Novena entrega de la nóvela autobiográfica dentro del tercer capítulo del libro Identidad Secuestrada ¿Itinerario de un heterosexual?

Nota aclaratoria: Si no has seguido lo publicado hasta ahora te recomiendo que busques en la cabecera del blog el enunciado que se refiere a *Autobiografía* ahí podrás leer ordenadamente todo lo publicado hasta el momento; es importante porque difícilmente se puede entender y juzgar la historia general o particular, como es en este caso, si no se conoce lo que sucedió en el pasado.

Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin contar con la autorización del titular del copyright, la reproducción total o parcial por cualquier medio o procedimiento incluidos la reprografía y tratamiento informático, así como la distribución, y transformación de esta obra, o el alquiler y préstamo público. Todos los derechos reservados.

ISBN: 9788469736876 1ª Ed. Feb 2017 Colombia

3 Cap. EL INTERNADO, apartados 9,10,11,12

9 FIN DEL RÉGIMEN FRANQUISTA

A finales del régimen franquista se dibujaba en el horizonte español aires de libertad y de progreso que nos hacían confiar en el futuro: la clase media parecía resurgir de sus cenizas (si es que alguna vez la hubo anteriormente en este país) y, si bien las restricciones en materia de libertades políticas se mantenían, en lo tocante a las costumbres se iba produciendo una transformación lenta, pero visiblemente notable en la sociedad. A esos cambios contribuyó, sobre todo, la televisión, los intercambios comerciales con otros países, y la llegada masiva de turistas a las playas de nuestro litoral.

Volviendo la mirada al seminario, exceptuando las epidemias por gripe, solamente se interrumpió la actividad académica, por aquellas fechas, con motivo del asesinato del presidente del gobierno Carrero Blanco, a manos del grupo terrorista ETA, y del jefe del Estado Francisco Franco. De estos dos acontecimientos de especial trascendencia para el pueblo español me viene a la memoria la tensión que se palpaba en los pasillos del seminario: unas veces envuelta en rostros de preocupación y otras de murmuraciones en corrillos formados por profesores, prefectos y seminaristas mayores. Los adultos eran las únicas personas que manejaban algún tipo de información acerca de lo que estaba pasando fuera. Con la muerte de Franco, de algún modo, aquella inquietud se contagió también a los alumnos más pequeños, con lo cual quedamos todos con el corazón lleno de zozobra a la espera de nuevos acontecimientos.

Como era de prever, por la situación compleja que atravesaba el país −después de treinta y nueve años de dictadura− nos enviaron a casa. Pasados unos días, puede comprobar que la tensión que se vivía entre los vecinos en el pueblo, por la incertidumbre del momento, era menos angustiosa que la que dejé atrás en el seminario: posiblemente porque mis paisanos tenían otras necesidades más urgentes y perentorias que atender.    

Luego de un tiempo prudencial, como la situación general de la nación parecía estar en calma, debido a que la propaganda del gobierno anterior había estado centrada, principalmente, en mostrar las bondades del régimen y del dictador, más que en el adoctrinamiento sistemático de la población, causa de todos los fanatismos y divisiones (Franco era militar y no ideólogo), regresamos al seminario, para retomar la actividad diaria, hasta que la preocupación se fue disipando, en espera de los cambios que estaban por venir. 

El deporte junto con la música y el teatro eran algunas de las actividades que nos mantenían alejados de los acontecimientos que se iban concatenando y dilucidando, extramuros del internado, en el acontecer del nuevo periodo esperanzador que se dibujaba en el horizonte español. De las actividades citadas me vienen a la memoria en este momento, la representación y puesta en escena de la Pasión de Cristo. Obra de teatro en la que participó un buen elenco de seminaristas y que, a consecuencia de su buena aceptación y crítica, fue llevada posteriormente, al estilo de La Barraca, por varios pueblos de la diócesis para entretenimiento y deleite de sus parroquianos. 

Con el éxito de la Pasión de Cristo entró el gusanillo por el teatro en el internado, de tal modo que el educador que teníamos, propuso para nuestra comunidad montar una pieza teatral de procedencia italiana en la que se denunciaba la emigración y la pobreza en el medio rural. Aceptamos el reto, y después de varias semanas de ensayos, nos prohibieron su representación porque al prefecto le pareció patética días antes de su puesta en escena. 

