisa deduje, o bien que las cigüeñas debían transportar su paquete de noche o que, por el contrario, se trataba solamente de una patraña más urdida por los adultos. 

Posiblemente debido a lo mucho que me seduce la idea de desplazarme por los aires, aquella fábula de la cigüeña entrega bebes me pareció, hasta bien mayor, más sugerente y atractiva que la del vientre de la madre como medio de transporte.

2. LOS PRIMEROS PASOS EN LA ESCUELA

Poco antes de comenzar el parvulario empezó para mí el calvario del acoso, al cual tuve que hacer frente desde los cinco años hasta los dieciocho ininterrumpidamente. Joselito, como me llamaban en el barrio, por ser el más pequeño de mis hermanos, quiso Dios que fuese agraciado en sus facciones y con tendencia natural para el baile y el cante; características suficientes, en esa época, para ser etiquetado de homosexual. Esto a pesar de que mi porte exterior y mi modo de conducirme no fuesen los de una persona amanerada.

Igualmente, he de confesar que no sentía atracción por el mundo femenino; en cambio, sí que tenía un espíritu rebelde y libre por el que nunca oculté mi carácter y mi personalidad. Fue debido a ese carácter libre, de no someterme a las mezquindades y prejuicios de los demás, por el que, a la edad de seis o siete años, viendo a Marisol en el cine del pueblo, no vacilé en imitarla al igual que lo hacía con otros artistas y grupos de la época; entre los cuales podría citar al dúo Dinámico, Nino Bravo, Los Diablos, Carina, Formula V, Rafael, Mocedades, etc. De esta manera, sin reprimir mi personalidad, me lo pasaba en grande cantando y en ocasiones, también, bailando, allí donde se diese una situación propicia. Este modo de proceder, si bien levantaba sospechas, calumnias e insultos por parte de algunas personas, como ya mencioné, por parte de otras causaba, en cambio, elogio y admiración. Cuando se trataba de los últimos, estos se unían a mí para disfrutar del show que desplegaba, improvisadamente, cuando mi corazón estaba alegre. Fue así como me erigí, sin yo buscarlo conscientemente, en el alborotador del “gallinero”; especialmente en los ratos que nos visitaba el tedio en las horas de recreo. Aún recuerdo dos de esas exhibiciones: una de ellas tuvo lugar en una ocasión en la que el profesor se demoró más de lo acostumbrado. En aquella jornada, dando por sentado que no se presentaría en clase, me dispuse con toda soltura a cantar y a bailar, al mismo tiempo que muchos de los compañeros abandonaban sus pupitres para acompañarme, en la función, con una explosión de júbilo. La puesta en escena, encima del entarimado de la clase, en aquel momento fue con una canción de Marisol «La vida es una tómbola, ton ton tómbola, de luz y de color…» que días antes había presenciado en el cine de mi pueblo. 

Como estatua de piedra me quedé cuando vi entrar al profesor por la puerta de clase; tan acorralado me sentí que, de haber tenido la oportunidad de escapar, habría desaparecido, como ratón asustado, por debajo de la tarima en la que aún permanecía. No recuerdo bien que hizo aquel día el profesor conmigo, lo que sí recuerdo, aún, es el cate que me propinó un año más tarde −todavía me llevo la mano a la mejilla cuando lo traigo a la memoria− por el fuerte dolor que produjo su palmada en mi mejilla. Este último episodio fue el resultado de la picardía −por decir algo suave− con que actuó un compañero, tras hacer entrega al profesor de un papel con insultos, que yo le había escrito, respondiendo a otro que él me había enviado, minutos antes, también insultándome. Lo que sucedió fue, que, mientras yo había roto en pedacitos su escrito, pensando que él haría lo mismo con el mío; el muy pícaro, en cambio −ni corto ni perezoso− fue a mostrar mi respuesta al profesor. Desde la distancia en el tiempo me parece prácticamente inverosímil, que a esa temprana edad apuntemos ya tan malas formas; máxime habiendo sido él, precisamente, quien inició la ofensiva. 

