Decima entrega de la nóvela autobiográfica dentro del tercer capítulo del libro Identidad Secuestrada Itinerario de un heterosexual
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ISBN: 9788469736876 1ª Ed. Feb 2017 Colombia
3 Cap. EL INTERNADO, apartados 13,14,15,16
13. DOS BUENAS NOTICIAS EN MEDIO DE LA CRISIS DE IDENTIDAD
El primero de dichos acontecimientos, lo traigo a colación porque, sin tener que ver directamente con mi persona, tiene final feliz (como sucede con mi propia biografía) con un mal principio. En esa jornada estábamos invitados por mis padres toda la familia para festejar un acontecimiento al que ahora no puedo poner nombre. A dicha celebración vino mi hermana la mayor, que vivía en otro pueblo con sus hijos. Una vez que se encontraron todos los primos en la casa de mis padres, dos de ellos −varones de la misma edad− se separaron del resto para acercarse a la casa de mi hermano en busca de un balón. Mis dos sobrinos, que por entonces tendrían poco más de siete años, de regreso a la casa de mis padres, en una encrucijada de calles con poca visibilidad, cruzaron la vía en el mismo instante en el que un camión circulando a gran velocidad, en sentido transversal a la dirección que ellos traían, atropelló a uno de los pequeños al que desplazó unos ocho metros del lugar del impacto. La noticia del accidente llegó enseguida a la casa de mis padres, por lo que mi hermana y mi cuñado se desplazaron, rápidamente, a la consulta médica donde habían llevado a mi sobrino. Desde allí, mi hermana y mi cuñado, nos comunicaron que debían irse de inmediato al hospital con el pequeño. Así lo hicieron porque el doctor, luego de hacerle una exploración, les informó que tenía la mandíbula rota y, además, para de descartar otras posibles fracturas. En el domicilio, tras conocer el pronóstico del doctor, nos quedamos con el alma en vilo a la espera de lo que arrojasen los exámenes médicos en el hospital; no con demasiadas esperanzas, por cierto, porque el médico del pueblo era hombre experimentado y poco amigo de enviar a los pacientes fuera del pueblo sin asegurarse, antes, de la gravedad del enfermo.
En la incertidumbre, mientras esperábamos los resultados definitivos, me salí con el resto de mis sobrinos a la calle y, una vez en la plazoleta, les dije que se tomaran de la mano para rezar un Padre Nuestro por la pronta recuperación del pequeño. Sin embargo, como la curiosidad no escapa a la condición humana, especialmente en los niños, una de mis sobrinas −que, por cierto, siempre fue muy perspicaz− me dijo antes de que comenzásemos la oración: − ¿bueno tito y a ti el Señor por qué no te cura? (ella sabía por mi hermana la mayor, a la única que confiaba algunas intimidades por entonces, que yo me encontraba depresivo) a lo que contesté con convicción porque así lo creía: −no te preocupes ya lo hará. Nos concentramos en el rezo agarrados de la mano y tiempo después llamó mi hermana desde el hospital, para informarnos que las radiografías no registraron rotura de mandíbula y que el resto de pruebas dieron, igualmente, resultado negativo. De este modo, la fuerza de la oración, especialmente la de los niños, con su corazón confiado, vino a confirmar lo expresado por Jesucristo: (Mateo 18:19-20) Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
La segunda buena noticia está relacionada con una visita turística, a París, que nos propusieron los superiores a los seminaristas mayores en mil novecientos ochenta. Después de trabajar mucho durante ese verano para disponer de unos ahorros para la excursión, me apunté a la misma y en septiembre emprendí el viaje en autobús junto al resto de compañeros. Nunca, hasta entonces, había salido tan lejos de mi provincia, lo cual me produjo un estado de excitación tal, por lo novedoso de la experiencia, que me impidió conciliar el sueño durante todo el trayecto. Ya en el camino hicimos parada en Burgos, unas horas, para visitar su majestuosa catedral barroca y, poco después, en la playa de las Conchas, en San Sebastián, para otear desde su paseo marítimo el horizonte azul de aquella emblemática playa del noreste de España. Al bajar del autobús quedé gratamente sorprendido al ver la playa, libre de bañistas, con una multitud de críos practicando futbol: algo insólito en las playas del sur de España que, en esa época del año, aduras penas si queda espacio para tender una toalla sobre la arena. A la vuelta, en cambio, para que no se me olvide, por la exquisitez de la comida que nos ofrecieron, hicimos parada en Guetaria donde nos invitaron a marmitako; uno de los platos típico de la gastronomía del lugar. En unas horas reanudamos el viaje desde la Playa de las Conchas hasta Lourdes, donde pasamos una jornada completa, de descanso, para visitar el Santuario Mariano y pernoctar.
El escaso tiempo que tuvimos de parada en Lourdes, no fue suficiente para que yo pudiese conectar con el Espíritu de su Santuario; algo que no me había pasado nunca en Fátima (Portugal); donde nada más pisar la explanada en la que se halla la capillita de las apariciones, siempre tuve la sensación de entrar como en otra dimensión. Aquella falta de sensibilidad espiritual creo que estuvo relacionada, además, de con la zozobra del viaje, cuyo colofón estaba en la capital francesa, con la actividad comercial, cerca del recinto sacro, poco en consonancia con la paz y el espíritu evangélico que esperas encontrar en un lugar como ese.