Cuando el superior pronunció la palabra patética y prohibió la representación nos dejó a todos atónitos, primero porque algunos de los críos no conocíamos, en ese momento, el significado exacto del vocablo que utilizó y, después, porque la obra iba muy avanzada y los alumnos nos habíamos involucrado muchísimo para sacarla adelante. El que nos implicásemos tanto en la obra fue debido a que el tutor que la dirigía nos dio la oportunidad de modificar el guion original, para adaptarlo al contexto sociocultural de nuestros pueblos; el cual, por raíces históricas, culturales y climatológicas, no distaba mucho al que se describía en la pieza teatral de procedencia italiana. 

De todo se puede extraer una lección, de aquel suceso inferí la docilidad y humildad con que el educador encajó el revés, después de muchos días de trabajo con nosotros, acatando la orden del prefecto sin resistirse y sin emitir juicio de valor negativo a sus espaldas.

10  SALTAN LAS ALARMAS

La enfurecida resistencia que mantuve ante los que me acosaron, durante muchos años, comienza a pasarme factura con las primeras dudas sobre mi inclinación sexual. Estas dudas me surgieron frente al televisor, cuando me encontraba de vacaciones, a la edad de quince años, en el pueblo. Sucedió en el transcurso del informativo de la noche, el presentador que lo dirigía cautivó mi atención, como en un flash, por su atractivo personal. En aquel momento lo que para un heterosexual hubiese sido un hecho irrelevante y sin trascendencia −reconocer en pantalla un señor elegante y apuesto− en mi interior, en cambio, se transmutó en un impulso de atracción por la perfección de sus facciones y su buen porte. No obstante, esa primera atracción o admiración, por el sexo masculino, no fue acompañada de un impulso sexual, en mi anatomía masculina, como ya había sucedido anteriormente con las mujeres. 

A partir de aquel momento, empezaron las dudas a poblar mi mollera. Aquel despertar súbito hacía la belleza masculina sin esperarlo, hizo que, tiempo después, me plantease las siguientes preguntas: ¿me habría pasado como al Patito Feo en el cuento de Hans Christian Andersen, que debido al acoso de su entorno terminó creyéndose lo que decían de él? ¿se debería esa atracción, en cambio, a la educación recibida en casa? ¿o tal vez fuese a consecuencia de algo innato? Creo que la pregunta jamás podré responderla, pero tengo la certeza de que la sociedad me privó de saber, en cualquier caso, cuál hubiese sido mi tendencia sexual, de adulto, de no haber sido, antes, secuestrada mi inocencia.

Aquella experiencia vivida frente al televisor fue de gran impacto para mí, sobre todo, teniendo en consideración lo que había luchado para salvaguardar delante de mis compañeros, no una impostura, sino algo que, hasta entonces, sentía consustancial a mi persona; es decir la masculinidad. No es igual observarte desde pequeño con una tendencia o inclinación, la cual vas integrando en tu personalidad sin darte cuenta; que descubrirte en plena pubertad (etapa importantísima de la vida), por sorpresa, con algo que pensabas que jamás se despertaría en ti. A partir de aquel día el problema ya no fue un asunto de discordia y malestar con los compañeros, sino que se convirtió, por el contrario, en un pensamiento obsesivo, al cual yo mismo iría alimentando, día tras día, como res destinada al matadero, en la soledad más absoluta del rincón más secreto de mi alma.

No obstante, a pesar de las dudas, no me di por vencido; pensé que aquel fogonazo inesperado se tratase de algo pasajero y, por consiguiente, mantenía intacta mi esperanza en que algún día sería sacerdote.

Esa inquietud por ser presbítero afloraba, de modo especial, cuando llegaban los misioneros al seminario para suscitar vocaciones, de entre los seminaristas, y nos relataban sus epopeyas en medio de la selva con las tribus indígenas. No todos venían de evangelizar en la jungla de Tarzán, algunos nos narraban las aventuras y desventuras de su evangelización en barrios pobres de la India y Sudamérica. De esas jornadas aún recuerdo los tebeos coleccionables que nos traían de la editorial Mundo Negro: en ellos se describía las heroicidades llevadas a cabo por estos hombres curtidos, en tierras inhóspitas, por amor a Jesucristo. Otras personas que por entonces alimentaban mi vocación eran los sacerdotes de mi pueblo, uno por su rectitud y el otro por su bondad. También, de entre mis compañeros y profesores, había quienes brillaban con luz propia, por su buena conducta y por su vida de compromiso con los valores evangélicos: especial mención para Pedro que me ayudó muchísimo en mis últimos días de estancia en el seminario.