Otro momento álgido de esa vena artística lo sacaba a relucir, por las fiestas del pueblo, bailando al son de la canción que tocase la orquesta en la plaza mayor. En ese affaire, en el momento que las parejas de matrimonios y jóvenes reparaban en mí, por el desparpajo con que movía todas las coyunturas de mi cuerpo, hacían un corro en mi rededor para no perderse detalle. Finalizada la canción no faltaba, nunca, quien me izará por encima de sus hombros, como trofeo de campeón, mientras el resto aplaudía al pequeño choutman. Si bien, esto sucedía durante la fiesta; en mi barrio, en cambio, seguían con la suya particular: aquella que montaban, a mi costa, con los insultos e improperios ya consabidos. Quiero puntualizar, no obstante, en honor a las personas con las que conviví por muchos años en mi pueblo, que no todos actuaban cruelmente contra mí. De este modo, pues, si bien el insulto pasó a ser la tónica general de cada día entre muchos niños y adolescentes; por parte de los adultos, sin embargo, el escarnio se daba muy de tarde en tarde. Puntualizaré, no obstante, que, comparativamente, me hacía mucho más daño la agresión verbal cuando salía de la boca de un adulto que cuando procedía de otro niño; y esto porque, de algún modo, yo registraba, ya por entonces (aunque fuese aún muy niño), en el rostro de los adultos una maldad que no se dibujaba en el de los niños. 

Muy apesadumbrado andaba, porque la etiqueta con la que me señalaban se iba convirtiendo, con el paso de los años, en un fardo pesado y doloroso del que no podía desprenderme por más que lo intentase: algo así como las gotas de agua que caen sobre una roca, permanentemente, y la va horadando poco a poco hasta que llegan a perforarla. Fue, así, por esta permanencia en el tiempo, que el acoso cristalizó en un malestar que se hacía poco menos que insufrible: no había día en el cual no escuchase la misma cantinela: eres una niña, mariquita, no tienes lo que hay que tener, maricón, mujercita, y otras palabras aún más soeces, que no merecen ser replicadas aquí. Mi reacción ante el acoso, no obstante, como ya mencioné, era siempre la misma: por un lado, no esconder mi personalidad alegre y festiva y por el otro, devolver siempre el insulto con otro −si es que lo encontraba− aún más mordaz. De esta manera, pues, una vez que entraba en litigio con mis agresores, no pocas veces, los dimes y diretes terminaban en pelea.  

Entre las contradicciones que todos los hombres llevamos consigo yo llevaba las mías. Esto porque, a pesar de ese carácter alegre, en mi fuero interno era reservado y aguantaba con estoicismo todas las ofensas que arrojaban sobre mi espalda. Efectivamente, en cuanto que entraba en casa, escondía el enfado y, con él, las lágrimas sin dar a conocer la cacería a la que estaba siendo sometido. Con mi actitud de rebeldía y aguante −defendiéndome con contundencia− lo que pretendía demostrar a los demás, era lo contrario a lo que hablaban de mí; es decir, que yo era un chico varonil sin miedo. Además de luchar por preservar mi hombría, porque mis sentimientos no eran conformes a aquello que los chicos decían de mí, tenía que defender a mi hermana la menor (la cual me llevaba tres años de diferencia) de los chicos de su misma edad, que venían a soliviantarla porque su cuerpo empezaba a dibujar formas y su rostro belleza. 

A la escuela me dirigía acompañado al principio por un vecino mayor, que aprovechaba, de cuando en cuando, su poderío físico para atizarme una colleja. Por la mañana, lo primero que hacían los profesores era ponernos en fila y alinearnos por cursos. Una vez en orden y en silencio, entonábamos el Cara al Sol (himno del Régimen) aunque el día estuviese nublado. A la hora del recreo nos hacían beber leche en polvo con sabor a pastillas de leche de burra. En otras ocasiones, las menos, nos daban un quesito de la marca, si no recuerdo mal, La Vaca que Ríe: una vaca muy simpática con aretes en las orejas y teñida de rojo como caperucita. Por entonces algunas familias eran pobres de solemnidad y el gobierno trataba de paliar con esos suplementos alimenticios las carencias nutricionales de la población infantil. 

