José Ignacio Ezdopía

Título:
Identidad secuestrada Subtítulo: Itinerario de un ¿heterosexual?

Obra editada en Colombia bajo el seudónimo de:
José Ignacio Ezdopía.

1ª Ed. Feb 2017 Colombia

ISBN: 9788469736876

Depósito Legal: BA-000251-2017

© El Autor de la autobiografía.

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SALMO 61

Sólo en Dios descansa mi alma,
porque de él viene mi salvación;
sólo él es mi roca y mi salvación,
mi alcázar: no vacilaré.
¿Hasta cuándo embestiréis contra
un hombre todos juntos para
derribarlo como a una pared que
cede o a una tapia ruinosa? Sólo
piensan en derribarme de mi de
mi altura, y se complacen en la
mentira: con la boca bendicen con
el corazón maldicen.
Descansa sólo en Dios, alma mía,
porque él es mi esperanza; sólo él
es mi roca y mi salvación, mi
alcázar: no vacilaré…

PROEMIO

IDENTIDAD SECUESTRADA es una obra que representa la trayectoria, las vivencias, y las experiencias de muchos hombres. Yo la hago mía. Hay un porcentaje de hombres, con determinadas heridas afectivas, emocionales; heridas que quiebran algo en su interior que les producen determinadas dificultades específicas para conquistar la propia masculinidad. Para SER el hombre que se es.

Personalmente no creo que haya hombres homosexuales o heterosexuales. Para mí solo hay hombres. Porque esos adjetivos los considero solo estereotipos. Y un hombre, no es un estereotipo. La masculinidad personal, es íntegra, única, incomparable, irrepetible y absolutamente original y auténtica. Un hombre no ha de responder a ningún modelo, a ninguna referencia, a ningún patrón, y si acaso, el único paradigma, el único ejemplo a seguir de masculinidad es CRISTO. Lo demás sobra y hay que borrarlo de nuestra conducta y esquemas mentales.

Este libro es un ejemplo de conversión, de búsqueda, de indagación de conquista del SER personal. Del SER auténtico y único que somos. Es un ejemplo de búsqueda del SER que somos y una búsqueda honesta, honrada y de ansia de VERDAD de la propia vida, de, propio SER. Por ello yo hago mía su búsqueda, y es que cada búsqueda, como cada SER, es única.

Y no solo eso, sino que es una obra que rompe con el pensamiento único y con la corrección política. Hay que negarse radicalmente a seguir unos comportamientos, unos estereotipos, unas opciones que se nos quieren imponer desde determinados grupos de presión, desde unos medios, creadores de opinión, tiránicos e insoportablemente dictatoriales.

El SER es único, y nadie tiene ningún derecho a inyectarte en vena, ni lo que tienes que pensar, ni sentir, ni hacer. Y si se hace con esa ansia de VERDAD, como plantea este libro, prestarle atención, es procurarse luz. ¡Bendito y alabado sea Dios!

Antonio Sebastián Aragón Gotarredona
Ingeniero Agrónomo.

INTRODUCCIÓN

Si decides adentrarte en la lectura de esta autobiografía quiero dejar constancia, antes que nada, de que no he escrito la misma con afán de clamar justicia o venganza contra aquellas personas que, de modo particular, marcaron e incluso llegaron a cambiar el curso natural del desarrollo de mi personalidad.
De igual modo, que tampoco pretendo dejar en evidencia a las instituciones que aparecen en la misma por el simple hecho de alentar el morbo o desprestigiar a los colectivos humanos que representan dichas instituciones. Así lo declaro, puesto que no me considero mejor que nadie, ya que en mi peregrinaje por este mundo he participado de sus mismos miedos, vanidades, equivocaciones y, sobre todo, de las trampas que me tendía y que aún me sigue tendiendo el ego.

El propósito, de poner por escrito esta autobiografía, es mostrar las miserias del ser humano y, en particular, las mías propias tratando así de evitar a otros, en la medida de lo posible, un itinerario tortuoso de sufrimiento y equivocaciones por el que yo anduve aproximadamente durante cuarenta y siete años. Edad en la que después de muchas vicisitudes decidí dirigir mi nave, aún con tentaciones que me hacían mirar atrás de vez en cuando, al faro de la esperanza: a aquel que desde mi preadolescencia había vislumbrado en el horizonte como el único que podía conducirme a puerto seguro.

Por último, te sugiero, como compañero de viaje, que trates de mirar esta obra sin prejuicios, del mismo modo que lo haría un niño cuando observa algo por primera vez; puesto que mi deseo primordial es dar un testimonio de vida y no una teoría especulativa surgida de mi raciocinio. Todo lo que aparece en la misma son vivencias reales, adornadas en algún caso con el lenguaje, pero sin modificar los hechos o el modo en como yo los interioricé. No cabe duda, que, por mi capacidad de raciocinio, también tengo un modo de posicionarme ante la realidad, pero siempre desde la honestidad; principalmente conmigo mismo.

Conclusión: Todos los hombres participamos de la misma naturaleza caída y todos necesitamos perdonar, ser perdonados y, sobre todo, perdonarnos a nosotros mismos.

Capítulo 1 LOS PRIMEROS RECUERDOS

  1. LA FICCIÓN PRELUDIO DEL FUTURO

Los hechos que relataré, seguidamente, acontecieron en el transcurso de una tarde de primavera de mil novecientos sesenta y ocho (recién cumplidos los siete años), la cual obsequiaba por doquier con latidos de savia nueva mi pequeño universo. De entre la hierba sobresalía una floración prolija que salpicaba, con alegres pinceladas, un atardecer fulgente anticipo de la estación estival. En el horizonte más cercano, a campo abierto, poco después de dejar atrás las sinuosas calles del pueblo, se dibujaban centenares de elegantes amapolas que, acompañadas de margaritas y jarales, sobresalían de entre el follaje, en un rojizo escarlata, cual frágiles bailarinas al viento. Los jarales, a su vez, impregnaban toda la atmósfera, en aquella jornada apacible, con la fragancia de sus primeras florecillas; las cuales, a modo de vidrieras, teñidas en sus pétalos de vistosos lunares, se habrían unidas en fraternal abrazo para mostrar al mundo el dorado néctar que guardaban dentro. Las exuberantes margaritas no lucían menos, asomaban aquí y allá como estrellas tiradas al azar: unas veces, temerosas de ser arrebatadas por la mano de una princesa enamorada y, otras, por la de algún rapaz curioso e inquieto.

A este estallido de colores vivaces se unía otra eclosión, no menos deleitable para los sentidos, con alegres trinos de pajarillos que, alas al viento, dibujaban efímeras figuras el cielo azul de su dilatado cosmos. ¡Quién sabe si en el reclamo de su celo o para celebrar el fin de los gélidos y oscuros días de invierno!

Mi madre que se sentía estrechamente atraída por la naturaleza (en realidad nunca supe donde empezaba la una y donde terminaba la otra), aprovechaba esta estación del año para sacarnos a pasear a la campiña, a mi hermana menor y a mí, para que disfrutásemos de las bondades de ese renuevo de vida que se repetía cada año. Una vez en camino se nos unían, por invitación de mi mamá, otros chiquillos del vecindario que, libres como palomas y sin pedir permiso paternal, siempre estaban prestos para acompañarnos y, del mismo modo para solazarse, también ellos, en latitudes más anchas que las angostas y ya aprendidas calles del pueblo.

Sucedió al tiempo, una vez llegados al lugar elegido para descansar -un paraje agreste en sitio de nadie- que vinieron a mis labios unas palabras de Don Pedro Calderón de la Barca; las cuales con toda probabilidad aún desconocía, pero que de modo espontáneo (pues los mismos sentimientos se repiten en hombres y mujeres por generaciones) salieron de mis labios para dirigirlas a mis acompañantes desde la plataforma a la que me había encaramado: unos pedruscos gigantes rematados en crestas afiladas.

Desde aquel escenario me dirigí en voz alta, en una sincronía atemporal y adulterada, al igual que Segismundo, personaje de La Vida es Sueño, del ya citado autor, con aquellas declamaciones conocidas universalmente: – ¡Ay pobre de mí, ay, desdichado! ¿Qué hice mal, para que me dejéis aquí solo, expuesto a las inclemencias del tiempo y a las alimañas del campo? ¿acaso no las veis? ¡ahí están, ya vienen a por mí! ¡Tened piedad madre, hermana, amigos! ¿no os dais cuenta que sólo soy un niño indefenso? ¿dónde os habéis escondido? ¿qué hice para merecer tal castigo?

Mis interlocutores decidieron seguir la broma entrando en el juego de mi actuación, simulando con su silencio, desde el escondite al que se habían retirado, que aquella perorata que estaba escenificando era tan real como la exuberante primavera que nos envolvía. Desde aquel escenario, sin recibir respuesta por parte de mis improvisados espectadores, se hacía aún más notable el silbido de las ráfagas de viento que visitaban, antes de alejarse en su deambular sin destino, uno por uno, los tortuosos y secretos pasadizos de la mole pétrea en la que nos habíamos parado.

Como me estaba gustando la representación, y me lo estaba creyendo yo mismo, proseguí entregado en el melodrama, para atraer aún más la atención de mis espectadores. Así, pues, levanté con mayor ímpetu la voz, por encima del rugido de la ventisca, lanzando más preguntas al foro: ¿no escucháis ese aullar siniestro de lobos hambrientos? ¿y las sombras de estos gigantes? -Aprovechando que alguna nube ocultaba el sol que en esa hora se deslizaba ya en busca de su ocaso- ¿tampoco veis como se acercan para asaltar estas torres y aplastarme entre sus dedos?
Con esa última llamada de socorro, me llevé la mano al rostro, como si se tratase de una auténtica tragedia griega, sollozando, para dar más empaque a la pantomima.

Así me mantuve por un rato, gimoteando y lanzando gritos a los cuatro vientos, hasta que la ficción se me tornó realidad: de sopetón, la soledad se me impuso en medio de aquel diáfano paisaje; no solo por el silencio de los espectadores, que callaban esperando el desenlace final de tan adversa situación, sino porque a mi espalda se cernía otro, aún más desolador, entrecortado, sólo a ratos, por la carraca de una cigarra tenaz: el silencio que esconde el campo cuando la proximidad de la noche va extendiendo sus sombras y, en el crepúsculo del atardecer, las bestias regresan a sus guaridas, las aves a sus nidos, los pastores a sus chozas y los labriegos al abrigo del hogar en el pueblo.

En el mutismo que me rodeaba ─al que ni siquiera llegaba ahora la respuesta que otrora me otorgara el eco─ los lobos y los gigantes se desvanecieron de mi magín, repentinamente, por la indefensión que sentí en medio de aquel paraje sin límites; y por el vacío que producen en el alma los clamores no respondidos. En aquella situación, sin dar más chance a mi auditorio, me dirigí corriendo hacia ellos para espantar mis miedos.
En mi carrera hacia su encuentro, cuando estos se percataron de que había dado por concluida la representación, asomaron sus cabezas por encima de aquellas piedras que se erguían, cual cíclopes impávidos, por encima de la diáfana loma del terruño, saliendo de sus cubículos con hurras y aplausos tratando de alagar al rapsoda arrepentido.

Sin ser consciente en ese momento, con un juego infantil, escenifiqué en aquel momento lo que a la postre se convertiría en fiel reflejo de la soledad y crueldad con que el mundo laceraría mi alma de niño, de adolescente y aún de adulto.

La representación lacrimosa en aquella tarde expansiva de primavera, a la edad de siete años, aunque se tratase de una premonición de la soledad interior a la que me vería abocado años más tarde; también fue síntoma de algunos sentimientos que me llevaron a sacar al exterior, simuladamente, vivencias traumáticas que, desde la más tierna infancia, ya se venían incubando en mi alma.

Así, pues, para llegar a una comprensión detallada del desarrollo de mi
personalidad, he de retomar esta autobiografía desde mi nacimiento.

  1. MI LLEGADA AL MUNDO

A pesar de tener escasos recuerdos de las impresiones y experiencias que tuve en los primeros cuatro años de vida, sí que puedo hacer una composición general de esa etapa, en mi itinerario por el mundo, gracias a los comentarios de otras personas y por el entorno donde me crie: el cual permanecería prácticamente inalterable hasta la muerte de mis padres. De este modo doy paso, sin más dilación, a cuanto pude experimentar poco después de transitar por la primera puerta angosta de la vida (el útero de mi madre) hacia la conquista del yo: una tarea que a medida que la iba afrontando, más hostil e inhóspita se me tornaba.

Pues bien, esa travesía dolorosa para reivindicar mi propio espacio en el mundo se remonta a una mañana ¡cómo no…! primaveral de mil novecientos sesenta y uno en una España de posguerra muy avanzada, y de muchas contradicciones, como siempre lo fue, por otra parte, esta nación: una España profunda y de extremos, unas veces solidaria, amable, curtida y abnegada. Mientras que otras, en cambio, debido a su propia genética, cuando no rea de estereotipos ideológicos, la hacían envidiosa, intransigente y cainita (como así mismo la describe, con otras palabras, el cineasta John Cromwe al comienzo de su película Argel). Carácter y estereotipos de los que aún, en el presente, no hemos sido capaces de desprendernos, por más que el paisaje externo a nosotros mismos haya cambiado con infraestructuras equiparables a las del resto de Europa. Temperamento sanguíneo que, bien espoleado por líderes sin escrúpulos, puede llevar a impredecibles enfrentamientos como ya sucediera en un pasado no muy lejano. Basta con asomarse a las tertulias televisivas para certificarlo (al menos años atrás, porque hace tiempo dejé de ver ese medio de propaganda ideológica) y no sentir vergüenza ajena: en este país, más que buscar confluencias, se lanzan exabruptos y calumnias, cuando no slogans decimonónicos, en una endogamia consolidada entre periodistas y políticos afines, de posiciones fijas y caducas, para mantener el circo abierto y a la clientela entretenida. No obstante, todo se puede arreglar, pero me temo que esto solo es posible si nos quitamos los andrajos de las ideologías y nos revestimos de más filosofía, educación, pragmatismo y, también, como diría el Juez de menores Emilio Calatayud, de sentido común. El cual, a mi modo de entender, reside en conocer la historia y la propia naturaleza humana, para quedarse con lo bueno, desechar errores pasados y saber que el conocimiento es atemporal y universal (de todos); es decir, el mundo no comienza con uno mismo como tampoco termina con uno, o con los que piensan igual que él, aunque la Verdad por el contrario es única e indivisible, porque de lo contrario no seria verdad.

Sin embargo, no es de los españoles y de España sobre lo que deseo hacer un juicio de valores en este momento, sino del sentido o sinsentido de la existencia: ¿debe ser la vida un sueño, una ensoñación en la que nos dejamos la piel sin más? ¿o quizás tu vida y la mía tienen un porqué, una causa a la que entregarse, un propósito por el que fuimos arrojados a este mundo fugaz, falaz y caduco? Yo me inclino por esto último, creo que mi vida tiene un propósito. El orden cósmico, no puede contener en sí mismo un desorden y una improvisación en los seres que lo habitan.

Indudablemente la vida, a poco que estemos atentos y la miremos de cara, es la más leal de todas las maestras, ya que nos acompaña mostrándose tal cual es en todo momento; es decir, unas veces te desgarra por dentro y otras te eleva por encima de las nubes. Por otro lado, he de anotar, que, si no te rebelas contra ella aceptando de buen grado los hechos consumados (aquello que de ninguna manera puedes cambiar) y la libertad de los demás a decidir por sí mismos, al final habrá merecido la pena transitar por este mundo -pasajero y caduco- descubriendo que hay mucho amor dentro de uno para dar; pues por lógica, no creo que haya otro destino por el que estemos aquí.

Por esa persuasión interior que tengo, de estar en el mundo con dicho propósito, pasó ya, sin más dilación, a recrear los primeros momentos de mi andadura por la vida. Estos comenzaron con el aterrizaje de una cigüeña que me dejó caer en la casa de mis padres, lugar en el que nadie la había echado de menos nueve meses antes para contratar sus servicios.

Las hostilidades comenzaron para mí en una mañana florida de primeros de mayo, cuando sin ganas, fui asomando mis narices a lo desconocido y rompí a llorar, a todo pulmón, después de que alguien con sus manos frías me propinara unas palmaditas secas en mi espalda. El nuevo hábitat al que fui arrojado, como puedes suponer, era mucho más hostil que las tranquilas aguas en las que me balanceaba minutos antes. De esta manera, me depositaron entre ásperas toallas de las que intentaba zafarme, cual roedor en su trampa, escudriñando de entre la penumbra del cuarto de mis padres -iluminado, a medias, por una bombilla incandescente de tela de araña, a la que se sumaban los primeros rayos del alba que se precipitaban tímidamente por la puerta entornada del patio- todos los volúmenes en movimiento que se agolpaban en mi rededor con sus mimosos requiebros.

No fui un niño deseado (esperado diría más bien) en mi concepción, ya que para entonces mi madre tenía cuarenta y seis años y tres retoños más de los que cuidar. De cualquier modo, la familia numerosa era la que predominaba en aquella España de posguerra: un país poco industrializado, conforme con su suerte y sin ley abortiva entre otras muchas peculiaridades de la época. Mejor así, porque de haber existido dicha ley, como ahora, cualquier médico avispado, tal vez una vecina, le hubiesen aconsejado a mi madre -debido a su edad avanzada- deshacerse de aquel “estorbo” que yo representaba para ella en ese momento y para su futuro más inmediato. Pero esa preocupación y ese amor que hay ahora desmedido por el prójimo; en especial por uno mismo (espero que se note el sarcasmo), no sólo iría dirigido hacia ella, sino hacia mí, por el peligro de que naciese con alguna tara física o psíquica.

El cambio que se produjo tiempo después en la sociedad española, con respecto a este asunto, me llevó a pensar que tal vez fuese cierto el verso de Jorge Manrique que nos recuerda que “a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor”. A mí, en concreto, y seguramente a muchos de de mi generación, la del baby boom, los parámetros culturales anteriores nos salvaron la vida, todo ello a pesar de las carestías económicas y medicas de la posguerra y primeros años de la transición española.

A decir verdad, no advertí ningún menoscabo derivado del hecho de que el embarazo de mi madre no fuese buscado a propósito, y esto porque a ella le costaba exteriorizar su afecto con cualquier otro miembro de la familia. Sin embargo, ese carácter de sequedad en su trato quedaba solapado por su generosa entrega y disponibilidad: entrega, no sólo con los miembros de la familia, sino con toda persona que recurriese a ella para pedirle un favor o un consejo.

Además de estas virtudes, sobresalía de igual modo por su intuición y sabiduría de las que se servía para manejarse ante los infortunios de la vida. Sabiduría acrisolada en el refranero popular y en su modo de estar siempre atenta a las lecciones que podía extraer de cada nuevo acontecimiento. Y para no dejarme nada en el tintero, en cuanto a sus muchas virtudes, añadiré que destacaba por su humildad y su simplicidad, que no simpleza: modo de ser y estar adquiridos durante su infancia y juventud, etapas de su vida en las que vivió largas temporadas en el campo junto a su padre (mayoral), rodeada de animales y en medio de una vegetación silvestre dado que eran tierras de pastoreo. De esta manera, fue preservada de los dogmatismos y consignas panfletarias que estaban llegando a ciudades y pueblos como consecuencia de la revolución industrial a comienzos del siglo veinte por el influjo de otras naciones. Revolución que, dicho sea de paso, fue el engendro de filosofías que acabaron por dividir a las personas, como en las películas del oeste, entre buenos y malos (burguesía y proletariado). Estas doctrinas serían, a la postre, el caldo de cultivo no sólo en España, sino también en otras partes del planeta, para que se propagaran guerras fratricidas de las que derivarían luego, en la práctica, nefastas dictaduras de ideologías extremas a cada cual peor; algunas de ellas con miles y hasta millones de muertos a sus espaldas.

Volviendo al relato autobiográfico, para explicar mejor mi carácter, ya que este es conformado por la genética y después por la interrelación con el mundo exterior, empezaré por mi familia: crecí en medio de la sencillez y simplicidad de una familia que no tenía nada de que envilecerse, porque prácticamente no poseía nada, ni siquiera prejuicios ideológicos. A ello contribuyó, igualmente, el hecho de que la guerra civil no dejase muertos en mi familia por ninguno de los bandos enfrentados. De este modo, sin enemigos reales o ficticios, fui creciendo en un ambiente natural, tan aséptico como el agua que fluye ¡bueno… como la que fluía por aquellas fechas en los riachuelos!

Por otro lado, he de señalar, que a pesar de que sufriésemos algunas estrecheces económicas, nunca faltó un plato caliente a la mesa o una prenda con la que cubrirse decorosamente. Tal fue así, que mi madre no solamente se contentaba con vernos comer, sino que sentía la necesidad, una vez que nos sentábamos a la mesa, de rellenar todo el espacio que quedase libre en nuestros pequeños estómagos. Esa necesidad venía motivada -sino me falla la intuición- por su conciencia, ya que ella misma era de buen yantar y no desearía ver a su prole en desventaja.

Coincidiendo con lo que acabo de comentar, por casualidad -si es que la esta existe- ha caído en mis manos una fotografía de infante, en la que se puede observar, por los pliegues que se dibujan en mis piernas, unas anillas tan infladas como el logotipo de los neumáticos Michelin, solo que en miniatura. Tan es así, que a duras penas si cabía en mi castillejo, en el cual pasaba largas horas, por detrás de la puerta que daba acceso a la calle, registrando como soldado en su atalaya, la mudanza y la vitalidad de un pueblo que se abría como el resto de España y el mundo occidental, a la modernidad de los tiempos.

  1. IMPRESIONES EN EL PRIMER AMANECER

Poco tiempo después, desde la misma puerta de la calle, observaría a las comadres en el trasiego de sus idas y venidas detenerse en la plaza para hablar entre ellas: unas veces lo hacían sobre los chismes que circulaban en el pueblo y, otras, de sus quehaceres domésticos. Había días, los menos, que debido a las rencillas que trae consigo la convivencia entre vecinos, se enredaban en reproches mutuos que terminaban con palabras gruesas. Este último acontecer quedó registrado en mi memoria, indeleblemente, ya que muy pocos altercados me han impresionado posteriormente tanto, como ver peleas entre mujeres; sobre todo si las protagonistas de la trifulca pasaban de las palabras a las manos. En este sentido algo hemos mejorado porque aquello pasó a mejor historia. No obstante, la condición humana permanece inalterable a través de los siglos, de tal modo que por un lado u otro -aunque se viva en la mejor de las condiciones que alguien pueda desear- esta se busca siempre sus vueltas para sorprender a ingenuos e idealistas como Jean-Jacques Rousseau.

Mientras esto sucedía en la calle, mi madre en casa muy afanosa, como de costumbre, preparaba la comida, apuntalaba un cuadro o intentaba arreglar cualquier artilugio estropeado que se le pusiese por delante. Lo del arreglo de los trastos no se le daba mal; no obstante, por su atrevimiento, en más de una ocasión terminó por defenestrar irremisiblemente la maquinaria del cachivache que tuviese entre las manos. Sin embargo, a pesar de que el arreglo terminase en fiasco, mi mamá se quedaba muy satisfecha porque el comentario que nos hacía seguidamente era, que por lo menos ella lo había intentado. De este modo, mientras se mantenía absorta en estos quehaceres u en otros que requerían igualmente su plena atención, a mí me dejaba libando un trocito de pan, en el zaguán de la casa, embutido en la mazmorra de mi castillejo.

Por detrás de la puerta, con la aldaba echada, podía saborear tranquilamente mi chusco de pan al resguardo de cualquier perro que viniese con intención de arrebatar mi golosina. Por aquellos días el mejor amigo del hombre, según dicen algunos (aunque eso de comparar amores puede ser pernicioso), andaba buena parte del día callejeando a sus anchas sin correa ni amo. Desde este lugar, como buen vigía, abría de par en par los ojos al universo más cercano que, siendo pequeñito como yo, se volvía inmenso por estar aún inédito para mí.

Desde esa misma puerta, ahora sentado en su umbral, unos tres años después, pasé de simple observador de la vida a protagonista de la misma. De esta manera comencé a importunar el laborioso trabajo de las hormigas, a las que sólo lograba desquiciar cuando orinaba sobre el agujero que daba entrada a sus galerías subterráneas. Sin embargo, no sucedía lo mismo cuando la emprendía con las antedichas a patadas; las que quedaban ilesas, reanudaban su desfile, parsimonioso, hasta que encontraban de nuevo el camino de regreso a su cubil.

Por cierto, en eso de la orientación, este menda no se parecía en nada a aquellas diminutas trabajadoras u a otros animales que pululaban por el barrio. Con seis años yo me preguntaba, qué tendrían las hormigas, los perros, los asnos y hasta alguna que otra cabra suelta (sin sorna) para conocer el camino de regreso a sus corrales, a sus hormigueros, y a sus cuadras, sin necesidad de que nadie las guiase; mientras que a mí me asaltaba la duda cuando mi padre, llevándome de la mano, hacia parada en un cruce de esquinas y, a continuación, me preguntaba de regreso a casa:
–me he perdido ¿y ahora porque calle seguimos?

De este modo iban pasando los primeros años de mi vida, entre la perplejidad de todo aquello que iba descubriendo y asimilando sin más como propio, y la felicidad que se derivaba de la inocencia; o lo que es lo mismo, de la ignorancia de lo que sucedía a mi alrededor y, por extensión, un poco más allá, en los despachos de poder de los que ejercían el gobierno en ese momento.

De esa etapa conservo aún vivo en la memoria diversos olores, entre otros, el de tierra mojada minutos antes de que la lluvia irrumpiese, con sus densas de nubes, en las tardes de otoño y primavera; el vaho que desprendían las bestias empapadas en su propio sudor al roce de los aparejos; el que emergía, asimismo, de cada uno de los animales que se criaban en cautividad para el sustento familiar. Otras exhalaciones, me traen recuerdos a personas queridas, las prendas de mi padre después de sus duras jornadas en el campo destilaban esencias a resinas y pólenes de la variopinta vegetación de la campiña en mi tierra: perfume a romero, jara, tomillo, tila, diente de león, orégano, forraje, y el de otros tantos que hoy forman parte de mis vivencias y recuerdos de la niñez. El perfume de mi madre, en cambio, por su vitalidad y energía, lo relaciono con una eterna primavera, aunque también con el aroma de sus guisos y pucheros en mi vuelta a casa después del colegio. Ella, conocedora de mi buen apetito, mojaba un trozo de pan en el caldo del cocido para que lo fuese degustando mientras terminaba la tarea con el resto de preparativos para el almuerzo; de este modo se aseguraba de paso, si lo comía con fruición, que su cometido en esa jornada, como cocinera, había sido meritorio.

Para terminar con esta semblanza, de lo que fue el contexto que me rodeó en la niñez, haré una breve mención de mis hermanos: a mi hermana mayor la ubico, unas veces atareada en el bastidor de bordar y otras, por su carácter dicharachero, cantando la canción del verano a todo pulmón; eso cuando no se descalzaba para bailar el twist sacando su trasero y yo, a mi vez, imitando el movimiento de sus manos, de sus pies y de su cadera. Mi hermano destacaba como trabajador, su amor propio lo impulsaba a querer ser el mejor en todo); también se hacía notar, por su facilidad para meterse en líos: a mis padres los traía de cabezas, pues extraño era el día en el que no llegase con una contusión, o en el que una vecina viniese a casa a presentar una reclamación por algunas de sus muchas travesuras: en ocasiones sus andanzas trascendían más allá de los límites del barrio. Por su lado mi mamá trataba de domesticarlo con educación y con mamporros, las medias tintas no entraban en su personalidad: con educación porque lo apuntó a un buen número de escuelas particulares para que asentase cabeza y, con mamporros, porque era de mano ligera: su punto de mira, por lo general, estaba en el trasero; a mi madre no le daba tiempo a quitarse la zapatilla, como hacían otras madres por aquellas fechas, para tratar de poner a los aprendices de hombres y mujeres en el lugar que les correspondía.

De alguna manera he de anotar que esa naturaleza rebelde nos fue transmitida a todos los hermanos a través de la genética, ya que al temperamento impulsivo de mi madre se añadía el fuerte carácter de mi padre cuando llegaba la ocasión. De esa impronta sólo se libró mi hermana la menor, que sabía guardar la compostura incluso en la tormenta más enconada. Ahora, con la perspectiva que da el paso del tiempo, creo que fue el dominio que ejercía sobre sí misma, lo que determinó que se convirtiera, de entre todos los hermanos, en la favorita de mis padres. Yo, por mi parte, era apacible dentro de unos límites, con lo cual no incordiaba a nadie y era cariñoso. Mi modo de rebeldía consistía en no bajar los brazos ante las provocaciones verbales o físicas de amigos y vecinos: si me buscaban para hostigarme nunca me achantaba, siempre quería salir vencedor en las contiendas que tenía que enfrentar para preservar mi dignidad, que para mí en esa época era en todas; esto a pesar de que mi complexión estaba normalmente por debajo de la media de los chavales de mi edad.

Fue este modo de ser (la de plantar cara al agresor) la que me conduciría a pagar un alto costo, por desgaste, que terminaría doblegando mi personalidad y mi fortaleza interior con el tiempo. Así sucedió porque, durante muchos años, algunas personas (citaré más adelante quienes) me convirtieron en la diana sobre la que dirigían sus dardos envenenados: improperios forjados, por lo general, de incultura y de tedio, cuando no, de sus propias frustraciones.

En aquel contexto histórico me tocó vivir, un país que pasó de la dictadura a la “democracia” con una transición ejemplar y modélica -eso nos decían entonces y eso creímos- pero los que hemos vivido para contarlo, finalmente nos hemos dado cuenta que no todo se hizo bien, y que muchos de los problemas que lastra ahora España vienen de las reglas que entre unas cuantas personalidades acordaron sin contar con el pueblo. Un modelo con apenas separación entre los poderes del estado y en el que el pueblo no tiene capacidad para elegir directamente a sus representantes, sino a los que ya les vienen marcados por los mismos partidos políticos; es decir por sus secretarios. De cualquier modo, no pasó mucho tiempo, sin que volviese el fanatismo ideológico, con sus estereotipos consabidos y decimonónicos, espoleados desde los medios de comunicación por los políticos y sus voceros como arma arrojadiza de unos contra otros para acceder al poder, al dinero y a la vanagloria del encumbramiento. De este modo arribaron al gobierno políticos con gran poder de convicción, pero con poca experiencia que, para desmarcarse de la dictadura anterior, derivaron como la ley del péndulo, de un extremo al otro.
El extremo consistió por entonces, en un todo vale, en un buenismo ramplón, y en contemporizar, a cualquier precio, con los nacionalismos emergentes, de los que terminaron dependiendo cuando los partidos estatales no obtenían mayoría para gobernar. De este modo los resultados los estamos viendo, ahora, décadas después.

Dichos esquemas reduccionistas calaron, una vez más, al principio de la democracia en el pueblo (después se buscaron otros porque los de Lucha de Clase ya no daban resultado entre los obreros), el cual necesitaba aferrarse a una ideología porque empezaba a soltarse de Dios (o más bien fue conducido a ello desde los serviles medios). A todo esto, se sumaba el carácter orgulloso y personalista de los habitantes de este pueblo, y, por ende, de sus políticos, incapaces de reconocer la parte de verdad y complementariedad que encierra todo contrario. En definitiva, una nación que se dejaba y se deja llevar por las vísceras, el clientelismo, el sectarismo y el personalismo, más que por la escucha receptiva, la razón, y el diálogo; una España llena de complejos, anteriormente derivados de la leyenda negra y ahora esgrimidos ideológicamente, a propósito, para revisar la historia con fines electoralistas, pero también, para implantar un Nuevo Orden Mundial que arrase con toda la cultura anterior.

En esa piel de toro que es España, por lo general extrema, porque también es solidaria en tiempos de crisis -lo fue especialmente para defenderse del terrorismo de ETA- fui creciendo: mis primeros 14 años de vida con el régimen Franquista, el cual tuve tiempo de conocer personal y directamente, sin intermediarios orales o escritos.