Como absorbe agua una esponja, hasta llenar todos sus capilares, de este mismo modo pasó en lo referente a la atracción que el presentador de televisión ejerció sobre mí. Aquel evento fue succionado por mi subconsciente, como otro de tantos, sin que dañase ni alterase, en ese momento, la propia naturaleza de mi personalidad. Luego, de este nuevo revés, si bien no sucedió nada que cambiara mi comportamiento y relación con el entorno, sí que comencé a albergar dudas serias, desde ese día, sobre mi tendencia o condición sexual: cuestión a la que daba vueltas en mi mente en una espiral sin fin y sin respuesta. 

Entre esos dos términos, condición sexual o tendencia sexual, me quedaría con el de tendencia, porque no siempre una atracción sexual por alguien del mismo sexo condiciona el carácter. Tan es así que, en no pocas ocasiones, me encontré con muchos homosexuales que culturalmente encajaban más en su misma condición masculina que en una personalidad afeminada. Quizás el término correcto, para evitar etiquetas, seria hablar de personas con atracción por los de su mismo sexo, ya que este calificativo engloba a todas las formas de expresión de la sexualidad que se dan dentro de este colectivo de personas cuyo lazo unitivo último es la AMS; es decir la atracción sexual que experimentan por las personas de su mismo sexo. Por otro lado, quiero resaltar que la tendencia, al igual que la moda, se puede cambiar; aunque en un momento de la vida sea constitutiva del carácter de la persona como sucede igualmente, con la ideología, la nacionalidad, la religión, el trabajo e incluso el fútbol. La expresión condición, sin embargo, parece ir asociada, especialmente, con algo irrevocable. Por lo demás, como se trata de mi propia experiencia, no tengo que citar a nadie para poner de relieve, por los datos autobiográficos ya descritos y otros que le seguirán, la plasticidad de la mente humana a la hora de adaptarse a un rol sexual y a un modo de conducirse que no le pertenece por constitución y por genética. Para explicarlo mejor diré, que esta autobiografía, es una búsqueda de autoconocimiento, donde dejo todas las puertas abiertas (supongo que a estas alturas ya se habrá notado) para descubrir la verdad y, por consiguiente, no parto de ningún posicionamiento ideológico que condicione mi capacidad de pensar por mí mismo y, por ende, mi libertad. Se trata, pues, de describir hechos experienciales que, por darse en primera persona y en mi naturaleza (constituida, por otro lado, de los mismos elementos que la del resto de mortales) puede extrapolarse a todas aquellas personas que, como yo, han vivido experiencias similares o parecidas. Si alguien, no obstante, piensa que pertenece a un espécimen de iluminado único, exclusivo y exquisito, con necesidad de imponer sus dogmas al resto de la población, tarde o temprano construirá una realidad ficticia que, como toda fantasía y fanatismo, terminará por desmoronarse después de llevarse con él a mucha gente por delante. No obstante, no confundamos dar a conocer una opinión, apoyada desde la experiencia y ratificada por la propia naturaleza, como es mi caso, con la cual se puede estar de acuerdo o no; con imponer, desde el poder que otorga el estado a los gobernantes, una concepción particular del mundo, al conjunto de la población sin debatir y sin que se cuente con sus ciudadanos para dicho cometido. El que un partido sea elegido para gobernar, incluso con mayoría absoluta, no otorga carta de libertad a sus parlamentarios, para destruir los parámetros culturales de la sociedad que les votó y de la cual ellos mismos proceden. En muchas ocasiones los ciudadanos eligen a un partido para salvar una situación límite y no porque se esté de acuerdo con el contenido de su programa electoral; el cual, por otra parte, en muchos casos se desconoce o se oculta en la interpretación que cada político hace de las palabras. La misma palabra democracia, dependiendo a que corriente ideológica se circunscriba un político, puede significar formas de gobernar totalmente opuestas entre si; desde el totalitarismo más radical de partido único, hasta que los ciudadanos elijan directamente y no en listas cerradas a sus representantes parlamentarios.      