Cuando tuve criterio para elegir, por mí mismo, me deshice de la compañía de mi vecino mayor, y busqué la de otro chaval de mi edad, que vivía unas casas más abajo, para ir con él al cole. Su madre llevaba en los genes el síndrome de la lentitud, como buena parte de su familia. A esta buena mujer, el puchero le salía siempre con retraso y por este motivo tenía que esperar a su hijo, cada día, hasta que terminaba de comer. Su comida… unos garbanzos con presa que consistía en el menú de la familia durante toda la semana. Por aquellos años el cocido de garbanzos terminó siendo, salvo fiestas de guardar, el maná diario de buena parte de las familias, especialmente por mi tierra donde abundaba el cerdo y el cultivo de garbanzo. 

Yendo al cole nos parábamos, a mitad de camino, frente a un muro de piedra, semiderruido, de un antiguo acuartelamiento para hacer funambulismo; aquella pared ejercía un poder, hipnótico, que atraía a los chavales, del mismo modo que sol lo hacía con lagartos en verano: raro era el día en que no nos encaramásemos en una de sus partes sobresalientes. La zona más alta accesible para nosotros se situaba a metro y medio, aproximadamente, sobre el nivel del suelo; altura considerable teniendo en cuenta nuestra edad y estatura. A pesar de las muchas veces que hice su recorrido y de la estrechez del muro, nunca vine a dar de bruces con mi cuerpo en tierra. Esa suerte, en cambio, debido a mi afición por hacer equilibrios, la corrí más tarde dentro del mismo colegio. Aquel día no calculé muy bien la distancia desde el suelo a la parte superior de la tapia del patio del cole, a la cual intenté escalar para sentarme junto a otros chicos, mayores que yo, que habían clavado allí sus posaderas. En la caída me abrí una brecha de considerable tamaño en la frente, por encima de la ceja, al rozarme con la misma tapia a la que pretendía subir. Este suceso, sin ser relevante, lo recuerdo porque la pústula producida por la herida estuvo adherida a mi piel, cual tatuaje indeleble, por unos seis meses. El motivo de tan larga cicatrización tuvo que ver con mi incapacidad de resistir la tentación de arrancarme la postilla en cuanto la veía un poco seca. 

Tiempo después, fui superviviente de episodios mucho más peligrosos, en los que, por escasos centímetros o por segundos, pude salvar la vida en el mismo umbral de la muerte. Ahora doy gracias a Dios, puesto que sé, a ciencia cierta, que por detrás de esa ventura estuvo su mano salvadora. Espero que cuando me llame definitivamente para estar a su lado, participando de su gloria, luego de haberme otorgado tantas oportunidades, esté listo para afrontar el juicio de mis actos.

3. EL DESPERTAR DE LA LIBIDO

Con mis ojos de niños, ávidos de novedad, seguía observando y escudriñando el mundo con alegría y esperanza, mientras el mundo me obsequiaba, a cambio, con zarpazos. Mis acosadores ya no me daban tregua, y era raro el día en que algún chaval no me insultara con la misma cantinela de siempre. El grupo se hacía cada vez más numeroso y, en ocasiones, se juntaban para atacarme todos a la vez. Yo, por mi parte, me iba cargando de resentimiento hacia ellos, máxime al constatar que las sensaciones que mandaba mi cuerpo a mi cerebro, como siempre, eran contrarias a las groserías con que ellos me atacaban. Así lo percibía al constatar, en primera persona, que las emociones que despertaban en mí algunas niñas, solo con verlas a la distancia en la calle, no eran las mismas que cuando advertía la figura de los chicos o me relacionaba con ellos. Con los niños las percepciones se circunscribían al ámbito de la camaradería, de la complicidad y de la competitividad con demostraciones de fuerza y valentía. Con las niñas, en cambio, se despertaban en mi interior otro tipo de sentimientos, difícilmente explicables, donde la belleza y la atracción física se hacían palpables.