Aunque seguía en crisis, como ya mencioné, desmoralizado porque no veía salida a mi problema y mi interior estaba poblado de tristeza; en aquel periplo turístico intenté despejar, en la medida de lo posible, mi mollera. Para ello me alié con un compañero, de carácter aventurero como el mío, en un intento por escudriñar con él los secretos de la ciudad de los enamorados. Aparte de unirnos ese espíritu de aventura, también sentíamos, ambos, admiración por la naturaleza. Fue por eso que me propuso visitar el Bois de Boulogne a una hora ya avanzada de la tarde.
De este modo, sin reunir más pesquisas que un mapa y teniendo como referencia, todavía, la hora solar de España, nos pusimos en movimiento para alcanzar el objetivo ya citado. Para ello, tomamos el metro y cuando bajamos en la estación más cercana al Bosque, pudimos leer una señalización que nos indicaba que aún nos restaba un buen trecho para llegar: unos quinientos metros, sino recuerdo mal. No obstante, seguimos el itinerario ya marcado, hasta que, después de haber recorrido pocos metros a pie, hubo algo que nos llamó poderosamente la atención: en paralelo a la carretera por la que caminábamos, dirección al Bosque de Bolonia, transcurría un camino y entre ambos una hilera de árboles que los separaba. No fue esto lo que nos causó extrañeza, sino que, por el camino de tierra, tras los árboles, deambulaba un buen número de varones que paseaban, cabizbajos, en ambos sentidos de la vía. Daba la impresión de ser gente sin rumbo, como filósofos cavilando fuera de su buhardilla, por su caminar pausado y silencioso. Sin saber que intenciones tenían, aligeramos el paso, por precaución, a la vez que insté a mi amigo a que me hablase en francés, para fingir que éramos franceses.
Poco después, de la azarosa caminata, llegamos a la entrada del parque donde encontramos un paso a nivel y una valla, con un letrero que prohibía el acceso al mismo porque el horario de visitas había concluido. Viendo que aquello no tenía solución, un tanto decepcionados desanduvimos el camino, el nuestro, porque por el contiguo seguían allí los paseantes misteriosos. A la vuelta −una vez que el crepúsculo había desplazado la tarde luminosa de París− pude atisbar un cambio en aquellos viandantes sigilosos; ahora, al resguardo de la penumbra, caminaban erguidos como si estuviesen más seguros de sí mismos. Noté, incluso, que algunos fijaban su mirada sobre nosotros con insistencia; supongo que con lascivas intenciones: eso lo deduje años más tarde, una vez que perdí la inocencia en cuestiones carnales y pude comprobar, con mis propios ojos, que el mundo no era de color de rosas, sino que dejaba mucho que desear, no solo para mí, sino para la mayoría de sus habitantes. Después de todo, bien está lo que bien acaba, porque mi amigo y yo, a pesar del miedo, pudimos eludir el peligro mirando, como dice la canción, al frente y sin volver la espalda: en este caso, también, acelerando el paso hasta que llegamos a un restaurante, que daba paso a la urbe, donde hicimos parada para tomar unos refrescos y recomponer el ánimo. Con todo, no habían terminado ahí los contratiempos del día, aún quedaban dos imprevistos por superar.
Como la noche había puesto ya su asiento sobre el cielo parisino y no se atisbaba un solo alma a la entrada del metro, aproveché la ocasión para colarme sin pagar. Mis recursos económicos habían mermado por la estafa de un pintor en la Place du Tertre del conocido barrio de Montmartre. El artista, con esa intuición que caracteriza a los gais para dar con sus afines (sobre todo con la mirada) muy pronto adivinó mi inclinación sexual y dirigiéndose hacia mí, aduló con elogios mi mirada y mi perfil para que posase ante él. Yo que nunca me había visto en otra semejante, caí en la trampa como un pardillo y, sin ajustar precio, accedí a su petición. Así pues, una vez que concluyó la obra, a pesar del elevado precio que pidió por la misma, no tuve coraje para rechazársela, atendiendo no solamente a mi ligereza, sino al tiempo y al afán que puso en realizarla.
Volviendo al relato de los sucesos que se produjeron en aquella tarde noche, una vez que alcanzamos la última estación del metro que nos dejó frente a la residencia de estudiante, donde nos alojábamos, nos encontramos con que la salida estaba bloqueada por unas puertas automáticas, de cristales, que no funcionaban sin su correspondiente ticket. Para mi sorpresa no contaba con este hándicap, ya que este mismo desliz lo había llevado a cabo en una ocasión en el metro de Madrid y allí lo tuve más fácil a la salida. En esa tesitura la zozobra empezó a hacer mella en mi compañero y en mí: yo, por mi lado, me veía ya haciendo noche en los subterráneos del metro o, peor aún, siendo conducido a comisaría por un gendarme de retorcido bigote y mirada suspicaz. Finalmente, después de escrutar de nuevo durante un buen rato por las proximidades, sorteamos la dificultad al encontrar otra salida franqueable. Con este revés sumábamos otro más, al retraso que llevábamos acumulado, por nuestra osadía de alejarnos en exceso ahora intempestiva.