    11  DURANTE LAS VACACIONES

En vacaciones, si me quedaba en el pueblo, como ya dije, en lugar de juntarme con los chicos de mi calle, por temor a que volviesen a insultarme, lo hacía con un círculo de jóvenes que frecuentaban la parroquia donde me sentía seguro. Aquel grupo, además de reunirse para orar y reflexionar, tenía otro cometido de compromiso social y apostolado. Entre sus tareas se encontraban la de visitar enfermos, y evangelizar en la calle; acompañar y solucionar problemas a los ancianos; y, una vez al año, organizar una colecta para las necesidades de la Iglesia o de las personas con menos recursos. El grupo, en cuestión, alcanzó gran notoriedad en el pueblo por su alto compromiso social y espiritual. En esta asociación eclesial conocí a buenas personas con las que compartí la fe, además de otras actividades que nos hacían sentir comunidad de hermanos. Otro hecho a destacar de este movimiento eclesial es que aunó, por varias generaciones, a la mayoría de los jóvenes del pueblo sin distinción de clases sociales, ideologías o preferencias sexuales; algo que, por otro lado, no suele pasar en la mayoría de asociaciones o grupos humanos que se crean en el ámbito civil al margen de la Iglesia. 

Con estos amigos compartí, además, otros escenarios fuera de las actividades específicas del grupo, como acampadas y fiestas populares. En dichos encuentros cada uno aportaba su habilidad personal y su donaire para regocijo del resto. Fue en una de esas celebraciones, en la verbena del pueblo, en concreto, donde me vi empujado a rescatar a una amiga de las garras de unos chicos que andaban persiguiéndola. 

A pesar de que las historias de héroes y villanos nunca habían contado entre mis favoritas, en esta ocasión no tuve otra opción que la de asaltar el fortín donde mi amiga había sido acorralada. Se trataba de una joven que, meses antes, según me habían informado, tuvo problemas con uno de los chicos que ahora la estaba acosando en pandilla. Lo que sucedió en la verbena fue, que, mientras yo escrutaba el horizonte entre la multitud, tratando de localizar al resto de amigos a los que echaba en falta, la chica de la que hago mención, al girar de nuevo sobre mí, la encontré rodeada por el joven que la tenía sentenciada y sus secuaces; siete u ocho camorristas en total. Cuando me di cuenta que la situación para mi amiga era comprometida −especialmente tras observarla paralizada por el miedo− sin pensarlo dos veces, en un arranque de osadía, me introduje velozmente en medio del cerco que la habían tendido y, sin más espada que blandir que una corbata que acababa de estrenar para la fiesta, la así de la mano, con gran determinación, sacándola de aquel recinto del que escapamos, a toda velocidad, en busca del resto de amigos. Como el busca pleitos que seguía los pasos de la chica no me reconoció, a pesar de que habíamos asistido juntos al cole de pequeños, desconociendo con quien tendría que enfrentarse para recuperar su “botín”, optó por no seguirnos en la escapada sin poner más resistencia. El instinto de supervivencia es tan fuerte en el hombre, que hasta los bravucones le rinden pleitesía.

Después de salir del atolladero, entre la joven, que apenas conocía, y yo no medió palabra alguna en la huida, solamente una mirada cómplice nos puso al descubierto que aquel día acabábamos de salir ilesos de una batalla que teníamos perdida de antemano. Al llegar a la discoteca encontramos a los amigos y, tras serenarme, me puse a bailar, para continuar al ritmo de la noche, con los latidos de la guitarra de Mark Knopflerl con Sultans Of Swing.

El suceso descrito anteriormente, si no recuerdo mal, tuvo lugar cuando apenas tenía diecisiete años, edad en la cual lo prohibido ejerce un fuerte poder de atracción sobre la mayoría de jóvenes; y en mi caso, desde luego, no era yo la excepción. Fue por ese afán de gastar la vida en un suspiro, como al hábito de fumar añadí, por esas fechas, el consumo de cervezas y, también, algún cubata que otro los fines de semana. A partir de introducir estos nuevos hábitos (en el caso del tabaco se convirtió en una droga sin la que no podía pasar) necesité más dinero también para mantenerlos. Con lo cual, dado que los recursos familiares no daban para vicios, tuve que compaginar vacaciones con trabajo.  

El primer verano me enrolé con unos cuantos compañeros de seminario para trabajar en una finca sembrada de tomates, de la cual teníamos que extraer hierbas gigantescas que, en cuanto a mí, me sobrepasaban en altura y en ocasiones, también, en resistencia para arrancarlas de raíz. Al año siguiente me uní a otro grupo de alumnos, para adecentar las paredes del Seminario por dentro: la faena consistía en raspar los trozos desconchados de las mismas para proceder, luego, a pintarlas. Este trabajo lo llevábamos a cabo subidos en andamios con varios tramos para llegar hasta el techo. Aquellos eran otros tiempos y las tareas de la vida no estaban tan regladas y planificadas como en el presente: no se tenían en cuenta los riesgos en el trabajo; ni los jóvenes por osados, ni los mayores por inconscientes. En esa indolencia nos observábamos poco menos que inmortales, y caso de que ocurriese una desgracia estábamos convencidos que se debía al destino de la persona o a la mala suerte. Como consecuencia de ese modo de entender la vida, los abogados eran una especie poco común entre los habitantes de aquel tiempo, especialmente en los pueblos; por decirlo de otro modo, eran como las américas, que todo el mundo sabía que existían, pero que muy pocos las habían visitado, excepto aquellos que marcharon para no regresar.