Recuerdo que la chica que avivó por primera vez esos reclamos en mí interior la conocí en el cole a los ocho años, estaba jugando con las amigas en un corro en el que giraban al compás de una canción infantil. En el mismo momento en que paró la cantinela de las niñas y la danza se detuvo, una sirenita de agua dulce quedó parada frente a mí, al otro extremo del corro, con mirada tímida a la que acompañaba de una leve sonrisa. Su mirada cálida, amable y receptiva, paralizó mis piernas y aligeró mi espíritu transformándome en estatua y nube al mismo tiempo: sentía que el pecho me quemaba por dentro y las piernas me temblaban por fuera. Su piel color caoba, su talle espigado, sus labios carnosos, su melena en hileras de tirabuzones que revoloteaban al aire con el vaivén de su cintura, y sus ojos enigmáticos, de efigie egipcia y oscuro ámbar, me dejaron paralizado frente a ella, con sonidos de violines en el corazón y con un verso de Espronceda atravesado en la garganta. Desde allí, desde el centro mismo de mi dilatado corazón, se escaparon dos alas al éter para entrelazarse con las suyas, en un abrazo eterno de almas que se buscan y se anhelan sin motivo aparente: ella lo sabe en lo más íntimo de su ser, al igual que yo lo supe entonces. Es por eso que, en el presente, siempre que nos cruzamos en la calle, ella baja la mirada con su dulce sonrisa, mientras yo desacelero el paso cavilando: ¿Señor por qué? ¿Qué hubiese sido de mi vida si aquellos que me empujaban a diario hacia la nada, no hubiesen hecho acto de presencia, jamás, en ella? no hace mucho encontré la respuesta; no obstante, la postergaré hasta que llegue el momento idóneo en el transcurso de este relato autobiográfico. 

A pesar de aquel encuentro tan arrebatador con la belleza femenina, y de esa sintonía espontánea de dos interioridades que se reconocen como una, mi despertar de la libido como tal se produjo, años después, viendo una película en el cine del salón teatro de mi pueblo. Fue así como sucedió: pocos minutos después de que el proyector echase a rodar, sobre el telón, pude contemplar un espectáculo hasta entonces inédito para mis ojos preadolescentes. Inesperadamente apareció en escena un rollizo gañan, recostado sobre unas gavillas, siendo espiado por una joven lozana, que, luciendo entre sus senos un tulipán violeta, le dirigía una mirada cálida y seductora, con la cual llenó de intriga a todos los espectadores que allí nos encontrábamos. El gañán después de descubrirse observado (ahora en un plano más cercano de la cámara) por la damisela, que comenzó a mordisquear una aterciopelada manzana carmesí, se giró en su dirección con mirada lasciva; y sin dudar ya de las intenciones de aquella atractiva ninfa, de un salto, se aproximó a ella. La expectación que la escena creo en el auditorio, después del acercamiento de los protagonistas, alcanzó tal grado, que en el salón se ahogaron todas las toses; las pipas igualmente enmudecieron; y los cigarrillos por su lado, al unísono, dejaron de alumbrar. La acción continuó, mientras el silencio se mascaba en el ambiente, y el fornido campesino, sin más preámbulo, apretó a la damisela contra su pecho y mientras la entrelazaba con sus brazos, la arrastró, consigo, hacia la paja donde cayeron arrebatados por el deseo. Una vez ya recostados en el áspero y mullido lecho −ocultos entre el follaje que se mecía a oleadas suaves por el viento− el fogoso mancebo procedió, sin mascullar palabra, a desabrochar, con dedos ágiles, la camisa de ribetes bordados de la primorosa joven. Después de esta última maniobra del zagal, sin yo esperarlo, emergió bajo sus manos un prominente, suave y tierno seno, de la no menos exuberante y entregada damisela.

Al igual que al protagonista de la película me sucedió a mí ese día: si por su parte no esperaba −como se daba a entender al principio de la escena− la súbita aparición de la provocativa doncella, yo tampoco esperaba que mi anatomía masculina despertara, súbitamente, poniéndose en movimiento por sus propios a tenores, reclamando espacio bajo la cremallera de mi pantalón, en el mismo momento que quedó al descubierto el esbelto y estilizado seno de la damisela. 

Aquella escena quedó grabada en mi psiquis por mucho tiempo, pues nunca, hasta entonces, había avistado un busto de mujer retozar al aire libremente. Así fue mi despertar al sexo, como supongo lo sería también para otros jóvenes de los allí presentes, que, en el transcurso de la noche, ya en sus casas sustituirían la lana de su colchón por la paja suelta de unas gavillas, recién segadas, en un sueño plácido y mojado.