Una vez llegamos a la residencia de estudiantes, nos dieron de nuevo con las puertas en las narices; esta vez custodiada por un señor fortachón, de raza negra, que medía algo más de dos metros y que, situado por detrás de los cristales, nos hablaba enfurecido, sin parar, al mismo tiempo que blandía una escoba entre sus manos, de jugador de NBA, a modo de espada de mosquetero, defendiendo su horario y su seguridad. Mientras tanto, en segundo plano, a unos metros del portero, aparecían nuestros compañeros y superiores −a los cuales no me atrevía a mirar, más que de soslayo por la imprudencia cometida− que aguardaban nuestra llegada, como madre buscando a su hijo perdido, en el temor de que hubiésemos sufrido algún infortunio. Viendo los superiores que el portero no tenía intención alguna de abrir la puerta, porque seguía enfurruñado y metido en su papel, se le acercaron para convencerlo de que nos dejase pasar. Finalmente, después de una larga charla con él, lograron convencerlo y aquel buen hombre cedió en su celo profesional dejándonos pasar. De esta manera, al menos por aquella noche, pudimos dormir bajo resguardo después de librarnos de la reprimenda de los prefectos, que tal vez por el alivio de vernos allí y por cansancio fueron condescendientes con nosotros.
Luego de aquel incidente, que quedó como anécdota para la posteridad, proseguí con la visita turística al día siguiente, en compañía de otros seminaristas, a base de pan y queso, por la encantadora ciudad de la luz; ciudad que para nosotros se convirtió, ante todo, en la de su memoria histórica por la tournée que hicimos visitando monumentos y museos: historia de algún modo también, para bien y para mal, de buena parte de Europa.
14. TODO PUEDE EMPEORAR: EL GRAN REVÉS
Era obligatorio por entonces, supongo que también ahora, en el seminario, tener un guía espiritual elegido, a propósito, para acompañarte en tu proceso de maduración espiritual. Como yo percibía que mis dudas se habían acrecentado en lo tocante a la atracción por las personas del mismo sexo, decliné cualquier tipo de dirección espiritual. Hubo tres motivos que me condujeron a ello: uno, porque hasta entonces ningún superior había sabido aconsejarme; dos, por la integridad que se me exigía en esta materia para optar al sacerdocio; y, tres, porque seguía albergado la esperanza de que el atractivo que ejercían sobre mí los hombres, se me pasaría en cuanto alguna persona de especial relevancia reafirmase mi masculinidad: hecho poco probable puesto que, en la madre patria, somos más dados a la crítica que a ensalzar las virtudes ajenas; y esto aún a pesar de que se dieron situaciones con algunos compañeros para que tal elogio se produjese. Paso de enumerarlos para no pecar de pretencioso.
Como me hallaba, por tanto, ante una encrucijada sin salida entre mis sentimientos hacia lo varones y las exigencias para optar al sacerdocio, permanecí por dos años sin dirección espiritual hasta que mi superior, advirtiéndose de ello, me citó en su despacho: se trataba del mismo sacerdote que años atrás me anunció, con poco acierto, que las dudas que albergaba respecto a mi atracción por los hombres se me irían disipando con el paso del tiempo.
Una vez que crucé la puerta de su despacho me vi atrapado en medio de un huracán que me arrasaba sin poder escapar de su radio de influencia. El prefecto, según me vio llegar, se puso como enloquecido a vociferarme. De este modo, mientras me atacaba, sin dejar de reprenderme desde su sillón, yo le repetía, incesantemente, que no se trataba de un acto de indisciplina mí rechazo a aceptar la dirección espiritual. Sin embargo, el superior, obcecado en el alegato que tenía preparado de antemano, no quiso en ningún momento atender mis observaciones. Creo que aquella demostración de fuerza, no fue otra cosa que un síntoma de su impotencia para ayudarme.
Lo que aconteció en mi psiquis durante el tiempo que estuve ante él, parece sacado de un thriller de tinte psicológico, ya que desde aquel día no he podido recordar, aún, las palabras con las que el prefecto lastimó mi autoestima que, por otra parte, a esas alturas de la película, pendía de un hilo. Tengo un vago recuerdo, eso sí, de los asuntos que sacó a colación para dar un rodeo sobre el tema de la sexualidad, al cual no quiso plantar cara. Entre ellos, además del tema de la dirección espiritual, otros de aseo personal y puntualidad, que no eran tan relevantes, como para que no hubiesen sido enfocados desde una charla serena, pidiendo explicaciones y dando paso a las mismas.
Después del mal trago que pasé en su despacho, algo se quebró dentro de mí en poco menos de una hora que pudo durar la encerrona: salí de allí como un muerto viviente, estado en el que permanecí, aproximadamente, durante una década más.