Al finalizar el verano aprovechaba para ayudar a mi padre en la recolección de la uva. La vendimia se hacía a mediados de septiembre, días en los que el astro solar iba en retirada y, ocasionalmente, aún se levantaba erguido y orgulloso para despabilar a alguna cigarra moribunda. Seguidamente, cuando el otoño iniciaba su andadura de días grises, tupidos de niebla y humo, hacía entrada el curso académico. La conjunción de la bruma, levitando en la atmósfera, con el humo de las carboneras entre valles y cerros, inundaban el paisaje, por esas fechas, de un cierto halo de misterio, de quietud y de eternidad, en una simbiosis perfecta con los campesinos que lo poblaban; hombres confiados, sobrados de abnegación y de amores consumados. No faltaban en la composición de aquel cuadro inmemorial e impasible (casi surrealista) en los campos de mi pueblo, algunas aves, planeando, ajenas a las esperanzas y preocupaciones de los labradores que bregaban, más abajo, en las mismas tareas que lo hicieran ya, siglos antes, sus ancestros. Aquel horizonte que se deslizaba sin prisa en las arrugas de los curtidos campesinos de mi pueblo, me invadía de nostalgia en las tardes de domingo en el seminario: sabía que nadie mejor que él, guardaba en secreto, en sus sinuosos valles y cerros, mis aventuras, mis raíces, mis lágrimas y mis desvelos.

12  LA MAYORÍA DE EDAD

La mayoría de edad también trajo un cambio en mi vida: más que en mi vida personal, en el modo de relacionarse mis compañeros conmigo, ya que inusitadamente y de manera repentina cesó el acoso. Para que esto sucediese por primera vez, desde mi más tierna infancia, cuando exudaba juventud por cada uno de los poros de mi piel, se tuvieron que dar varias coincidencias al mismo tiempo: en primer lugar los compañeros que más me instigaban abandonaron el seminario al terminar el bachiller superior; en segundo lugar, porque, generalmente, al alcanzar la mayoría de edad, con ella se alcanza también la sensatez suficiente como para que los bajos instintos den paso a la educación; y, sobre todo, a que los años de formación religiosa, en el seminario, iban dando su fruto, como lo hace la buena tierra, regada y abonada con generosidad, a su debido tiempo.

Con el cambio de actitud de los compañeros mis oraciones fueron finalmente escuchadas y, por primera vez, casi desde que tenía uso de razón, me liberé del yugo del acoso que por tantos años había cargado sobre mi cerviz. El yugo desapareció, pero no así las huellas que él mismo había dejado por su peso: trazos de memoria doliente, con huellas en el alma, por donde aún supuraba mi corazón lastimado.

Con todo ello, de haber persistido esa situación de acoso, en el tiempo, posiblemente esta autobiografía hubiese adquirido un cariz bien diferente, de consecuencias indeseables, al menos para mí. Así hubiese sido porque, ya por entonces, en dos ocasiones, se me hicieron presentes algunas ideas muy sombrías que, gracias a Dios, no llevé a cabo debido a que la enajenación mental no había apagado, de todo, mi conciencia. De cualquier modo, en el supuesto de haberlas ejecutado, por esquizofrenia sobrevenida, como consecuencia tantos años de instigación; no dudo, ahora, que los mismos que me acosaron −reflejo de la sociedad en general− hubiesen salido luego en mi persecución para rematarme con las piedras de su ira justiciera. De igual modo sucedió con la mujer adúltera de los Evangelios, pues ni que decir tiene, que más de uno de aquellos que la siguieron para dilapidarla, habrían pasado con anterioridad por su cama. Por eso al decirles Jesucristo: «el que esté libre de pecado que tire la primera piedra», deshicieron el camino que les condujo hasta la mujer con intención de matarla. Además, remarca la biblia, emprendieron la marcha, por donde habían venido, comenzando por los más ancianos de la manada

Desafortunadamente con el cese del acoso no desapareció el desasosiego que éste había sembrado en mi vida. Es más, a las dudas que ya albergaba sobre mi orientación sexual se le añadió, luego, el peso de mi conciencia, que me acusaba de estar en el lugar equivocado, cuando desde el púlpito se nos remarcaba con insistencia, por parte del director espiritual, que el sacerdote debía de ser un hombre íntegro en su masculinidad.