A partir de ese momento las sensaciones no solo se remitían a lo intangible y espiritual, sino también a lo corporal. De este modo hubo una jovencita que conocí de niña, con anterioridad, en el coro de los frailes; la cual, por sus características, sus ojos un tanto rajados, sus carita redonda y sonrosada de muñeca de los setenta y su carácter provocativo y dicharachero, me sedujo como el mejor de los hechizos. No obstante, no llegué a intimar con ella, todo se quedó en un simple juego seductivo, entre ambos, sin consecuencias; ya por esas fechas estaba en el seminario, y no podía exponer lo que, por entonces, creía que era mi vocación.

La vida sexual anteriormente a este relato se remitía a juegos infantiles en los que, junto a los amigos, explorábamos nuestra anatomía para indagar en un asunto que los adultos intentaban ocultar con mucho misterio. Uno de los lugares escogidos para estos experimentos se ubicaba en la era; lugar espacioso de superficie diáfana, ubicado a las afueras del pueblo, cuyo uso se destinaba a separar el cereal de la farfolla. Como su utilización se limitaba, por lo general, a la cosecha del cereal, el resto del año, la era, estaba libre para el esparcimiento y recreo de los chavales. Aquel lugar era el idóneo, en la hora del crepúsculo −aprovechando que los agricultores estaban ya de recogida− para adentrarse en lo desconocido e indagar sobre aquellas partes de la anatomía corporal más censuradas por nuestras madres. Esos juegos, inocentes, terminaban sin consecuencias, entre otros motivos porque éramos ignorantes en materia sexual y, sobre todo, porque la libido no apretaba aún nuestras carnes infantiles.

En este momento recuerdo con hilaridad uno de ellos: consistía en bajarse el pantalón y los calzoncillos, mientras apostábamos por cual de nosotros llegaba más lejos haciendo carreras en ese estado. Como se puede suponer, de aquella guisa, lo único que se conseguía era ir dando tumbos por el suelo. En otras ocasiones simulábamos posturas al modo en que lo hacían en el cine o en televisión los protagonistas de historias románticas; pero todo quedaba ahí, en meras simulaciones de algo que estaba por descubrir en su debido momento. 

Con las niñas se trataba de tocamientos, por la curiosidad de contrastar morfologías. En una de esas exploraciones me sorprendió mi hermana, la mayor, con una vecinita de mi edad en el doblado de mi casa; fue una de esas veces que deseas salir corriendo sin parar hasta desaparecer del mapa. No fue para menos después que mi hermana amenazase con decírselo a mi madre que, por circunstancias familiares, llevaba dos meses fuera de casa.

En aquella ocasión me dejó un tanto sorprendido comprobar, por primera vez, que las niñas eran cual tabla rasa: normal teniendo en consideración que, a su edad, los estrógenos femeninos aún no habían aparecido en la suficiente cantidad como para dar lugar a la aparición de sus mamas. Aparte, con la irrupción de mi hermana en escena, no tuve tiempo a hacer más pesquisas.

Después que nos pillaran in fraganti, la amenaza de mi hermana quedó suspendida en el aire, como espada de Damocles, por mucho tiempo en mi memoria: no era para menos dado el decoro y el misterio con el que se trataba, por entonces, todo aquello que tuviese que ver con la sexualidad. 

Sin embargo, a resultas que el ser humano no parece conformarse con los términos medios, de manera orquestada (buscando pingües beneficios y algo más), con el relativismo moral del modernismo, los medios audiovisuales nos llevaron al extremo contrario. En la actualidad, se ha llegado a banalizar tanto el sexo, que la expresión hacer el amor tiene, ahora, idéntico significado que juntarse para copular. De ahí se deriva, en parte, que las uniones conyugales duren un suspiro: porque a partir de la “liberación sexual” se identificó el amor con el deseo o atracción sexual; sexo con placer, exclusivamente; y felicidad, por otro lado, con ausencia de problemas. 

4 ¿PREDETERMINACIÓN O LIBRE ALBEDRÍO?