Anulado en la autoestima, sin personalidad, mi vida dio un giro de ciento ochenta grados que me afecto tanto a nivel físico como psíquico. Por el estado anímico en el que me hallaba, me vi incapacitado para dormir más de tres horas al día; no podía concentrarme para escuchar la radio por la que sentía pasión; en lugares públicos creía que todo el mundo dirigía su mirada hacia mí para enjuiciarme. Pero hubo más, a partir de entonces fui incapaz de sostener la mirada a cualquiera y el miedo se apoderó de mí con tal fuerza, que me imposibilitó para afrontar tareas de responsabilidad; sobre todo aquellas que tenía que solventar a solas con otras personas; tan es así, que me avergonzaba, con sonrojo, en situaciones conflictivas en las que ni siquiera había participado. Para más inri, por si lo anterior fuera insuficiente, me sentía como la peor persona del mundo: sentimiento que dio entrada a la depresión, la cual vino a anidar en mi corazón para quedarse por muchos años como compañera de viaje.
En cuanto a la atracción sexual, también se produjeron cambios, desconozco que resortes se ponían en juego en mi cerebro, para que desde ese fatídico día, más allá del perímetro de la institución, y sin que yo me lo propusiera de modo consciente, mi libido se despertaba con deseos carnales hacia algunos hombres, acompañados incluso de erección, algo que hasta entonces no me había pasado nunca, mientras que, por el contrario, intramuros del seminario percibía a los compañeros como colegas, es decir, no sentía ningún impulso de atracción sexual hacia ellos, como así había venido sucediendo desde que entré en el seminario.
Estos cambios que se produjeron en mí, luego de la llamada al orden del superior, aunque parezcan incomprensibles tienen su razón de ser: la cita en su estudio, vino a ser como una olla a presión, sin orificio de salida, que explotó haciendo añicos los últimos resortes que hasta ese momento habían sostenido mi equilibrio psíquico en pie. A ello contribuyeron tres factores, en primer lugar mi orgullo, ya que durante el tiempo que duró el rapapolvo, sostuve la mirada al superior, haciéndome el fuerte, a pesar de que me encontraba al borde del colapso emocional; en segundo lugar, porque interiorice que ahí se me cerraban todas las puertas para encauzar el tema de la homosexualidad (no podía esperar, por más tiempo, a que se me quitase ese modo de sentir la atracción sexual ); y como factor desencadenante de los anteriores, el interiorizar como veraces, aunque inconscientemente, las palabras del prefecto.
A raíz de ese enfrentamiento −más que enfrentamiento reprimenda, puesto que yo no entré en lid con él− vinieron días deplorables en los que no podía concentrarme en los estudios, ¡bueno…! ni en los estudios ni en ninguna otra cosa. Debido a ese estado anímico incapacitante optaba, unas veces, por matar el tiempo acercándome a un parque adyacente al internado y, otras, buscando refugio en el cuarto de un compañero mientras que este estudiaba. El simple hecho de sentirme acompañado me liberaba, en parte, de una sensación interna que no distaba mucho de la que se ha de vivir o sentir (dependiendo de la visión que cada cual tenga) en el propio averno.
Luego de hacer en la distancia, un análisis lo más aséptico posible del suceso, he llegado a la conclusión de que el superior, solamente, apretó el gatillo para vaciar la última bala que se hallaba en la recámara de un arma destinada a vaciarse, irremisiblemente, por completo contra mí. De este modo lo percibo, una vez que caí en la cuenta de que pocas personas buscan el mal, en sí mismo, para los demás; y, además, porque analizándolo bien, todos somos víctimas y verdugos al mismo tiempo. Así es, cuando alguien infringe un daño importante a otro congénere, bien sea intentando ayudarle o por egoísmo personal, el principal damnificado es él mismo verdugo: destruir a una persona en ningún caso puede ser un galardón del que uno pueda presumir, sino más bien una mancha a ocultar para no sentir vergüenza del propio pasado.
Por lo comentado anteriormente puedo decir, sin temor a equivocarme, que el superior actuó de buena fe llamándome al orden, aunque se equivocó en las formas. Trataré de hacerlo entender, él prefecto poseía algunos conocimientos en psicología, de lo que dedujo, que yo necesitaba un buen correctivo para reconducir ciertos aspectos de indisciplina en los que había incurrido, como la dirección espiritual, algunas faltas leves y un acto de desobediencia que tuve para con él, por el que me negué a darle un escrito que redacté con motivo de la fiesta del patrono de la comunidad. En dicho escrito hacía una sátira jocosa de algunos hechos que ocurrían en el comedor y en la sala de juegos entre compañeros carentes de importancia. El motivo por el que me negué a pasarle el escrito, no fue otro, que preservar la confianza y la privacidad de mis compañeros, por algunos comentarios vertidos en el monologo de los que yo mismo desconocía su alcance. Pero sucede que la psicología, de la que creía estar bien pertrechado mi superior, no es una ciencia exacta y, por lo mismo, aquellas directrices que pueden ser aplicables para la mayoría; no lo sean tanto para otras. Lo que pretendo decir con esto es que no todas las personas poseemos un mismo nivel de tolerancia y sensibilidad; no solamente atendiendo a la genética, sino a los parámetros culturales, éticos y morales que hemos ido adquiriendo en el transcurso de los años.