Adelantándome un poco en mi biografía, con fin a dar otras pinceladas de la década de los sesenta, quiero dejar constancia de que algunos padres por disponer de escasos recursos económicos para dar estudios a sus hijos optaban por enviarlos al Seminario, cuando estos aún no habían alcanzado la pubertad. Entre esos prepúberes me encontraba yo mismo, aunque en mi caso, fue a petición mía y por motivaciones diferentes a la de servirme -en un primer momento- de la caridad de la Iglesia para empezar otra carrera más tarde, en la vida civil como hacían algunos. De cualquier modo, poco tiempo después, ya en la década de los setenta, no haría falta esa ayuda económica por parte de la Iglesia, puesto que España comenzó a resurgir de sus cenizas, gracias a una economía poco intervencionista, con excepciones en algunas áreas sensibles, y a las medidas adoptadas por los ministros tecnócratas del Régimen Franquista. Así, pues, como resultado de dicha prosperidad, las becas se fueron incrementando hasta cubrir prácticamente el gasto íntegro de los estudios. En cualquier caso, antes de retrotraerme a ese periodo de mi vida -que no fue poco- diez años de internado; seguiré, paso por paso, el itinerario que fue conformando mi idiosincrasia desde la más tierna infancia hasta llegar al Seminario y lo que allí pude vivenciar y aprender.

  1. COMIENZA EL CALVARIO

En el pueblo fui abriéndome paso a la vida, mientras que la vida, por su parte, se abría paso brutalmente ante mí, sin compasión, mancillando mi inocencia (como si ella no diferenciase a adultos de niños) para robarme, años después, la alegría, la espontaneidad y el coraje. El primer acontecimiento lúgubre que retengo en la memoria se produjo a la edad de cinco años. Ese día un joven de mi calle me lanzó la siguiente pregunta: – ¿A ver Joselito, que te gusta más un caballo o una muñeca? A lo cual contesté:
– una muñeca.

La respuesta, por mi parte no podía ser otra, ya que hasta ese momento no había visto nunca un caballo; los únicos équidos que pululaban por mi calle y las aledañas, eran mulas y burros. Por otro lado, aunque mi padre tuviese animales de tiro, no era lo suficientemente mayor para acercarme a ellos, y sí lo suficientemente pequeño para haber cogido entre mis manos alguna muñeca de mi hermana la pequeña; con la cual, por cierto, pasaba muchas horas por llevarnos pocos años de diferencia.

Mi respuesta, a la capciosa pregunta del vecino, trajo consigo las risitas de otros jóvenes que, en aquel momento, se encontraban allí presentes. Dicha reacción hizo que mi respuesta no pasase inadvertida para aquel rufián, aunque tampoco para mí, el cual aprovechó el suceso para difundir por el barrio, con toda celeridad, el bulo de que Joselito era maricón.

A esa edad, aún no tenía claro el significado de la expresión maricón, pero por las risas de los púberes que había a mi alrededor deduje, que se trataba de algo que me afeaba mucho. Aquella infamia, lanzada por mi vecino, al igual que las bolas de nieve, una vez echadas a rodar pendiente abajo, empezó engrosar y hacerse recurrente en mi pensamiento casi a diario, en la misma proporción en la que yo repelía los insultos de aquellos que se hicieron eco del chisme y comenzaron a acosarme a diario. Pero antes de entrar en más detalles de lo que supusieron para mí dichas agresiones, continuadas en el tiempo, seguiré describiendo, pormenorizadamente, el talante con el cual iría asumiendo yo todos y cada uno de los dictámenes de la cultura de mi época; es decir, inconscientemente como cualquier otro niño por su inmadurez para cuestionarse las cosas y, por otro lado, por su gran capacidad de adaptación.

  1. DE OBSERVADOR A EXPLORADOR

La vida con sus alegrías y sus tristezas no se detiene nunca y la mía, que seguía su propio itinerario, se despertaba a cada paso con sensaciones y vivencias nuevas. Entre otras descubrí por primera vez -tendría aproximadamente cuatro años- mi sombra, cuanto más hacía por alejarme de ella más insistía ésta en permanecer pegada a mí como chupadora sanguijuela.

Tiempo después vinieron otras sombras, aquellas que se proyectaban con el deambular de los viandantes en la pared del zaguán de mi casa. Esas apariciones súbitas, tenían lugar después del almuerzo, cuando mi padre aprovechaba para hacer la siesta (momento, casi sagrado, durante el cual no se le podía molestar). En el recibidor de la casa observaba sobre una de las paredes -como si de una pantalla de cine se tratase- las figuras que se dibujaban en la misma a través de la luz que se colaba por un resquicio de la puerta. Aquellas imágenes no eran estáticas, sino que pasaban de diminutos tamaños hasta permutar en gigantescas apariciones. El muro encalado frente a la puerta que daba acceso a la calle se convertía, de este modo, en una especie de lámpara de Aladino, aunque con un hándicap: los genios que allí se dibujaban aparecían y desaparecían, a conveniencia suya, sin detenerse a dialogar conmigo para concederme tan siquiera un solo deseo. ¡Una pena para mí… ya que siempre estuve cargado de infinidad de anhelos que satisfacer!

Desde el mismo instante que una de esas sombras hacía su aparición en la pared, yo seguía ensimismado su trayectoria hasta que se desvanecía, lentamente, a medida que los transeúntes se alejaban de la puerta o se acercaban a la misma en busca de su destino. Me resultaba muy llamativo descubrir en esas horas soporíferas del caluroso, casi infernal, mes de julio, que los espectros en movimiento fuesen todos diferentes entre sí. Aquellas singulares imágenes, a cuál más extravagante, despertaban mi curiosidad haciendo que permaneciese atento a cada ruido que se aproximaba en mi dirección desde la calle. Todavía recuerdo sus formas variadas, las había alargadas con aspecto fantasmagórico; otras achaparradas y deformes como las que reflejaba la caseta de los espejos en la feria del pueblo; otras lucían con cuerpo de sabueso mutilado: unas veces le faltaba la cabeza y otras una de sus patas; la cola, por cierto, con su vaivén siempre se hacía presente.

En el intervalo que se producía entre el paso de un transeúnte y el siguiente, por delante de la puerta, aprovechaba para regresar a mis asuntos. Entrando en detalles, para perseguir a las moscas, desconchar la pared, contar baldosas, dar vueltas por encima de la manta, hacer el pino en la misma pared, y atrapar arañas. Las arañas ¡curioso animalito! las dejaba caer de mi mano para observar la finísima liana que tejían hasta que lograban aterrizar, deslizándose por ella (sin desmelenarse), en el suelo. Todo esto sucedía sin más preocupación de que las horas pasasen, a toda velocidad, para salir a jugar a la calle con los amigos, hasta que mi padre despertase de su letargo.

En una de las tareas, ya descritas, andaba cuando de sopetón apareció ante mis ojos un canalito que se perfilaba en la intersección del umbral de la puerta con el piso del zaguán. Aquella minúscula y alargada hendidura en el suelo se extendía de un extremo al otro del escalón, por debajo de las dos hojas de la puerta, para desaparecer luego, como por encantamiento, al llegar a la última baldosa. Con tal poder captó mi atención aquel alargado y diminuto conducto, que fui a investigar allá donde el canalito moría, para desentrañar el misterio que escondía. A modo de aprendí de Sherlock Holmes, hice sonar con los nudillos de mi mano la loseta en donde moría el canal y también las baldosas colindantes. En seguida pude comprobar, por el contraste, que la primera emitía mayor resonancia que las adyacentes. Por su sonido hueco deduje, que bajo aquella plancha había “gato encerrado” y mi deber era desenmascararlo. El sistema para averiguar lo que se ocultaba en el subsuelo no me llevaría mucho tiempo, tendría que buscar un objeto punzante con el cual levantar la baldosa de sonido vano. Así que, de inmediato, me dirigí a la cocina -no sin antes quitarme las sandalias no fuese a despertar a mi padre- para buscar las herramientas necesarias y llevar a término la referida tarea.

De este modo, después de echar un vistazo sobre el múltiple utillaje que había en la cocina, encontré un cuchillo y seguidamente, ya en el patio, vine a tropezar con una badila: herramienta de hierro macizo para atizar el brasero de picón, muy resistente, que me serviría para presionar sobre los extremos de la loseta. Me puse en marcha y según llegué a la puerta de la calle me arrodillé en el suelo para descubrir, finalmente, el misterio que escondía el subsuelo del zaguán de mi casa. En esas estaba cuando, de repente, algo pasó por mi testa que me hizo retroceder un paso en la misión emprendida. Pensé: − ¡Y si no guarda un secreto, sino que es una alimaña lo que se oculta ahí debajo!
Mientras estaba en esa conjetura la imaginación me llevó a visualizar, por temor, una gigantesca serpiente, que, saliendo del subterráneo, me engulló entre sus mandíbulas de un solo bocado y sin posibilidad de zafarme de ella. Después de la impresión recibida y de regresar de nuevo a la realidad, armándome de nuevo de valor, hice un segundo intento por quitar el cierre que daba acceso al depósito soterrado, pero de nuevo mi imaginación me jugó otra mala pasada, esta vez era una rata gigante de alcantarilla que, desafiante, mostraba sus dientes para saltar sobre mi cuello, cual vampiro sediento, después de largos años de oscura sepultura. En el tercer intento, tampoco fue la vencida, ahora la visión me mostró una marabunta de cucarachas que salían a toda velocidad de su zulo dejando tras de sí, allá por donde pasaban, una extensa mancha negra viscosa como de alquitrán. Pero no quedó ahí el ensueño, porque lo más repugnante vino cuando esa mancha comenzó a subir por mi cuerpo, desde los zapatos, ascendiendo por debajo del pernil de mi pantalón; por un instante pensé que desaparecería devorado en el torbellino de aquella plaga de negros vuelos.
Aquella última visión fue interrumpida, felizmente, con el atronador traqueteo de un carruaje que subía por la calle empedrada que venía a morir junto a mí puerta. Así fue como entendí, al cabo de los años, el significado del refrán que describe la esencia de algunas personas; en este caso más bien la ausencia de esencia: llevas más ruido que un carro vacío. El de aquella tarde me sacó providencialmente de mi letargo.

Recuperada mi consciencia, intenté controlar los miedos y los escrúpulos para llegar al final de mi propósito. Para proceder a la tarea hice con el cuchillo una incisión prolongada, entre losa y losa, en la cual insertar después la badila para utilizarla de palanca. A continuación, en posición erguida -por si alguna de las visiones se hiciera realidad y tuviese que escapar a la carrera- abrí la puerta de la calle y procedí, seguidamente, a presionar la loseta con la badila sirviéndome del mi pie derecho, el cual apoyé sobre la base de la misma. La losa con el empuje dio un chasquido sin llegar a quebrarse (con lo cual deduje que se trataba de una simple tapa de madera) la elevé unos centímetros por uno de sus lados -un cuarto de luz aproximadamente- por precaución hasta ver qué sucedía. Mi sorpresa fue que, después de unos segundos, lo único que se escapaba del subterráneo era un vaho pestilente de aguas estancadas.

Luego de corroborar que ninguno de los malos presagios se cumplió, retiré la tapadera de su lugar para desplazarme posteriormente de nuevo al patio, en dos zancadas, a por un cubo y un cazo con los cuales proceder al vaciado del contenido de la pequeña cisterna que había aparecido ante mis ojos bajo la simulada baldosa.

Una vez que terminé la tarea y pude sosegarme, deduje que aquel invento había sido ideado para recoger el agua de lluvia que se filtraba entre el umbral de la calle y la parte inferior de la puerta cuando el viento venia de cara. Por alguna razón uno de los inquilinos que anteriormente había ocupado la casa pintó la tapadera y nadie supo luego, ni trató de averiguar, que hacía aquel canalito bajo la puerta. Reflexión: en demasiadas ocasiones -tal vez la mayoría- vamos por la vida sin poner atención (¡huy, esta frase me ha recordado la letra de una canción!) oyendo sin escuchar, viendo sin observar, asimilando sin cuestionar y hablando sin medir las consecuencias de las palabras que soltamos.

Un hecho similar al narrado, dicen que ocurrió en un acuartelamiento, hace ya mucho tiempo, cuando un sargento ordenó que se hiciesen guardias junto a un banco recién pintado para impedir que los soldados se sentasen mientras el mismo se secaba. Coincidiendo con dicha orden, sucedió que el sargento tuvo que ausentarse repentinamente, para llevar a cabo una misión de suma importancia en un país lejano. Después de varios meses de ausencia los relevos junto al banco se fueron sucediendo repetidamente, porque el sargento sustituto, sin hacer ninguna pesquisa, prosiguió con la agenda de su antecesor. El despropósito llegó a tal grado que un teniente de otro regimiento que andaba de inspección en el cuartel, fijándose en los soldados guardianes del citado asiento pensó -en su vanagloria- que solo podía ser un detalle reservado para su descanso en su periplo por el acuartelamiento. Resumiendo: muchas veces, pasamos por el mundo sin cuestionarnos si lo que nos viene dado de antemano en razón de la cultura, de la familia y de los medios de comunicación (también aquellas propuestas que por esnobismo aceptamos sin más) corresponde ciertamente con la realidad o si, por el contrario, forman parte de errores del pasado, cuando no de intereses partidistas o personales de aquel o aquellos que nos quieren llevar a su terreno.

De este modo, la estrategia de los políticos y de los medios de comunicación consiste, en no pocas ocasiones, en elevar a categoría general y verdad absoluta ciertos hechos significativos y relevantes, aunque aislados, presentándolos como cotidianos y generales, para cambiar la mentalidad de toda la sociedad a fuerza de repetirlos y magnificarlos. Táctica que llevan a término unas veces para asegurar los intereses de los grupos de presión o lobbies que los sostienen en el poder y, otras, para salvaguardar su silla en el poder o en la cumbre.

Tan impresionable, receptiva y, por tanto, vulnerable es nuestra mente a la propaganda, a la publicidad y al reduccionismo, que he dado con muchas personas que defienden posiciones falsas, sin haberlas cuestionado y contrastado antes (en muchas ocasiones ni tan siquiera experimentado en primera persona) con la misma convicción y radicalidad que se le otorga a una teoría probada, científicamente en laboratorio, solo por el mero hecho que lo dijo tal personalidad, porque lo escucho en tal o cual medio de comunicación, o porque cree con fe ciega en una determinada ideología.

Siguiendo con el relato autobiográfico donde lo dejé, tengo que señalar, que en las horas que ocupaban la siesta de mi padre, me entregaba profusamente, además de los juegos, a fantasear con lo que sería mi vida de adulto. A esa edad tenía gran preocupación por mi futuro, si bien no entiendo ahora a qué se debía, pues era aún demasiado pequeño para pensar en ello. Entre las actividades que solía escoger estaban presentes, por lo general, la de cantante, trapecista, actor, futbolista y abogado; ésta última me atraía especialmente porque me sentía identificado con la causa de los débiles y los pobres, posiblemente por mí misma condición de acosado. Aunque no descarto que pudiese venir también, de ese Narciso que todos llevamos en nuestro interior; el mismo que nos conduce a pensar que estamos en posesión de la verdad y que son siempre los otros los equivocados.

  1. ANOTACIONES DEL PAISAJE HUMANO Y CULTURAL EN LOS LX

Pobres, por cierto, había en abundancia para defender en aquellos años de posguerra ya avanzada. Las familias tenían, la que menos, cuatro hijos y sobrevivían a duras penas con un salario de subsistencia. Yo pertenecía a un barrio de familias humildes con lo mejor y lo peor que da la pobreza y la condición humana: lo mejor, en la mayoría de los casos, la solidaridad y lo peor el chismorreo y la incultura. Las familias a pesar de tener menos recursos para vivir que ahora, tenían un talante estoico con el que sobrellevaban toda clase de precariedad. Las frustraciones vienen, en buena medida, por compararnos con otras personas o con otros modelos de sociedad. Por aquella época los únicos modelos a imitar eran nuestros mayores, que a decir verdad se conformaban con muy poco.

Tan es así, que por entonces muy pocas personas estaban obsesionadas de manera enfermiza, como sucede en la actualidad, por el futuro; esto teniendo en consideración que aún no existían los planes de pensiones, ni las pagas estatales por jubilación, ni las subvenciones. La mujer, por su parte, no había accedido al mercado laboral y la economía estaba mayoritariamente supeditada a la agricultura; la cual dependía de fenómenos tan aleatorios como la climatología o las plagas.

La solidaridad de la que hablaba antes, debido a los escasos recursos económicos y sociales de los que se disponía, se concretaba en ayuda mutua entre vecinos y en apoyo intergeneracional en el seno de la propia familia, que en la práctica se concretaba en atender a los abuelos en su propia vivienda hasta que estos fallecían. Los pobres de solemnidad, que no eran tantos, salían a pedir por las casas del vecindario de las cuales siempre recogían su dádiva: aunque ésta fuese un mendrugo de pan, por lo general, ellos nunca se quejaban.

Por otro lado, los vecinos no tenían ningún problema en socorrerse ante cualquier necesidad. Los hombres se apoyaban entre sí colaborando para arreglar las emergencias que surgían en sus viviendas, cada uno según su destreza; para recoger las cosechas, unos aportando mano de obra, y otros, maquinaria para transportarla; del mismo modo que colaboraban, todos a una, para apagar el fuego de una vivienda llegado el caso, o económicamente después, para reponer el mobiliario de la misma. Las mujeres, por su lado, colaboraban ante los pequeños accidentes domésticos, siempre estaba la vecina que tenía el botiquín repleto y la pericia, necesaria, para sanar una herida, sacar una pequeña incrustación en la piel, sajar un forúnculo o reubicar un hueso dislocado en su lugar de origen. Como la escasez económica era mucha, también se ayudaban con especies o alimentos para completar todas las viandas que requería el puchero cuando le faltaba algo.

Con este talante ante vida, de acomodarse y sobrevivir con los pocos recursos que había, las emociones que se derivaban de cualquier percance sufrido, especialmente por algún miembro del núcleo familiar, no se precipitaban en alarma. De este modelo cultural devenía, que el médico quedase para las urgencias y poco más. Había en todos los estamentos de la sociedad un ritmo acompasado y natural del acontecer diario que hacía que no se temiese tanto al futuro porque el presente suponía ya, en sí mismo, una aventura y un riesgo que no daba lugar a pensar en el mañana: modelo que aún rige en la mayoría de países “subdesarrollados”.

Por otro lado, como se disponía de poca información, no se daba mucha importancia a la enfermedad y a las contrariedades; en buena medida debido a que no pensábamos que todo tuviese una solución o un porqué, y si lo tenía era poco menos que insondable. La muerte, en sí misma, era un hecho tan natural y cercano como la vida, por lo cual el anciano si moría, era consecuencia de que le había llegado su hora, no porque hubiese contraído una enfermedad; la gente se suicidaba, no por depresión, sino porque se había vuelto loca; el cáncer era una enfermedad extrañísima que tocaba a poca gente, si acaso a los más raritos; las muertes por obstrucción del intestino se atribuían a cólicos misereres; y esto porque hasta entonces, el Colon era un señor casi desconocido que ningún médico había visto en su habitáculo natural.

Para seguir con el inventario de costumbres de la época, he de anotar que no había manjar más exquisito que una buena rebanada de caldillo, un buen plato de migas y un trozo de morcilla o de tocino entreverado en el guiso. Manjares que no estaban proscritos porque el colesterol estaba por descubrir, y las farmacéuticas por forrarse gracias a tan exitoso hallazgo.

Por otra parte, los obesos eran voluminosos desde el vientre de su madre, al igual que los delgados, y si por cualquier motivo alguien adquiría las carnes más tarde, se debía a que estaba predestinado para ello. La liposucción y las dietas no existían, así como los gimnasios para mantener la forma: la figura la modelaba por entonces la carestía, el trabajo manual de la época y los juegos al aire libre.

Pasando al terreno metafísico, debido al adoctrinamiento con ideas foráneas y a la publicidad que vinieron después con la introducción de la televisión en los hogares, en un corto espacio de tiempo se operaron cambios radicales en la cultura y en las costumbres de nuestro país de las cuales el mundo rural tampoco quedó indemne. De ello también hablaremos posteriormente.

Por lo señalado surgen algunas reflexiones que nos llevan a comparar épocas: si bien el progreso nos trajo, por un lado (aun descontando las personas que mueren en la actualidad por cánceres, accidentes de tráfico, suicidios, asesinatos e infartos), mayor esperanza de vida, especialmente para los recién nacidos y los ancianos; nos hizo retroceder, por otro, en solidaridad, alegría, respeto, confianza en las personas y despreocupación ante el futuro: gran paradoja ésta última, si tenemos en consideración que el mañana es siempre impredecible, incluso con la caja fuerte a reventar en el banco más seguro. De otra parte, la abundancia de bienes materiales trae más problemas que alegrías, lo que sucede es que los potentados lo disimulan con poses y alardes de grandeza para que nadie sospeche el precio no económico y a lo que han tenido que renunciar para llegar a la elite. Ya lo decía San Francisco de Asís: las posesiones roban la paz y nos esclavizan, porque solo se vive para defenderlas.

De este modo, pues, el progreso nos fue robando la alegría, poco a poco, en la misma medida que se fueron introduciendo los medios de comunicación de masa en los hogares y la gente creyó que todo se podía comprar con dinero; incluso el afecto.

Las nacientes empresas surgidas en torno a la revolución industrial, utilizaron los medios de comunicación, especialmente la televisión y la radio, para publicitar sus productos y aumentar, por consiguiente, la cuenta de resultados: una cuenta que, aun dejando muchas víctimas laborales por el camino, prometía una felicidad a sus clientes que luego en la práctica nos le daba. Aquella ingente multitud de empresas surgidas a raíz de los avances tecnológicos, para vendernos sus productos echaron mano de los psicólogos para estimular a los telespectadores al consumismo. Fue así como nos hicieron temer a todos, obsesivamente, desde de la década de los setenta, por la obesidad, la vejez y la caída del cabello: a las mujeres, en particular, por las estrías, las patas de gallos, los glúteos flácidos y los caídos senos. ¡Se me olvidaba! También por las uñas quebradizas, los michelines y, terroríficamente, por las arrugas.

Entre los temores sociales que nos infundieron, arraigaron con gran poderío, entre otros, el miedo a la enfermedad, a pasar un verano sin vacaciones, y a la muerte. Para garantizarnos la vida ¡ahí es nada…! nos vendieron toda clase de seguros, ya que las empresas (los psicólogos que trabajan para ellas) se dieron cuenta de lo arraigado que está el instinto de supervivencia en el hombre y, se sirvieron del mismo, para hacer proliferar como hongos todo tipo de seguros. Por citar algunos mencionaré, el seguro de defunción, el de vida, el laboral, el particular médico, el profesional; el seguro de vivienda, los agrarios y los que te rondaré…

Esta abundantísima manipulación mediática de masa nos pilló desprevenidos y sin defensas; por lo cual, una vez que se soltó la bicha (el miedo al futuro y al sufrimiento) y se afianzó en la población, nadie se lo pudo ya sacudir de encima, de alrededor y hasta de los mismísimos tuétanos. ¡En fin…! como el miedo es cobarde (más que libre, que dicen por ahí) acampó entre los mortales para quedarse definitivamente entre nosotros. Para remarcar lo anterior lo haré desde ese plus que siempre me dio la fe en el resucitado; en Jesucristo, pues todos los seguros ya citados desplazaron al más importante que había entre la gente de buena voluntad de entonces; a saber que, el seguro más grande de vida que se podía tener era confiar en el amor y la providencia Divina, lo cual conllevaba, tener la conciencia tranquila según la voluntad del que dio la vida por el hombre y, de paso también, para estar en paz con uno mismo y con el prójimo, camino imprescindible para afrontar con garantía el día del juicio.

Mucho han cambiado los tiempos, bueno los tiempos no han cambiado tanto, lo que se ha demolido es nuestra cultura y, tras ella, nuestra conducta por la manipulación de los que ejercen el poder político y mediático y, entre bastidores, por todos aquellos que tienen capacidad de influir en él. Mis padres, sin ir más lejos, pasaron ambos de los noventa, tan felices, viviendo de modo natural, sin adelantarse al futuro, y sin ningún tipo de seguro: los únicos seguros de plena confianza para ellos eran, por un lado, sus hijos y, por otro, gastar menos de lo que se ingresaba en caja: lo que en el lenguaje coloquial se conoce como la cuenta de la vieja. Lo mismo sucedía en el pueblo ¡huy…! la palabra pueblo me ha recordado algo: por entonces los políticos nos llamaban ¡el Pueblo! ahora han cambiado a Ciudadanía; debe ser que con tanta estrategia psicológica se han vuelto más sofisticados. En la política es muy difícil mantenerse al margen de las tentaciones que lleva consigo el poder; algunos de ellos caen por el camino; otros, en cambio, empezaron ya en ese oficio utilizando palabras en las que ni siquiera creen. Y el resto, para desgracia suya, nacieron ya viejos o, mejor dicho, los hicieron viejos antes de tiempo; esclavos de ideas totalitarias y excluyentes, con mentes de frontón y alma impermeable.

Siguiendo con el análisis pormenorizado de los sesenta-setenta, tengo que añadir, que con la filosofía de vida que llevaban nuestros ascendientes no les fue nada mal: con ella colmaron prácticamente todas sus expectativas, incluso la de dar un porvenir a sus hijos. En la actualidad, a causa del miedo al futuro con el que han programado nuestro subconsciente a golpe de spot publicitario, hay casi el mismo número de enfermedades mentales, por depresión y ansiedad, que, por enfermedades físicas, incluso muchas de estas últimas son la consecuencia de conflicto psicológicos no resueltos. A este estado de esquizofrenia colectiva ha contribuido, además de los miedos ya citados, aquel otro que se deriva de no estar a la altura del estereotipo que marcan las tendencias impuestas por unos cuantos y que luego siguen la mayoría como dogmas imprescindibles que hay que aceptar sí o sí. Entre las que se impusieron después de las décadas ya citadas se encontrarían, las que dictaminan que tenemos que acaparar, por un lado, los últimos bienes de consumo ofertados por los avances tecnológicos y, por otro, alcanzar unos logros profesionales y económicos a la altura del estándar que me marcan los medios, así como del círculo de amistades en que me circunscribo. Dicho de otro modo, se nos ha inoculado un miedo, casi, visceral, a no alcanzar las expectativas de progreso, disfrute e “independencia personal” estándares que nos marcan los medios de comunicación y, por consiguiente, a no quedar rezagado con respecto al grupo de personas con las que me relaciono, que termina generándome una ansiedad de fondo que logra enfermar a muchos gravemente y a otros incluso al suicidio cuando perciben que no logran alcanzar esa meta. Este lavado de cerebro se fue gestando, principalmente, a través de la publicidad como ya mencioné, pero también por medio del cine, a las series, la prensa rosa y la telebasura.

Debido a esta cultura del acaparar y del existo social y laboral, el círculo para poder ser uno mismo sin quedar acomplejado se fue estrechando. Sin embargo, todo esto no fue fortuito, sino que por detrás lo que se estaba moviendo eran una serie de intereses, cuyo único objetivo -como siempre ha sucedido en la historia de la humanidad- es el control de una élite, minoritaria (sea cual sea su ideología y procedencia), sobre el resto de la población. Su fin último: salvaguardar sus intereses económicos y sus ansias de influir en el poder político. Como contrapartida a esta tiranía surgieron otros movimientos que se decían libertarios, pero que, en la práctica, por su concepción ideológica -parcial, cerrada y totalitaria- resultó más pernicioso que el anterior, al excluir del debate público, sirviéndose incluso de leyes coercitivas (multas y penas de cárcel) a cualquier persona que refutara sus teorías con argumentos contrastados hasta por la misma ciencia.

De este modo, estando al tanto las elites de los miedos que alberga el ser humano y, por ende, de los resortes mentales que mueven o paralizan la conducta humana, llegaron a descubrir dos armas poderosísimas para someter al resto de la humanidad; la primera ya la acabo de mencionar: el miedo mismo, y la segunda, a saber, el hedonismo (satisfacción inmediata y placentera de los sentidos) mediante el cual se puede doblegar la voluntad de las personas, excitando continuamente su propia sensualidad, hasta esclavizarlas por la dependencia a la dopamina que genera el cerebro humano cundo es estimulado por agentes placenteros externos (comida, sexo, juego, etc). Estas dos armas que utilizan contra el pueblo, son ahora el verdadero opio del pueblo: mientras el hombre esté centrado en sí mismo: en sus miedos y en darse placer, no utilizará su tiempo para ocuparse de aquellos que los tienen sometidos.

En contraposición a este última periodo de la historia -que bien podíamos referir a partir de mediados del S. XX para el conjunto de la población occidental- en el que todo ha quedó sometido a los pies del análisis psicológico, de las ideologías y de los resultados (económicos e imagen) las etapas posteriores que siguieron a la cristianización de occidente hasta esta fecha citada, con sus altos y bajos, se caracterizaron, sobre todo, por adquirir una serie de valores no caducos, los cuales no dependían tanto del beneficio cuantificable en dinero, poder o buena imagen, sino en cuanto a la satisfacción personal de desarrollar ciertas virtudes espirituales y capacidades intelectuales que favorecían el equilibrio psíquico personal y la integración social. Valores universales emanados de la ley natural, de la ley Divina y de la educación transmitida, esta última, primordialmente desde el núcleo familiar, como meollo de esa misma civilización. Así, pues, la corriente de pensamiento actual impuesta desde los gobiernos y los medios de comunicación, que intenta desplazar a la anterior, se ha centrado casi exclusivamente en el individuo; y separado, este, de todo vinculo social y familiar, para que sin ninguna clase de límites pueda alcanzar todas las cuotas de placer como pueda procurarse. Una fantasía porque el hombre por antonomasia es, sobre todo, un ser relacional y espiritual, que necesita de vínculos familiares y sociales para encontrar su armonía; de hecho, las sociedades más desvinculadas, son también las que ostentan el mayor índice de suicidios.

De lo comentado anteriormente se pasó, por parte de los gobiernos, a un nivel incluso superior; es decir, a considerar como derechos ciertas conductas minoritarias que hasta entonces habían sido consideradas como antinaturales o a lo sumo como restringidas al ámbito de la vida privada de cada persona en concreto, sin que dichas conductas interfiriesen en la vida social y cotidiana del resto de ciudadanos, como paso después. De este modo los gobiernos, sin contar con el resto de los demás estamentos que conforman las sociedades modernas, eludiendo el debate social, moral y hasta científico, impusieron una serie de normas y leyes que no solo derrumbaban el modelo de sociedad de veinte siglos atrás, sino que al mismo tiempo incidían desde el ámbito de la educación y los medios de comunicación en un cambio de mentalidad del resto de la población -la mayoría- sin contar con ella y haciéndoles sentir culpables si no se adherían a este nuevo modelo cultural. Ese modelo cultural, nacido del totalitarismo mediático y gubernamental totalitaria, que no admite discusión -como el mejor de los tiranos- es lo que conocemos con el nombre de Pensamiento Único o Políticamente Correcto. Sus fundamentos la cultura de la muerte, el igualitarismo, el individualismo y el relativismo moral.

Como dijo Allen Ginsberg «quien controla los medios, controla la cultura». Y los medios están controlados mayoritariamente en España, por el capital privado y gubernamental, que ha pisoteado los valores tradicionales (liberando al hombre de su conciencia) para vender mejor sus productos y de paso, mantener el clientelismo con respecto a la izquierda que ya los había tirado por tierra décadas atrás. ¡Y pobre de aquel que se salga de lo correctamente político o del pensamiento único! porque será echado a los leones, expuesto en la plaza pública o considerado anatema; eso en el mejor de los casos.
En nombre del relativismo, paradójicamente, hoy se han levantado un buen número de dogmas que nadie puede poner en entredicho. Y esto, solo tiene una explicación: no hay mejor forma, cuando no se tienen argumentos sólidos de callar al que disiente que restringir su libertad de expresión y de acción. Así estamos viendo fehacientemente como censuran a un buen número de disidentes del pensamiento único cerrando sus canales en redes sociales y en plataformas audiovisuales: el peor totalitarismo de todos, porque sin armas y sin levantar mucha polvareda nos reduce a meras comparsas de lo que piensen y dicten los que ostenten el poder. Cada vez son más codiciosos restringiendo la libertad de expresión, ya no sólo se conforman con las redes sociales, sino que, incluso, han dado un salto cualitativo restringiendo la libertad de expresión en la calle -la de todos- impidiendo que se de información a aquellas mujeres embarazadas que, en el ejercicio de su libertad, quieran acceder a dicha información buscando otras alternativas.

De este modo la democracia ha transmutado en una forma de dictadura más, donde el poder del Estado, junto al poder económico de los dueños de redes sociales en internet -con sus censores tras bambalinas- de forma arbitraria y unilateralmente, han dictado quien debe ir al cadalso y quien puede salvarse. Este análisis que pudiese parecer exagerado, no solo lo hacemos personas que pudiésemos parecer enfrentadas con la política, sino que son algunos de esos mismos políticos y expolíticos, los que empiezan a darse cuenta de que la sociedad, en su conjunto, está en plena demolición por haber renunciado a sus raíces. Así es, puesto que en pocas décadas se ha pasado de opciones personales enfrentadas con el pasado y que todo el mundo respetaba como ámbito de lo privado, a imposiciones gubernamentales que intentan arrasar con todo lo anterior. Y para que quede constancia de ello dejo, como muestra, el siguiente enlace a un video en el que un expolítico de prestigio internacional habla de todo lo que estoy diciendo; ello si no lo censuran antes, con lo cual será una prueba más de lo que estoy diciendo es cierto.