Volviendo a ese lugar lúdico y deportivo para los niños que transcurría en las eras, me viene a la memoria otros recuerdos menos agradables de la etapa de mi infancia. De modo particular aquellos que pudieron llevar la tragedia a dos familias en el transcurso de jornadas distantes entre sí. El primero de ellos tuvo lugar en una máquina cosechadora abandonada en dicho lugar, a la que trepábamos los críos para desentrañar, no sólo los misterios que encerraba en el interior de su armadura, sino para hacer equilibrios sobre la misma. En una de esas tareas se encontraba uno de mis vecinos, saltando de un sobresaliente a otro de la cochambrosa máquina, cuando no atinó a hacer pie en uno de sus desplazamientos quedando atrapado con un corte a la altura de su ingle −por el que no dejaba de sangrar− en una de las oquedades de la herrumbrosa máquina. Sin que pudiésemos rescatarlo del cubículo donde había quedado preso, uno de los chavales de mayor edad que allí se encontraba presente, antes de que la sangre llegase al río, salió en búsqueda de su papá que se personó rápidamente en el lugar. El padre, nervioso, tras examinar la situación, procedió a sacarlo de entre los desafiantes dientes de la siniestra máquina taponando la herida. 

Este suceso, se presta para hace una reflexión sobre el progreso, puesto que aquella máquina salida del ingenio del hombre, para sustituir a los jornaleros del campo en las tareas agrícolas, parecía estar avisando de que terminaría no sólo con el trabajo de los padres, sino que, a sí mismo, con el porvenir de sus hijos.

Cuando retiraron a mi colega de la máquina y vimos, a plena luz del día, el color a naftalina que teñía su rostro, quedamos en silencio mientras su progenitor se lo llevaba en volandas al médico. Lo que pasó en el ambulatorio lo desconozco, pero como el cuerpo humano fue concebido con sabiduría divina para renovar sus células y su sangre, quince días después, el intrépido impúber, ya se encontraba de nuevo montando sus batallitas de indios, vaqueros y soldados, sobre el acerado de su calle, con sus muñecos. 

El otro acontecimiento al que me voy a remitir a continuación tuvo que ver con mi propia persona, en el mismo lugar de los hechos ya citados, cuando la noche comenzaba a reclamar su espacio en el firmamento y yo me dirigía de recogida a casa con un vecino. Instantes después de emprender el camino de retorno, todavía en la era, observé mientras pasaba junto a dos chavales −dos hermanos mellizos− que uno de ellos entregaba al otro una jabalina de hierro, macizo, de considerable tamaño, al mismo tiempo que reía socarronamente mirando en nuestra dirección. Aquella complicidad entre los hermanos me pareció un tanto sospechosa, no obstante, yo seguí mi itinerario junto a mi vecino, sin decirle nada, cuando de repente, unos metros después de distanciarnos de ellos, sentí un golpe seco sobre el suelo, advirtiendo a continuación, que se trataba de la misma jabalina que uno de los dos jóvenes acababa de lanzar en nuestra dirección. La mortífera lanza fue a parar, justo, a unos cinco centímetros de mi flanco derecho, con suerte -gracias a Dios- que se desvió de su objetivo. Al advertir, de inmediato, lo cercano que había estado de ser traspasado por la proximidad del impacto, sufrí un leve shock emocional que me dejó sin respiración y sin fuerzas por espacio de breves minutos. Finalmente, cuando me recuperé, reemprendí el camino de vuelta con mi amigo, sin amonestar, a diferencia de otras veces, el comportamiento de los hermanos. En aquella ocasión obré de este modo, porque me llevaban varios años de diferencia −sus cuerpos eran prácticamente el de personas adultas− y pensé que por ese día ya había tenido suficiente recompensa con salvar la vida. 

Si bien fue grande el riesgo que corrí, lo insólito de entonces era que los niños, al llegar a casa, no diésemos explicaciones a nuestros padres de los peligros a los que habíamos estado expuestos durante el día en la calle: proceder de otro modo era síntoma de cobardía y de que uno no podía resolver sus propios asuntos. Después de las desventuras a las que nos enfrentábamos, lo que realmente importaba era salir ileso, para así, un día, poder contárselo a los nietos.