Si por algo se caracteriza mi personalidad, entre muchas sombras y pocos destellos de luz, es la de llevar una vida coherente entre mis creencias y mis obras. El fariseísmo nunca ha sido constitutivo de mi personalidad, prefería estar fuera del grupo, es decir de la Iglesia, y prescindir de sus bondades, a que mi alma reprendiera mi inconsistencia por contravenir los dictámenes de la institución. Fue por esta manera de ser por la que se levantó un muro, infranqueable, entre mi deseo de ser sacerdote, por un lado, y mi sentimiento de atracción hacia los varones, por otro.

Cuanto más insistía el guía espiritual en que el sacerdote no podía albergar ningún tipo de duda sobre su hombría (no descarto que lo hacía con buena intención) más culpable y avergonzado de mí mismo me sentía. De este modo ocurrió que, debido a mi afán por mantener dicha integridad, no tuve más opción que recurrir de nuevo a mi prefecto para pedir ayuda. Cuando le conté el problema, de la misma manera que el anterior, sin tener muy claro que aconsejarme, me dijo −como a aquel que tiene un dolor de cabeza y ni siquiera le mandan una pastilla− que con el tiempo dicha inclinación sexual se me pasaría. 

El destino me volvía a jugar una mala pasada porque, muchos años después, me encontré con un excompañero del mismo curso, en un lugar de copas −también con inclinaciones homosexuales− al cual el mismo superior supo darle ciertas orientaciones, por lo que pude captar en la conversación que mantuvimos esa noche, con gran acierto y sentido común, las mismas que no tuvo para mí. Esto a pesar de que ambos habíamos coincidido, como ya he mencionado, en el mismo lugar, en las mismas fechas y con el mismo prefecto. El motivo se me escapa por algún resquicio de mi corto entendimiento, igual pudo deberse a que yo fui el primero en plantearle la cuestión de la homosexualidad y que, para entonces, él no tuviese la preparación y los conocimientos necesarios para darme una respuesta adecuada. También cabe la posibilidad que con este compañero encontrase más afinidad que conmigo para decirle, abiertamente, lo que pensaba sobre la cuestión. No obstante, si la respuesta que me dio, personalmente a mí, vino motivado porque estaba realmente convencido de que esa inclinación se me pasaría, debió explicarme los motivos que le llevaron a razonar así; ya que, de ese modo, hubiese reforzado mi autoestima y tal vez yo, por mi parte, hubiese dado credibilidad a sus palabras haciendo mía su convicción: no es descartable esta hipótesis puesto que sentía gran admiración por este sacerdote al cual tenía idealizado.

A medida que pasaban los años, encerrado en este callejón sin salida, se acrecentaba mi angustia: me iba haciendo adulto y, finalmente, tendría que optar por salirme del seminario pues, como dije, mis principios no me permitían hacer lo contrario a lo que el director espiritual nos estaba indicando sobre esta cuestión. 

En el seminario el tiempo no se detenía como yo hubiese deseado hasta resolver la encrucijada en la que estaba parado. La adversidad me seguía acorralando para, posteriormente, rematarme con un golpe de gracia que conduciría mi existencia al vació y a la nada más absoluta. Ese último zarpazo terminaría derribando la única pieza sobre la que aún se mantenía en pie mi autoestima y mi carácter. Pero antes de ir a ese asunto quiero destacar otros hechos, menos lúgubres, para pasar luego a esa situación crítica y de máxima inflexión para mi vida. 

Photo by Felix Mittermeier on Pexels.com

Acerca de renaceralaluz

Decidí hace ya mucho tiempo vivir una vida coherente en razón de mis principios cristianos, lo que quiere decir que intento, en la medida que alcanzan mis fuerzas, llevar a la vida lo que el corazón me muestra como cierto: al Dios encarnado en Jesucristo con sus palabras, sus hechos y su invitación a salir de mi mismo para donarme sin medida. Adagio: El puente más difícil de cruzar es el puente que separa las palabras de los actos. Correo electrónico: 21aladinoalad@gmail.com

Puedes dejar tu opinión sobre esta entrada

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s