Esta nueva cultura impuesta desde arriba, no buscada por el pueblo, no deja de ser otra cosa que una bomba de desintegración de la persona, un suicidio colectivo, por antinatural, e insolidario, especialmente con los más débiles. Así ha de ser porque en ese mundo feliz de fantasía que quieren ofrecernos, se enseña que el individuo con sus apetencias y deseos prima sobre su propia naturaleza y realidad, e incluso puede saltar por encima de las normas de convivencia sociales y morales que la mayoría tiene velada o implícitamente. Un mundo feliz donde se enseña y se incentiva lograr el éxito sin esfuerzo; y que, siendo positivistas, por otro lado (yo soy Dios, con lo cual recreo la realidad a mi conveniencia), se logra la felicidad, aunque la realidad empírica se encargue luego de demostrarnos lo contrario, e incluso se intente ocultar, para que los mentirosos, los que nos manipulan desde el poder y los medios de comunicación no queden al descubierto. Es más, aunque esa realidad virtual me lleve a mí y a otros a la misma muerte, siempre encontraré una excusa para no admitir que caí en la trampa. Mark Twain lo dejó por sentado con este aforismo: «Es más fácil engañar a la gente, que convencerlos de que han sido engañados».

Siendo, pues, conscientes de todo lo que se mueve entre bastidores, se puede afirmar, con toda rotundidad, que este mundo posmoderno no ha explotado, hasta ahora, debido a que las multinacionales farmacéuticas van un paso por delante de los políticos (que también son reos de ellas) atiborrando a todos los frustrados y decepcionados con el cuento de hadas de la felicidad contra natura, a fuerza de ansiolíticos y antidepresivos.

Al final resulta que, bajo cuerda, todo es un negocio, en el cual unos cuantos, a costa de la ignorancia, tal vez mejor decir de la inocente credulidad de la mayoría, intentan asegurar lo efímero y mutable de sus vidas, sus poltronas, con realidades virtuales imposibles con las que cavarán sus propias fosas (la decepción de lo que es inviable, que lleva a la parálisis y frustración continua), las de sus hijos y la de buena parte de la humanidad.

  1. POSMODERNIDAD IGUAL A HOMBRE COSIFICADO

De mirar al cielo para observar la dirección de las nubes, pasamos en occidente, en poco tiempo, a mirar en horizontal: ahora el sustento dependía de saber utilizar las máquinas más sofisticadas. Muchos cambios se produjeron desde mi infancia hasta mi madurez; los cuales, por cierto, afectaron de lleno a mi generación, ya que la mayoría de ellos se iban concatenando con la misma rapidez que pasan las estaciones del año y nosotros íbamos sumando canas. En determinados momentos de mi vida, tuve la sensación que los nacidos en la década de los sesenta llevábamos grabado a fuego, como seña de identidad, el tatuaje de la transición permanente.

De este modo pasamos casi sin darnos cuenta -adaptándonos sobre la marcha- de la agricultura más rudimentaria, a medios mecánicos que suplantaron, en un pis pas, a multitud de jornaleros y animales de labranza en el medio rural; del analfabetismo de buena parte de la población, a la universidad, pasando antes por la enseñanza obligatoria escolar; de la escritura a mano, a la mecanográfica; y de esta, al teclado del ordenador pocas décadas después.

Los electrodomésticos, por otro lado, empezaron a proliferar por todos los rincones de la casa, al mismo ritmo que lo hacían los funcionarios, los abogados y los políticos. De esta guisa se introdujeron entre los más apreciados por las amas de casa la lavadora, el frigorífico y la cocina de gas butano. Aparte de estos ingenios mecánicos, se introdujeron otros que, con gran poder de manipulación en las conciencias de sus usuarios, entre ellos la radio, el cine y la televisión, cambiarían radicalmente el modo de pensar de la sociedad. De todo ese “progreso” derivó, sin que tuviésemos la más mínima sospecha y, por consiguiente, ningún arma para defendernos (ya que esos medios se nos presentaron como inocuos), que las costumbres y los valores de siglos -algunos de ellos ancestrales- con los cuales las personas estaban más o menos en armonía consigo mismas, con los demás y con la naturaleza, fueran sustituidos por el estilo de vida frenético, disoluto y vacío, que los americanos nos mostraban mediante su poderosa industria cinematográfica.

Este “progreso” trepidante, no solo transformó nuestra mentalidad y el decorado de nuestras casas, sino que cambió el modo de acceder a los alimentos, que anteriormente era, casi, del huerto a la casa o de la cosecha para el consumo anual, sin pasar por más de un intermediario, y a la vista de cualquiera; es decir lo que nuevamente intentan conseguir con aquello que han denominado como trazabilidad. Fue así, como las materias primas del campo se transformaron en productos manipulados y manufacturados. El paisaje exterior, que no podía ser menos −debido a la fabricación masiva de elementos electromecánicos− también mutó de modo considerable: siendo uno de sus máximos exponente el automóvil. Este desarrollo trajo, parejo a él, un desplazamiento de habitantes de las zonas rurales hacia las urbes, pues fue allí donde se asentó primordialmente el peso de la industria. Las consecuencias fueron, como es sabido, que las ciudades se superpoblaron a costa de los pueblos que fueron perdiendo vecinos; algunos de ellos hasta deshabitarse por completo.

Esa vorágine de cambios modificó, por inercia, muchos de nuestros hábitos: las vacaciones de verano dejaron de ser cosa de guiris y potentados para convertirse en disfrute de la clase media. Bicicletas, motos y coches, inundaron las calles por las que anteriormente sólo pasaban rebaños de cabras, burros, mulos, bueyes, carros y transeúntes. Las tascas y tabernas se convirtieron en bares y en pub; los guateques y verbenas (poblados de pantalones de campanas, patillas a lo Curro Jiménez, minifaldas, cinturones como cinchas y botas camperas) en discotecas, conciertos multitudinarios y, posteriormente, en botellones y macro fiestas.

Del mismo modo fue afectada la cultura del ocio: los paseos domingueros y las veladas nocturnas entre vecinos, fueron reemplazándose, en primer lugar, por el cine y después, por la más grandiosa globalización que ha habido y habrá jamás -incluido internet- la televisión. La pequeña pantalla cambió las costumbres y el pensamiento occidental, sobre todo, el de los españoles. Valores como la palabra empeñada, la ley natural, la familia, las relaciones vecinales, la nación y principios trascendentes e inamovibles aportados, principalmente, por el cristianismo, fueron sustituidos por la cultura de la plusvalía, del utilitarismo, de la muerte, del individualismo, del relativismo y del hedonismo a ultranza. Lo que importaba ahora, según nos hacían creer los gurús del momento, era poseer el último bien de consumo salido al mercado, aunque fuese el mismo producto de tres meses antes con un diseño diferente. Posteriormente esta cultura de usar y tirar se trasladaría, por mimetismo, a las personas, con la consiguiente deshumanización que esta práctica conlleva. Y lo hizo afectando a todos los círculos donde el hombre se desenvuelve, especialmente a la vida familiar, a la laboral y a las relaciones sociales en otros ámbitos. De este modo, sin un modelo trascendente que reconociese el valor inmutable que la persona tiene desde el momento de su concepción hasta la última hora de su muerte; es decir, intrínsecamente por ser imagen y creación de Dios ( y, por lo tanto, supeditados a su voluntad y no a nuestro libre albedrío) e independientemente de la cultura de cada época, la humanidad quedó expuesta a la sinrazón de sus cortos y limitados puntos de mira o, lo que es igual, a la ley del más fuerte y de la conveniencia del político de turno: parecido al Oeste Americano, aunque con más educación y menos tiros.

Puesto que anteriormente mencioné la publicidad y la propaganda, un eslogan propicio para este hombre cosificado de la posmodernidad podría rezar de este modo: Me vales en tanto seas útil a mis intereses. Luego, cuando ya te haya exprimido, si puedes, sálvate a ti mismo porque yo sólo estoy para mí. El hombre de la posmodernidad no podía caer más bajo, incluso los animales se agrupan y protegen para la supervivencia de su especie.

  1. JUEGOS Y TRAVESURAS: LA INOCENCIA

Ignorante a los cambios que se daban en mi entorno (debido a la edad, pero también por vivirlos en el día a día como llovizna que va calando sin prestarle gran atención), por esas fechas, andaba como suspendido en las nubes, en medio de una realidad creada a mí tamaño y semejanza, pensaba que todos eran como yo, bravos, pero sin maldad. Una vez que salía a la calle, después de siesta, buscaba a los vecinos para jugar en la plazoleta que me vio echar los primeros pasos. Se trataba de un espacio amplio y diáfano, en el cual confluían varias calles: un altozano que se elevaba por encima del resto del pueblo. Tal vez por esa misma prominencia del terreno (mimetizándome con el lugar donde jugaba y me relacionaba a diario) se me contagió un espíritu de prominencia, de estar por encima de las cosas y las personas; no como un sentimiento de superioridad, sino de perspectiva para detectar dónde estaba yo con respecto a los demás y al mundo, espíritu que se incrementó luego por mis estudios de filosofía.

La plazoleta estaba despejada de mobiliario urbano, por lo que allí se daban cita un buen número de chavales de calles aledañas para su solaz. En la mayoría de los juegos se ejercitaban todas y cada una de las extremidades de nuestro cuerpo, lo cual contribuía a que mantuviéramos a raya la obesidad y, con ello, las piernas listas para salir corriendo ante cualquier emergencia. Las principales por entonces eran dos: una de ellas, siempre que la pelota salía desviada de su trayectoria para ir a estrellarse contra las ventanas acristaladas del vecindario y la otra, cuando el proyectil lanzado era sustituido por una piedra y, en este caso, alcanzaba el propósito de su objetivo; la cabeza de algún colega.

No obstante, para mí la emergencia más acuciante estaba en mi camino hacia el colegio. Allí me encontraba, no pocas veces, con un rebaño de vacas que me impedían el paso ocupando todo el ancho de la calle. Lo malo del encuentro (o del desencuentro) no estaba en esperar que la vía quedase despejada mientras el vaquero las recogía en el establo, sino que entre ellas guardaban como una especie de consigna; ya que de entre todas, siempre había alguna que me miraba de reojo y con cara de muy mala leche, menos mal que el asunto nunca pasó a mayores.

En la calle, por cierto, pasábamos muchas horas porque no había tiempo que restar para dedicárselo a ordenadores y celulares; inventos que estaban ya en marcha pero que todavía no se habían popularizado. De aquellos juegos puedo citar ahora entre otros: la billarda, las canicas, la peonza, el aro, pico zorro zaina, marro, el látigo, las chapas, tirar a raya, la rayuela, la comba, los cromos, el escondite, el banderín, el fútbol, un dos tres pollito inglés, y los zancos. Este, último, consistía en unas plataformas hechas de latas de pinturas vacías, a las cuales sujetábamos unas cuerdas en la base, taladrada por con un clavo, para poder andar subidos en ellos y hacer competiciones de carreras. Luego llegaron los juegos de verano, estos ya productos de la tecnología del momento; entre ellos aparecieron el yoyo, el cubo mágico, los bolos, el hula hoop, la bola loca, el disco volador, la jabonera de hacer pompas y alguno más que no guarde en el baúl de los recuerdos para citar ahora.

Cuando encontraba a mis amigos en la plaza, me unía a ellos para explorar el mundo: unas veces el cercano y otras el que sobrepasaba los límites del pueblo. En el cercano, que quedaba circunscrito a mi plazoleta y calles aledañas, nos entregábamos, profusamente, a hacer experimentos con la pequeña fauna salvaje que emergía desde sus escondrijos a la superficie con la llegada de las suaves temperaturas de primavera. De los bichejos que proliferaban en el pueblo las lagartijas eran nuestras preferidas y, por eso mismo, las más hostigadas. A las muy infelices se las acribillaba a golpe de cinta elástica hasta que caían de la pared; después, para colmo de su desdicha, en ocasiones les amputábamos la extremidad inferior. Con esa edad nos fascinaba observar −como hecho singular− que la cola del animal siguiese dando latigazos, como autómata, tiempo después de que la misma quedase separada del resto de su cuerpo. Yo creo que de ahí debe venir la expresión: está vivo y coleando. Así como aquella otra de: “fuma como un murciélago”, por la costumbre que existía en los pueblos, entre niños y mozalbetes, de introducir un cigarro en la boca de dicho animal. Con aquel experimento de laboratorio improvisado en la calle, cuando el mamífero alado se tragaba el humo al respirar, los chavales dábamos por sentado que al vampiro le gustaba el tabaco. Otro bichejo que no me dejaba indiferente era la langosta africana, las hostigábamos a muerte porque venían precedidas de muy mala prensa, se decía de ellas que arrasaban los cultivos que encontraban a su paso; no obstante, por lo general, yo les daba una segunda oportunidad, aunque su semblante, también por lo general, era poco amigable.

En otras ocasiones la distracción consistía en tirar con cintas elásticas, además de a las lagartijas, a los panales que construían las avispas en la parte cóncava de las tejas sobresalientes de las casas. A ese bombardeo de cintas, algunas de las inquilinas del panal respondían, cual kamikaze, en afanosa persecución del enemigo hasta que lograban hacer diana con su aguijón en alguna parte corporal al aire libre del pequeño instigador. En lo de atrapar moscas llegué a ser especialista, a unas las cazaba al vuelo y otras en los cristales de las ventanas donde chocaban buscando una salida airosa. Cuando juntaba una buena cantidad de estos pequeños dípteros, los guardaba en un bote para alimentar a los gorriones que caían recién nacidos de sus nidos. Ocasionalmente les arrancaba las alas para verlas danzar, cual saltimbanquis ebrios, en el momento que decidían retomar el vuelo. Después de la danza las indultaba introduciéndolas en los agujeros por donde accedían las hormigas a su búnker. No obstante, a pesar de mi buena intención por dejarlas con vida, mi idea no daba buenos resultados: la convivencia con las hormigas no debía ser agradable para ellas, ya que al poco rato volvían a salir por la misma puerta que las había introducido, asomando sus ojos poliédricos irisados de colador, al peligro de las pisadas de los viandantes en la calle.

De los animales domésticos el que salía peor parado era el perro callejero por las gamberradas que hacían con él los mozalbetes, ¡Pobre animal…! como si no tuviese suficiente con deambular de acá para allá como oveja sin pastor. Los chicos mayores le ataban una cuerda por uno de los extremos a la cola del sabueso y, por el otro, unas latas vacías que, en contacto con el suelo, emitían un fuerte estruendo cuando soltaban al animal (invento que se copió luego en el parachoques trasero del coche nupcial para gastar una gamberrada a los novios en el día de la boda). En la citada perrería nunca tomé parte, para mí el perro era y sigue siendo, de entre todos los animales, mi preferido; creo que en ello tiene mucho que ver su mirada agradecida, su zalamería, su dependencia y su fidelidad. A los “pájaros” con alas, intentábamos cazarlos a golpe de tirachinas, unas veces en los árboles y otras cuando planeaban en el cielo: tarea ardua ésta última y de nulo rendimiento. A las gallinas había un colega que les metía el dedo en el recto para extraerles los huevos antes de que fuesen depositados por su propio peso en los ponederos. Los gatos y perros recién nacidos, cuando nadie quería hacerse cargo de ellos, para evitar la superpoblación y, por consiguiente, epidemias, como por entonces no existían refugios para animales, las personas mayores se encargaban de deshacerse de ellos con prácticas poco ortodoxas que nadie cuestionaba por entonces; algo normal teniendo en cuenta que los veterinarios escaseaban y se dedicaban a otros menesteres más urgentes para las necesidades de ese tiempo. También porque todo el mundo tenía muy claro el salto abismal -cualitativo- que había entre el hombre y los animales, no solo por observarlo, sobre terreno, en la experiencia cotidiana en la convivencia con ellos, sino por el mismo relato de la creación: mientras el hombre fue creado a imagen de Dios, el animal fe creado, para que el hombre ejerciese señorío sobre él.

Redundando en lo anterior, quiero matizar, que, aunque se cometiesen crueldades con los animales no es ni mucho menos comparable con la violencia que se ejerce ahora sobre el propio ser humano. Hay razones que avalan lo que acabo de expresar: una de ellas tiene que ver con la economía de subsistencia que regía en la mayoría de hogares; desde muy temprana edad estábamos familiarizados con el sacrificio de animales para el consumo doméstico que, por lo general, se criaban dentro de la misma vivienda. En ese contexto pude observar, en más de una ocasión, a mi madre degollar a las gallinas o a mi padre golpear en la nuca a los conejos como recursos comestibles para la manutención familiar. Estos animales, junto con el cerdo, constituían un aporte nutricional imprescindible en la dieta de aquellos años de escasez. Lo que más me impresionaba, de esas costumbres ancestrales, eran los chillidos del cerdo mientras duraba el ritual del sacrificio para la matanza. Paradojas de la vida, hay quien ha llegado a decir -y posiblemente sea cierto- que, durante muchos siglos en Europa, este animal salvó más vidas que la penicilina. A pesar de aquella familiaridad con la muerte, esas costumbres no se pueden comparar en modo alguno, como ya mencioné, con la violencia que en el presente se ejerce contra las personas: miles de secuestros, asesinatos, violaciones incluso a menores y, cada vez más casos también en pandillas entre los mismos menores de edad. En ocasiones nos extrañamos cuando estas noticias saltan a la prensa, los mismos periodistas, siendo ellos los que como investigadores deberían dar explicaciones -como bobos- nos dicen que no saben la causa. La causa es que hipócritamente ninguno de ellos quiere reconocer, que vivimos en una sociedad decadente que ha apostado por sacar a Dios de todos los ámbitos de la vida pública y social, y a cambio nos ofrece como sustituto una cultura de contravalores centrada en la industria del sexo, la violencia, la drogadicción y el juego, entre otros. La principal fuente de propagación, a saber, la industria del ocio con sus series y películas al alcance de cualquier joven y niño, sobre todo ahora por internet, y una educación prematura sexual en las escuelas, que más que información puede causar confusión sobre la propia identidad sexual del crio, y un incentivo para probar prematuramente, también, a cualquier costo por su inmadurez psicológica, aquello que les están mostrando y proponiendo. A mí me sucede que, perteneciendo a una cultura en apariencia más arcaica, soy incapaz de ver películas donde la sangre que corre por el suelo, y a raudales, no es precisamente la sangre de un animal sino la de una persona.

  1. LA HISTORIA Y EL TIEMPO JUEGA A MI FAVOR: EL ABORTO

Se me ha venido al pensamiento sacar a colación, en un punto y aparte, ─especialmente con motivo de la edad avanzada con la cual me mis padres procrearon─ un tema tan controvertido y sangrante como el aborto terapéutico. Que no sé por qué le habrán puesto lo de terapéutico, pues, sin sanar nada, todo lo empeora.

De este modo tengo que decir, pues, redundando en el apartado anterior que a pesar de que algunos practicas violentas que se ejercían con animales, ahora también, lo que pasa que no se hacen a la vista de todo el mundo; la mayoría de ellas para la alimentación humana y, por ende, para su supervivencia. No superan ni de lejos (por tratarse de seres humanos) a las prácticas abortivas del presente, donde el mismo seno materno se ha vuelto, contrariamente a lo que está diseñado, en cámara de tortura, descuartizamiento y muerte del nasciturus. Una práctica que, por otro lado, se convierte en punto final sin retorno, donde la criatura carece de juicio previo para defenderse, o de cualquier otro medio para escapar de la muerte como lo haría, incluso, un niño pequeño; es decir, no puede alegar a su favor, ni gritar para que lo auxilien; no puede echar a correr ni llamar a compasión a su verdugo con lágrimas. En definitiva, uno de los actos más crueles que puede cometer el ser humano por la indefensión de su víctima. Las estadísticas de abortos practicados en todo el mundo, son escalofriantes; estos son los datos que he recogido de la asociación Pro Vida-Miami en EEUU en la que se hace una comparativa entre el número de no nacidos exterminados en el vientre materno, y el número de fallecimientos por otras causas: 30.000 por suicidios, 580.000 por cáncer y 600.000 por enfermedades coronarias; frente a 1.500.000 prácticas abortivas tan solo en un año, en el 2014.

Las cifras que muestra otra estadística de años anteriores, es parecida a la expuesta anteriormente, según el CDC y el Instituto Guttmacher. Desde el año 1973 hasta 2008 (35 años), se habrían practicado unos 50 millones de abortos legales en Estados Unidos. Eso equivale a 1.428.571 abortos por año, o lo que es lo mismo 119.048 al mes, o 3968 por día, 165 por hora, tres por minuto. Cifras que superarían solo en Estados Unidos, si se contabilizaran todos los abortos desde su comienzo hasta fecha de hoy, a las muertes provocadas por las dos últimas guerras mundiales; y cifra que, por sí sola, la situaría entre uno de los países más poblados del mundo. Para concluir con una reflexión diré, que todos, sin excepción, hemos podido ser un número más en esas estadísticas; ya que como es sabido no hay persona que haya llegado a adulto sin haber transitado, antes, por ese estadio de la vida del ser humano.

A continuación, os dejo el enlace a tres videos que nos concientizan sobre este tema; sobre la dureza de corazón a la que ha llegado el hombre para no sentir compasión de sí mismo.

De alguna manera, las luces del presente, suelen ser el resultado de reconocer y enmendar los errores del pasado. El aborto y el infanticidio ya existieron antes de la era cristiana en otras civilizaciones: tanto en el periodo helenístico como el romano a los niños se les dejaba morir como expósitos en el campo o se los despeñaba como ofrenda a los dioses. Si el modernismo ha matado a Dios (Dios ha muerto diría Friedrich Nietzsche) ¡Como, luego, criatura tan imperfecta y limitada como el hombre, va a tener respeto por la obra de sus manos! La vida de las personas a perdido su valor intrínseco, porque desconocemos, al separarnos de Dios, con qué propósito nos creó; es decir, que somos, para qué estamos en la tierra y cuál es, por consiguiente, nuestra meta y destino. De cualquier modo, Dios tiene la última palabra, la verdad siempre se abrirá camino en medio de las tinieblas por mucho que espantemos nuestros demonios, es lo que pasó cuando se terminó con la legalidad de la esclavitud y el apartheid. Un buen ejemplo de que ya estamos al final del túnel y, por tanto, de que triunfará la verdad, se está dando en muchas mujeres que, arrepentidas, nos dan a conocer sus experiencias vividas antes, durante y después del aborto. Uno de los más importantes es el de Patricia Sandoval, una chica que trabajó en una clínica abortiva y que ella misma, a su vez, se sometió hasta en dos ocasiones al aborto terapéutico. El relato de su vida está recogido en el siguiente enlace:

http://www.youtube.com/watch?v=laAWIx0P6b8

Semejante al testimonio de Patricia Sandoval, existe el de otra madre que habla de las secuelas psíquicas que dejó en su vida el aborto terapéutico: Sonia Batista cuenta, con todo lujo de detalles y sin avergonzarse, que después de recurrir al aborto para deshacerse de su hijo, perdió el gusto por la vida y la capacidad de amar. También es significativo los casos que se han destapado del negocio que hacen clínicas abortivas con las partes troceadas del feto. Y como, por otro lado, cada vez son más los médicos, no solo los creyentes, que se declaran objetores de conciencia para prestarse a tamaña barbarie, certificando que el aborto es un atentado contra la vida humana; es decir, contra un ser totalmente diferenciado genéticamente de la madre, con una realidad específica propia, individual y única. El mismo doctor Bernard Nathanson confesó públicamente, después de haber practicado 75.000 abortos y tras escuchar el latido de un corazón en el vientre materno, que «el aborto debe verse como la interrupción de un proceso que de otro modo habría producido un ciudadano del mundo. Negar esta realidad, continuaba afirmando, es el más craso tipo de evasión moral». Poco tiempo después de hacer esta declaración y ser consciente de que estuvo por muchos años equivocado, el doctor Bernard pasó a formar parte activamente de movimientos provida. La verdad es sólo una, aunque le volvamos la espalda o intentemos silenciarla para que ésta no reprenda nuestra conciencia ─por veraz─ y quedemos desnudos y desarmados ante ella.

En demasiadas ocasiones la presión del entorno, por la cultura de moda (que en la actualidad reduce el concepto de felicidad a tener tiempo libre, a alcanzar unas metas personales y al disfrute de los sentidos), y la Ignorancia sobre la gravedad de ciertos actos, es lo que nos impulsa a optar por la muerte, antes que por aportar por el primer derecho de todo ser humano, el derecho a la vida; derecho sin el cual todos los demás quedan conculcados porque ningún muerto pueda reclamar derechos de los que ya no podrá gozar. Jesús, como Dios que es, conoce muy bien el velo o los velos que cubren nuestro entendimiento cuando nos alejamos de la Verdad (que es Él mismo). Así nos lo mostró minutos antes de expirar en la cruz, con estas palabras: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lucas 23, 34). Él también corrió la misma suerte de los que son inocentes, aunque ya fuera del vientre de su madre.

Conclusión: Las personas deseamos quitarnos estorbos de en medio para ser felices, sin embargo, es una desdicha que descubramos demasiado tarde, que el principal y único estorbo para la felicidad está dentro de uno mismo, en nuestra mente y en nuestro corazón. Hay quien no llega a descubrirlo nunca, y es por ello que, a cada paso que da, va encontrando enemigos y contrariedades por todas partes

  1. ¿SE PUEDE PREVENIR EL ACOSO?

Después de este paréntesis y volviendo sobre los datos autobiográficos, empezaré reconociendo que en los juegos no era muy habilidoso, de modo especial en los que había que emplear las manos, supongo que se debía a que para ciertas actividades era zurdo, a lo que tendría que añadir mi escaso poder de concentración: me temo que vendría a ser lo que ahora se denomina como niño hiperactivo, aunque en un menor grado. Me gustaba el deporte en general y nunca fui reacio para practicar cualquiera de las modalidades que por entonces estuviesen a mi alcance. Además del deporte, sentía inclinación por las artes; entre ellas, la música, el canto, la narrativa, el teatro y el circo. En definitiva, un espíritu inquieto con ansia de conocerlo todo y, por lo mismo, incapaz de especializarme en algo concreto.

Unos de mis juegos preferidos era el escondite, conocido de sobra por mis coetáneos; cuando no había sitios suficientes donde esconderse y en un mismo lugar coincidíamos dos críos, no tenía la misma sensación y el mismo pálpito tratándose de una niña o de un niño. Si coincidía con una niña que me atrajese, mi corazón se aceleraba y, seguidamente, quedaba asaltado por clamores interiores que no podía retener; clamores que escapaban al exterior envolviendo la atmósfera del lugar con un halo de misterio, de belleza y de complicidad inefable. El día que se daba dicha situación en el juego, permanecía en silencio observado a mi musa sin traspasar la raya: en cualquier caso, por aquel entonces desconocía que existiesen rayas que, una vez cruzadas, te pudiesen complicar la vida.

De este modo, en la experiencia de lo inmediato, me iba adentrando en un mundo fascinante que no tardó demasiado tiempo en trocarse para mí. Virgen era yo por aquellas fechas y virgen mi inocencia, la cual fue siendo mancillada, a lo largo de los años, por personas de lengua fácil y corazón estrecho que me tildaban de mariquita en unas ocasiones y, en otras, por una retahíla de vocablos de igual significación, pero más punzantes aún. A esas agresiones yo respondía con otros insultos, no menos contundentes, como arma de defensa ante los que venían a provocarme. Las humillaciones me llegaban principalmente por parte de críos de mi edad, de adolescentes y mancebos; aunque ocasionalmente venían también de personas adultas. La sinrazón y la maledicencia es un veneno que el maligno inocula en el alma humana, a todas las edades, para impedir que el hombre pueda alcanzar su armonía, su felicidad y su destino; es decir, a Dios. Aquellos improperios hacían que me sintiese muy dolido, especialmente porque mi personalidad no coincidía, en nada, con lo que culturalmente se entendía por marica por aquellas fechas: chico débil, de carácter afeminado, al que le gustan las cosas de las niñas y se siente atraído sexualmente por los de su mismo sexo.

De cualquier manera, de poco servía que me revolviese e incluso me batiera en “duelo” con los vecinos en un intento de demostrar que estaban equivocados, ya que estos, impertérritamente siguiendo sus impulsos, no cedían en los ataques. El hombre es cruel, especialmente el niño que, en dicha etapa de la vida está aprendiendo a socializarse y no conoce el sufrimiento ajeno: entre otros motivos, porque no ha tenido tiempo de experimentarlo en propia carne. El leitmotiv que les empujaba; a saber, hacerme encolerizar para su diversión. Más, aún, en tanto en cuanto observaban que mi reacción era siempre a la defensiva.

Por lo comentado anteriormente, parece que doy a entender que exculpo a aquellos chavales que me agredieron sin motivo por muchos años; y así es, lo cual no quiere decir que, con ello, justifique su comportamiento. Me explico: todos sabemos que las acciones que perpetramos, conscientemente, para provocar una reacción violenta o airada en el prójimo, sin causa justificada, es un acto que nos acusa, a nosotros mismos, de que estamos obrando mal. Por eso, aunque no conociesen todo el dolor que sentía en mi interior ante aquellas acusaciones falsas y las huellas que estas dejarían posteriormente en mi alma, sí que se daban cuenta, por mi reacción airada, del malestar que me causaban; especialmente cuando me aislaban arremetiendo todos a una contra mí.

Dentro de lo mal que lo pasé durante mi infancia y juventud, pienso que los chavales que son sometidos a acoso (por el motivo que sea) en la actualidad, lo tienen aún más difícil que aquellos que lo sufrimos en décadas anteriores. Esto tiene una explicación sencilla, en el momento actual, debido a las redes sociales, estos niños siguen siendo hostigados dentro de sus mismas viviendas sin que puedan encontrar un refugio, un resquicio de paz, durante todo el día. El acoso se ha convertido, de este modo, en una lacra social gravísima para la que urge, ahora más que nunca, adoptar medidas contundentes de protección y prevención por parte de las autoridades, de los padres y de los educadores.

El modo de parar esta sangría de personas rotas, desde su más tierna infancia, a causa del acoso, es educar a la sociedad, en primer lugar, en valores cívicos y morales (tarea ardua frente a los medios de comunicación y a las nuevas tecnologías, que nos bombardean continuamente con violencia verbal, física y sexual, sin ningún tipo de pudor y escrúpulos); y, en segundo lugar, dotando de medios preventivos a los adultos para que puedan detectar a tiempo por el comportamiento de adolescentes y niños si estos están siendo víctimas de acoso o abusos.

Entre dichos comportamientos, se pueden dar los siguiente: cuando el chico se encierre en sí mismo alejándose del resto de compañeros, especialmente si se muestra temeroso, apático y triste, sin causa aparente que lo justifique, a cualquier hora del día; también si padece de insomnio, tiene miedo al contacto físico, ha perdido el apetito, es incapaz de sostener la mirada o padece de incontinencia urinaria si no hay causa física que lo justifique. Muy a tener en cuenta, por otro lado, si pronuncia palabras de despedida o se desprende de casi todos sus bienes, especialmente los más preciados, ya que son señales de que podría estar pensando en el suicidio.

Los abusos sexuales, en cambio, u otro tipo de proposiciones deshonestas de un adulto hacia un niño (aunque también podría tratarse de hurtos), vendrían acompañados por la utilización de ropa de marca y tecnología de última generación que los padres no le han comprado o que ellos mismos, por su poder adquisitivo, no pueden obtener. Así mismo habría que averiguar la causa de salidas injustificadas de casa sin la compañía de amigos.

Tenemos que ser conscientes de que el acoso o el abuso de poder, no es un asunto baladí, no pocos niños y adolescentes se han quitado la vida para terminar con el sufrimiento que conlleva el bullying. No quiere decir, por lo comentado, que siempre tenga que coincidir uno o varios de estos comportamientos con bullying o con abuso sexual; sin embargo, cuando se repiten en el tiempo, es mejor intervenir para no tener que lamentar tiempo después, entre otros males, un deterioro psíquico de difícil retorno, un cambio de personalidad o, incluso, como ya comenté, el suicidio.