A este episodio le sobrevinieron otros tantos, a lo largo de los años, en los que salvé la vida, cuando no quedaba ya ninguna carta en juego. Esto me llevó a interiorizar, como asimismo se nos da a entender en algunos pasajes de las Escrituras, que Dios tiene un propósito y un tiempo para cada uno de nosotros. Tenemos un destino y una misión encomendada e incluso cierta perspectiva para comprender, sino en su totalidad, al menos en parte, el sentido de nuestra vida. Dicho sentido o razón última del ser -de la persona- nos lo dio a conocer Jesucristo en su encarnación, con sus palabras, sus hechos y, especialmente, con su resurrección, garantía de la nuestra. A parte de que tengamos o no una tarea específica encomendada por Dios, existe una misión y un destino común al que está llamado todo hombre por ser criatura de Dios. La misión tendría que ver con el desarrollo de todas las potencialidades que tenemos cada persona por el hecho de poseer una capacidad psíquica moldeable, progresiva e intelectiva, consciente de sí misma y unipersonal. El destino, en cambio, estaría relacionado con dirigir esas potencialidades a la meta y fin último para el cual fue concebido y creado el hombre con sus capacidades; a saber, vivir en la presencia, en el amor y en la sabiduría de Dios, en armonía con el resto de la creación, el cual nos creó por amor tomándose a sí mismo como modelo: (Génesis 1, 27) «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó».

Y si nos creó a su imagen, fue para hacernos partícipes de aquello que encierra en sí mismo: algo tan grande, llegaría a decir S. Pablo (el cual tuvo revelaciones directas de Dios), «que jamás el ser humano ha podido contemplar, oír, ni tan siquiera experimentar en su corazón» cfr. (1 Corintios 2, 9). 

El cómo llegar a ese destino, tendría que ver con la respuesta personal al llamado de Dios; es decir, el uso que hacemos de nuestra libertad para adherirnos, sin engaños y autocomplacencias, a su voluntad expresada en las Escrituras: la cual, por otra parte, nos hace entrar en su esfera separándonos (santificándonos) del poderío con que nos envuelven nuestras pasiones, el mundo y Satanás: muchas veces disfrazados, todos, bajo apariencia de bien: de bondad, sabiduría, caridad y belleza, para que le resulte más llevadera a nuestra conciencia el desviarse de Dios (de la Verdad).

Así, pues, una vez conocido nuestro destino y nuestra meta, porque el Ser que nos creó (Dios mismo) tomó nuestra propia condición para darnos a conocer, sin intermediarios, quienes somos, andaremos enfocados en la vida sin dar palos de ciego en la nada. De tal modo que Dios, haciéndose tangible y visible en la persona de Jesucristo, se hizo creíble, entre otras señales, por la autoridad de su Palabra, por su coherencia de vida, por sus milagros y signos y, fundamentalmente, porque dio muestras, reiteradamente, de su resurrección: sin ella, punto culmen del Evangelio, como diría San Pablo «vana seria nuestra fe».