En cualquier caso, quiero dejar constancia que no es baladí hacer experimentos con los sentimientos de las personas; ya que de un desequilibrio emocional pueden derivarse importantes secuelas, como las que yo mismo padecí con posterioridad a la reprimenda de mi superior. Para aclarar lo anterior siempre me sirvo de un ejemplo: cuando un hombre o una mujer, se queda sin un dedo, sin una mano o sin un ojo, el resto del cuerpo se adapta para vivir sin dicho miembro; con lo cual esa persona, comúnmente, vuelve al mismo estado de felicidad o amargura, en el que vivía anteriormente a su pérdida. Sin embargo, cuando nos quiebran emocionalmente, no sólo queda la mente sumida en la infelicidad y el desasosiego, sino que ésta, a su vez, desequilibra al resto del cuerpo somatizando la herida emocional en enfermedades físicas. Y sucede así, porque como ya expusiera Santo Tomás de Aquino, allá por el S.XIII, en su tratado Suma Teológica: “En el hombre, alma y cuerpo forman una unidad sustancial que se complementan mutuamente sin fisura”. Esto se puede verificar con ejemplos sencillos de somatización de estados pasajeros de alteración emocional; por ejemplo, el de la persona que se ruboriza al sentir vergüenza o el de aquella que le sudan las manos en presencia de otra que le causa mucho respeto o temor.
Después de los hechos relatados −sumergido como estaba en la nada− recurrí al director espiritual: un hombre íntegro donde los hubiera. Este como pudo evidenciar, por mi confesión, que la situación en la que me hallaba era deplorable y quedaba fuera de su alcance, me remitió a un psicólogo que trabajaba en una ONG de atención gratuita. Así que, con su recomendación, me fui donde el terapeuta, en el deseo de hallar una salida al estado de anulación mental y, casi, física en la que había caído.
El psicólogo, a la postre, terminaría siendo un obstáculo más, de las muchas piedras que ya había encontrado en el peregrinaje de la vida, para que pudiese hallar la paz y la estabilidad psíquica que, con tanta avidez, anhelaba. Su profesionalidad dejaba mucho que desear, puesto que desde la primera visita que le hice, en el despacho de la ONG, me derivó a su consulta privada para cobrar las minutas de su trabajo. Pero ahí no terminó la cosa, porque además de que llegaba tarde a su consulta, para colmo de despropósitos me diagnosticó, a bote pronto, esquizofrenia con un único test (un pictograma) en la segunda visita que le hice a su domicilio. Después de aquel jarro de agua fría me largó a la calle, con viento fresco y una receta de estupefacientes (algo que no entraba dentro de su competencia por su especialización) en lugar de darme asesoramiento psicológico que era lo que yo esperaba.
Con todo lo que conlleva la palabra, esquizofrenia, su diagnóstico no me afectó en nada: para entonces ya había sufrido demasiado con las personas, motivo por el que, ahora, me mantenía en guardia de cualquier pirómano de almas sin escrúpulo. Como se suele decir en el lenguaje coloquial “estoy con las antenas puestas”, en ese estado de alerta me mantenía yo durante la vigilia con el prójimo. Era normal que mi psiquis buscase un mecanismo de defensa ante tanta contrariedad como había venido sufriendo. De este modo, aquel estado de alerta, se convirtió en uno de los métodos para salir ileso no solo del psicólogo temerario, sino de otra gama variopinta de congéneres insensatos (por decir algo suave) que vendrían después. ¡Ni que decir tiene que mi salvavidas principal siempre lo tuve en Dios!
Como acabo de comentar el principal sostén que me mantenía en pie por esas fechas, como otras veces, fue Dios, y este personificado en Jesucristo y su Evangelio, a los tenía siempre presente. A él acudía con lágrimas amargas, hasta que llegó un día durante el cual se me vaciaron las pupilas y las lágrimas no afloraron nunca más a mis mejillas para consolarme: me quedé tan seco por dentro y por fuera que a falta de lágrimas me reía de mí mismo, de mi ingenuidad. Puedo afirmar, por lo que experimenté en esos días, que no hay carcajada más ácida que reírse de uno mismo, sobre todo si la risa emana del dolor y la impotencia. Con el tiempo consideré que había sido demasiado incauto idealizando a las personas, máxime teniendo en cuenta que la palabra de Dios nos advierte después de la caída del hombre de su estado primero de plenitud, en Genesis 3, 19b, que «polvo somos y al polvo volvemos»; nada de cuanto existe, incluidas las personas, gozan de plenitud en sí mismas, lo cual quiere decir, por tanto, que nada ni nadie puede complementarnos dándonos lo que no posee.
15. LOS SUEÑOS.
Por aquella época tuve sueños muy placenteros, esto mismo me había acontecido en otras circunstancias en las que no encontraba salida a una situación límite. El hombre tiene varios mecanismos para librarse, en parte, de los sufrimientos; y el sueño es uno de ellos.