Quiero añadir, por otro lado, que, ante comportamientos con algunas de estas características, los padres y los profesores han de ser extremadamente cautos dando un margen de confianza al niño para que exprese sus temores sin que se sienta, al mismo tiempo, presionado. Buena parte del éxito, para que el crío o el adolescente acosado confiese, consistirá en hacerle entender que el mañana será siempre mucho mejor. Y ello porque tú, padre o madre, profesor o psicólogo, pastor o sacerdote, le muestres tu apoyo incondicional con salidas claras y factibles. Así, pues, no es suficiente con hacer una mera declaración de intenciones donde la víctima intuya que se le quiera quitar hierro a su problema para consolarlo momentáneamente.

En cuanto a mí, más allá de aquellas arremetidas continuas de amigos o vecinos en la calle, hacía una vida normal como cualquier otro chaval; me sentía fuerte y no permitía que mis verdugos me amedrentasen. Así sucedía que, cuando encontraba a los chicos del barrio momentos después focalizados en los juegos más que en mi persona, volvía a juntarme con ellos para participar de sus actividades.

Aparte de esta situación de acoso que se volvía insoportable por su dilatación en el tiempo a través de los años y sin atisbo de que finalizase, otras muchas cosas sucedían a mi alrededor. Rememorando alguna, diré que, a temprana edad, con cinco o seis años, los padres nos dejaban ir solos al cole: por entonces las calles no representaba un lugar de peligro para la sociedad en general y, en particular, para los más pequeños. Esa percepción que se daba en el ambiente de seguridad, de estar a salvos, nos hacía vivir a todos más confiados, y de ahí se derivaba que los padres no estuviesen preocupados con raptores de niños, camellos (la droga apenas si se conocía), pederastas o atropellos de vehículos. Otra situación curiosa que se daba por la década de los sesenta y setenta, al menos en los pueblos, tenía que ver con el hecho de que el futuro no se preveía con tanta antelación y se dejaba, por lo general, a merced de su propio albur. Por este modo de concebir la vida, como si esta llevase consigo su propio desenvolvimiento o fatalismo, muy pocos padres se interesasen por las notas académicas de sus hijos y mucho menos por programar unas horas para el estudio. Esa despreocupación de los padres se suplía, si es que el niño sentía curiosidad por aprender; en el mejor de los casos, con inteligencia y, en el peor, a base de amor propio para no ser el último de la clase. Por lo comentado se infiere que la escuela principal, durante la infancia y juventud, estuviese en la calle y en la familia; en la observación atenta a las pautas de conductas que los adultos mostraban en su vida cotidiana.

  1. LA SOCIALIZACIÓN

La calle, los juegos, la vida familiar y las costumbres eran, por tanto, el mejor maestro del reducido universo del pueblo. Con los juegos entrabas en relación con tus límites físicos y habilidades; algunos de estos, los menos, rondaban el sadismo porque en ellos se utilizaba el cinturón o una correa para castigar al que perdía la partida. En las tareas del hogar, en las agrícolas u en otros oficios, ayudábamos a nuestros padres cuando necesitaban mano de obra poco especializada; sobre todo durante las cosechas. La familia, los animales domésticos y los de labranza, convivían todos en la misma casa, cada uno ocupando su propio espacio y rol, con vínculos sanos (se tenía una percepción clara del salto cualitativo, que había entre personas y animales en la cadena biológica). Por otro lado, los padres nos introducían, sin que fuesen plenamente conscientes de ello, en los ritos iniciáticos y las costumbres de los adultos. De modo especial en la socialización e identificación con las personas del mismo sexo.

Así fue como descubrí, acompañando a mi padre a la taberna, los temas de conversación que mantenían los varones entre sí y los acontecimientos que más les preocupaban. Allí me dieron a degustar el primer trago de vino que, encontrándolo agrio como el vinagre, aborrecí para siempre hasta que probé un vino tinto de menor acidez ya de mayor. También en la tasca pude ver que algunos de los señores allí presentes ahogaban sus penas, no pocas por entonces, cantando flamenco en un arranque racial con gran maestría: normalmente se trataba de Cante Jondo, el cual les salía a su vez de sus más “jondos” sentimientos. Los temas de conversación versaban especialmente sobre las predicciones meteorológicas: predicciones muy fallidas puesto que por entonces no existían satélites artificiales. Otros temas que traían a colación en sus tertulias tenían que ver con los toros, el fútbol, las tareas agrícolas, las penurias pasadas y sobre algún programa televisivo de preguntas y respuestas. De religión se hablaba poco y de sexo pasaba tres cuartos de lo mismo, por entonces existía la percepción de que ambos temas entraban dentro de un territorio sagrado e íntimo. La política, igualmente, ni se tocaba, no sólo porque estuviese más o menos prohibido hablar de ella, sino porque había poco interés por el tema. Así que era inusual escuchar comentarios de política, en cambio sí los suficientes sobre la guerra civil y sus secuelas. Como la economía era predominantemente agrícola, de poco o nada servía lo que dijese el alcalde, Franco o el mismísimo Conde de Romanones desde su tumba, si la climatología no ayudaba por su parte para que se diese una buena cosecha. El asunto consistía más bien, ya que las subvenciones estaban aún por inventar y los seguros agrarios eran desconocidos o inexistentes, en mirar al cielo e implorar el auxilio de lo alto; unas veces para que lloviese y otras para que escampase según la conveniencia del momento.

Acompañado de mi padre iba también al barbero que, a su vez, hacía de peluquero y con anterioridad, según me han contado, de sacamuelas. En la década de los sesenta los sillones hidráulicos no habían llegado al pueblo, por lo cual me subían en una pilastra hecha de periódicos atados entre sí, que descansaba sobre el mismo asiento destinado a los adultos. Hacia la cúspide de los diarios, preparados al uso, me encaramaba el peluquero para acomodarme a la altura de sus manos; las cuales, por cierto, no se desenvolvían con mucha pericia: tan es así, que mi flequillo quedaba, después que el maestro diese por concluida su faena, con más desnivel que la subida o la bajada del Tourmalet dependiendo del ángulo que se le mirase.

Recuerdo que el pobre hombre, que en paz esté, tenía mal carácter; siempre estaba malhumorado. En un principio pensé que su mal humor se debía a la agitación que nos entraba en el cuerpo, de pequeños, por el sonido rasgado de las tijeras al movimiento de sus manos. Sin embargo, no fue ese el caso, porque yo iba creciendo y tranquilizándome, mientras el flequillo seguía el precipicio de costumbre y el barbero refunfuñando por su lado, también como de costumbre. No solamente el flequillo fue uno de los contratiempos de su pírrica destreza, sino que este iba acompañado, por lo general, de un corte en la nuca por debajo de la oreja. Así ponía su broche de oro, para rematar la faena, aquel maestro del corte y la simetría. No obstante, a pesar de la marca personal que dejaba por unos días en sus clientes, nunca lo vi sonreír por ello, ni tan siquiera por dentro.

Mi padre por su parte, aunque me llevaba al presunto peluquero, a él nunca le vi ponerse al alcance de sus tijeras; aunque sí, bajo las de mi madre que no le daba miedo usar las suyas tanto para un roto como para un descosido. ¡Y del afeitado de mi padre para que contar! para él, era todo un ritual que no desmerecía en nada al de los japoneses con el té. Lo intentaré describir pormenorizadamente: primero templaba el agua en una pequeña jofaina al sol. Después sacaba la cuchilla de afeitar para introducirla en la maquinilla revisando, antes, que estuviese lo suficientemente afilada; de no ser así, el mismo, la restregaba contra una piedra dispuesta al uso para afilarla. Luego sujeta la hoja a la maquinilla por un tornillo que apretaba con los dedos. El ritual continuaba, restregando la brocha mojada con parsimonia sobre la pastilla de jabón para extraer de ella abundante espuma. Una vez que terminaba con todos los preparativos, untaba su cara con la espuma asegurándose que ningún flanco de su rostro quedase al descubierto. Para rematar la faena rasuraba su barba, en un sin fin de pases, estirando todo lo que podía los pliegues de su cara que, por cierto, no eran pocos debido a su avanzada edad y a su delgadez quijotesca.

En aquella tesitura, entre pase y pase de maquinilla, yo le observaba atentamente imitando las muecas que hacía al empujar su lengua contra el carrillo de la cara para no dejar atrás ni un solo pelo que se declarase en rebeldía. Si me sorprendía de aquella guisa, mi padre se daba por no enterado, aunque, de cuando en cuando, me devolvía la mirada por el rabillo del ojo, hinchiendo los pulmones, orgulloso de verme a su lado.

Con mi madre eran otros menesteres muy diferentes, me llevaba con ella a visitar a las vecinas, amigas y familiares. Alguna vez que otra, también, a la compra, al cementerio o al huerto de las lavanderas; lugar este último donde mi mamá hacía la colada de rodillas, junto a una pila ubicada a ras del suelo y asignada, entre otras muchas del lugar, especialmente para ella.

El cementerio, envuelto en su halo de misterio y leyendas, despertaba mi interés de modo particular. Ahora no dudo que sirvió para familiarizarme con la muerte y el sentido finito de la vida. La visita a los cadáveres de los fallecidos, o en su defecto a sus gusanos, me seducía algo más que ir al huerto. En el huerto, una vez que inspeccionaba el recorrido que hacían los regatos que conducían el agua hacia los diferentes fregaderos y el surco que dejaban en tierra tras su posterior desagüe, no me quedaba otra tarea por hacer que la de esperar a que mi mamá terminase su colada. Una vez concluida la misma, me llamaba para que le fuese pasando las pinzas con las que sujetaba la ropa a los cordeles para tenderla al sol o, en su defecto, al viento que más soplase aquel día. Algunas señoras, cuando me veían sentado en el suelo, aburrido, me llamaban para hacerme preguntas, ahora no recuerdo cuáles; supongo que no serían muy importantes cuando no me vienen a la memoria.

La visita a sus amigas o familiares, eran aún más tediosas; allí me sentaba en una silla de la cual no me bajaba por lo general, hasta que mi madre daba por concluida la visita de obligado cumplimiento. Este era el mayor pasatiempo de las mujeres de aquella época, visitar parientes, enfermos o vecinos. Por cierto, ahora que recuerdo, yo las veía muy entretenidas y embutidas en sus conversaciones: la mayoría de las veces hasta con cara de satisfacción, supongo que por esto mismo las visitas se prolongaban durante horas interminables.
Como la educación era muy estricta en aquellas fechas y, por menos que cantase un gallo te llevabas un soplamocos, sólo me atrevía a decir a mi madre -por lo bajinis- cuando había acabado con casi todas las moscas que venían a succionar el néctar de mis venas: − ¿nos vamos ya? interrogante que volvía a repetir, una y mil veces, hasta que lograba terminar con su paciencia y levantándose del asiento se despedía del resto de tertulias.

De todas esas visitas, la única que me agradaba era la que hacía a mi abuela (que en paz descanse) por la confianza que me ofrecía y por la paciencia que derrochaba conmigo; allí me sentía como pez en el agua, podía moverme con toda libertad. ¡La pobre…! no había pasado aún al otro mundo cuando parecía que estaba ya metida en él. Su aspecto era enjuto como papel de fumar; su piel arrugada como uva pasa; y su tez, pálida y quebradiza, como de muñeca de porcelana. Se movía lentamente por los pasillos como si no desease molestar a las mismas ánimas del purgatorio; que de hacerlo hubieran parecido más reales que ella misma. Es más, creo que de no ser por el leve ruido que hacían sus alpargatas al roce con el suelo, habría ido de un extremo al otro de la casa, como brisa suave, sin ser delatada por los ratoncillos que en ocasiones se colaban en la despensa; a los cuales, por cierto, tenía casi desquiciados por los muchos años que llevaba sin salir de casa dando vueltas entre las mismas baldosas. Mi abuela, raro en una mujer, era de poco hablar, tal vez lo hacía para no pecar, los místicos hubiesen hecho buenas migas con ella… Se alimentaba con poco más de cuatro galletas, una sopa caliente, si la había, y alguna tableta de chocolate que guardaba bajo llave, como un tesoro, en el arcón de su cuarto. A pesar de su apariencia espectral, tenía buen humor y cuando llegaba su hermano a casa, para hacerle la visita de rigor, yo los persuadía para que me entonasen las canciones de su juventud. A esa demanda de mi parte, ellos accedían de buena gana sin poner demasiada resistencia, solamente la precisa para guardar las apariencias. En el momento que empezaban su cantinela, mi abuela dejaba asomar los dos únicos dientes que le restaban en la encía superior: ambos incisivos, hermanados en el centro de su dentadura superior, me provocaban de inmediato la carcajada. Me evocaban la dentadura de bus-buni, aunque en este caso sin la zanahoria de rigor que acompañaba siempre al intrépido y descarado conejito. No obstante, mi abuela a pesar de mis risas, sin perder la compostura, seguía cantando con su hermano en un alarde de maestría y pundonor.

Cuando me visitaba el tedio y me entraban ganas de subirme por las paredes, mi abuela me distraía haciendo unas vistosas pajaritas de papel. Recuerdo que tenía buena mano, nunca mejor dicho, para la papiroflexia. Una vez que agotaba todos sus recursos para entretenerme, nos decía a mi hermana la pequeña y a mí en su castellano viejo, poco más viejo que ella que nació en 1884, dir-vos ya pa-casa, u otra lindeza no menos enjundiosa y con la misma terminación, correivos con vuestros padres que es tarde.

Lo de visitar el cementerio se convertía, como dije, en la experiencia más excitante. En ese lugar al que quien más quien menos, desea llegar lo más tarde posible, descubrí tristemente caras pálidas de niños en sus portarretratos. Con alguno, incluso, había compartido juegos y aula. Allí, también, observé apellidos nuevos que hasta entonces desconocía. Todo lo observaba con detalle y por eso no pasó inadvertido para mí, igualmente, la edad de nacimiento y defunción de los finados que, por lo general, no rebasaba de media los sesenta y pocos. Ahora que soy yo el que hace la visita de rigor para guardar la memoria de los míos, observo que la esperanza de vida se sitúa entre los ochenta y los noventa.

Por la celebración de la fiesta de los difuntos, mi mamá procuraba cumplir las obligaciones con sus antepasados e iba a rezar al cementerio, como la gran mayoría de paisanos, por las almas de sus difuntos. Una vez que terminaba de mascullar sus rezos procedía a la limpieza de los nichos, tarea a la que yo me prestaba para ayudar en lo que podía. Cuando se distraía hablando con algún conocido, aprovechaba la ocasión para subir al osario, al que accedía por una escalera de adobe que había adosada a la pared. Una vez arriba, desde lo alto, contemplaba, absorto, una multitud desparramada de huesos sin orden en su interior. Por acá y acullá aparecían cráneos de niños y de adultos separados del resto de su osamenta; podían verse, apiñados, pies con omoplatos; así como costillas que abrazaban en su interior un fémur o cualquier otro hueso desparramado. Algunos esqueletos estaban casi íntegros y su calavera conservaba, aún, una buena mata de pelo: un espectáculo, por decirlo de algún modo, casi dantesco.

Contemplando aquel cementerio de huesos, desde la meseta de la escalera, mi mente echaba a rodar pensando en la clase de vida que habrían llevado esa pobre gente. Hasta que llegué a la conclusión de que pudo de ser muy desgraciada para que estuviesen allí, en un osario a la intemperie, sin una sepultura digna e ignorados por sus parientes. Sobre todo, sin tener a nadie que rezase un padrenuestro por ellos para elevar sus almas a la presencia de Dios en el cielo. En esa posición de oteador de esqueletos, desde la tapia del osario, más de una vez sentí estupor pensando que llegara alguien por detrás y me empujase hacía el fondo del agujero. Esa idea de ir a parar con mis huesos en los suyos cadavéricos, me daba un repelús de rechinar de dientes que me hacía mirar hacia atrás, de cuando en cuando, por si las moscas. Por suerte nunca sucedió, no había colas para asomarse al osario, nunca coincidí con nadie que metiese allí sus narices como yo lo hacía cada vez que iba al camposanto. Mejor así porque de haber caído dentro, no hubiese podido quitarme el susto de encima nunca: Bueno ¡quién sabe…! tal vez en la eternidad, una vez que aquellos huesos me hubiesen mostrado su verdadero rostro. Gracias que no sucedió nunca, porque una cosa era observar los cadáveres desde el desembarco de la escalera y otra, bien diferente, hubiese sido tener un cráneo con su mechón de pelo bajo mis manos. Aun así, cada vez que iba al cementerio, no podía resistir la tentación de asomarme al calavernario.

Esta socialización de la mano de nuestros padres que hacía que tropezásemos, sin apenas darnos cuenta, con la transitoriedad de la vida, no se remitía exclusivamente a las visitas al cementerio el día de los difuntos, sino que se extendía a otras costumbres. Así pasaba, por lo general, en el momento que algún familiar, entrado en años, se le ponía cara de difunto después de días o meses peleando con la muerte. No se avisaba al médico, sino que, por el contrario, se hacía guardia junto al candidato al más allá, hasta que por fin el segador de la vida le vencía en el combate. De este modo, estando junto al moribundo, además de acompañarlo en su soledad y en su tránsito al más allá, a los familiares nos daba tiempo a vestirlo (esa era la costumbre por entonces), antes de que quedase tieso como palo. Yo velé a dos moribundos en compañía de mi madre, uno de ellos me dio la impresión de que en lugar de despedirse para siempre −con lo triste que suelen ser las despedidas− se marchara de fiesta: su rostro no acusaba el más mínimo dolor y minutos antes de convertirse en extinto, no paraba de acicalar su calvicie, pasando de ahí a acomodar sus partes púdicas; supongo que (aunque una amiga me dice que no hay que suponer nunca nada, y dice bien…) a consecuencia de actos reflejos, ya que la conciencia la había perdido días antes. Sea como fuere, la muerte nunca cogía a nadie por sorpresa como ahora ¡bueno…! a casi nadie.

  1. LA LLEGADA DE LA CAJA MÁGICA: UN GURÚ NO CUESTIONADO

Un acontecimiento histórico en la década de los sesenta fue, como ya cité, la llegada de la televisión al mundo rural; aquello era parecido al cine, aunque con la diferencia de que esta duraba muchas más horas y no había que pagar por ver su programación. En mi casa se introdujo años después a comienzo de los setenta. Hasta ese momento nos conformábamos con verla desde la calle, a través de los cristales de la ventana de una vecina. Otros lugares donde podía ver televisión eran en compañía de mi padre cuando me llevaba a la taberna y, alguna vez que otra, en casa de una pariente de mi madre si se transmitía algún acontecimiento relevante: por aquellas fechas lo más importante que sucedía en España eran las corridas de toros, el desfile nacional en el día de la hispanidad, el festival de Eurovisión, algún que otro partido de fútbol y el programa musical Galas del sábado. Mi evocación más recurrente se detiene en imágenes en blanco y negro con la llegada del hombre a luna, por mi exigua sesera de entonces aquel acontecimiento me sorprendió a más no poder, no tanto por el hecho de que el hombre pisara la superficie lunar por primera vez, sino por lo llamativo de sus escafandras y el levitar de los astronautas al andar sobre la superficie del satélite terrestre. Este acontecimiento de especial trascendencia para la humanidad, que en el presente ponen en duda algunas mentes, como otras lo hacen con el holocausto nazi, lo observé a la edad de ocho años apretujado con otros chiquillos del barrio, en cuclillas, desde la ventana de mi vecina.

A la taberna no solamente iba de la mano de mi padre, sino que en algunas ocasiones me escapaba de casa en el tiempo de la siesta para ver seriales, que retrasmitían a esa hora, con los hijos del tabernero. De este modo puede seguir, casi al completo, todos los episodios de la serie Bonanza. Tiempo después, cuando se introdujo en mi casa el susodicho receptor, amplié el número de series y dibujos con títulos como, Perdidos en el Espacio, el Súper Agente 86, Fantasías Animadas de Ayer y de Hoy, los Autos Locos, scooby doo, el Detective Conan o la Casa de la Pradera, entre otros. Los autos locos los recuerdo cuasi en color y en tres dimensiones, era como si saltase de la silla de mi casa a las gradas del circuito de los autos; no perdía ojo con los enredos y artimañas que los protagonistas se traían entre manos para estorbar a sus rivales y desbancarlos de la carrera o del pódium.

La entronización de la televisión, la caja hipnotizadora o mágica, como yo la denomino, supuso uno de los acontecimientos que más rápidamente cambió la mentalidad de las personas en siglos en nuestro país. A través de la misma se impusieron, casi, homogéneamente en todo el territorio español los valores o contravalores, dependiendo del criterio de cada cual, de los que dominaban el capital y los medios de producción de entonces, principalmente el audiovisual. Ahora somos nosotros, en cambio, los que influenciamos en las costumbres e idiosincrasia de otros pueblos, devolviendo el regalito que nos hizo el Tío Sam, a partir de la segunda mitad del siglo XX, con películas y programas de producción EE.UU. De ese modo, la ayuda que el gobierno americano ofreció a Franco, para reconstruir España, se saldó a precio muy elevado con la colonización cultural; que es, a la postre, la más poderosa de todas las conquistas cf. https://es.wikipedia.org/wiki/Pactos_de_Madrid_de_1953

Anteriormente a la llegada de esta caja de pandora, cada ciudadano ocupaba un sitio bien definido en la sociedad; aceptando de buen grado el papel que le había tocado desempeñar en la misma. En la aceptación del rol y la tarea de cada cual, nadie se hacía posteriormente grandes problemas sobre la función que había venido a desempeñar en la vida: se daba casi por sentado que el mismo correspondía poco menos que a un destino ya marcado de antemano. Por otra parte, en el aprendizaje de las tareas y la socialización, estaban bien definidos los límites, que en ningún caso se debían transgredir para una convivencia armoniosa y sin sobresaltos en el hogar familiar, entre los compañeros de trabajo y la vecindad. Esto no quiere decir que en ocasiones surgieran algunas desavenencias.

Pero hete aquí por donde, que, sin apenas darnos cuenta, se coló de rondón en nuestras casas el invento audiovisual del siglo, el cual vino a ocupar el sitio que, anteriormente, habían tenido todos los consejeros y maestros del camino de vida que en el mundo habían sido. De esta manera, el ingenio cristalizó en lo que vendría a ser el tirano más aplaudido de la historia de la humanidad. Así sucedió porque, a partir de entonces, todo lo que se nos mostraba desde esa ventana mágica era lo que iba a misa, y no como antes de su llegada, que su lugar lo habían ocupado las personas mayores, especialmente los abuelos y los padres, a los que seguían en diferente orden el maestro, el cura o la autoridad correspondiente. Por otro lado, los ricos dejaron de ser los más envidiados del pueblo –que estaban ahí desde siempre como las campanas en la torre– para ser sustituidos por aquel vecino que conseguía hacerse con la mayor cantidad de productos anunciados por la ya citada caja de pandora.

Antes de que la televisión invadiese nuestros hogares, con sus dotes persuasivas, para que no parasemos de comprar lo que nos ofrecía, todos los bienes de consumo eran reciclables y eso que aún no poseíamos contenedores de basura para el caso. Así, las servilletas y los pañuelos eran de tela; al aceite usado se le daba una segunda oportunidad para reconvertirlo en jabón; los remiendos que nuestras madres hacían en la ropa, prolongaban su vida útil más que los médicos a los dictadores en sus últimos años de vida; nuestras deposiciones fisiológicas se reutilizaban posteriormente como estiércol (compost le llaman ahora creo); las bolsas de hacer la compra eran de tela en las que se conservaba, por cierto, mejor el pan de un día para otro; los muebles duraban de por vida en las casas, pues para eso estaban los carpinteros. Los zapatos más de lo mismo; de igual modo sucedía con todo lo demás que, antes de tirarse, se arreglaba.

Por lo ya comentado, este superdotado ingenio llamado televisión fue cambiando -sin discutir ni pelearse con nadie- los valores autóctonos y tradicionales, para seducirnos con tres principios básicos o contravalores que darían lugar a que todo hombre, como diría Hobbes «acabe siendo un lobo para el hombre». A estos tres dogmas del mundo actual que quedan a la vista del más obtuso de los mortales, se le podría añadir uno más en los últimos tiempos; el asalto al poder por el poder. El resto no podrían ser otros que el culto al dinero, el relativismo moral y el hedonismo sin límites como filosofía de vida. A través de estos tres pilares implantados por el poder mediático, de raíces filosóficas, pero que le vinieron como anillo al dedo a los poderes económicos; quedaron enterrados para siempre los valores sobre los que se había asentado la sociedad durante siglos; a saber, la familia, la autoridad, la tradición, la moral, el honor, la patria, el sacrificio en el logro de metas, la palabra empeñada y el respeto hacia las personas mayores. Pilar este último, no sólo de la cultura occidental, sino de todas las culturas que en el mundo han sido, y que aún sigue en vigencia en algunos lugares del planeta; cada vez menos, por cierto.

Como casi todo en la vida tiene su cara y su cruz, aunque en la balanza pese más la cruz que la cara, el artilugio audiovisual del siglo XX nos dio, a cambio, la posibilidad de acceder al ocio sin necesidad de movernos de casa; por otro lado, la información de lo que sucedía en el otro extremo del mundo nos llegaba, ahora, en el mismo instante que se producían los acontecimientos; y, por último, nos hizo tomar conciencia de que fuera del mundo rural había otro que resultaba muy atractivo: un mundo que, a la postre, terminaría por convertirse en una jaula de hormigón para el trabajador de clase media.

Del mismo modo, a causa de la publicidad, muchos remedios caseros pasaron a mejor vida para ser sustituidos por medicamentos que nunca habíamos echado en falta. Las grandes farmacéuticas comenzaron a mostrarnos a través de la pantalla fórmulas milagrosas, que no solamente quitaban el dolor, sino que prometían la alegría para todo el mundo: hasta para aquellos que hasta entonces carecían de buen humor. Las heridas que antes nos curaban las madres y vecinas con un poco de agua oxigenada y con la exorcización de la rana: “cura sana culito de rana, sino se cura hoy se curará mañana”, después necesitarían mercurocromo, antiinflamatorio, apósito, suero fisiológico y, en fechas recientes, para evitar el sufrimiento al niño, le colocarían la tirita con el logotipo de los dibujos de moda; entre otros Hello Kitty.

Para terminar de describir la invasión cultural en la que nos introdujo la televisión diré, que, a través de la misma, se le hizo creer a la mujer que su realización personal dependía de algo externo a ella, es decir, de un salario, y no de su condición como mujer y como persona; y al varón, por otro lado, que lo importante de su idiosincrasia masculina consistía en consumir rubio americano, comprar el automóvil de última generación y en alcanzar el escalafón más alto en su empresa para alardear de ello en sociedad o ante los amigos: esto incluso a costa de sacrificar su salud, su familia y su equilibrio emocional. En definitiva, había que entrar mucho dinero en la familia para gastarlo, después, en los bienes de consumo que nos ofrecían, pero también en salud con enfermedades sobrevenidas como infartos y depresiones a consecuencia de una de las consignas más propagadas durante el modernismo: yo tengo o yo he escalado más que tú. No solo había que ganar mucho dinero para poseer lo publicitado en televisión y en salud, sino que, al mismo tiempo, había que disponer de una buena remesa del mismo, para pagar los pleitos derivados de las separaciones matrimoniales; una moda más que se iría introduciendo en el país, a costa de nuestra cultura, por el estilo de vida superficial, sensitivo y utilitarista que nos proponían las películas yanquis.

Como se nos hizo creer que el trabajo y el consumo daban la felicidad, en detrimento de los valores tradicionales y la cultura propia, ni al padre ni a la madre le restaba tiempo, ahora, para revertir sobre sus hijos las enseñanzas que ellos mismos recibieron de sus mismos padres y abuelos. Es más, terminaron por aceptar, como se les decía desde la TV que todo lo nuevo y todo lo placentero es lo que de verdad importa. Pobres padres víctimas de su propia ignorancia, porque en la actualidad sus hijos han interiorizado, con poco menos de catorce años (por ese concepto, de nuevo igual a autentico), que sus progenitores sólo sirven para exhibirse calladitos, encima de una repisa, como las fotos de los antepasados en los portarretratos de salón.

Ese vacío en el hogar dejado por los padres lo vino a ocupar, en el mejor de los casos, un extraño (la canguro o la guardería) y, en el peor, películas y series televisivas con las cuales ningún crío quedaba inmune a perder su inocencia a temprana edad. ¡Qué mirada la del mundo actual, como resultado de la servidumbre al dinero y al placer, tan distinta y distante de la mirada de Jesucristo que pone a los niños como los predilectos del Reino de los Cielos y modelos, incluso, para los adultos! (Mateo 18, 3).
Tan expuestas han quedado las etapas de crecimiento y madurez psicológica y física de la persona, en especial la infantil, de ser invadidas por el mundo de los adultos, que vengo observando -puesto que vivo en las cercanías de un colegio- que los profesores para festejar cualquier acto conmemorativo, ahora lo hacen sirviéndose del recurso más fácil; el cual no es otro que marcar un camino a la bebida imitando las fiestas y botellones de los adultos en fin de semana. Por otro lado, ni tan siquiera se le da opción al niño para que vaya descubriendo por sí mismo su identidad sexual, sino que se les cuestiona, ya desde el colegio, su propio género, antes de que él se plantee interrogantes sobre este asunto. Algo que en el futuro sólo puede traerles inseguridades y conflictos de identidad de difícil solución con su propia naturaleza, que no entiende de sentimientos sino de genes. Esto hablando de niños, si nos centramos en los adolescentes, el modelo de sociedad que se les presenta no es mucho más halagüeño. Aquí, en esta etapa, el camino al éxito personal que se les plantea desde los medios, no viene dado por un logro en el trabajo bien realizado, ni por el esfuerzo en sacarse unos estudios; tampoco se les proponen modelos de personas integras y los valores que las acompañan, sino más bien todo lo contrario; es decir, buscar un golpe de fortuna que les hagan millonarios de un día para otro. Otros caminos tan execrables como el anterior vienen siendo impuestos por los medios, ahora más aún con internet, casi a golpe de martillo, por medio del exhibicionismo corporal, el juego o el pansexualismo a los que han contribuido programas tan vistos como Gran Hermano. Ha esto si añadimos películas y series que tratan a los narcotraficantes poco menos que superhéroes tenemos el coctel perfecto para que los jóvenes se frustren, pues la realidad cotidiana es otra y obliga a ganarse la vida afanosamente; o bien a delinquir que es la otra alternativa que se les ha planteado desde los medios. Pues nada, ¡A vivir que son dos días! que dicen algunos, pero no nos extrañemos luego que esos jóvenes, programados para el consumismo y el hedonismo, terminen ocupando un día la cabecera de un informativo por no haber sido preparados para resistir y aguantar ante los avatares de cada día, dicho de otro modo, el afán de cada día con los estudios, el trabajo y en la familia.

Capítulo 2 EN BUSCA DE UN ESPACIO EN EL MUNDO

  1. EL PARVULARIO

Mis primeras actividades en sociedad pertenecen casi al limbo de los tiempos; no obstante, aún conservo un recuerdo vago de lo que por entonces se denominaba −aunque la expresión eche para atrás− la escuela de los cagones. Esa primera escuela era equivalente a lo que hoy es una guardería, pero sin los recursos de ésta ni la profesionalidad del personal de ahora. El responsable de la escuela, por lo general, era una mujer soltera o viuda que nos mantenía entretenidos, sentados en una sillita, con canciones, cuentos y rezos. Lo del donut a la hora del almuerzo, vendría muchos años después para los hijos de los que allí estábamos. Mientras tanto a nosotros lo único que nos entraba en la boca a mediodía, hasta la hora de llegar a casa, era algún moco insumiso y unas cuantas lágrimas.

La primera profesora titulada que tuve, años después en la escuela de parvularios, me enseñó bastante menos que la soltera de la escuela cuyo nombre no quiero volver a mencionar. La tal diplomada llegaba de costumbre renqueante al aula, desconozco si a consecuencia de la ingesta de estupefacientes o de alcohol. Su cara, por otro lado, lucía con más pintura que el busto de la Señorita Pepis y la pinacoteca del Hermitage juntos. De esa guisa, por el estado alucinógeno en el que llegaba, no pasaba mucho rato sin que se ahuecara en su sillón, en el cual relajaba sus carnes, entregándose a un sueño soporífero que, probablemente, la alejaban por un tiempo de sus traumas y frustraciones: situación que aprovechábamos los parvularios para mirar de qué color llevaba ese día sus bragas. Me resulta, ahora, un tanto curioso, que a tan temprana edad nos sintiéramos atraídos por las intimidades de su entrepierna.