El hombre, por tanto, gracias a Jesús, ya no está abocado al vacío existencial de no saber quién es y hacia dónde debe encaminar sus pasos. Entre otros motivos, porque no solamente fue reservada la revelación dada por Jesucristo a sus coetáneos, por medio de sus discípulos (a los cuales, por cierto, les acompañaron los mismos signos que al Maestro) sino que ha llegado al resto de la humanidad, de generación en generación, por medio de la Iglesia fundada por el mismo Jesús (Mateo 16, 13-19), a la que asiste el Espíritu Santo, para conducirla (a pesar de la miserias y bondades de los que formamos parte de ella) en el Final de los Tiempos, al plan trazado por Dios desde el principio de los tiempo, donde será Jesucristo el que reine sobre toda la creación, para siempre, en paz, armonía y plenitud, una vez sometidas todas las fuerzas del mal con Satanás a la cabeza y sus adeptos. Es decir, que el Ser de Dios, que por tanto siglos había estado oculto al conocimiento y la comprensión del hombre, se nos dio a conocer tangiblemente, sin elucubraciones metafísicas especulativas de hombres (como en otras religiones) y sin intermediarios −por parte del mismo Dios− en la persona de Jesucristo; el cual asumió la naturaleza humana en todo, salvo en el pecado. Conocemos por las Escrituras que esto sucedió siendo engendrado por el E. Santo en el seno de una virgen, de nombre María, la cual fue destinada y elegida desde la caída de nuestros primeros padres para dicha tarea.  De no admitir esta verdad, trascendente, el hombre queda fuera de toda realidad, de todo sentido, porque entonces sí, que todo se vuelve relativo (la vida, la muerte…), ya que no hay hombre, metafísicamente hablando, con autoridad para estar por encima de otro semejante a él, por participar de la misma falibilidad. Algo que no es difícil de entender, si tenemos en cuenta que, fuera de Dios, todos los hombres participamos de idéntica naturaleza y condición. Lo dicho anteriormente lo confirma la misma filosofía con propuesta totalmente contradictorias entre sí, cuando intenta explicar el Ser de las cosas y de las personas. También la Historia nos muestra, una y otra vez, que el hombre, apartándose de la Verdad de Cristo, ha fracasado estrepitosamente bajo todo tipo de regímenes y gobiernos sin dar solución a los problemas e interrogantes de la humanidad. El hecho de este fracaso viene propiciado porque cada persona, en su fuero interno, al margen de Dios, cree poseer la verdad. Y sucede, que cuando todo hijo de vecino quiere imponer su verdad, porque para eso cree poseerla, el caos está servido. Sin Dios, por tanto, no hay paraíso, nunca lo ha habido ni lo habrá. Con Dios, los que creemos en Él y en las Sagradas Escrituras, tenemos garantizado −si optamos por vivir en obediencia a su Palabra− una fuente de sabiduría, poder y vida que no poseen el resto de mortales: lo digo no como una teoría aprendida sino como una realidad experimentada. Esto es así, no solamente porque la conciencia me muestre al Dios de la Revelación y a Jesucristo como la única Verdad posible, sino por haber experimentado en mi historia personal, la acción de Jesús, resucitado, implicándose en la misma para salvarla. Más adelante en esta autobiografía se podrá verificar este hecho. 

Aunque piense, por lo ya expuesto, que tenemos una meta a la que dirigirnos; no creo, por el contrario, en la predestinación sin el concurso humano. A partir de Jesucristo sabemos por las Escrituras quiénes somos, para qué hemos sido creados, como debemos obrar y como llegar a participar de Su Plenitud en esta vida y en la eterna. Conociendo lo anterior, no hay predestinación que valga porque, aunque sepamos cuál es el faro que nos guía y nos alumbra −Jesucristo− el hombre tiene siempre la posibilidad, con su libertad, de cambiar la dirección de su nave para seguir todas las estrellas fugaces que desee alcanzar. 

Sólo hay que mirar en los Evangelios para entenderlo: ni siquiera Dios, en su poder absoluto, interrumpió la libertad de los poderes públicos y religiosos de los hombres, en el momento del paso de Jesús por la historia, para que asesinaran a su Hijo. Hubiese sido un privilegio para Jesucristo, con relación al resto de los mortales, interrumpir el veredicto humano sobre esta condena a muerte y, por consiguiente, Jesucristo no hubiese asumido “en todo” como se nos dice en la biblia, “su condición humana”: en este caso, la libertad que Dios ha dado a todo hombre para ejercer su libre albedrío. Dios, por tanto, es consecuente y veraz con las leyes que él mismo dispuso para el mundo, para los hombres y, por ende, para su propio hijo. De esta manera, pues, el hombre tiene un destino o, mejor dicho, una invitación, para participar de la misma vida de Dios, a la cual podemos volver la espalda, si así libremente lo decidimos, en el ejercicio de nuestra voluntad.

Acerca de renaceralaluz

Decidí hace ya mucho tiempo vivir una vida coherente en razón de mis principios cristianos, lo que quiere decir que intento, en la medida que alcanzan mis fuerzas, llevar a la vida lo que el corazón me muestra como cierto: al Dios encarnado en Jesucristo con sus palabras, sus hechos y su invitación a salir de mi mismo para donarme sin medida. Adagio: El puente más difícil de cruzar es el puente que separa las palabras de los actos. Correo electrónico: 21aladinoalad@gmail.com

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