Uno de los sueños que más se repitieron en mi infancia y juventud ante situaciones extremas, fue la verme volando por mí mismo. En este sueño me observaba como un Don Juan, no el seductor de reclusas doncellas, sino como Juan Gaviota, que se deshizo del Don para volar por libre. Ese vuelo no era un desplazarme por los aires sin más, sino que servía para que escapase, momentáneamente, de la jaula donde me había encerrado la insignificancia de la naturaleza humana. De aquella manera, por fin podía gozar en la noche lo que la vigilia me negaba durante el día: el mismo aire que me ahogaba con solo despertar, venia ahora en mi auxilio a impulsarme, en un batir de alas, hacia cumbres a las que nunca nadie había escalado.
Sí, hermano, había llegado el momento de la dicha, en el letargo del sueño no existían obstáculos para que yo pudiese gozar al vaivén de las corrientes; del aire fresco de la madrugada y de la cálida brisa al atardecer, suspendida, en el ocaso de su horizonte, de oro, violeta y grana. Y así, entre una y otra oleada, no dejaba de surcar el sol del mediodía en un torbellino de pasión, en el que me dejaba acunar, de cuando en cuando, por nubes plateadas que me decían: por fin eres libre, nadie puede tocarte con su prepotencia, su desidia, su codicia, sus bajos instintos, su intolerancia y su envidia. Sí, por fin libre, solo paz, dicha, levedad, acogida, sueño: cerrar los ojos y descansar en Dios. Después de la calma, salía a experimentar el vértigo de la caída poniendo atención, exclusivamente, al roce con el viento en sus sedosas y aterciopeladas ondas invisibles: me dejaba caer con el peso de la gravedad hasta que oía de nuevo el murmullo de los hombres, el cual me sacaba del silencio de lo alto donde nada urge, donde nada duele, donde la mejor palabra es la no pronunciada; donde la piel se eriza por la presencia de la emoción desbordada, cuando los astros te contemplan, pero no te envidian, ni te juzgan, ni te acosan, ni te hieren, ni te matan.
Nunca soñé, como he escuchado a otras personas, caer por un abismo; para mí el volar nunca fue una pesadilla, al contrario: al despertar en la mañana estaba realmente convencido de que había planeado por encima de mi microcosmo y de que esa realidad, soñada, la podría retomar a plena luz durante el día. Solo era cuestión de entrenar, batir los brazos, coger carrera, respirar profundo y reemprender la huida: las aves de Dios pueden volar sin alas; cantar y danzar, como el Rey David, sin pudor al qué dirán; y decir a los cuatro vientos ¡traspasadme raudos! pues nada opaco hay en mí que pueda frenar vuestro peregrinaje a otros mundos de crepúsculos inéditos en otros cielos.
Sin embargo, hubo otros sueños que se repitieron en mi infancia y preadolescencia que nada tenían que ver con el deleite de los sentidos, sino todo lo contrario, pues me dejaban una desagradable desazón al despertar. Uno de ellos era demasiado materialista para mi corta edad: en el sueño encontraba mucho dinero en el suelo junto a la puerta de una vecina (seguramente porque la señora tenía una venta) el mismo que se transformaba, poco después, entre mis manos en calderilla antes de llegar a casa. Desconozco si la procedencia del sueño, iría relacionada con alguna preocupación económica que hubiese en mi familia por entonces.
Hubo otro sueño muy singular, por lo esperpéntico del mismo, guardaba cierta semejanza con lo que, luego, he conocido por algunos relatos como el fin del mundo. Empezaba con señales en el firmamento, el sol se hacía de una densidad incandescente insoportable, la tierra ardía por todas partes, daba la impresión como si alguien, desde el cielo, lanzase llamaradas con un soplete ciclópeo: apenas si quedaba espacio en el suelo donde apoyar los pies. A la visión seguía una calma, chicha, con un silencio más atronador que el que existía antes de la creación del universo; y en medio de esa quietud −muda de espanto− los vecinos de mi plazoleta y yo, impertérritos, mirábamos hacia las alturas donde a escasos metros, por encima de nuestras cabezas, desfilaban un sinfín de zepelines, de carros, de globos, de cuadrigas y otros artilugios de transporte, de tiempos pretéritos, tripulados por seres semejantes a los terrícolas, de cabezas ovaladas y dispar estatura. Todos ellos, por otro lado, iban ataviados con túnicas alargadas, de color plateado y trazos turquesa. El desfile era en perfecto orden, con las naves marchando en fila india, a una distancia de la tierra no superior a setenta metros. Mientras la procesión seguía su itinerario y las naves −con luces intermitentes− brillaban en el cielo sin emitir ruido, los terrícolas envueltos en el mismo silencio, contemplábamos desde la tierra, petrificados, tan espectacular y singular visión. El sueño se desvanecía, cuando el último artilugio volador desaparecía, en el cielo, por el extremo opuesto al que había comenzado la procesión de aquella caravana insólita.
A pesar de que la misma pesadilla se repitió en varias ocasiones durante mi infancia y juventud, nunca pude descifrar lo que representaban aquellas naves con sus tripulantes y el silencio con el que caminaban por el cosmos. No obstante, yo intuí, por las facciones que se dibujaban en los navegantes, que ellos sí que estaban al corriente de lo que sucedía: en su semblante se reflejaba una mueca burlona que los delataba.