Un día saliendo de esta misma escuela me encontré una alianza de oro, en la calle, a la que puse a rodar inmediatamente en el suelo −al desconocer su uso− hasta que entré en mi casa. En aquel momento creí que se trataba de un simple aro como el que tenían los niños mayores para jugar, aunque éste en miniatura. Ni me explico ahora, como pude llegar a mi casa con la sortija sin que la hiciera desaparecer bajo la rejilla de uno de los sumideros del camino. Sin embargo, el fin que no tuvo en la calle lo tuvo en mi propia casa una vez que se la mostré a mi madre; la cual, después de observarla detenidamente unos segundos, la guardó en el bolsillo de su delantal sin mucha más explicación. Antes a los padres, sí o sí, se les debía respeto, y de ahí el refrán que decía: cuando seas padre comerás huevos.

Aquella pérdida supuso para mí un gran disgusto, no por el valor de la sortija en sí, que lo desconocía, sino porque a partir de ese momento ya no pude echar a rodar el arito y seguir el rumbo que este me marcase al azar tras él. En ocasiones sería bueno dejarnos llevar −sin temor alguno− como niño pequeño tras su aro, por la pendiente que desgarra nuestro corazón, pues de no hacerlo estamos taponando la fuente por la que han de salir al exterior las heridas del alma. No hay gesto más contrario a la salud mental de la persona, que intentar mostrase permanentemente inquebrantable ante los demás. No solamente deberíamos exteriorizar aquello que nos está rompiendo por dentro el corazón, sino también los sentimientos de agradecimiento; pues aquella persona que no entienda la fragilidad de otro ser humano es porque desconoce su propia esencia y el camino de la vida, el cual tarde o temprano te hará caer de tu altura. En el lado opuesto estaría el victimismo, tan indeseable como el orgullo y la dureza de corazón a la que nos hemos referido antes. El victimismo continuado en el tiempo es la estrategia de los cobardes, de los que no quieren responsabilizarse de las consecuencias de sus propios actos.

Hablando de ignorancia, o más bien de simplicidad y espontaneidad en la etapa infantil, me viene a la memoria el día que recibí el mordisco de un perro en el muslo de mi pie izquierdo. El chucho estaba dormitando plácidamente a la sombra de una pared, en una bochornosa mañana de verano, cuando yo pasé junto a él que, viéndolo en dicho trance, persuadido de que no me veía, me detuve a su altura pensando:
–ahora que está dormido aprovecho para pisarle la cola y de este modo sabré como se sujetan los pelos entre sí para que no se le caigan al suelo. En mi corto entendimiento desconocía que el rabo fuese una extremidad más del animal. La respuesta a mi pregunta no se hizo esperar cuando comprobé, con sorpresa, dos cosas: que el perro, aunque dormido, tenía sensibilidad en su cola −ya que se revolvió contra mí para morderme− y, por supuesto, que debajo del pelambre había chicha y huesos que sujetaban los pelos a la cola del animal. Rememorando este hecho se me viene otro más al pensamiento. Tuvo lugar en el mismo sitio (aunque no a la misma hora) años después con el vecino que me afrentó por primera vez tachándome de mariquita. Parece que lo tenía cruzado en mi destino, puesto que, por razón de mi trabajo, años después tuve que asesorarlo en más de una ocasión. No obstante, a pesar de que se hayan dado estos encuentros −no buscados por mi parte− yo contento porque, debido a ello, pude comprobar que el amor de Dios me había liberado de todo rencor hacia su persona.

Pasando al acontecimiento que quería referirme, con respecto al joven aludido, sucedió que yendo este a toda velocidad con su bicicleta, perdió el control al doblar una esquina, para ir a estrellarse contra la pared del acerado donde yo me encontraba. No me atropelló porque su ángel o el mío, tal vez los dos ¡quién sabe…! lo condujo con tal acierto que dejó clavada la rueda delantera de su bicicleta por debajo de mi entrepierna sin que llegase a rozarme. Una vez más Dios estaba de mi parte, a pesar de que los hombres tomemos la dirección contraria a la que Él nos muestra; en el caso del citado mancebo, la de no respetar los límites de velocidad en la vía pública. Algo que yo mismo haría años después, en carretera en alguna ocasión.

Otros de los momentos que me produjo desazón debido a la candidez que mostramos en la infancia, superior incluso al descubrimiento que urdían los mayores con los reyes magos y la cigüeña portabebés, fue descubrir, desde el gallinero del cine de mi pueblo, que las historias que se veían al fondo −a continuación de la última hilera de butacas− no estaban sucediendo allí de forma real, sino que se proyectaban a través de un haz de luces, que volaba por encima de mi cabeza, de modo parecido a como lo hacían las sombras chinescas en el zaguán de mi casa. La decepción que me llevé al observar aquel destello de luces, y el agujerito por donde salían, hasta llegar al escenario del teatro donde se proyectaba fue mayúscula. Aquello me pareció un fraude, inaceptable, teniendo en cuenta la cantidad de veces que me había retorcido en el asiento de mi butaca, esperando que el bueno de la película lograse escapar de la trampa que le tendía su enemigo. Es más, se me quedó tan grabado en la memoria que aún recuerdo −y eso que mi memoria es flaca− las personas que me habían llevado al cine ese día.

Tampoco era nimio el tema de la cigüeña, sentía pavor de que algún bebé cayese desde las alturas de su alargado pico. Aquel pensamiento me llevó por momentos, y durante varios años, a buscarlas en las alturas por el firmamento para seguir su cometido. Después de mis exploraciones he de poner de manifiesto, que nunca vi un bebé listo para su entrega sobre el pico de una de esas vistosas aves. De aquellas pesquisas deduje, o bien que las cigüeñas debían transportar su paquete de noche o que, por el contrario, se trataba solamente de un cuento más de los adultos.

Posiblemente debido a lo mucho que me seduce la idea de desplazarme por los aires, aquella fábula de la cigüeña entrega bebes me pareció, hasta bien mayor, más sugerente, atractiva y podría decir que hasta convincente que la del niño transportado en el vientre de la madre.

  1. LOS PRIMEROS PASOS EN LA ESCUELA

Poco antes de comenzar el parvulario empezó para mí el calvario del acoso, al cual tuve que hacer frente desde los cinco años hasta los dieciocho ininterrumpidamente. Pedrito, como me llamaban en el barrio por ser el más pequeño de mis hermanos, quiso Dios que fuese agraciado en sus facciones y con tendencia natural para el baile y el cante; características suficientes, en esa época, para ser etiquetado de homosexual. Esto a pesar de que mi porte exterior y mi modo de conducirme no fuesen los de una persona amanerada.

Por otro lado, igualmente, he de confesar que no sentía atracción por el mundo femenino; en cambio, sí que tenía un espíritu rebelde y libre por el que nunca oculté mi carácter y mi personalidad. Fue debido a ese carácter libre, de no someterme a las mezquindades y prejuicios de los demás, a sus críticas, ocultando mi jovialidad e inclinaciones, por lo que, a la edad de seis o siete años, viendo a Marisol (una actriz preadolescente española) en el cine del pueblo, no vacilé en imitarla al igual que lo venía haciendo con otros artistas y grupos de la época; entre los cuales podría citar al dúo Dinámico, Nino Bravo, Los Diablos, Carina, Formula V, Rafael, Mocedades, Serrat, etc. De esta manera, sin reprimir mi personalidad, me lo pasaba en grande cantando y en ocasiones, también, bailando, allí donde se diese una situación propicia. Este modo de proceder, si bien levantaba sospechas, que se traducían en calumnias e insultos por parte de algunas personas como ya mencioné, por parte de otras causaba, en cambio, elogio y admiración. Cuando se trataba de los últimos, estos se unían a mí para disfrutar del show que desplegaba improvisadamente cuando mi corazón estaba alegre. Fue así como me erigí, sin yo buscarlo conscientemente, en foco de atención de otros críos para su propio regocijo. Esto sucedía en cualquier ocasión siempre que se daban las condiciones para ello: espacio y lugares de recreo. Aún recuerdo dos de esas exhibiciones, una de ellas tuvo lugar en un escenario inusual y arriesgado, en el aula cuando el profesor se demoró más de lo acostumbrado. En aquella jornada, dando por sentado que no se presentaría en clase, me dispuse con toda soltura a cantar y a bailar, al mismo tiempo que muchos de los compañeros abandonaban sus pupitres para acompañarme, y de este modo alegrar su espíritu y su cuerpo. La puesta en escena fe encima del entarimado de la clase, con una canción de Marisol «La vida es una tómbola, ton ton tómbola, de luz y de color…» que días antes había presenciado en el cine de mi pueblo.

Como estatua de piedra me quedé cuando el profesor me sorprendió con las manos en la masa; o mejor dicho con el borrador de la pizarra, que en ese momento lo utilicé de improvisado micrófono. Tan acorralado me sentí que, de haber tenido la oportunidad de escapar, habría desaparecido, como cucaracha asustada, por debajo de la tarima en la que aún permanecía.
No recuerdo ahora bien que hizo aquel día el profesor conmigo, lo que sí recuerdo es el cate que me propinó un año más tarde el mismo profesor. Tan es así que la primera vez que lo recordé después de muchos años, me llevé la mano a la mejilla, inconscientemente, por el fuerte dolor que me produjo en su día dicha cachetada. Este último episodio fue a consecuencia y el resultado de la picardía (por decir algo suave) con que actuó un compañero, tras hacer entrega al profesor de un papel con insultos, que yo le había escrito, respondiendo a otro que él me había enviado, minutos antes, también insultándome con palabras mayores. Lo que sucedió fue que, mientras yo había roto en pedacitos su nota, pensando que él haría lo mismo con la mía, en cambio él −ni corto ni perezoso− fue a mostrar la mía al profesor.
Desde la distancia, que me separa en el tiempo de aquel suceso, casi me parece inverosímil que a tan temprana edad apuntemos ya tan malas formas; máxime habiendo sido él, precisamente, quien inició la ofensiva.

Otro momento álgido de esa vena artística lo sacaba a relucir por las fiestas del pueblo, y lo hacía bailando al son de la canción que tocase la orquesta en la plaza mayor en esa jornada. En ese affaire, en el momento que las parejas de matrimonios y jóvenes reparaban en mí, por el desparpajo con que movía todas las coyunturas de mi cuerpo, hacían un corro en mi rededor para no perder detalle. Finalizada la canción, no faltaba nunca quien me izará, por encima de sus hombros, como trofeo de campeón, mientras el resto aplaudía al pequeño choutman. Si bien esto sucedía durante la fiesta del pueblo, en mi barrio por el contrario seguían con la suya particular: aquella que montaban, a mi costa, con los insultos e improperios ya consabidos. Quiero puntualizar, no obstante, en honor a las personas con las que conviví en vecindad por muchos años, que no todos actuaban cruelmente contra mí. De este modo, pues, si bien el insulto pasó a ser la tónica general de cada día entre muchos niños y adolescentes; por parte de los adultos, sin embargo, el escarnio se daba muy de tarde en tarde. Puntualizaré, no obstante, que, comparativamente, me hacía mucho más daño la agresión verbal cuando salía de la boca de un adulto que cuando procedía de otro niño; y esto porque, a diferencia que en los críos, los adultos eran totalmente conscientes de lo que decían y con qué fin lo decían; ya que en su mismo rostro quedaba dibujado.

Muy apesadumbrado andaba yo, porque la etiqueta con la que me señalaban se iba convirtiendo, con el paso de los años, en un fardo pesado y doloroso del que no podía desprenderme por más que lo intentase: algo así como las gotas de agua que caen sobre una roca, permanentemente y la va horadando, poco a poco, hasta que llegan a perforarla. Fue así, por esta permanencia en el tiempo, que el acoso cristalizó en un malestar que se hacía poco menos que insufrible: no había día en el cual no escuchase la misma cantinela: eres una niña, mariquita, no tienes lo que hay que tener, maricón, mujercita, y otras palabras aún más soeces, que no merecen ser replicadas aquí. Mi reacción ante el acoso, no obstante, como ya mencioné era siempre el mismo: por un lado, no esconder mi personalidad alegre y festiva y por el otro, devolver siempre el insulto con otro (si es que lo encontraba) aún más mordaz. De esta manera, pues, una vez que entraba en litigio con mis agresores -no pocas veces- los dimes y diretes terminaban en pelea.

Entre las contradicciones que todos los hombres llevamos consigo yo llevaba las mías. Esto era así, porque, a pesar de ese carácter alegre, en mi fuero interno era reservado y aguantaba con estoicismo todas las ofensas que arrojaban sobre mi espalda. Efectivamente, en cuanto que entraba en casa escondía el enfado y, con él, las lágrimas sin dar a conocer la cacería a la que estaba siendo sometido a mi familia. Con mi actitud por un lado de rebeldía y, por otra, de aguante −defendiéndome con contundencia− lo que pretendía demostrar a los demás, era lo contrario a lo que hablaban de mí; es decir, que yo era un chico varonil y sin miedos. Además de luchar por preservar mi hombría, puesto que mis sentimientos no eran conformes a aquello que los chicos decían de mí, tenía que defender también a mi hermana la menor (a la cual me llevaba tres años de diferencia) de los chicos de su misma edad, que venían a soliviantarla porque su cuerpo empezaba a dibujar formas y su rostro belleza.

A la escuela me dirigía acompañado al principio por un vecino mayor, que aprovechaba, de cuando en cuando, su poderío físico para atizarme una colleja. Por la mañana, lo primero que hacían los profesores era ponernos en fila y alinearnos por cursos. Una vez en orden y en silencio, entonábamos el Cara al Sol (himno del Régimen) aunque el día estuviese nublado. A la hora del recreo nos hacían beber leche en polvo con sabor a pastillas de leche de burra. En otras ocasiones, las menos, nos daban un quesito de la marca, si no recuerdo mal, La Vaca que Ríe: una vaca muy simpática con aretes en las orejas y teñida de rojo como caperucita. Por entonces algunas familias eran pobres de solemnidad y el gobierno trataba de paliar con dichos suplementos alimenticios las carencias nutricionales de la población infantil.

Cuando podía me deshacía de la compañía de mi vecino, mayor, entrando en la casa de otro chaval de mi edad que vivía de camino al cole. A este por norma general lo tenía que esperar más de un cuarto de hora, pero al menos no me pegaba. Su madre llevaba en los genes el síndrome de la lentitud como buena parte de su familia: a la pobre el puchero siempre le salía con retraso, unos garbanzos con presa que consistía en el menú de la familia durante toda la semana. Por aquellos años el cocido de garbanzos terminó siendo, salvo fiestas de guardar, el maná diario de buena parte de las familias, especialmente por mi tierra donde abundaba el cerdo y el cultivo de garbanzo.

De camino al cole nos parábamos, sino a la ida a la vuelta, frente a un muro de piedra semiderruido de un antiguo acuartelamiento, para hacer funambulismo. Aquella pared ejercía un poder hipnótico sobre nosotros, y el resto de chavales que por allí pasaban, muy semejante al que atrae a los lagartos en verano a las piedras cuando estas son bañadas por el sol: raro era el día en que no nos encaramásemos en una de sus partes sobresalientes. La zona más alta accesible para nosotros se situaba a metro y medio, aproximadamente, sobre el nivel del suelo; altura considerable teniendo en cuenta nuestra edad y estatura. A pesar de las muchas veces que hice su recorrido y de la estrechez del muro, nunca vine a dar de bruces con mi cuerpo en tierra. Esa “suerte” la corrí en cambio más tarde ─debido a mi afición por hacer equilibrios─ dentro del mismo colegio. Aquel día no calculé muy bien la distancia desde el suelo a la parte superior de la tapia del patio de recreo, a la cual intenté escalar para sentarme junto a otros chicos mayores que habían clavado allí sus posaderas. En la caída me abrí una brecha de considerable tamaño en la frente, por encima de la ceja, al rozarme con la misma tapia a la que pretendía subir. Este suceso, sin ser relevante, lo recuerdo porque la pústula producida por la herida estuvo adherida a mi piel, cual tatuaje indeleble, por unos seis meses. El motivo de tan larga cicatrización tuvo que ver con mi incapacidad de resistir la tentación de arrancarme la postilla en cuanto la veía un poco seca.

Tiempo después, fui superviviente de episodios más peligrosos en los que, por escasos centímetros o por segundos, pude salvar la vida en el mismo umbral de la muerte. Ahora doy gracias a Dios, puesto que soy consciente que detrás esa ventura estuvo su mano salvadora. Espero que cuando me llame definitivamente a su lado, luego de haberme otorgado tantas oportunidades, esté listo para afrontar el juicio de mis actos.

  1. EL DESPERTAR DE LA LIBIDO

Con mis ojos de niños, ávidos de novedad, seguía observando y escudriñando el mundo con alegría y esperanza, mientras el mundo me obsequiaba, a cambio, con zarpazos. Mis acosadores ya no me daban tregua, raro era el día en que algún chaval no me insultara con la misma cantinela de siempre. El grupo se hacía cada vez más numeroso y, en ocasiones, se juntaban para atacarme todos a la vez. Yo, por mi parte, me iba cargando de resentimiento hacia ellos, máxime al constatar que las sensaciones que mandaba mi cuerpo a mi cerebro, como siempre, eran contrarias a las groserías con que ellos me atacaban. Así lo percibía al constatar, en primera persona, que las emociones que despertaban en mí algunas niñas al acercarme a ellas o al cruzármelas en la calle, no eran las mismas que cuando se aproximaban los chicos o me relacionaba con ellos. Con los niños las percepciones se circunscribían al ámbito de la camaradería, la complicidad, la picaresca y, como no, la competitividad en los juegos con demostraciones de fuerza y valentía. Con las niñas, en cambio, se despertaban en mi interior otro tipo de sentimientos, difícilmente explicables, donde la belleza y la atracción física se hacían palpables.

Recuerdo que la chica que avivó por primera vez esos reclamos cuasi inenarrables en mí interior la conocí en el cole a los ocho años, reparé en ella mientras ésta jugaba con sus amigas en corro en el que giraban al compás de una canción infantil. En el mismo momento en que paró la cantinela de las niñas y detuvieron la danza, una sirenita de agua dulce quedó parada frente a mí, en el otro extremo del corro, con mirada tímida a la que acompañaba una leve sonrisa. Aquel rostro angelical, de mirada cálida, amable y receptiva, paralizó mis piernas y aligeró mi espíritu transformándome en estatua y nube al mismo tiempo: sentía que el pecho me aligeraba por dentro, mientras que las piernas temblorosas me sujetaban al suelo. Su piel color caoba, su talle espigado, sus labios carnosos, su melena en hileras de tirabuzones que entrelazaban el aire al vaivén de su cintura, y sus ojos enigmáticos de efigie egipcia y oscuro ámbar, me dejaron sonidos de violines en el corazón y con un verso atravesado en la garganta. Desde allí, desde el centro mismo de ese pequeño corazón dilatado, se escaparon dos alas invisibles al éter para entrelazarse con las suyas en un abrazo eterno de almas que se buscan y se anhelan antes de haberse conocido: la pequeña, hoy mujer, lo sabe en lo más íntimo de su ser, al igual que yo lo supe entonces, y es por eso que, en el presente, cuando nos cruzamos en la calle, ella baja la mirada con su dulce sonrisa, mientras yo desacelero el paso cavilando: ¿Dios mío por qué? ¿Qué hubiese sido de mi vida si aquellos que me empujaban a diario hacia la nada, no hubiesen hecho acto de presencia nunca en ella? no hace mucho encontré la respuesta; no obstante, la postergaré para más adelante, cuando llegue el momento idóneo en el transcurso de este relato autobiográfico.

A pesar de aquel encuentro tan arrebatador con la belleza femenina, y de esa sintonía espontánea de dos interioridades que se reconocen como una, mi despertar de la libido como tal se produjo, años después, viendo una película en el cine del salón teatro de mi pueblo. Fue así como sucedió: pocos minutos después de que el proyector echase a rodar, sobre el lienzo blanco mancillado, pude contemplar un espectáculo hasta entonces inédito para mis ojos preadolescentes. Inesperadamente apareció en escena un rollizo gañan que, recostado sobre unas gavillas, estaba siendo espiado por una joven lozana que irradiaba como el sol destellos de luz desde sus apretadas carnes, de las cuales, por cierto, erguía entre sus senos -como centinela somnoliento- un tulipán violeta. La joven mientras hacía ruido para llamar la atención del fornido campesino le dirigía una mirada cálida y seductora, con la cual captó la atención de todos los espectadores allí presentes. El gañán después de descubrirse observado (ahora en un plano más cercano de la cámara) por la damisela mientras ésta mordisqueaba una aterciopelada manzana carmesí, se giró en su dirección con mirada también lasciva, y sin dudar de las intenciones de aquella ninfa, de un salto, se aproximó a ella. La intriga que la escena creo en los espectadores, después del acercamiento de los protagonistas, alcanzó tal grado, que en el salón se ahogaron todas las toses; las pipas enmudecieron; y los cigarrillos, por su lado, dejaron de alumbrar. Mientras el silencio congelaba el ambiente, la acción seguía su destino, al mismo compás de los latidos del ardiente campesino, que, sin más rodeos, apretó a la damisela contra su pecho. Sin titubear -al contrario que pasa la primera vez en la vida real- la entrelazó con sus brazos y arrastrándola consigo hacia la paja desparramada por el suelo, ambos cayeron arrebatados en deseo. Una vez ya recostados en el áspero y mullido lecho −ocultos entre los fardos de paca− el fogoso mancebo procedió, mascullando palabras indescifrables, a desabrochar con dedos ágiles la camisa de ribetes bordados de la primorosa joven. Después de esta última maniobra del zagal, sin que yo lo esperase, emergió bajo sus manos un prominente, suave y erguido seno, de la no menos exuberante y entregada damisela que lo portaba.

Al igual que al protagonista de la película que echado a dormir la siesta, al principio de la escena, no esperaba la súbita aparición de la provocativa doncella, yo tampoco esperaba que ese día mi anatomía preadolescente masculina despertara, súbitamente, poniéndose en movimiento por sus propios a tenores, reclamando espacio bajo la cremallera de mi pantalón, en el mismo momento que quedó al descubierto el esbelto y estilizado seno de la damisela.

Aquella escena quedó grabada en mi psiquis por mucho tiempo, pues nunca, hasta entonces, había avistado un busto de mujer retozar al aire libremente. Así fue mi despertar al sexo, como supongo lo sería también para otros jóvenes de los allí presentes, que, en el transcurso de la noche, ya en sus casas sustituirían la lana de su colchón por la paja suelta de unas gavillas, recién segadas, en un sueño plácido y mojado.

A partir de ese momento las sensaciones con las chicas no solo se remitirían a lo intangible y espiritual, sino también a lo corporal. De este modo hubo otra jovencita que ya conocía con anterioridad del coro del pueblo, la cual, por sus características físicas, sus ojos un tanto rajados, su carita redonda, su espontanea sonrisa, su talle contorneado sin fisuras, pero especialmente por su carácter provocativo y dicharachero, me atraían hacia ella como el más potente de los imanes a su centro gravitatorio. No obstante, no llegué a intimar con ella, todo se quedó en un simple juego seductivo de roces sin consecuencias entre ambos. Y esto debido a que por esas fechas ya había entrado en el Seminario y, por lo mismo, no podía poner en riesgo lo que, por entonces, creía que era mi vocación.

La vida sexual anteriormente a este relato se remitía a juegos infantiles en los que, junto a los amigos, explorábamos nuestra menuda anatomía para indagar en un asunto que los adultos intentaban ocultar con mucho misterio por entonces. Uno de los lugares escogidos para estos experimentos se ubicaba en la era; lugar espacioso, de superficie diáfana, ubicado a las afueras del pueblo, cuyo uso se destinaba a separar el cereal de la farfolla. Como su utilización se limitaba, por lo general, a la cosecha de los cereales, el resto del año, la era, estaba libre para el esparcimiento y recreo de los chavales. Aquel lugar era el idóneo, en la hora del crepúsculo −aprovechando que los agricultores estaban ya de recogida− para adentrarse en lo desconocido e indagar sobre aquellas partes de la morfología corporal más censuradas por nuestras madres. Esos juegos, inocentes, terminaban sin consecuencias, entre otros motivos porque éramos ignorantes en materia sexual y, sobre todo, porque la libido no apretaba aún nuestras carnes infantiles.

Alguno de aquellos experimentos ahora, en el presente, los recuerdo con hilaridad y otros con vergüenza: uno de ellos consistía en bajarse el pantalón y los calzoncillos, mientras apostábamos por cual de nosotros llegaba más lejos haciendo carreras en ese estado; como se puede suponer, de aquella guisa, lo único que se conseguía era ir dando tumbos como barriletes por el suelo. En otras ocasiones simulábamos posturas al modo en que lo hacían en el cine o en televisión los protagonistas de historias románticas; pero todo quedaba ahí, en meras simulaciones de algo que estaba reservado a descubrir en su debido momento, en la pubertad, porque en ese presente casi ninguno de mis colegas llegaba a los ocho años.

Con las niñas se trataba de tocamientos, por la curiosidad de contrastar morfologías. En una de esas exploraciones me sorprendió mi hermana, la mayor, con una vecinita de mi edad en el doblado de mi casa; fue una de esas veces que deseas salir corriendo sin parar hasta desaparecer del mapa. No fue para menos, después de que mi hermana amenazase con decírselo a mi madre que, por circunstancias familiares, llevaba dos meses fuera de casa.

Dicha exploración me dejó un tanto sorprendido al comprobar, por primera vez, que las niñas eran físicamente cual tabula rasa: normal teniendo en consideración que, a esa edad, los estrógenos femeninos aún no habían aparecido en la suficiente cantidad como para dar lugar a la aparición de sus mamas. Aparte, con la irrupción de mi hermana en escena, no tuve tiempo para hacer muchas más pesquisas.

Después que nos pillaran, in fraganti, la amenaza de mi hermana quedó suspendida en el aire, como espada de Damocles, por mucho tiempo en mi memoria: no era para menos dado el decoro y misterio con el que se trataba por entonces todo lo que estuviese relacionado con los genitales.

Sin embargo, como el ser humano no se conforma con los términos medios, a resultas de ello, de manera orquestada (buscando pingües beneficios y algo más) con el relativismo moral del modernismo, los medios audiovisuales nos llevaron al extremo contrario. En la actualidad, se ha llegado a banalizar tanto el sexo, que la expresión hacer el amor tiene ahora, en el presente, idéntico significado que juntarse para copular. De ahí se deriva, en parte, que las uniones conyugales duren un suspiro, ya que a partir de la “liberación sexual” se identificase amor, exclusivamente, con atracción sexual; desvinculado éste de todo compromiso, incluso la misma integridad psicológica de los hijos. No es de extrañar al haberse socavado en los últimos tiempos los cimientos de la civilización occidental cristiana, en la que cada estamento social tenía consistencia en sí mismo; una consistencia inmutable, ya que su ser no se fundamentaba en la deriva de elecciones personales, sino en la consecuencia de un acto creador de Dios, que hace las cosas con inteligencia perfecta; es decir con fundamento y para un fin. Recordemos el Genesis que nos dice que a imagen y semejanza de Dios fue creado el hombre; por tanto, si Dios es por esencia inmutable, el hombre también lo es en su esencia, así como las demás criaturas.

  1. ¿PREDETERMINACIÓN O LIBRE ALBEDRÍO?

Volviendo a ese lugar lúdico y deportivo para los niños que transcurría en las eras, me viene a la memoria otros recuerdos menos agradables de la etapa de mi infancia. De modo particular aquellos que pudieron llevar la tragedia a dos familias en el transcurso de jornadas distantes entre sí. El primero de ellos tuvo lugar en una máquina cosechadora abandonada en dicho lugar, a la que trepábamos los críos para desentrañar, no sólo los misterios que encerraba en el interior de su armadura, sino para hacer equilibrios sobre la misma. En esas estaba uno de mis vecinos, saltando de un sobresaliente a otro de la herrumbrosa máquina, cuando quedó atrapado en su interior, al no calcular bien la distancia de salto. En la oquedad que ocupaba, pudimos ver un corte de tamañas proporciones, a la altura de su ingle, por el que no dejaba de sangrar. Como no podíamos hacer nada para rescatarlo del interior del cubículo sin hacerle aún más daño, uno de los chavales tuvo la feliz idea de ir en búsqueda de su papá que sin mucha tardanza se personó en el lugar. El padre, presa de los nervios, tras examinar la situación, procedió a sacarlo de entre los desafiantes dientes de la siniestra máquina, no sin antes taponarle la herida con un pañuelo que traía anudado a su garganta.

Cuando retiraron a mi vecino del cajón de la máquina estaba pálido, de color naftalina por no decir de muerto, así lo despedimos mientras su progenitor se lo llevaba en volandas al médico. Lo que pasó en el ambulatorio lo desconozco, pero como el cuerpo humano fue concebido con sabiduría divina para renovar sus células y su sangre, quince días después, el intrépido impúber, se encontraba de nuevo montando batallitas de indios, vaqueros y soldados, con figurillas de plástico, sobre el acerado de su calle.

De esta manera la máquina, que, en principio, parecía estar solamente diseñada para ayudar al hombre en sus tareas más difíciles, no sólo desempeñaría dicha labor, sino que, a su vez, se rebelaría contra él, sustituyendo a miles de jornaleros en el medio rural, e incluso pareciese que no contenta con ello, también, como en esta ocasión, quisiese terminar con la vida de sus hijos.

El otro acontecimiento al que me voy a remitirme a continuación tuvo que ver con mi propia persona, en el mismo lugar de los hechos ya citados, cuando la noche comenzaba a reclamar su espacio en el firmamento y yo me dirigía de recogida a casa con un vecino. De este modo, instantes después de emprender el camino de retorno, todavía en la era, observé mientras pasaba junto a dos chavales (dos hermanos mellizos) que uno de ellos entregaba al otro una jabalina de hierro macizo de considerable tamaño, al mismo tiempo que sonreía socarronamente mientras le pasaba el testigo.

Aquella complicidad entre los hermanos me pareció un tanto sospechosa, no obstante, yo seguí mi itinerario junto al vecino, cuando de repente sentí un golpe seco sobre el suelo advirtiendo, a continuación, que se trataba de la misma jabalina que uno de los dos jóvenes acababa de lanzar en nuestra dirección. La mortífera lanza fue a parar, justo, a unos cinco centímetros de mi flanco derecho, con suerte -gracias a Dios- que se desvió de su objetivo, que sin duda éramos mi acompañante y yo. Al advertir lo cercano que había estado de ser traspasado por la lanza, sufrí un leve shock emocional que me dejó sin respiración y sin fuerzas por espacio de breves minutos. Finalmente, cuando me recuperé, reemprendimos el camino de vuelta a casa, sin amonestar, a diferencia de otras veces, el comportamiento provocador y temerario de estos alocados e inconscientes -espero- hermanos. En aquella ocasión actué pacíficamente debido a la envergadura del cuerpo de los mellizos (nos llevaban varios años) por lo que pensé que ese día ya habíamos tenido suficiente recompensa con haber salvado la vida.

Aun siendo grande el riesgo que corrimos, lo insólito de entonces era que los niños, al llegar a casa, no diésemos explicaciones a nuestros padres de los peligros a los que habíamos estado expuestos durante el día. Proceder de otro modo era síntoma de cobardía y de que uno no podía resolver sus propios asuntos. Después de las aventuras y desventuras a las que nos enfrentábamos, lo que realmente importaba era salir ileso para que, de este modo, un día pudiésemos contar a las generaciones futuras, como ahora lo hacían nuestros padres y abuelos con nosotros, dichos episodios.

A este acontecimiento le sucedieron otros tantos, a lo largo de los años, en los que también salvé la vida, cuando no quedaba ya ninguna carta en juego para pasar a la otra. Esto me llevó a interiorizar, como asimismo se nos da a entender en algunos pasajes de las Escrituras, que Dios tiene un propósito y un tiempo para cada uno. Tenemos un destino y una misión encomendada e incluso cierta perspectiva para comprender, sino en su totalidad, al menos en parte, el sentido de la vida. Dicho sentido o razón última del ser de la persona nos lo dio a conocer Jesucristo -por ser él Dios mismo- en su encarnación, con sus palabras, sus hechos y, especialmente, con su resurrección garantía de la nuestra. A parte de que tengamos o no una tarea específica encomendada por Dios, existe una misión y un destino común al que está llamado todo hombre por ser criatura e imagen de Dios. La misión tendría que ver con el desarrollo de todas las potencialidades que tenemos cada persona por el hecho de poseer una capacidad psíquica progresiva e intelectiva, consciente de sí misma e intransferible; con poder, además, de influir e interactuar con los de la misma especie no solamente de modo instintivo como los animales sino racionalmente. El destino, en cambio, estaría relacionado con dirigir esas potencialidades a la meta y fin último para el cual fue concebido y creado el hombre con sus capacidades; a saber, vivir en la presencia, en el amor y en el conocimiento de Dios (él que nos ha revelado y nos sigue revelando), y en armonía con el resto de la creación. Un Dios que nos creó por amor tomándose a sí mismo como modelo: (Génesis 1, 27) «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó».
Y si nos creó a su imagen, fue para hacernos partícipes de aquello que encierra en sí mismo: algo tan grande, llegaría a decir S. Pablo (el cual tuvo revelaciones directas de Dios), «que jamás el ser humano ha podido contemplar, oír, ni tan siquiera experimentar en su corazón» cfr. (1 Corintios 2, 9).

El cómo llegar a ese destino, tendría que ver con la respuesta personal al llamado de Dios; es decir, el uso que hacemos de nuestra libertad para adherirnos, sin engaños y autocomplacencias, a su voluntad expresada en las Escrituras: la cual, por otra parte, nos hace entrar en su esfera separándonos (santificándonos) del poderío con que nos envuelven nuestras pasiones, el mundo y satanás como causa del pecado; de nuestra rebeldía. Mundo, carne y demonio que por lo general vienen disfrazados bajo apariencia de bien: de bondad, sabiduría, caridad, belleza y felicidad, para que de este modo le resulte más llevadera a nuestra conciencia el desviarse de Dios, principio y fin para el que fue creado.

Así, pues, una vez que sabemos nuestro destino y nuestra meta, porque Dios mismo tomó nuestra condición humana, sin intermediarios, no hay lugar a duda para saber quiénes somos y nuestra vida adquiera sentido, aún a pesar de los sufrimientos de la misma. De tal modo que Dios, haciéndose tangible y visible en la persona de Jesucristo, se hizo creíble, entre otras señales, por la autoridad de su Palabra (fuera de todo error humano), por su coherencia de vida, por sus milagros y signos y, fundamentalmente, porque dio muestras, reiteradamente, de su resurrección: sin ella, punto culmen del Evangelio, como diría San Pablo «vana seria nuestra fe».

El hombre, por tanto, gracias a Jesús, ya no está abocado al vacío existencial de no saber quién es, y hacia dónde debe encaminar sus pasos. Entre otros motivos, porque no solamente fue reservada la revelación dada por Jesucristo a sus coetáneos, por medio de sus discípulos (a los cuales, por cierto, les acompañaron los mismos signos que al Maestro) sino que ha llegado al resto de la humanidad, de generación en generación por medio de Iglesia fundada por el mismo Jesús, guardiana ésta y transmisora fiel de sus enseñanzas (Mateo 16, 13-19), a la cual asiste el Espíritu Santo para conducirla (a pesar de la miserias y bondades de los que formamos parte de ella) al plan trazado por Dios desde el principio de los tiempo para el hombre, donde será Jesucristo el que reine sobre toda la creación para siempre, en paz y armonía de todos con él y con el prójimo, una vez sometidas todas las fuerzas del mal con Satanás a la cabeza y sus adeptos. Es decir, que el Ser de Dios y su plan para con el hombre, que por tanto siglos había estado oculto al conocimiento de este último, se nos dio a conocer, tangiblemente, sin elucubraciones metafísicas especulativas de hombres (como en otras religiones) y sin intermediarios −por parte del mismo Dios en los últimos tiempo− en la persona de Jesucristo; el cual asumió la naturaleza humana en todo, salvo en el pecado. Conocemos por las Escrituras que esto sucedió siendo engendrado por el E. Santo en el seno de una virgen, de nombre María, la cual fue destinada y elegida desde la caída de nuestros primeros padres para dicha tarea. De no admitir esta verdad, trascendente, el hombre queda fuera de toda realidad, de todo sentido, porque entonces sí, que todo se vuelve relativo (la verdad, la vida, la muerte…), ya que no hay hombre, metafísicamente hablando, con autoridad para estar por encima de otro semejante a él; y esto porque ambos, es decir todos los humanos, son falibles y todos están hechos de la misma materia corruptible y limitada, dicho de otro modo: fuera de Dios, todos los hombres participamos de idéntica naturaleza y condición. La misma filosofía pone en evidencia esta verdad, anteriormente expresada, cuando al querer dar explicación sobre el mundo y el hombre propone pensamientos y soluciones diferentes, en muchas ocasiones, incluso, contradictorias entre sí. También la Historia nos muestra, una y otra vez, que el hombre, apartándose de la Verdad revelada por Dios, ha fracasado estrepitosamente bajo todo tipo de regímenes y gobiernos sin dar solución a los problemas e interrogantes de la humanidad. El hecho de este fracaso viene propiciado porque cada persona, en su fuero interno, cree poseer esa verdad que solo Dios encierra en sí mismo y por sí mismo, y nosotros en la medida de la que él libremente nos haga participe. Y sucede, que cuando todo hijo de vecino quiere imponer su verdad, porque para eso cree poseerla, el caos está servido. Sin Dios, por tanto, no hay paraíso, nunca lo ha habido ni lo habrá. Con Dios, los que creemos en Él y en las Sagradas Escrituras, tenemos garantizado −si optamos por vivir en obediencia a su Palabra− una fuente de sabiduría, poder y vida que no poseen el resto de mortales: lo digo no como una teoría aprendida sino como una realidad experimentada. Esto es así, no solamente porque la conciencia me muestre al Dios de la Revelación y a Jesucristo como la única Verdad posible, sino por haber experimentado en mi historia personal, la acción de Jesús Resucitado, implicándose en la misma, para salvarla. Más adelante en la autobiografía se podrá verificar esto que anticipo ahora.

Aunque piense, por lo ya expuesto, que tenemos una meta a la que dirigirnos; no creo, por el contrario, en la predestinación sin el concurso humano. A partir de Jesucristo sabemos por las Escrituras quiénes somos, para qué hemos sido creados, como debemos obrar y como llegar a participar de Su Plenitud en esta vida y en la eterna. Conociendo lo anterior, no hay predestinación que valga porque, aunque sepamos cuál es el faro que nos guía y nos alumbra −Jesucristo− el hombre tiene siempre la posibilidad, con su libertad, de cambiar la dirección de su nave para seguir todas las estrellas fugaces que desee alcanzar.

Sólo hay que mirar en los Evangelios para entenderlo: ni siquiera Dios, en su poder absoluto, interrumpió la libertad de los poderes públicos y religiosos de los hombres, en el momento del paso de Jesús por la historia, para que asesinaran a su Hijo. Hubiese sido un privilegio para Jesucristo, con relación al resto de los mortales, interrumpir el veredicto humano sobre esta condena a muerte y, por consiguiente, Jesucristo no hubiese asumido “en todo” como se nos dice en la biblia, “su condición humana”: en este caso, la libertad que Dios ha dado a todo hombre para ejercer su libre albedrío. Dios, por tanto, es consecuente y veraz con las leyes que él mismo dispuso para el mundo y para los hombres y, por ende, para su propio hijo. De esta manera, pues, el hombre tiene un destino o, mejor dicho, una invitación, para participar de la misma vida de Dios, a la cual podemos volver la espalda, si así libremente lo decidimos, en el ejercicio de nuestra voluntad. Una libertad en muchas ocasiones condicionada, eso sí, por múltiples factores que escapan de nosotros mismos, pero de los que podemos salir vencedores gracias a la fe y a la libre adhesión a la cruz; es decir, aceptando las limitaciones que nos vienen dadas de antemano por nuestra propia condición humana limitada.

  1. LOS EMIGRANTES RETORNAN POR VACACIONES

Volviendo al itinerario de mis recuerdos en la infancia, quiero romper una lanza en favor de los agricultores, hombres y mujeres que diez mil años atrás y hasta el siglo diecinueve −en algunos lugares hasta la mitad del veinte− contribuyeron de manera preeminente, con su trabajo, en la supervivencia de la especie humana y, por ende, en la conquista del planeta. Por lo que a mí respecta, tuve la dicha de nacer en una familia agrícola: mi padre fue uno de esos hombres que se hizo a sí mismo, con la ayuda de Dios, claro está, a fuerza de tesón, trabajo, fatiga y nobleza.

Aquellos campesinos, los de mi infancia, eran de otro temple, su cuerpo era casi inexpugnable a cualquier tipo de inclemencia. A su fortaleza física acompañaba, por igual, otra mental que los recubría de una armadura inquebrantable forjada de tradición y valores. Sin embargo, es una lástima que, hoy por hoy, como reconocimiento a su trayectoria sólo reciban menosprecio y olvido por parte de los hijos del progreso; aquellos que con luz y agua corriente en sus casas (la que no tuvieron sus abuelos), ahora, desde el ecologismo más fanático, abogan incluso, por derribar embalses. En España que, por lo general, termina devorándose a sí misma, ahogada en el individualismo, en la envidia y, particularmente, en el personalismo de sus dirigentes, a un buen número de dichos agricultores, incluimos también braceros, se los llevó la guerra civil y a otros las penurias. El resto, en su gran mayoría, fue víctima de los cantos de sirena de la modernidad, que los sedujo, con sus luces de bohemia, arrastrándolos hacia las grandes urbes.

En la ciudad, sin los horizontes abiertos que antes habían contemplado en las calles y en los campos de su tierra natal, se adaptaron a vivir entre bloques de ladrillos y hormigón. Y en las fábricas, por otro lado, situadas en los polígonos industriales de las grandes urbes, se vieron sometidos a producir en cadena, como si fuesen una prolongación más de las maquinas, perdiendo sus señas de identidad. Allí a nadie le interesaba su persona, sino el rendimiento y las ganancias que dejaba para la empresa. Poco importaba ya, a diferencia del pueblo, cuáles eran sus virtudes y sus hazañas; de qué familia procedía y cuántos o quiénes eran sus descendientes y sus ancestros. No interesaba conocer, en ese espacio encapsulado, la vida abnegada que había llevado su padre o su abuelo; de igual modo que tampoco a nadie le preocupaba saber, ahora, si la abuela fue curandera, consejera, caritativa, cuentacuentos, refranera, alcahueta o quisquillosa.

A ese lugar de donde partieron los agricultores y braceros en busca de trabajo, regresaban en el presente sus hijos de vacaciones para visitar a los parientes y, de paso, conocer algo de las raíces de sus antepasados. Una vez allí pasaban por la era donde, antaño, sus padres habían ido descubriendo la vida y luego, en su madurez, la fueron abonando con sudor, en ocasiones con lágrimas, para recoger en ella las mieses que servirían de alimento durante todo el año al ganado.

A ese lugar emblemático, la era, llevaba a mi prima, hija de emigrantes, para que experimentase las sensaciones que se vivían sobre un trillo en marcha. El trillo era una especie de carruaje bajito sin compuertas (tirado por un equino que daba giros en rededor de la parva) cuyas ruedas estaban formadas por cuchillas circulares cortantes que servían para separar el cereal de la paja. La experiencia para mi prima fue muy divertida (no así para mí como acompañante) ya que, con los saltos del trillo sobre la parva, le sobrevenían ataques de risa, acompañada de rigidez en todo su cuerpo, que le hacían perder el equilibrio con riesgo de caer del ancestral artilugio y ser, ella misma, triturada por las cuchillas junto a la paja. Así, pues, cual ángel custodio, cuando esto sucedía que era siempre que subía, yo tenía que socorrerla sujetándola por la cintura con todas mis fuerzas para que no cayera, hasta que mi papá hacía un alto en el camino, deteniendo la mula, y nos bajábamos del trillo para vivir otras experiencias del mundo rural menos arriesgadas.

Mi prima viajaba al pueblo acompañada siempre por sus padres, mientras que su hermano era enviado a la casa de mis padres, con algún familiar adulto que, por vacaciones, venía a visitar también a sus familiares. Mi primo, aunque tímido, tenía “rabo de lagartija” como se decía por entonces de los niños inquietos. Además, la primera vez que fue, como llegaba a un territorio desconocido para él, quería explorarlo todo por sí mismo, aceleradamente. Mi primo fue uno de esos chavales, como mencioné en otro apartado al principio de este relato autobiográfico, que metía el dedo en el recto a las gallinas para extraer sus huevos a contrarreloj. Desconozco si aquella afición se debía a sus gustos culinarios (ya que según él, en su casa comía de cena hasta tres huevos juntos) o por la aspiración de ser él, el primero, en hacerse con el suculento manjar de aquellas aves díscolas, para llevárselo a mi madre como trofeo.

Durante el tiempo que permaneció en mi casa apenas me dejaba salir a jugar a la calle: unas veces porque temía que llegase a sus oídos que me decían marica y, otras, porque me lo impedía él mismo, ya que rehuía a los vecinos a causa de su gran timidez. Cuando mi primo observaba que no cedía a sus pretensiones, me cogía por la cabellera hasta que conseguía doblegar mi voluntad debido a su fortaleza. De cualquier modo, tengo que aclarar sobre su carácter, que todo lo que le sobraba de bruto, lo compensaba con su corazón generoso y afable; motivo por el cual, desde el primer día que le conocí, empaticé con él y lo quise como a un hermano.

Sus ocurrencias, por cierto, no terminaban en las gallinas, sino que traía igualmente en un sin vivir a todos los animales que teníamos en casa. Se subía y bajaba de la mula una y mil veces, le tiraba de las orejas y de la cola; eso, cuando no se situaba por detrás de las borricas para observar cómo hacían sus deposiciones. Otro de sus hobbies consistía en confeccionar molinillos de papel en la hora de la siesta: los modelos que sacaba eran grandes, resistentes y giraban con más facilidad que aquellos que confeccionábamos nosotros (mi hermana la pequeña y yo) con hoja de papel. No obstante, el disfrute con el artilugio no nos duraba mucho tiempo, puesto que, tal y como los montaba, los volvía a deshacer. Actuaba así debido a su misma timidez, ya que como dije anteriormente, no quería que saliésemos de casa a mostrar a los amigos el ingenioso invento traído al pueblo por el primo forastero.

También conocí por vacaciones, en el pueblo (donde el ritmo de la vida aún lo marcaba la propia naturaleza y no las ambiciones) a otros hijos de emigrantes entre los que destacó una chica de mi edad que sobresalía por su altura. Me a agradaba por su simpatía y espontaneidad, pero no así, por sus dotes de sargento: no tardaba mucho tiempo, después de que aterrizaba por el barrio, sin que se hiciese con el mando de la pandilla. Debe ser verdad, como dicen, que la mujer lleva sobre el varón dos años de ventaja en madurez psicológica. En cuanto a mí respecta, ante aquella chica, por su altura desproporcionada y por sus contundentes órdenes, me sentía desarmado como títere de feria.

Además de esta intrépida amazona, venía otro chico, también de la capital de España, a pasar las vacaciones con sus familiares. La amistad con él era más fácil que con su urbanita paisana; así fue hasta el día en que un mal entendido vino a poner una barrera de separación entre ambos. Sucedió en una jornada festiva, al atardecer, su tía nos dio dinero para ir al cine, una peli protagonizada por el genio de la comedia Jerry Lewis: para mí gusto infantil, el mejor de todos los cómicos de aquel momento; me identificaba con su personaje, porque a semejanza mía o yo a la suya, era despistado y todos los proyectos que emprendía le salían al contrario de como los planeaba. Después de la proyección de la película nos detuvimos en la calle, para lanzar “bombas” (chinas); algo muy corriente por aquella época en la cual la mayoría de calles estaban por asfaltar. En esas andábamos, cuando se me ocurrió la desafortunada idea de hacerme el muerto, imitando a los protagonistas de las pelis de acción. Mi amigo después de llamarme a distancia, reiteradamente, sin recibir respuesta por mi parte −puesto que yo insistía en estar de camino para el otro mundo− abandono el lugar, a toda carrera, en dirección a la casa de sus tíos, en el convencimiento de que efectivamente me había matado.

No sé porque motivo, siempre he tenido la convicción de creer que las personas esperasen más de mí; de este amigo esperaba, en concreto, que intuyese que se trataba de una broma sin más. Viendo que no regresaba, después de buscarlo por varias calles adyacentes sin resultado, hice tiempo para llegar a casa por miedo a posibles represalias. Por el susto que llevaba el chiquillo, mi hermana la mayor, que estaba en la casa de su tía en ese momento, salió a mi encuentro para conocer de primera mano lo ocurrido y, al mismo tiempo, para persuadirme de que debía pedirle perdón. Así procedí, tal y como pidió mi hermana, aunque con mucho esfuerzo de mi parte por miedo a los reproches de sus tíos.

De todo se puede aprender en la vida, incluso de los episodios negativos: de este saqué el propósito, por la vergüenza que pasé dando explicaciones, de no gastar bromas pesadas y de no mentir en adelante. Intención que a partir de entonces llevé a cabo con buen resultado al menos en la parte de las bromas, en la otra, en unas ocasiones por salvar los muebles y en otras por motivos que confesaré más adelante no fui tan fiel a mi promesa como hubiese deseado.

  1. PAISAJE, COSTUMBRES Y BAJOS INSTINTOS

Los primeros años de la infancia, saliendo de mí, fueron un continuo descubrimiento y, por lo mismo, un aprendizaje incesante. Esos hallazgos los encontraba especialmente en la calle, donde la gente del pueblo y otros foráneos que pasaban por allí dejaban su impronta. Esta fue una época en la que se vivía de puertas hacia afuera de las casas, de tal modo que estábamos a la expectativa de que aterrizase por el pueblo cualquier transeúnte, poco habitual por el barrio, para ver que novedad nos traía. La plazoleta donde yo vivía, por su espacio diáfano y amplio, terminaba siendo el lugar idóneo de parada para ellos. Allí podían vender sus productos, especialmente el más apreciado por los lugareños, el elixir de la eterna juventud; también la plaza se convertía en escenario improvisado donde artesanos y comediantes podían mostrar sus habilidades e ingenio.

Después de la posguerra, años de gran estrechez económica, había que ganarse el pan como fuere; y entre aquel abundante muestrario de buscavidas y cantamañanas que pasaban por el barrio recuerdo ahora, repasando lista, al latero, que remendaba todo tipo de utillaje de metal: pucheros de porcelana, cubos y barreños de zinc y cubertería. Al aguador que abastecía, por su parte, de agua “potable” a la población con cántaras de barros cargadas por un borrico; después lo haría con un carro de madera y finalmente con un remolque pequeño tirado por un tractor. Al sillero, que renovaba los asientos de sillas y mecedoras de enea, armado de infinita paciencia; en realidad es que, por esas fechas, nadie andaba con prisas, no sé si porque no había muchos sitios a donde ir, o porque muy pocos por entonces andaban huyendo de sí mismos.

El zíngaro, por su parte, nos traía con su cabra acróbata lo que vendría a ser la prehistoria del circo: cuando el estrambótico personaje hacía acto de presencia en la explanada, extendía una escalera de dos patas, la cual coronaba en su último peldaño con un bote de lata, para pasar seguidamente y haciéndose acompañar de un instrumento musical, a la acción, invitando a la cornuda (no tenía otra opción si quería comer ese día el intrépido animal) a trepar por los peldaños, hasta subir al bote donde cabían justamente sus pezuñas y, si acaso, un alfiler más. De esta guisa, la esforzada trepadora daba un giro de ciento ochenta grados sobre sí misma, para deleite de los espectadores, al son de la corneta de su dueño. Ahí terminaba la brillante exhibición circense de hombre y animal. Después, el domador de cabras, pasaba un platillo metálico para recoger la voluntad (que no era mucha dada la situación económica de época) en calderilla de los espectadores.

Cada vez que presenciaba aquel espectáculo me sobrecogía de manera especial, tanto por la cabra, por temor a que la pobre perdiese el equilibrio y terminara con su osamenta empotrada en el suelo, como por la vestimenta con ribetes de corsario que lucía el cíngaro y su familia.

Otro personaje distintivo de entonces que aún pulula, de tarde en tarde, entre el paisaje humano de las calles del pueblo era el afilador. Según cuenta la leyenda popular, la presencia de este artista del acero, era presagio de cambios climáticos o de defunciones. Cuando me comentaron los augurios que seguían al paso del afilador, por el pueblo, quise indagar por mi cuenta si se trataba de una leyenda o guardaba relación con la misma realidad. Para sorpresa mía, porque en principio era reacio a creer en ello, después de años de observación pude constatar (debido a que mi trabajo se desarrollaba dentro del pueblo y muy cercano a la calle) que no se trataba de una leyenda popular o de una serpiente de verano, como dirían otros. De este modo pude registrar, fehacientemente, que era cierto lo que se decía: que cuando hacía acto de presencia por las calles del pueblo el afilador, o bien se cubría el cielo de nubarrones o, en su defecto, las campanas doblaban a muerte alertando a los vecinos de que el duelo, ese día, estaba servido. No en todas las ocasiones se daban los dos acontecimientos, muerte y cambios atmosféricos, al mismo tiempo; lo que si sucedía inexorablemente es que, al menos, uno de los dos acudía sin tardanza a su cita con el afilador. El porqué de este fenómeno se escapa a mi corto entendimiento, sea lo que fuere, he podido observar además de lo ya anotado, dos cosas, primero que las notas musicales que el afilador arranca a su chifre, para avisar de su presencia, han permanecido inalterables a través de los años, y, después, que una herramienta afilada, seguramente una piedra en forma de hacha, fue el primer utensilio con el cual un hombre, por envidia, mató a su hermano.

Para terminar con el elenco de personajes que hacían parada en la plazoleta, he de mencionar además de los ya citados, al quincallero; éste vendía dedales, tijeras, bisutería barata y un sinfín de bagatelas que portaba en un maletín o en un carruaje dependiendo de su capacidad negociadora. El trapero estaba emparentado con el quincallero, compraba y vendía trapos viejos y pellejos. El pregonero, que por lo general era el alguacil del pueblo, infundía temor y respeto. El pregonero anunciaba, a voz en grito, todos los edictos municipales del ayuntamiento y los acontecimientos de especial relevancia que días después tendrían lugar en el pueblo. Este buen hombre, aunque a mí por esas fechas no me lo parecía tanto, hacia su periplo a horas intempestivas cuando la gente estaba ya recogida en casa. Su voz grave y solemne, en medio del crepúsculo del atardecer, tronaba rompiendo el silencio de las calles como si viniese de ultratumba. Cuando escuchaba su salmodia, no tardaba mucho en refugiarme entre las sayas de mi madre, hasta que su alargada voz se iba atenuando a medida que sus pasos se alejaban por en medio de las retorcidas calles, ya en penumbra, de mi pueblo.

Además de los personajes pintorescos ya citados, pululaban un sin fin de vendedores autóctonos. Entre los que se dejaban caer por la plazoleta estaban: el melonero, el piconero, el vendedor de higos, el muchacho de los garbanzos tostados, la vendedora de peces −tan lozana ella y fresca como su propia mercancía− y la anciana de los helados, la cual preparaba granizados raspando manualmente con una maquinilla, al uso, una barra de hielo para después añadir a la porción extraída un licor de sabores y colores diferentes. ¡Ah, se me olvidaba…! nos decían que a medianoche deambulaban por las calles unos seres misteriosos (pantarujas) para asustar a los niños; en realidad eran hombres y mujeres disfrazados de fantasma, cubiertos con sábanas, para llevar a cabo alguna que otra acción ilícita sin ser reconocidos. Yo jamás vi una de ellas, lo único que pude observar en una ocasión, adentrada la media noche, fue la silueta de un hombre saltando de tejado en tejado que, por su aspecto encorvado y por el sigilo con que caminaba, daba la impresión de que acababa de asaltar una alcoba o, en su defecto, un gallinero.

Con el paso de los años todos estos personajes y buscavidas fueron desapareciendo de la vía pública, en unos casos porque subió el nivel de vida de los ciudadanos del país, lo que llevó a muchos a encontrar trabajos menos sacrificados; y, en otros, como consecuencia de la ordenanza de algún ministrable que prohibió la venta ambulante. Con dicha prohibición desapareció la capacidad para que las personas humildes pudiesen emprender un negocio desde cero y, al mismo tiempo, para que se fuesen diluyendo las relaciones vecinales y desapareciese, por extensión, la expectación y algarabía que se formaba en las plazas con los rapsodas, los pasacalles, los teatros de guiñol, los espectáculos circenses, y la ilusión de muchas personas mayores por hacerse con el ya citado elixir de la eterna juventud.

Todo esto sucedía cuando los hombres y mujeres pasaban por la vida sin precipitar los acontecimientos a fuerza de empujarlos como hacemos en el presente. El hombre posmoderno desde que sacó a Dios de su vida, pensando que todo dependía de él, exclusivamente (de su inteligencia y de su astucia), anda agitado y acelerado en un intento de eludir su orfandad (su soledad) por un lado, y de asegurar su futuro, por otro. Sin embargo, este hombre “autosuficiente” aún no se ha percatado de que ir a toda velocidad para llegar antes no es sinónimo de ir en la dirección correcta. De hecho, fuera de Dios, de la revelación traída por Jesucristo ¿qué rumbo sigue el hombre que pueda tranquilizar todos sus desasosiegos e incertidumbres y asegurarle, por otro lado, su futuro? El psiquiatra Jorge Bucay dice que «La felicidad es la certeza de no sentirse perdido»; estado de la conciencia, que, analizado en profundidad, fuera de Dios ninguna persona humana puede garantizar; ni tan siquiera los mismos psiquiatras. De facto, existen en algunas universidades de EEUU una especialización, dentro de la carrera de psiquiatría, que estudia la conducta neurótica de los mismos psiquiatras, no sé si sobrevenida esta, por el ejercicio de su profesión, o porque ya entraron así en el ella.

Regresando a la infancia, a pesar de los muchos días amargos que sufrí, a causa del acoso, hubo otros más livianos, entre ellos recuerdo con entrañable cariño la llegada de la primavera; estación del año que despertaba todos mis sentidos, y que inundaba mi pecho con perfumes de azucena, jazmín y azahar. Especialmente es evocador para mí, en dicha estación, el mes de mayo: por esas fechas, en conmemoración a la madre de Dios, la Virgen María, se montaban altarcitos con su imagen, adornados con todo tipo de flores, en casas particulares que, luego, visitaban los vecinos para rezar el rosario y entonar cantos a María. Confluían, en este mismo mes, otras circunstancias que lo diferenciaban del resto del año dándole un brillo especial; entre ellas sobresalían el tupido verdor del follaje en los campos, la bondad del clima, los arcoíris que unían tierras lejanas, y una multitud de pajarillos que, con sus trinos, quebraban el silencio del amanecer y el cavilar del hombre al medio día.

Por lo dicho anterior mente, como el campo en ese mes desbordaba vida e invitaba al deleite de todos los sentidos, los profesores nos sacaban del colegio algunos días para llevarnos al ejido. Una vez allí, me sentía en unidad con la misma naturaleza y mi corazón exultaba de dicha, cual enamorado, regalando silbidos y cantos por doquier. La era, pues, se convertía de nuevo en el sitio idóneo para brincar y retozar como terneros a campo abierto: sobre su liso firme rodábamos por el suelo, como bolas de billar, en medio de un prado sembrado de florecillas blancas, lilas y anaranjadas; flores que algún jardinero (yo sé quién) cultivaba en mitad de la noche, a la luz de la luna y las estrellas, con sangre de eterno enamorado.

No sólo las personas, también los animales despertaban de su letargo con la llegada de la primavera. Del subsuelo emergían un sinfín de criaturas, cuasi microscópicas, que deambulaban a sus anchas, entre la incipiente hierba, ajenas a las miradas de los infantes, a sus pies saltarines y a sus inquietas manos. De toda esa micro fauna, abundantísima, que salía de sus madrigueras a la superficie, con las suaves temperaturas de primavera, recuerdo ahora, entre otros bichejos, los escarabajos, las cochinillas, las orugas, las mariposas, las hormigas, las mariquitas, los ciempiés, los caracoles y babosas y, los más peligrosos de todos, los alacranes. Las mariposas de ser blancas, eran presagio de buenas noticias; las mariquitas, vestidas de sevillanas, las llamábamos cuentadedos (infelices ellas por desconocer entre qué dedos se desplazaban…). Algunas de esas criaturas gozaban de una belleza singular; otras en cambio, siendo diminutas, tenían aspecto infernal y repugnante: todo un filón para el cine de terror de ser reconstruida su apariencia a escala mayor.
La impronta que dejaban sobre mi retina algunas de estas criaturitas del subsuelo, por su aspecto siniestro e inmundo, no lograba desterrarla de mi sesera mientras que no hubiese otros aconteceres u otros bichejos igualmente desconocidos para mí que captasen mi atención de nuevo. Aquella fauna en miniatura, no tenía nada que envidiar, por cierto, al más sofisticado documental de animales selváticos; tan es así, que podía pasarme horas enteras observando los quehaceres y movimientos de aquellos pequeñines para poder descifrar su comportamiento. A pesar de aquellas pesquisas, nunca hallaba una conclusión lógica y razonable que pudiese dar razón de sus idas y venidas: para mí, a diferencia del naturalista y documentalista de la época Félix Rodríguez de la Fuente, toda la actividad que desplegaban era un sinsentido. En ocasiones, no obstante, con resultados brillantes por las construcciones sofisticadas que llevaban a cabo.

Una de las obras de ingeniería que más me llamó la atención, relacionada con esta fauna diminuta, se produjo una tarde de verano, mientras caminaba por el campo, en momento de sentarme en una piedra para atar mis zapatillas: lo que pude observar al contemplar una viña desde la posición horizontal que ocupaba en ese momento, bajo una tenue luz de atardecer, fue un manto tupido de red de araña, casi invisible, que cubría por completo todas y cada una de las cepas del viñedo; mientras, por debajo, ajenos a esa malla extensa que les cubría, se movían centenares de coleópteros y hormigas pululando de un sitio para otro. Este acontecer me hizo reflexionar años después. Pensé que, en ese mismo instante en el que la naturaleza estaba en calma y afanada en su tarea para salvar el invierno y a sus congéneres, algunos hombres −cargados de prejuicios, intereses y fanatismos− andaban conspirando en sus despachos, los unos contra los otros, para destruirse mutuamente. ¡Pobres dirigentes…! Ni por atisbo sospechaban, ensimismados en pasar a la historia, que el mundo seguiría latiendo, a pesar de sus intrigas y de su odio, por debajo de una tupida red de araña, ajena, esta, al hambre, al dolor, y a la muerte que estaban con sus intrigas sembrando.

Luego de mis distracciones, a veces incluso metido en ellas, llegaba el lado oscuro del que pocos días podía librarme; estos eran los ratos de zozobra y de rabia contenida, por el acoso de los chicos de mi edad y otros mayores que, en lugar de ceder, cada día iba a más. Cuando traigo a colación estos recuerdos, no salgo de mi asombro al constatar la capacidad de resistencia de la que el ser humano ha sido dotado. Sin embargo, no siempre sucede de este modo, ya que muchos chicos que compartieron mí misma suerte, por iguales o parecidos motivos, optaron por decisiones funestas e irreversibles como poner punto y final a sus vidas.

Ante aquellas agresiones me replegaba, a modo de erizo, esperando que la lluvia de insultos escampase sobre mi punzante corteza. Cuando ya no podía más y los días se me hacían interminables; mi alma, elevaba una súplica a Dios para decirle: ¡Señor sácame del pueblo, esto es superior a mis fuerzas, no puedo más! tal era el dolor que asolaba mi espíritu, que ni siquiera pensaba, con apenas siete años, que al salir del pueblo tendría que dejar atrás también, con ello, a mis padres y a mis hermanos. Aquella súplica que dirigía a Dios en momentos de desolación, es decir casi a diario, no cayeron en saco roto: años después el Señor, que siempre escucha, aunque no siempre responde, pues por algo dice Isaías que «sus pensamientos y sus caminos no son como los del hombre», tuvo a bien atenderla llevándome a otro lugar. No obstante, los sucesos relacionados con esa salida los dejaré para más adelante.

¡Si sólo hubiesen sido los niños, pero no…! sucedió en el transcurso de una serena noche de verano: mientras me encontraba absorto, frente a la puerta de mi casa, observando a un sinfín de mosquitos precipitarse, una y otra vez, contra la luz de una minúscula bombilla, en vuelos suicidas, donde quemaban sus alas al calor del cristal incandescente de la misma. No muy lejano a aquel cementerio de insectos, se escuchaba un silbido que aumentaba su timbre a medida que se aproximaba al lugar en el que yo me encontraba; cuando miré en su dirección pude observar que se trataba de un vecino, un joven que venía de alternar con los amigos. Era Anselmo que, una vez estuvo a mi altura, se detuvo, miró hacia la lámpara y cuando le acompañé con el gesto, aprovechó mi distracción para entrelazarme en sus brazos, al mismo tiempo que me besaba apasionadamente en la boca. Esta era la primera vez que alguien me besaba en la boca, ya que en mi propia familia manteníamos la costumbre de hacerlo en la mejilla. Eso me produjo tal repugnancia, que fue la primera vez y la última que recurrí a la protección de mi padre para que hiciese algo en mi defensa. La ayuda por parte de mi padre no se hizo esperar, de este modo en cuanto terminé de contarle lo que me había sucedido, saltó como energúmeno de su sillón en busca de aquel chaval barbilampiño ─de hormonas alteradas y cerebro de mosquito─ para amonestarlo. De regreso a casa, una vez que dio con su paradero, mi padre me garantizó que no volvería a tocarme; que de hacerlo de nuevo −le advirtió− se atuviese a las consecuencias porque se las vería con él cara a cara y, en esa ocasión, no sólo para reprenderlo.