16. ENCUENTRO CON SS. JUAN PABLO ll. SALIDA DEL SEMINARIO
Por la situación deplorable en la que me hallaba, mis días estaban tocando a su fin en el seminario. Sin embargo, mi mente se resistía a abandonar el lugar donde había transcurrido prácticamente la mitad de mis años vividos hasta entonces. Debido a la incertidumbre de lo que encontraría fuera y a la nostalgia por lo que dejaba atrás, dilaté mi salida del seminario casi un año más; aunque escondiendo, a la vista de mis compañeros y posteriormente a la de mi familia, una depresión galopante que me consumía.
Luego del infortunio con mi superior −punta de iceberg de toda la situación de acoso por la que había atravesado anteriormente− mi personalidad quedó tan vaciada de sí, que, la seguridad que había tenido hasta ese momento, se permutó en miedo paralizante. Como todas las puertas se me habían cerrado, incluso la del psicólogo, esto me llevó a interiorizar, inconscientemente, que la AMS sería irreversible en mi vida; y con ella, también, los estereotipos que la identificaban por entonces. Después de la reprimenda del superior y de las visitas al psicólogo nada volvió a ser como antes: mi carácter dio un vuelco de ciento ochenta grados, siendo la inseguridad en mí mismo una de sus manifestaciones más deplorables. De este modo pasé, en poco tiempo, de ser fuerte, confiado, sin doblez y directo; a observarme desconfiado, inseguro y tan temeroso de las personas, que en muchas ocasiones las evitaba haciéndoles un rodeo. Aquella imagen timorata, que arraigo poderosamente en mí, la adquirí porque la identificaba con un modo de ser −el homosexual− del que ahora creía formar parte.
Así, pues, al interiorizar que todas las puertas se me habían cerrado sin poder retornar a mi estado primero, las percepciones que me inquietaban por lo atractivo que me resultaban algunos hombres, ahora se remitían, no solamente a percibir su belleza, sino que la misma, se permutaba en deseo de entrar en intimidad con aquellos varones por los que me sentía atraído. Ese cambio trajo parejo otro, aún más incómodo para mí: mi cuerpo dejó de ser neutro al contacto con los hombres, motivo por el que a partir de ahí tuve que prescindir de escenarios que antes me habían sido inocuos por cuanto los vivencié, sin ningún tipo de complejo, desde la heterosexualidad; es decir, como uno más entre varones.
Para explicar con mayor nitidez los resortes con que se adaptan nuestras neuronas −por instinto de supervivencia− a lo que desea creer o a lo que otros le han hecho creer, sobre su propia persona, lo haré desde las situaciones reales que experimenté a partir de la última consulta con el psicólogo. Como interioricé que había agotado todos los recursos para escapar de la homosexualidad, mi cuerpo (soma y psique) inconscientemente interiorizó y asumió un rol que no era el suyo para vivir desde esta nueva percepción. En ese engaño de la mente, para adaptarse a la nueva percepción que el yo tenía de sí mismo, a partir de entonces no pude estar en los vestuarios de los chicos y desnudarme, como lo venía haciendo anteriormente de modo natural, para entrar a las duchas; en los servicios públicos me pasaba más de lo mismo, no conseguía relajarme para evacuar cuando, junto a mí, se situaba otro joven en un urinario contiguo; me vi igualmente incapacitado para jugar partidos de fútbol porque temía que, en cualquier momento, despertarse mi libido y con ello, también, mi anatomía masculina. Y lo que es peor, comencé a sentirme inferior, al resto de varones, por el hecho de observarme con deseos sexuales contrarios a mi naturaleza. Como resultado de lo anterior, me sentí obligado a ocultar ante el mundo, el cambio radical que se había producido en mí personalidad, tras muchos años de acoso y de desencuentros con el entorno.
El motivo principal que retrasó mi salida del seminario −aplazando en unos meses la decisión que ya había tomado− fue la visita del Papa Juan Pablo ll a Portugal. Sabía que yendo con el seminario tendría la oportunidad de estar muy cerca, físicamente, de uno de los hombres más carismáticos que conoció el siglo XX; del cual, por cierto, el santo vidente, padre Pio, vaticinó con mucha antelación su Pontificado. Efectivamente, estuve muy cerca de él, a poco más de diez u once metros en línea recta. Ese día yo esperaba casi un milagro a distancia de su Santidad; ya que no podía acercarme a él por el protocolo. Deseaba con todo mi corazón, ilusoriamente claro, que el pontífice captase el sufrimiento que se dibujaba en mi semblante y que, como resultado de ello, en la corta distancia que nos separaba, me socorriese.
El milagro que yo esperaba no se produjo, sin embargo, el pontífice apoyado en su báculo, debido al cansancio de las duras jornadas de su visita pastoral, oteando de soslayo el horizonte (en un gesto que le caracterizó posteriormente en la ancianidad) dirigió su mirada en mi dirección que se entrecruzó con la mía, y así la sostuvo luego durante un buen rato, en perpendicular, sin perderme de vista. ¡Quién sabe si a pesar de la distancia, en algún instante, pudo captar toda la carga de dolor, inseguridad y tristeza que llevaba conmigo! ¡quién sabe…!
Nunca he sido dado a la parafernalia con la cual se envuelven muchas de las celebraciones de la vida civil y de la misma Iglesia. Creo que con ellas podemos perder de vista al verdadero protagonista de la vida −a Dios− para endiosar en cambio a su criatura (vasija de barro) y con ello olvidar, aunque sea por unos instantes, nuestra fragilidad e insignificancia humana. De hecho, la expresión de fe católica se ha reducido en muchas parroquias, a la celebración litúrgica dominical y a tareas de despacho, relegando la oración comunitaria, la evangelización fuera del templo, la confraternización, el kerigma y hasta el mismo sacramento de la confesión a la nada. Si bien este modo de proceder tenía sentido décadas atrás, cuando el foco principal de vida comunitaria y social, en pueblos y ciudades, estaba en el templo con su párroco a la cabeza; hoy, por el contrario, como dice el Papa Francisco, hay que salir a la periferia. Periferia que, según yo observo, no está ya exclusivamente en los barrios marginales como antes, sino de puertas del templo hacia fuera; en la vida caótica de las personas esclavizadas por la sociedad de consumo, por el hedonismo y por los vicios; personas abocadas, en gran medida, a la soledad y a la depresión.
Pero hay más, si hacemos autocrítica llegamos a la conclusión que la periferia está, incluso, dentro de la misma Iglesia; porque, no en pocas ocasiones, nos hemos constituido en casta, casta que se cree redentora de la humanidad, administrando los sacramentos como una dadiva personal y no como un servicio, una exigencia de fe y un don de Dios. Nosotros no salvamos a nadie, en todo caso damos a conocer gozosamente y gratis lo que ya, antes, hemos recibido gratis por puro amor de Dios. Como dice San Pablo en (1 Corintios 3,7): Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento.
Y, próximos a Dios, aquellos hermanos en los que Dios se significa con predilección en las bienaventuranzas; aquellos de los cuales, por cierto, se nos pedirá cuenta en el juicio final. En tiempo de Jesucristo eran los endemoniados, los anawin (los sin derechos), los enfermos, los huérfanos, las viudas, y el pueblo llano en general que, como observó Jesús, «andaban como ovejas perdidas sin pastor». En nuestro tiempo, no dejan de concurrir cuasi los mismos excluidos de antes, más otros nuevos que nos ha traído la modernidad y el progreso, entre los que se encuentran, por citar algunos ejemplos, el nasciturus; ancianos abandonados por sus familiares; personas esclavizadas por las drogas, el alcohol y el sexo; los desplazados a causa de las guerras y el hambre ; y, sobre todo, niños y adolescentes abusados, explotados, desorientados y, en algunos casos, también, disputados, por el egocentrismo en el que viven sus progenitores. En definitiva, pobres de toda clase y condición, a los que podría sumarse otra lista de excluidos por razones ideológicas, raciales, laborales, sexuales, culturales y de expresión religiosa. No somos los cristianos, pues, los que salvamos a la periferia, sino que es el Resucitado el que nos ha indicado el camino, con su palabra y su ejemplo, -eligiendo a los marginados- para salvarnos a nosotros, siempre que practicamos la justicia para con ellos y la vida de la gracia, por los sacramentos, para con nosotros mismos. Los marginados a poco que sepan llevar su cruz, con amor, son salvos por las mismas promesas de las Bienaventuranzas.
Volviendo al relato biográfico he de decir, que a pesar de ese desapego que siempre tuve por la pompa y las emociones a flor de piel, aquel día sentí algo especial por haber estado cerca del hombre sobre el cual recaía la misión de llevar al buen camino a millones de hombres y mujeres. Después del encuentro, como todo tiene su fin, la visita del que hoy es ya San Juan Pablo II a Portugal, pasó a los anales de la historia del mismo modo que, días después, me tocaría a mí poner punto y final a la etapa de seminarista.
Lo primero que hice antes de dejar el seminario, fue comunicárselo a mis padres y esperar su reacción. Mi sorpresa fue notable cuando constaté la sensatez con la que mi madre aceptó el hecho de mi renuncia a terminar los estudios eclesiásticos. Y no solamente por este motivo, sino porque, debido a la falta de confianza que tenía en mí mismo, acompañada de esa decisión vino también mi renuncia a estudiar cualquier otro tipo de carrera universitaria. Supongo que mi madre, como a todas las madres, le hubiese gustado un futuro más halagüeño para el único de los hijos que había emprendido, hasta entonces, estudios superiores.
De este modo, una vez pasada la fecha que me había fijado para abandonar el que había sido mi hogar por más de diez años, regresé al domicilio familiar para comenzar, como aquel que dice, desde cero a los veintiún años. El regreso fue como un nuevo aprendizaje en una casa mayor (la del mundo) que la que acababa de dejar atrás; pero además con retos que ahora, por edad y por escenario, me correspondía afrontar personalmente. De este modo tuve que adaptarme a una lucha sin cuartel, en la vida civil, de la cual me había ausentado por demasiado tiempo; tanto que hubo momentos, en la relación con mis paisanos, en las que apenas encontraba el vocabulario idóneo para darme entender con ellos.