  1. A LA MEMORIA DE MI PADRE

Ahora que ha salido a colación la figura de mi padre, no puedo pasar sobre estas líneas sin honrar su memoria. Tal vez sirva para que muchos, con su ejemplo, encuentren su felicidad en la cotidianidad de la vida sencilla, al igual que él encontró la suya en la conformidad de lo que no podía cambiar. Esta semblanza estaba ya escrita y la he extraído de mi blog personal. ¡Ahí va por t, papá!

En homenaje a mi padre:

Para mí, papá, fuiste un gran hombre, un hombre bueno y horrado (con un punto de picaresca, eso sí), motivo por el cual no me hubiera atrevido a pedirte más de lo que a cualquier otro señor eminente de tu tiempo. Naciste ocho años después de que comenzase a rodar el siglo XX. Yo vine al mundo cuando tú tenías cincuenta y tres años cumplidos. No obstante, a pesar de tu edad avanzada, nunca eché de menos un padre joven. A esa edad trabajabas como uno de treinta, me dabas tu protección y, aunque no fuiste especialmente afectuoso, jamás pusiste tu mano sobre mí para castigarme y tus amonestaciones siempre eran para bien y no para humillar. Tu modo de imponer respeto consistía en saber estar en tu lugar en todo momento, siempre con sobriedad y sin dar motivo para que nos escandalizásemos de ti.

Por aquellas fechas muchos trabajos del campo se hacían a mano, así, pues, a pesar de que tenías las tuyas bien curtidas, con el rigor de las temperaturas invernales, se te agrietaban con surcos semejantes a los que hacían las rejas de tu arado en tierra firme. Aquellas manos, padre, en pocas ocasiones las mostrabas a voluntad propia y si alguna vez lo hacías no era para buscar nuestra compasión, sino para que supiésemos la dureza que comportaba el trabajo del labrador. Ese era tu habitual modo de proceder, ya que raramente nos hablabas de tus preocupaciones, de tus luchas y fatigas.

Sí, padre, déjame que lo cuente: yo te observaba y, en tu determinación recia, descubrí que tenías corazón de niño, un corazón sensible que hizo que aflorasen, en más de una ocasión, lágrimas a tu rostro; especialmente en las bodas de mis hermanos. Ni que decir tiene que respetabas a mi madre y que de tu boca raramente salió un improperio que te afeara. Recuerdo con nostalgia mis vacaciones, porque aprovechabas ese periodo de mi vida para llevarme contigo al campo. Me despertabas de madrugada para salir de casa -montados a lomo de mula- antes de que apuntase el alba: yo iba sentado a horcajadas delante de ti y, en el trayecto que había hasta llegar a la finca, aprovechabas para cantarme, al oído, uno de los milagros que Dios tuvo a bien concederle a San Antonio de Padua siendo aún niño.

El canto relataba un hecho insólito, sucedió mientras el padre de Antoñito asistía a la misa dominical matutina en su ciudad. Antes de dirigirse a la celebración su padre le encargó que protegiese el huerto familiar del ataque de las aves. Antoñito, obediente a su padre, en lugar de espantar a los pajarillos, se puso a hablar con ellos, invitándolos a recogerse en una nave que había en el mismo huerto hasta que finalizase la misa. Así lo hicieron las aves que, escuchando atentamente sus indicaciones, le obedecieron. Cuando llegó su padre de la celebración dominical sin dar crédito de todo a lo que veían sus ojos y lo que le decía su hijo, rápidamente se dirigió al pueblo para dar cuenta al Obispo y al resto de paisanos de tan insólito suceso. Los lugareños, aunque algo escépticos, para verificar lo sucedido lo siguieron hasta el huerto donde contemplaron, efectivamente, a los pajarillos que aún estaban parados en la nave, inquietos, esperando a que Antoñito les diese la orden de batir sus alas para reemprender el vuelo. Sí, papá, acuérdate, me gustaba de tal manera aquella canción que te la hacía repetir, una y mil veces, hasta que llegábamos a la finca, si es que íbamos de camino, o hasta entrar en casa en el trayecto de regreso.

No sé si los santos en el cielo tendrán la cualidad de la omnipresencia, lo cierto es que cuando me invoco a este Santo para encontrar un objeto que he perdido (que por mi natural despiste no son pocas) no tarda el mismo en aparecer. Ahora que lo pienso, creo que de algún modo San Antonio desde las alturas se percató de lo mucho que me gustaba el relato de su milagro: hasta tal punto quedó grabado en mi memoria que, en muchas ocasiones, intentaba imitar al santo, hablando con los pajarillos, sin obtener por mi parte ningún resultado. Al parecer mi fe y mi santidad dejan mucho que desear. No obstante, igual es cuestión de entrenar y de cumplir como el protagonista de la película Little Boy: de cumplir, sino con la lista que le pone el cura, al pequeño niño, si con los mandamientos y las bienaventuranzas de Jesucristo que son más como para adultos. Además, esa es la propuesta de Jesús, y para eso vino al mundo, para que nos hiciésemos santos, no por vanagloria personal nuestra sino para forjar el Reino de Dios ya aquí desde la tierra.

Para terminar con la evocación de lo que fue la personalidad de mi padre quiero hacer mención, entre otras virtudes, al buen humor que destilaba: siempre que salía de casa para el trabajo iba canturreando y, no solo eso, ya que una de sus aficiones preferidas consistía en alegrar la vida de las personas con sus ocurrencias y sus chistes. De este modo sacaba punta a cualquier acontecimiento cotidiano que se prestase para ello: se trataba, por lo general, de un chascarrillo sano, con el cual arrancaba la sonrisa a todos los amigos que pasaban por casa. Por lo ya comentado sobre él, por su estoicismo, por su paciencia y por otras cualidades que le hacían brillar con luz propia, tengo que concluir diciendo que, por encima de todo, fue un hombre bueno y sencillo, que pasó por la vida haciendo favores sin desear mal a nadie: un señor que respetaba y se hacía respetar, un hombre que se conformó con lo que le ofrecía su entorno y que, por lo mismo, necesitó tan pocos accesorios y bienes para vivir, que los únicos objetos personales que le encontré en su mesilla de noche cuando falleció fueron, a saber, un reloj de cubierta de plástico, una petaca en la que guardaba algunos documentos sin importancia y el equivalente, dentro de la misma, de lo que vendrían a ser hoy unos treinta euros; monedas que iba juntando, poco a poco, no para sus gastos, sino para convidar a los nietos por su cumpleaños. Con esas pequeñeces, con su buen talante, con llevar el sustento diario a casa y, especialmente, con ver a sus hijos felices, se daba por satisfecho.

De tal modo su aquiescencia constituyó uno de los principales motores de su vida, que nunca le vi lamentarse por no haber alcanzado una posición social relevante en su entorno; aunque no le faltase inteligencia para ello. Es más, en muchas ocasiones, me relataba la historia de un hijo que, a modo de cuento de la lechera (especulando en su imaginación), iba exponiendo ante su papá, uno por uno, los logros que alcanzaría a medida que se hiciese mayor. Al glosario del mozalbete el padre contestaba a cada uno de los logros que el hijo le mostraba: ¿y después qué más conseguirás hijo mío? así una y otra vez ¿y después qué otro logro más, hijo mío? hasta conducir al hijo a sus últimos días, frente a la vejez, en el precipicio de la muerte. Entonces mi padre, al llegar a ese punto del relato, callaba con la intención de hacerme meditar sobre la ambición desmedida. Ahora se lo agradezco, porque no he llegado a tener éxito en la vida, ni a triunfar tal y como lo entiende el mundo actual; sin embargo, no me he frustrado por ello y he podido saborear el éxito que para Dios y para mi padre eran suficientes: dormir en el lecho, al caer la noche, con la certidumbre de estar en paz conmigo mismo y de no haber pisoteado a nadie por el camino; al menos, no, conscientemente.

No obstante, después de señalar lo que aprendí de mi padre, también he de reconocer, por otro lado, mi fuerte temperamento, el cual algunas veces (cuando yo consideraba que tenía razón, o era víctima de una injusticia) me llevaba a conducirme con ira, no así con violencia física, porque ésta la dejé enterrada para siempre, junto a mi infancia, a la edad de doce, trece años. Así que aprovecho la ocasión, desde estas líneas, para pedir perdón por ese comportamiento, colérico, a todas las personas que pude lastimar por dicho motivo.

Mi padre me ofrecía, de esta manera, por su bondad, su tesón, su equilibrio, su modo de entender la vida, su buen humor y por su conformidad -también por su aceptación de lo que no tenía solución- un modelo de persona que no perturbaba, en mi mundo interior, la añoranza por otra identidad que no fuese la masculina. Mi padre, por tanto, fue un prototipo de persona plena de sí e identificada con su medio. Quizás parezca que intente justificar mi condición heterosexual durante aquel periodo de mi vida, sin embargo, aunque así fuere eso no quita para expresar lo que vivía por entonces en mi fuero interno; es decir, la convergencia plena entre lo que yo era por naturaleza y mi modo de percibir, sentir y vivir la masculinidad. El autoengaño es negarte a ti mismo la posibilidad de aceptarte, de amarte y, por consiguiente, la capacidad de poder cambiar. Dicho de otro modo, nadie puede amar a los demás si antes no se ama a sí mismo, como tampoco puede emprender un cambio o ser feliz desde la negación de lo que es o desde la incapacidad para analizar de donde brotan o provienen las fuentes de sus sentimientos. Esta actitud y no otra, la aceptación de todo tu ser con su historia, es el principio básico para iniciar una carrera hacia la felicidad donde no se proyecten en las demás personas las propias carencias y limitaciones.

  1. DE LA CULTURA DEL SER A LA CULTURA DEL TENER

El capítulo anterior me ha dado pie, recordando la memoria de mi padre, a tomar conciencia en que, esa manera especial de enfrentarse a la vida, con las particularidades que a él le caracterizaban, tampoco es que fuese una excepción en su persona, sino que formaba parte de la idiosincrasia de la mayoría de españoles de por entonces.

Parece obvio lo de amarse a uno mismo, antes que negarse a uno mismo y su potencial innato; sin embargo, la realidad me ha mostrado en más de una ocasión todo lo contrario. De tal manera que he dado con personas, en las últimas décadas, que se decían tolerantes, y lo que menos esperabas de ellas es que a quien menos tolerasen luego fuese a ellos mismos. También he encontrado a otros que igualmente decían ser tolerantes, pero que, rechazando su propia libertad, con tal de no sentir el vértigo de la nada y la responsabilidad de pensar y tomar sus propias decisiones, se aferraron a una concepción filosófica acabada (cerrada) del mundo, que los hizo poco menos que autómatas (discos rayados) con una lección aprendida de antemano, sin ningún espacio abierto al diálogo y sin cuestionar mínimamente aquellas teorías a las que habían entregado su alma.

Redundando aún más sobre la intolerancia, en este caso, sobre la que se ejerce sobre uno mismo, me he llegado a hacer la siguiente pregunta: ¿Cuál ha de ser el motivo que lleve a tantas personas a magnificar sus defectos o sus deseos incumplidos, al mismo tiempo que es incapaz de valorar, por otro lado, sus logros, capacidades y virtudes? Del mismo modo, analizando los comportamientos de negación y de rechazo que he visto en muchas personas con las que me he relacionado, he llegado a preguntarme, que pensamientos anidarían en ellas para que, en algún estadio de su vida, se quedaran varadas -con poca o nula capacidad de reacción- frente a la adversidad. No creo que haya una sola respuesta para explicarlo, de tal modo que después de meditar sobre ello, he llegado a discernir que las más habituales son, por un lado, los traumas durante la infancia y la juventud, una educación en ocasiones mal enfocada, principalmente en el seno de la familia por parte de los padres y, en tercer lugar, el hecho cultural; aquel que en nuestra época se define por un modelo consumista, hiperactivo, competitivo y superficial, el cual se aleja, cada vez más, de la propia realidad del hombre por carecer de valores permanentes e inherentes a la misma persona.
Valores que el hombre, como criatura creada, no se ha dado así mismo, sino que viene con ellos de antemano y que forman parte de su propia esencia y naturaleza, y que, por otro lado, nos conectan con Dios, porque a imagen de Dios fuimos creados: Genesis 1, 26. Valores que en última instancia, para que no quepa la menor duda, fueron revelados directamente por Dios mismo, hecho hombre en la persona de Jesucristo, y esparcidos por todo occidente durante veinte siglos de predicación y catequesis.

No sucede igual, a partir de los años sesenta, década en la que se van incardinando en la sociedad una serie de contravalores, sobre todo en cuestiones morales, que sin ser nuevos, porque ya estaban plasmados en teorías filosóficas de siglos anteriores, ahora llegan no solo a las minorías acomodadas e intelectuales, con acceso a la cultura, sino que como la mecha que prende la gasolina, se extienden al conjunto de la población a través de los medios de comunicación audiovisuales de masa en muy corto espacio de tiempo. Contravalores de hondo calado, muy peligrosos, por cierto, porque ahora dependen del criterio personal de cualquier hombre o mujer, semejante a ti (y que domine el poder y los medios) el que te diga que está bien y que está mal, y mañana, este mismo te diga lo contrario, porque, a Diferencia de Dios, ningún criterio humano es estable y duradero en el tiempo, y se mueve unas veces veladamente y otras sin que la misma persona que los proponga sea consciente de ello: no por el bien de todos, sino por intereses personales, familiares y amiguitas.

Estos contravalores que se fueron introduciendo, primero sibilinamente y después, sin ningún tipo de mascara, porque a todo se acomoda el hombre, al mismo tiempo que impregnan todas las esferas de la persona -entre ellas, la vida familiar, social, política, e incluso religiosa- las iban esclavizando luego, como si del mejor de los tiranos se tratase. Así, pues, entre otros, se nos impusieron unos estándares de progreso que había que mantener -a toda costa- para después no sentirse excluido del resto de la sociedad; es decir, de los gregarios que ésta estaba adoctrinando desde los medios generalistas de comunicación, especialmente la televisión. Esta presión generaba y sigue generando una encerrona sobre el individuo que, por un lado, le crea miedo a no estar a la altura de los demás y, por otro, le inicia en una carrera sin meta de llegada. No hay meta porque lo bueno o lo malo, lo que conviene o no a la persona, lo que hay o no más allá de este mundo, ahora, como dijimos, es cambiante, no reside de facto en la persona en cuanto criatura creada a imagen de Dios y, por tanto, queda expuesto al capricho, especulación e incluso demencia de los más poderosos y de sus gregarios.

Poniendo nuestro foco de atención en el hecho cultural (el cual es propiciado por una elite económica que invierte en agencias de noticias y medios de comunicación) se nos ha ido inoculando la renuncia a la realidad, a la historia, al sentido común, a la evidencia, al Evangelio y, en última instancia, hasta la misma ciencia, para que quedásemos instalados en el terreno puramente especulativo de la mente, sin más referencias que la propia imaginación, unas veces y, otras, en la autopercepción del yo. Una imaginación que, por haber desechado al Dios de la Revelación, propaga unas teorías puramente materialistas o, como mucho, para que no se la tilde de totalitaria, una “religión” descafeinada, que no se inmiscuya en la moral relativista de la época. Por lo dicho y a falta de transcendencia (de un Dios creador) el hombre siempre termina aterrizando en lo material, en lo que no permanece y, por lo mismo, carece de consistencia propia; es decir en la cantidad de bienes materiales que éste acapare; cuantos más mejor.

Se trata así, de mantener una competición, en muchos casos sin escrúpulos, por tener, poseer y consumir más que nadie. Competición que deja vacía a la persona, infeliz y ansiosa porque, en ese camino a recorrer, siempre te encuentras, por un lado, con personas que poseen más riquezas materiales y bienes de consumo que tú y, por otro lado, porque en esta carrera por tener y acaparar, nunca, o casi nunca, se puede estar al día en los avances tecnológicos, de última generación, por la velocidad trepidante con la que van saliendo al mercado. De tal modo, que, sin meta de llegada, tampoco puede haber paz y descanso.

La cuestión de fondo estriba, en que antes de la primera globalización, la del televisor y el cine, por antonomasia (después vino internet, red en la que también están interviniendo ahora, con la censura, esas mismas elites económicas) había, aparte de Jesucristo, que era el modelo por excelencia y por diferencia, para todos las personas en occidente, una gran diversidad de espejos y modelos de segunda clase -por decirlo de alguna manera- donde mirarse ( que cuestionaban también tu vida) dentro del propio entorno donde uno crecía y maduraba: maestros o guías (en el más amplio sentido de la palabra) que brillaban por su experiencia y sabiduría de vida; no así, por su título universitario.
Por lo dicho, un artesano, es decir el mismo zapatero que tenías en el barrio, te podía dejar mejor tu cabeza que tus zapatos. Por otro lado, como el listón para alcanzar logros y metas era menos exigente que en el presente, se disponía de más tiempo para meditar y, por consiguiente, para corregir aquello que actuaba en tu contra. Hoy, por el contrario, prácticamente nadie tiene tiempo para cuestionarse a si mismo, y ello hay que atribuirlo a varios motivos entre otros, el hecho de que ambos progenitores estén la mayor parte del tiempo fuera de casa por razones laborales (tal vez haya que empezar a recordarle a la juventud que 60 años atrás, solo trabajaba fuera de casa el varón) y, cuando lo está, se dedique al cuidado del cuerpo (al que ahora hay que cuidar especialmente, porque nos dicen desde todos los lados que esta vida es la única que tenemos); y para darle la puntillada a esta falta de introspección, para buscar el sentido de la propia existencia, la misma tecnología nos ha ido acaparando el resto del tiempo libre con el uso de teléfonos inteligentes, tablets, ordenadores o, en su defecto, con la industria del ocio y sus múltiples ofertas.

De este modo, pues, a falta de aquella diversidad de modelos de antaño donde elegir y mirarse antes de la era televisiva y tecnológica; ya que la mayoría de medios de comunicación están concentrados en pocas manos y, prácticamente todos (aunque presuman de lo contrario) impregnados de la misma ideología, el resto de mortales hemos quedado alienados a ese pensamiento único o, de lo contrario, expuestos a él; es decir reducidos a meras cotorras y comparsas de una elite, cada vez más pequeña y enriquecida, que intenta, por todos sus canales de comunicación, inocularnos su mismo veneno: el dios del hedonismo, del relativismo y de un materialismo a ultranza (sin importar, por ello, quien caiga en el camino, por lo general los más vulnerables) para su propio beneficio. Relativismo que, paradójicamente, en contra del mismo significado de la palabra, se ha ido transmutando en una ideología totalitaria, que no solo persigue a todo aquel que no comulgue con sus postulados, sino que, además, trata de imponerlos coercitivamente al conjunto de la sociedad sin contar con ella. Son así, los mismos relativistas los que deciden por el resto de la sociedad, que tenemos que aceptar y que no, de sus propuestas “relativistas”. ¡Bien mirado tiene guasa! por no decir que causa vergüenza ajena.

En fin… que a falta de introspección y diversidad de modelos donde mirarse y elegir, se ha llegado a un colectivismo ramplón y borreguil donde el hombre es más parecido a las máquinas que él mismo ha ideado (las cuales anulan su capacidad analítica y por tanto su libertad) que el Dios personal y libre que lo creó para que viviese en armonía con sus congéneres, con la naturaleza, y con él mismo, más allá de todas estas carreras por atrapar la nada.

Del modelo propuesto por los medios de comunicación (por los dueños de los mismos, hablando con propiedad); es decir, hombres y mujeres hiperactivos, “autosuficientes” e inquebrantables como el acero, casi sin corazón, ha surgido, en muchas personas, contradictoriamente, como ya se dijo, un miedo atroz y enfermizo: un miedo a no dar la talla, ante el resto de congéneres, que le domina y le paraliza hasta bloquearlo. Efectivamente, el miedo se sirve de un mecanismo que nos hace más sugerente abandonarnos a la depresión y a la muerte que afrontar la vida y apostar por la misma: decantarse por la vida requiere, aceptación no pasiva, cambio, lucha, tomar responsabilidad sobre el propio destino, etc. Por el contrario, optar por la muerte es cómodo, porque solamente hay que dejarse llevar del hastío y de la desesperanza; la autocompasión es un estado de autocontemplación, en el que individuo no tiene que poner en movimiento nada, solamente alimentar su tristeza y su ego hasta dejarse morir.

Desde muchos puntos de vista se ha tratado de explicar la historia del hombre: desde el poder, el materialismo, los imperialismos, la religión, etc., olvidando, en cambio, este mecanismo de la mente que es el miedo. El miedo es un sentimiento de supervivencia, fuertemente arraigado en el alma humana, que manipulado desde la psicología se convierte en un arma de dominio y poder para subyugar a las naciones y a los individuos. A causa del miedo, no pocas personas renuncian a su libertad y a los auténticos valores; para mantener, en cambio, una pequeña parcela de seguridad personal o colectiva, con la cual aferrarse a lo ya establecido por otros, aunque esa misma parcela los esté llevando a una muerte lenta. Diríamos que es un veneno servido en pequeñas dosis, pero veneno al fin de cuentas.

Precisamente fue el miedo el motivo que impulsó a los romanos y a los judíos a sentenciar a Jesucristo a muerte. Jesús vino a ofrecer al hombre la verdadera Paz, Libertad, Sabiduría, Amor, Justicia y Vida que solamente Él, como Dios y como creador del ser humano, puede dar. Sin embargo, el hombre, mirando para otro lado, quiso quedarse como estaba, haciendo lo que siempre había hecho; es decir, tiranizando, robando, mintiendo y manipulando a sus semejantes, para satisfacer sus egoísmos, y, por otro lado, para sentirse seguro e intocable; es decir para mantener el statu quo que había llevado hasta la llegada de Jesús. Por lo dicho anteriormente, observamos como Judas, aún viendo los milagros de Jesús, puso su confianza en el dinero por miedo al mañana; en el caso de Poncio Pilato, por no ir más lejos, actuó el miedo a ser removido de su asiento: la prefectura de Judea. En cuanto a los fariseos miedo a perder sus privilegios, y el poder de influencia sobre el resto del pueblo de Israel; y en el caso del mismo pueblo, que ensalzaba a Jesús y lo vitoreaba a la entrada de Jerusalén, para gritar poco después, instigados por los mismos fariseos, crucifícale, crucifícale… por tanto miedo a poner su confianza en una persona que, hecha cautiva, azotada y desfigurada, luego de su prendimiento, había perdido los rasgos de fortaleza e invulnerabilidad que, supuestamente, deben acompañar a todo líder humano.

Ese camino, el de la seguridad, es el que hemos ido perpetuando la mayoría de los humanos, después de la venida de Jesucristo, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX, periodo en que después de haber dado muerte a Dios, también con el intelecto, comenzamos a buscar con ansiedad, y prioritariamente, tener todo bien atado y bajo control: como si las leyes de la naturaleza y los designios del mundo, no estuviesen en última instancia en manos de aquel que creó el mundo y, por ende, la naturaleza, de la que el mismo hombre forma parte. Así, pues, sacrificamos la vida con grandes esfuerzos, para aferramos como esclavos a pequeños placeres y mezquinas seguridades perentorias e incontrolables.

  1. LEJOS DE LA VISTA DE LOS ADULTOS

No todas las aventuras se remitían al contorno del pueblo, sino que, alguna vez que otra, nos alejábamos más allá de su periferia para vivir nuevas sensaciones explorando otros paisajes desconocidos. Estas escapadas las llevábamos a cabo a escondidas de nuestros padres, como no podía ser de otro modo, por nuestra edad, ya que éramos demasiado inmaduros aún para sustraernos de cometer insensateces. A una de esas salidas nos concitaron (yo tendría unos ocho años), un día ocre y lánguido de otoño, a mis amigos y a mí, otros chicos del barrio de mayor edad, bajo la promesa de guardar silencio. De este modo, aceptando su proposición, nos dirigimos todos, a iniciativa suya, a un paraje de recreo donde los lugareños se reunían en festividades campestres.

Antes de llegar al lugar de destino había que pasar, a mitad de camino, cerca de un pozo de aguas subterráneas que se mantenía, como la mayoría de los que había en el campo por entonces, sin tapadera de protección. Siempre que se pasaba cerca del mismo, muy pocos críos eran los que resistían la tentación de asomarse a su interior; entre ellos me encontraba yo, que lo hacía con mucha cautela. El motivo de esa precaución, se debía a las advertencias que nos hacían nuestros padres para que no cayésemos en su interior al subirnos al brocal, ya que pocos eran los que lograban salir con vida una vez dentro.

Por entonces pocas personas se medicaban por depresión ya que casi nada se sabía de esta enfermedad y, por lo mismo, una buena parte de ellas, enredadas en el laberinto de sus pensamientos, ponían fin a sus vidas arrojándose a uno de aquellos pozos. De este modo, aunque había menos enfermos por depresión que ahora, una de las pocas salidas que encontraban a su sufrimiento, aparte del manicomio, era el suicidio; y unos de los métodos con el que ponían fin a sus vidas era arrojándose al abismo de las aguas de cualquier pozo que tuviesen a su alcance.
Como los pozos, en cualquier caso, representaban un gran peligro, debido a que su entrada estaba siempre abierta y sin ningún tipo de protección, mi madre nos decía, para que no nos acercásemos a ellos, que en el fondo de sus aguas habitaba la Mano Negra. Por esas fechas yo confundía, en mi corta inteligencia, su exhortación con las personas que se tiraban a su interior. El vínculo que yo establecía entre realidad y la advertencia de mi mamá, me llevó a creer, que los suicidas quedaban atrapados en fondo de las aguas, a causa de aquella mano siniestra. No obstante, a pesar de las advertencias de mi madre, nunca me resistí a la tentación de mirar en el interior de los mismos: eso sí, lo hacía rápidamente, de un vistazo, para no dar tiempo a la Mano Negra a que me arrastrarse consigo hacia la profundidad de sus aguas; el lugar donde retenía a sus víctimas, los “locos”.

Con el tiempo empecé a sospechar que aquello de la Mano Negra era un cuento chino; ya que, en el supuesto caso de que fuese real la existencia de esta mano cruel, era incomprensible que algunos chicos mayores se arriesgasen a pasar por encima del pozo, en un alarde de valentía, colgados de la baranda que sujetaba la polea de arrastre del cubo. De cualquier modo, el tema de los suicidios relacionados con los pozos quedó arraigado en mi subconsciente, con tal fuerza que, aún, en el presente, sigo teniendo la misma precaución de entonces cuando me acerco a uno de ellos para mirar en su interior. Hay ciertos sucesos y enseñanzas relacionados con la niñez que no se borran nunca: en mi pueblo, por los años sesenta y setenta, era casi habitual que cada dos o tres años se suicidase una persona; en ocasiones coincidían hasta dos en el mismo periodo.

Las andanzas de aquel día de escapada fueron de zozobra en zozobra. Para comenzar el relato de lo acontecido, he de anotar que los chicos mayores, antes de llegar al lugar acordado, aprovecharon su poderío físico para propiciarnos algún que otro sopapo sin motivo. Luego de zurrarme a mí, que fui el último de la lista, seguimos adelante con ellos, pues, a esas alturas del camino, estábamos más lejos de casa que del lugar a donde nos dirigíamos, con el peligro que esto conllevaba de volver solos en desamparo. Como todo o casi, en el acontecer del hombre, es de ida y vuelta, posteriormente la paliza se la propiciaron a ellos, sus mismos padres, por retenernos más tiempo de lo debido en el lugar al que nos llevaron.

Una vez que alcanzamos la meta señalada, nos entregamos a librar batallitas olvidándonos del resto del mundo. El paraje, muy parecido a aquel con el que arranque la autobiografía, aunque este era de proporciones aún mayores, se erguía sobre una suave colina encumbrada por dos piedras del tamaño de un barco bucanero cada una. Nos distribuimos casi por números iguales en las rocas; es decir, en los barcos piratas desde los que hacíamos abordajes con cañas y palos para arrebatar los tesoros que cada uno de ellos albergaba en su interior. De este modo, absortos en los juegos se nos fueron pasando las horas mientras que nuestros padres (sin que tuviésemos la más mínima sospecha), alertados por la tardanza, fueron en nuestra búsqueda por las inmediaciones del pueblo.

En esas andaban cuando, después de varios intentos frustrados, fue mi madre finalmente −que tenía cierto dote para ubicar a las personas y a las cosas en su sitio− la que dio con nuestro paradero. Mi mamá, con la alegría de habernos encontrado, no se mostró excesivamente severa y después de amonestarme ligeramente, reemprendimos la vuelta a casa por detrás de ella, en fila india y cabizbajos, como polluelos asustados, por un sendero que acortaba el camino de regreso a casa.

En ese afán de adentrarnos a explorar lo desconocido, tenía un amigo especialista, al que yo seguía a la zaga. El miedo, no era precisamente lo que me definía por entonces; donde estaba el miedo allí que iba yo a espantarlo. De este modo, nunca esperaba a que entrara en mi cuarto para que tirase de mis sábanas o me hiciese cosquillas en los pies. Si escuchaba algún ruido extraño en el doblado de mi casa o en el patio, a media noche, sentía la necesidad imperiosa de averiguar inmediatamente de qué se trataba. Tomar la postura del avestruz no iba con mi carácter, por lo cual prefería enfrentarme a un ladrón o a un peligro incierto, antes de pasar la noche en vela esperando que el peligro se deslizase, por cansancio, bajo el somier de mi cama.

El procedimiento para ahuyentar los espectros, caso de que detectara algún ruido extraño en horas avanzadas de la noche era el siguiente: sin despertar a mis padres y a mis hermanos me levantaba, abría la puerta que daba acceso al patio de la casa y me encaramaba por las escaleras de acceso al doblado para hacerle frente al propio miedo. Nunca encontré un miedo sin una causa justificada, el más corriente estaba relacionado con unos ojos negros, de tamaño colosal, que alumbraban en mitad del doblado: eran los ojos desafiantes de un gato que buscaba emparejarse o de una gata que acababa de parir. Otras veces se trataba de algún roedor despabilado y, si no, de un chirriar de bisagras por una puerta mecida a capricho del viento. Las tormentas hicieron que me sobresaltara en la cama en más de una ocasión; si la tormenta venía acompañada de fuerte aguacero, salía al patio a quitar la tapadera del sumidero para evitar que la casa se inundase. Solamente en una ocasión el miedo pudo conmigo: por entonces tenía la insana costumbre, sobre todo en verano, de quedarme hasta altas horas de la madrugada escuchando en la radio un programa de fenómenos paranormales presentado por el periodista Antonio José Alés. En esa ocasión no oí un ruido, sino que la habitación se convirtió, por entero, en una caja de resonancia. Al tener la sensación de que el ruido no procedía del exterior y su estruendo iba in crescendo, la zozobra, por no saber que lo provocaba, se apoderó de mí con tal intensidad, que saqué el colchón de mi cuarto para ir a montar la tienda, al menos por esa noche, en la habitación de mis progenitores.

Ahora que lo pienso, quizás mi padre tuviese parte de responsabilidad en mi actitud para poder afrontar con valentía los miedos. Le escuché decir, en más de una ocasión dos frases llamativas (al menos a mí me lo parecieron por entonces), una de ellas fue la siguiente: “que había que tener más cuidado con la ira de los vivos que con las animas de los muertos”. La otra decía, para que no me amedrentase ante los buscas peleas: “jamás he visto ni he oído, en todos mis años de vida, que un hombre se haya comido vivo a otro hombre”. En su sapiencia popular no iba muy desencaminado pues las almas atormentadas de los muertos, con unas oraciones o con un exorcismo se dan, generalmente, por vencidas; mientras que, con los vivos, resulta verdaderamente costoso deshacerse del odio, de la envidia y del deseo de venganza de aquellos que, sólo Dios sabe con qué tipo de justificaciones, enredos mentales y frustraciones personales, nos acechan.

Con todo, no era yo de los más atrevidos del barrio, tenía un amigo que me superaba y, por eso mismo, más de una vez me persuadió para que nos introdujésemos los dos, a hurtadillas, en un caserón abandonado que había por entonces en la calle principal del pueblo. La casona tenía numerosas habitaciones y se accedía a la misma por una contraventana bajando el pestillo que se alojaba en su parte interior. Si respeto me producía desplazarme en la noche por el desván de mi casa, congoja era lo que sentía al hacerlo en aquella mansión destartalada, aunque fuese en compañía de mi amigo. Cuando pasaba a su interior lo primero que me echaba para atrás era su olor a humedad y a efluvios rancios de orín de murciélago. Una vez dentro, nos desplazábamos de una habitación a otra, con mucho sigilo, para no llamar la atención de los viandantes que pasaban cerca de la casona: misión cuasi imposible, ya que las maderas del piso superior crujían como matraca por el abandono y la sequedad de las mismas.

Una vez dentro y después de asegurarnos que no había nadie observándonos desde los rincones del salón, siendo testigos de nuestra osadía en casa ajena, subíamos por la escalera, en penumbra, al piso superior sin más guía que el pasador de manos horadado, como mina bajo tierra, por la carcoma. No sé muy bien que buscábamos allí, a no ser que fuese un chute de adrenalina puesto que mi corazón no hacia más que golpear mi pecho con vehemencia, en un intento de ausentarse de mí tórax para alcanzar la calle y sentirse a salvo, algo que yo le negaba antes de terminar el periplo por todas y cada una de las estancias de la mansión. De esta guisa, sin hacer caso a las palpitaciones y sin detener la marcha, nos desplazábamos por los pasillos, de puntillas, mientras de alguna de las habitaciones, debido a la proximidad de nuestras pisadas, salían de estampida los ocupas que se alojaban en el inmueble: una granja sin domesticar de búhos, ratas, quirópteros y otras sabandijas de la oscuridad. Los miedos dicen los psicólogos que hay que enfrentarlos para que no se apoderen de nuestra voluntad, o mejor dicho de nuestra libertad (quizás no sea buena la recomendación para todo el mundo, porque según contaron, lo más probable en una quedada vecinal en la calle, de noche de verano, algunas personas de un solo susto pasaron a mejor vida).

Pues bien, en eso estábamos mi amigo y yo, plantándole cara al miedo ─que en ese lugar se hacía especialmente asfixiante─ cuando alguna madera del piso superior chirriaba más de lo normal debajo de nuestras pisadas. En el momento que el crujido estallaba con más estridencia de lo normal, pensaba que se abriría un boquete en el suelo, tras el cual sería succionado por la fuerza de la gravedad hasta que mis costillas quedaran estampadas contra las duras losas del piso inferior. El golpe contra el suelo era lo de menos, sino que segundos después los viandantes, alertados por el estallido de las maderas y el batacazo posterior, avisaran a la policía que, porra en mano, no dudarían en ponernos las esposas para conducirnos seguidamente por la calle, ante la mirada acusadora de los vecinos, rumbo al calabozo.

Luego de aquel temor venían otros, unas veces porque se cerraba una puerta de sopetón a nuestras espaldas y, otras, porque algún murciélago en huida, pasaba rozando nuestras orejas, en un alarde de piloto avezado.

  1. DIOS SE SIRVE DE LOS ACONTECIMIENTOS PARA ATRAERME A ÉL

Volviendo a la escuela, allí tuvo lugar unos de los acontecimientos que, posteriormente, me llevarían a uno de los lugares que más influiría en mi forma de pensar y entender la vida.

Aunque parezca prepotente por lo que voy a exponer a continuación, empezaré, para no parecerlo tanto, por señalar mis carencias y defectos: nunca brillé por mi poderío físico, ni por las notas raspando el aprobado, ni por mi elocuencia, ni por ser lo suficientemente prudente a la hora de juzgar a las personas; tampoco por saber encajar con humildad el desprecio o la crítica; y, finalmente, por otros muchos desvíos, pecados e imprudencias que cometí a lo largo de la vida que, de igual modo, quedarán reflejados en esta autobiografía. Sin embargo, con todos esos defectos que he señalado de mi personalidad, quiso Dios poner su mirada en mí, del mismo modo que lo hizo con el pastorcito bíblico David. Me he fijado en este personaje bíblico porque he encontrado algunas coincidencias entre él y yo.

Al compararme con él, lo hago para remitirme al momento de su elección y otros aspectos de su personalidad, que para nada tienen que ver con su sabiduría, su valentía, su sensibilidad artística y su gran fe: lo digo realmente convencido de ello, pues no soy tan pretencioso, ni me atrevería a cometer tal despropósito. De cualquier manera, me sirvo de dichas coincidencias para dar paso a lo que aconteció en mi vida en el año mil novecientos setenta. Como bien sabemos, a poco que hayamos leído la biblia, el favor de Dios, por lo general, está del lado de aquellas personas que a los ojos de los hombres cuentan muy poco o no cuentan para nada. Al igual que David, yo era el más pequeño de mis hermanos, no sólo por edad (tenía nueve años en ese momento), sino en apariencia física. No era pastor como David, aunque me faltó muy poco, ya que por entonces a mi hermano le dieron un borreguito, el cual me endosó luego mi mamá para que lo sacase a pastar al campo: supongo que coincidió su llegada con el periodo de vacacional. Afortunadamente para mí, porque no sabía qué hacer con él, e infelizmente para él, Bolita de Nieve, enfermó muriendo al poco tiempo, si es que no entró ya enfermo en casa, porque nunca lo vi brincar de alegría en el campo.

Anécdota aparte, como se desprende de la narración bíblica, David quedó al margen del modelo que para su padre y sus hermanos representaba una persona con posibilidades de ser ungida de un profeta. En mi caso, particular, sin ser excluido por mis padres (aunque tampoco contaba mucho mi opinión para ellos por ser el más pequeño y porque no destacaba ni por abajo ni por arriba), sí que lo fui de la sociedad; la cual me clasificó dentro de uno de los especímenes de personas que por entonces eran rechazadas. Como David me gustaba la trova y la lírica, aunque sin sus dotes ¡claro está! Como David, finalmente, quise seguir a Dios con coherencia, aunque como David también traicioné a Dios dejándome arrastrar por la lujuria en mi edad adulta.

También encontré similitudes a la hora de ser llamado por Dios. En mi caso, el corto de miras a la hora de fijarse en mí, fue el enviado por Dios. lo contaré para que se entienda mejor: unos días antes de la festividad de San José fue el párroco del pueblo al colegio para hablarnos del Seminario e invitarnos a entrar en él para seguir allí posteriormente los estudios hasta llegar al sacerdocio caso de tener actitudes para ello. Coincidiendo con su visita, mi asiento estaba situado en el aula, en el último lugar de la fila: la primera de todas en orden horizontal a la pizarra. El sacerdote para no andar sorteando pupitres puso su atención en esta primera fila, y fue preguntando de uno en uno, a los que me precedían, hasta llegar junto a mí, donde se detuvo sin interrogarme. La pregunta que dirigió a los compañeros después de explicar como se vivía en el Seminario y cual era la misión del sacerdote, fue la siguiente: –¿te gustaría irte a ti al Seminario? si piensas que no, explica el motivo o los motivos. Todos mis compañeros expresaron, abiertamente, que no deseaban hacer dicha experiencia, alegando sus excusas. Sin embargo, el sacerdote, al detenerse frente mí, que era el único que quedaba por contestar a la pregunta en mi fila, pasó de largo, dándome por no apto, a golpe de vista, de la suya. Con toda seguridad pensó que no daba la talla, que era demasiado pequeño para tan loable tarea. Una vez, más, la mirada miope del hombre frente a la de Dios, tal y como le sucediese al papá del pastorcito David, que lo descartó de entre sus hermanos, pensando que Dios actúa en la fortaleza del hombre y no en su debilidad.

Como la oferta que nos hizo el párroco no pasó inadvertida para mí −que me gustaban los retos− la tuve rondando en mi sesera, por varios días, hasta que llegué a la conclusión, que, en el supuesto caso de haberme lanzado la misma pregunta que a mis compañeros, no hubiese tenido argumentos para rechazar su propuesta. Incluso me pareció, luego de analizarla, sumamente interesante por dos motivos: por un lado, debido a la labor social y humanitaria que hacían los curas, con la cual me identificaba; y, por otro, porque al alejarme del pueblo, para ingresar en el Seminario, dejaría atrás a mis acosadores y el sufrimiento que arrastraba con motivo de ello. Estos dos argumentos fueron suficientes para que, en pocos días, les anunciase a mis padres mi deseo de ingresar en el Seminario. No fue fácil convencerlos, pero con la ayuda de mi hermana la mayor, con mi insistencia y con más de una lágrima frente a una hermosa talla de la Inmaculada, en la parroquia de mi pueblo, conseguimos finalmente vencer su resistencia. De esta manera, tan simple, me llamó Dios a formar parte de su rebaño; de esa gran descendencia que prometió a Abrahán.

Pues bien, aunque a veces pensemos que Dios hace oídos sordos a nuestras peticiones, por lo ya expuesto, se puede inferir que no es cierto. Dios escucha siempre, de tal manera que esta fue la forma de responder, años después, a mis plegarias cuando, frente a los insultos y a las burlas de mis acosadores, yo le suplicaba para mis adentros: ¡Dios mío sácame del pueblo, no puedo más con las humillaciones que estoy viviendo!

A pesar de esa primera llamada del Señor aún no era consciente del amor con que el Padre Eterno me atraía hacia su hijo. Es así que no fue hasta muchos años después, en plena madurez, por las enseñanzas recibidas en un grupo carismático, a las que siguieron otras igualmente fructíferas en los Talleres de Oración y Vida del Padre Ignacio Larrañaga, cuando comencé, como el hijo pródigo -atraído por el Padre Eterno y por mi propia necesidad vital- a caminar con determinación hacia Dios, hacia el Padre Celestial; el cual siempre había estado ahí, pero que solo lo tenía para mi provecho personal como un accesorio más, dentro de otros muchos, que utilizaba de vez en cuando.
En el taller de oración me enseñaron que debía aprender a sustituir los nombres propios que aparecen en la Biblia, por el mío, para hacer así una lectura personal y viva de la palabra de Dios. Fue de esta manera, como se me abrieron los ojos y pude entender, en toda su extensión y con la mirada vuelta en el pasado, que mi respuesta para con Dios, para el camino a seguir que me había mostrado su hijo, fue muy parecida a la que diera Israel -el pueblo por Él elegido por Dios- en su travesía por el desierto. Al igual que ese pueblo me alejé de Dios para adorar ídolos sin consistencia; sobre todo a mí mismo. De esta manera, la Palabra Bíblica, siguiendo el método que ya describí anteriormente, que me hizo entender el amor y cuidado de Dios para conmigo fue la siguiente: (Oseas 11:1-11) “Cuando Israel (José) era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo (de su idolatría). Pero cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí… ¡Y yo había enseñado a caminar a Efraím (José), lo tomaba por los brazos! Pero ellos no reconocieron que yo los cuidaba. Yo los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una criatura contra sus mejillas, me inclinaba hacia él (José) y le daba de comer… Mi pueblo (mi hijo José) está aferrado a su apostasía: se los (le) llama hacia lo alto, pero ni uno solo se levanta (yo, José, preferí la esclavitud de mis pasiones, antes que elevar mi espíritu a Dios) ¿Cómo voy a abandonarte, Efraím (José)? ¿Cómo voy a entregarte, Israel? ¿Cómo voy a tratarte como a Admá o a dejarte igual que Seboím? Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura: no daré libre curso al ardor de mi ira, no destruiré otra vez a Efraím (a José mi hijo) Porque yo soy Dios, no un hombre: soy el Santo en medio de ti, y no vendré con furor”.

Para corroborar estas palabras del profeta, solo hay que mirar hacia atrás en nuestras biografías, muchas veces nos ha hablado Dios, por medio de las personas, de nuestros catequistas, nuestros padres, hermanos, abuelos, amigos, sacerdotes, etc., y pocas hemos sabido escuchar con atención la profundidad del mensaje que encerraban sus palabras. Solo cuando nuestra vida estuvo al borde de la quiebra hemos llegado a alcanzar el conocimiento necesario que nos hacía entender, que únicamente en Dios, como nos decían, encontraríamos la puerta de salida a nuestros males. Algunos ni, aun así, han querido aferrarse al lazo de amor con el que Dios los atraía hacia sí y les daba una y mil veces la oportunidad, a través de un intermediario o cualquier otra circunstancia favorable, el asidero necesario para salvar sus vidas.
Para Dios nunca es tarde, aunque te cueste, en un principio, dar el primer paso, no dejes de subirte al carro del amor, de la esperanza y de la vida que Él te tiende, puesto que, en el fondo, tú sabes que es la única salida, la única puerta abierta, entre todas las demás, que no te va a llevar al abismo del vacío interior, cuando no al fracaso y de la muerte.

  1. SALVO LA VIDA POR SEGUNDA VEZ

Sucedió en un día calmo y caluroso del mes de agosto, cuando el sol estaba en su cenit y ceñía el orbe de enceguecedora luz. La atmósfera que se percibía en el ambiente, era la de una mañana expansiva en la que el mundo se concentraba en un solo punto del planeta, en mi calle. Allí nada parecía urgir excepto la dicha. Días antes mi madre me había comprado una bicicleta con la condición de que no me alejara del pueblo. Sin embargo, como suele suceder que a ciertas edades no atendemos las recomendaciones de los mayores, yo no tuve en cuenta la suya. Por entonces pensaba lo mismo que la gran mayoría de niños a esa edad: la muerte sólo era el destino de personas mayores o, por el contrario, el de aquellas otras que estuviesen gravemente enfermas; circunstancias entre las cuales yo no me encontraba, ni por edad, ni por salud, puesto que me sentía fuerte como un toro.

De este modo, en aquella mañana de cielo azul inmaculado −moteado por el vuelo acrobático de golondrinas a la captura de algún tábano atolondrado− y mientras los rayos del sol perforaban mi camisa como alfileres de sastre, me uní a otros chicos del barrio para llevar a término la aventura que nos propuso el cabecilla del grupo; la de desplazarnos a un riachuelo equidistante del pueblo ocho kilómetros. Así, sin más dilación que la propia resistencia que oponían las cubiertas de las bicicletas al asfalto de la carretera (muy poca, por cierto, porque el trayecto de ida era en pendiente), nos escapamos para saciar nuestro deseo de aventura.

Pero ese día sucedió algo no planeado (son los imprevistos, por cierto, los que nos devuelven a la realidad y a nuestra condición de fragilidad), aquello que se prometía como un día de diversión, sin más, terminó en un susto que pudo llevarme a mejor vida. Llegamos exultantes porque hicimos el trayecto, siete kilómetros, en pocos minutos, y esto supuso para nosotros, aprendices de ciclistas, toda una hazaña. Después de descansar un ratito en la explanada que había en la finca (una pradera atravesada por un riachuelo sembrado de álamos en su orilla) me adentré, en compañía de uno de los colegas, curso arriba del río para explorar el terreno y mostrar, de paso, mi osadía al resto de compinches. Muy decidido caminaba, por delante del jefe de la excursión, sin poner demasiado cuidado sobre el suelo que pisaba, concentrado más bien en avistar sobre la superficie del agua, como otras veces, a algún pato silvestres con sus crías o, en su defecto, ver algún pez que otro practicando saltos acrobáticos por encima del líquido elemento. Así caminaba, descuidadamente, cuando me aproximé tan cerca a orilla que acabé, a causa del lodo acumulado en su margen, cayendo al río en una resbalada. En la inmersión, como no podía mantenerme a flote, pues aún no había aprendido a nadar, empecé a tragar agua y a batir palmas sobre la superficie con tal de no hundirme. En mi impotencia, por no poder hacer pie en el fondo, pensé que allí dejaba lo que hasta entonces había sido mi corta existencia.

Sin embargo, no sucedió así, una cosa era lo que yo pensaba y otra lo que Dios tenía destinado para mí; aún me faltaba enfrentar muchas batallas para ganar la definitiva que me condujese a la redención. De tal modo que cuando me encontraba ya al límite de mis fuerzas y me veía a merced de la parca, se produjo el milagro: el chaval que me acompañaba −que por cierto tampoco sabía nadar− advirtió en el suelo (tal vez su Ángel o el mío) que, a escasos centímetros de sus zapatillas, había una caña cascada para sacarme a flote.

De aquel episodio, y de otros parecidos que vinieron posteriormente, puedo dar fe -por lo expuesto que estuve y la nitidez con que yo los viví- que la muerte, vista de cara, no es tan aterradora como la pintan. Siendo así que, en las ocasiones que más cerca estuve de la misma, acepté sin temor y con total serenidad que había llegado mi final. Algunas de estas situaciones fueron tan críticas y tan al límite, que mientras sucedieron fui plenamente consciente que el salvarme sólo estaba en manos de Dios, porque ya nada dependía de mi voluntad; de lo que yo pudiese hacer.

De lo acontecido ese día no se enteró nadie, ya que hice prometer a los amigos que no comentaran nada en sus casas: temía que mis padres al enterarse me castigaran, posteriormente, sin coger la bicicleta por un buen espacio de tiempo. Por lo comentado y como el tiempo se prestaba por la alta temperatura que hacía, puse a secar la ropa, repartida, entre el manillar de mi bicicleta y el de los colegas para no tener que inventar excusas delante de mi madre. De este modo, sin más consecuencias que el susto que me llevé por la caída al rio, aquel el episodio pasó a la historia de los recuerdos hasta que, una vez llegada mi mayoría de edad, se lo di a conocer a mi familia y a Fernando, el colega que me salvó la vida, para darle las gracias.

Cuando referí el suceso a Fernando, este, se quedó muy sorprendido, ya que su memoria lo había retirado del archivo de sus gestas más importantes; lo cual no es de extrañar, teniendo en cuenta, por un lado, que no fue él el que se ahogaba y, por otro, a que las historias de héroes y villanos, con sus proezas, surgen por una necesidad, sobre todo en las personas adultas, de olvidar por unos instantes (sumergiéndose en la piel del superhéroe temerario e indestructible) las muchas limitaciones de cada uno. Para los niños, en cambio, es la simplicidad y la urgencia del momento la que los mueve a tomar una acción u otra sin etiquetarla después. Bien está lo que bien acaba y aquella escapada terminó, especialmente para mis padres, como cualquier otro día de verano −en el que el sol nos alegra el alma− sin que ellos fuesen conscientes de que estamos sostenidos por la mano de Dios y de que, al mismo tiempo, a siete kilómetros escasos de distancia, la vida de su hijo se debatía entre el agua y el aire, entre la vida y la muerte, entre la tierra y el cielo.

Capítulo 3 EN EL INTERNADO

  1. PRUEBA DE APTITUD PARA ENTRAR EN EL SEMINARIO

Mi infancia en el pueblo iba llegando a su término, ese mismo verano tenía que pasar una prueba de aptitud. Así la llamaban a la que se hacía a los postulantes a seminaristas con vistas a evaluar su “madurez”.

El día que pisé el suelo del internado fue especialmente señalado para mí, era el primero, desde mi nacimiento, en que mi madre me dejaba solo por dos semanas lejos del hogar familiar. En mi retina quedó registrada para siempre la imagen de su rostro, con un rictus, entre afligido y abnegado, mientras se alejaba dejando tras sus pisadas, una espaciosa escalinata, revestida de frío mármol, por la que se accedía primero al hall de entrada y después a la calle.

Ese día fue la segunda vez que se cortó el cordón umbilical que nos unía; en esta ocasión, en cambio, se trataba del cordón afectivo: el de la cercanía y la historia compartida bajo el mismo techo. De este modo, dejó en standby parte de su vida, que era la mía, para que yo comenzase en solitario otra nueva, alejado de ella, al menos por un tiempo. Mientras la observaba en retirada yo me descubrí, dentro de mí mismo, indefenso frente a lo desconocido. Aquel mal trago, no obstante, lo pasé en un santiamén; tenía once años recién cumplidos y, ávido de novedad como estaba, me distraía con cualquier cosa, especialmente con el vuelo de una mosca; las mismas que no faltaban en el lugar, porque estábamos en septiembre, mes en el que las susodichas venían a succionar, sin descanso, las gotas de sangre que algún malandrín despistado les permitía extraer, antes de que las mismas sucumbiesen a las gélidas temperaturas invernales. Esto quería decir, pues, que si me iba mal con los colegas ya tendría para emplearme cazando dípteros.

Por cierto, hablando de moscas, he observado que cada vez hay menos por mi tierra, prácticamente ninguna, supongo que debido a los plaguicidas que, con abundancia, se utilizan en la agricultura. Espero que con ellas no se extingan, también, las aves que las tenían como uno de sus recursos nutritivos.

Aparte de los recuerdos ya citados, relacionados con mi entrada en el Seminario, ha surgido otro, hace unos días, coincidiendo con mis paseos matinales. En una de esas salidas pude observar, a pie de calle, como algunos chavales barbilampiños transportaban enseres, que luego cargaban en el maletero del coche, estacionado junto al acerado de sus casas. Pero no fue esto lo que más me llamó la atención, sino ver a sus madres con el rostro un tanto alicaído y dubitativo, seguir los movimientos de sus hijos en el trajín de la mudanza. En su semblante ensombrecido pude captar con precisión, por la fecha en la que estábamos, finales de septiembre, que se trataba de jóvenes estudiantes que salían por primera vez del pueblo, para comenzar su carrera universitaria o para, en otros casos, completar sus estudios profesionales. Fue contemplando una de estas escenas como el subconsciente me llevó al pasado, observando el mismo rostro en mi madre, casi ausente, con una mezcla de dolor y esperanza, despidiéndose de mí en un día interminable de septiembre, sobre las escalinatas frías e impasibles de mármol, tras la cual se cerraba la puerta de entrada y salida al Seminario.

Como se trataba de una prueba de adaptación y de actitud, no tuve problema en superarla, ya que nunca me caractericé por buscar pleitos y conflictos a iniciativa propia. Por otro lado, los educadores pretendían que nos fuésemos contentos a casa: dejar un buen recuerdo en la memoria del postulante, era la manera de captarnos para que estuviésemos de vuelta en el Seminario unas semanas después con el arranque del curso académico. Supongo que los educadores y el superior tendrían muy en cuenta aquello que dice el evangelista Mateo en el Cap. 9, 37-38 …La mies es mucha, pero los obreros pocos. Por tanto, rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies. Mi duda ante esta afirmación, es la siguiente: ¿Habrán entendido todos los pastores de la Iglesia que son obreros para la mies en lugar de administradores de la misma?

El edificio del Seminario impresionaba por sus dimensiones, las cuales yo sobredimensionaba, sin saberlo, más de lo normal porque lo miraba desde abajo: desde la estatura de un niño de poco más de diez años. A este hecho habría que añadir otro no menos importante para que el edificio me pareciese faraónico, los seminaristas estaban de vacaciones y, por consiguiente, el Seminario desolado y silencioso. Todo lo anterior unido, hacía que el edificio adquiriese una apariencia de mayor dimensión, aún, en sus espacios. Pensándolo bien, no sé si el arquitecto que lo diseñó con tamañas proporciones lo hizo por ser éste el estilo de la época o, tal vez, con ideas futuristas: si fue por lo último se equivocó notablemente, porque al paso que vamos o viene el fin del mundo o los curas empezarán a ser en la vieja Europa -nunca mejor dicho- reliquias del pasado.

Es más, en relación con lo comentado, personalmente, me molestó una de las últimas campañas para atraer a jóvenes al Seminario, aunque posteriormente se dieron cuenta del error y rectificaron. Se enfocaba en lo material (“tendrás una paga asegurada de por vida” decía el slogan) en lugar de resaltar la experiencia de fe que llevó a algunos de esos jóvenes a dejarlo todo y servir a Dios como sacerdotes. Las convicciones mueven a las personas, especialmente cuando proceden de Dios; las seguridades, en cambio, terminan derrumbándose cuando vienen servidas de la mano de ídolos de barro como el dinero. Así es, entre otras razones, porque nada de lo que está sujeto al tiempo y al espacio es permanente, al igual que tampoco es algo que pueda llenar las ansias de eternidad, de bien y felicidad a la que todo hombre aspira en su interior aún sin saberlo.

En uno de aquellos pasillos interminables del Seminario, con bóvedas que rozaban el cielo (a mí me lo parecía por entonces) hice infinidad de carreras, en mis primeros años de internado, sin un fin específico; en cualquier caso, lo más importante era pasarlo bien. De pequeños hacemos las cosas sin un propósito determinado, y si este existe, normalmente, es con la intención de imitar a los mayores. ¡Qué previsible nos hacemos con el paso de los años! ¡y qué importante sería que nos volviésemos de nuevo como niños tal y como nos propone Jesús! especialmente desde el corazón. Esta, y no otra, sería la fórmula ideal para alejarnos de juicios temerarios y análisis psicológicos, los cuales sólo sirven para etiquetar a las personas impidiendo que las mismas alcancen su madurez propia.
“En el juego de la vida debería pasar como en los juegos de los niños. Allí no sobra nadie, lo que importa es pasarlo bien, compartir, avanzar en el juego, y llegar a casa radiantes de alegría porque hicimos una nueva amistad”.

Sin un propósito, pues, que me llevara a un fin concreto, elegía uno de aquellos pasillos alargados, como pista de despegue para echar a volar mi imaginación y mis deseos, allí extendía mis brazos en cruz (hermosa cruz, la que abrazó a la humanidad para redimirla de su ensimismamiento y antropofagia), seguidamente tomaba carrera, al mismo tiempo que batía mis brazos para elevarme a toda velocidad del suelo. El mismo suelo y techo que, años después, me devoraría por mor de mi orgullo, por la mezquindad de algunos compañeros y por una mala dirección de algunos superiores.

Por la noche los monitores nos sacaban al patio donde montaban una especie de fuego de campamento, sin más llama encendida que la de las estrellas. Dichas veladas las aprovechaban los educadores con fines didácticos para enseñarnos canciones y juegos, también nos leían fábulas y pasajes bíblicos. Con estos entretenimientos nos hacían, según el caso, pensar o soñar; todo estaba diseñado para obtener una pesca abundante entre los postulantes a seminaristas. Fue así como ingresé unas semanas después, con once años y pocos meses, en el lugar en el que transcurriría la última etapa de mi niñez, seguida de la adolescencia y parte de mi juventud. En este lugar viviría, sin intuirlo en ese momento, lo que terminaría convirtiéndose, a la postre, en una de las etapas más conflictivas de mi vida y, con ésta, ya sería la segunda. Hoy, después de muchos años, vista desde los ojos de la fe, la valoro como positiva. De tal modo que en ella se da cumplimiento a lo que San Pablo nos dice en (Romanos 8, 28) “…para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien…”.

  1. EN EL VIAJE

Superada la prueba, pocas semanas después, comenzaría el curso académico. La noche anterior al ingreso no había dormido demasiado y eso que por entonces dormía como un koala recién almorzado, desde mi interior emergía un sentimiento de que perdería mi libertad, lo cual me entristecía. Este pensamiento lo atenuaba con la creencia en que, saliendo del pueblo, alcanzaría la paz que me habían robado durante muchos años los que me injuriaban con falsas acusaciones.

El viaje desde el pueblo al Seminario, en esta ocasión, se me hizo más largo que el anterior. Mi madre y yo, nos desplazamos en un autobús, de línea, a un pueblo cercano del que saldría más tarde otro, itinerante, cuyo destino final era la capital de provincia; ciudad donde se encontraba el internado. Una vez en camino, poco después de dejar atrás el pueblo, desde la ventanilla del autocar se podía distinguir, de entre el ocre terruño, un verde esmeralda que ponía al descubierto las primeras hierbas que emergían al aire tras el paso del verano. Por encima del prado, el horizonte se revestía de una luminiscencia anaranjada, que anticipaba la estación de las hojas muertas: estación del año que siempre nos invita a meditar y a despojarnos de lo que nos sobra para renacer luego, en primavera, renovados de esperanza, de propósitos y de deseos de amar y ser amados.

No llevaba demasiado tiempo deleitándome con el apacible y sempiterno paisaje de mi tierra, poblado de encinares y habitado de toros, ovejas, cerdos, cigüeñas y un sinfín de aves en tránsito hacia parajes más cálidos, cuando mi magín se vio poblado de nostalgia por lo que dejaba atrás; pensaba para mis adentros: que sería mi vida, una vez ingresara en el seminario, sin poder disfrutar de las correrías en bicicleta, de los cantos que alegraban mi alma, de las salidas al campo que me llenaban de vitalidad, y por último, sin el apoyo cercano de la familia. Con ese pensamiento se diluyó la visión campestre que tenía a mi costado, tras la ventanilla de mi asiento, por un paisaje interior de melancolía, en forma de fotogramas que, saltando rápidamente por detrás de mis vidriosas pupilas, de escena en escena, me llevaron a contemplar las flores diminutas que arranqué en las eras; las etéreas y vistosas mariposas blancas que ya no me traerían buenas noticias; los pajarillos que perseguí a la carrera y que nunca atrapé; las lagartijas y las avispas castigadas; las moscas des-aladas; las folclóricas mariquitas respetadas; las monstruosas sombras en la pared; las crisálidas de los gusanos de seda auscultadas; el trepar a los árboles para examinar desde su nido las crías de pajarillos, con sus desabrigados cuellos, reclamar su ración de insectos; el trigal donde me adentraba para escapar del mundo; la visita a las arañas bajo los puentes en las carreteras; y a mi padre de vuelta a casa después de ganarse el pan con el que, posteriormente, mi madre me daría a degustar el sabroso caldo del almuerzo.

En el asiento contiguo me acompañaba mi mamá callada y pensativa, seguramente elucubrando sobre si la decisión de enviarme al seminario sería la acertada: éramos una familia de pequeños recursos económicos, y yo el único de los hermanos, por cierto, que salía fuera de casa para cursar estudios. Si no recuerdo mal ésa fue la única ocasión en la que vi a mi madre permanecer en silencio durante tanto tiempo seguido sin tener una ocupación entre manos. En esa atmósfera de futuro incierto que ambos respirábamos, las horas en el autobús se me hicieron de una densidad tan aplastante que tomé la decisión, una vez que se me fue atenuando la nostalgia por lo que dejaba atrás, de canturrear, por lo bajinis, en un intento de contrarrestar, por un lado, los silencios y, por otro, la prohibición que yo pensaba habría de cantar en el Seminario. En dicha creencia no erré mucho, ya que posteriormente permanecí en silencio durante muchas horas en el Seminario, no porque nos impidiesen cantar, sino por los castigos a los que nos sometían superiores y educadores, debido al incumplimiento de alguna de las normas del lugar.

Como mi mamá debía regresar al pueblo, allí me soltó como el que suelta una prenda, en la casa de empeño, para rescatarme después en mejores circunstancias. No se había marchado, aún, cuando me acerqué a dos chicos de mi edad, uno de los cuales me recibió con una patada al aire, a lo que yo respondí con un gesto cómico −como si, realmente, me hubiese alcanzado en la boca del estómago− tratando de caer bien para hacer amistad con ellos. Los futuribles compañeros no respondieron a mi intento de acercamiento, por lo que en ese momento me sentí solo, como solo estuve la mayor parte de mi vida; a diferencia que, en esta ocasión, el escenario en el que me encontraba apuntaba a lo más alto, a Dios mismo.

Mi madre después de presenciar la escena desapareció, sin decir palabra, como por ensalmo, antes que yo me apercibiera de ello, tal vez con la intención de esconder alguna lágrima en su apenado rostro. No obstante, si mal no recuerdo, jamás le vi asomar a sus mejillas una sola de esas translúcidas gotas: mi mamá estaba forjada con el temple de los titanes, aunque nunca supe el secreto de esa entereza. Muchos secretos se llevó mi madre con ella, espero que me los revele algún día en el cielo, aunque allí seguramente, conoceremos sin filtros, y de nada sirva ya. Así debe ser, porque al participar de la plenitud de Dios, pocos espacios huecos quedarán, probablemente ninguno, para rellenar los vacíos con los que nuestra alma parta hacia su encuentro.

El incidente a la entrada del colegio, con los que luego serían mis compañeros, pasó sin pena ni gloria (aunque quedara en mi subconsciente como se desprende de este mismo relato) y, de este modo, sin mucha tardanza, pude hacer amistades con otros chavales adaptándome, sin problemas, a la nueva familia que acababa de encontrar en la búsqueda de mi propio camino: un camino que, por cierto, que nunca tuve de todo claro, como el resto de caminos que emprendí. Creo que terminaré por jubilarme sin saber muy bien a que entregarme: el caso es que a pesar de ello nunca estoy ocioso.

  1. CON LOS ESTUDIOS

Más difícil que adaptarme a las personas, fue adaptarme a los estudios con sus exigencias. Desde el pueblo arrastraba un déficit, importante, de conocimientos académicos, por mor de un inepto profesor que tuve los dos últimos dos años que cursé allí. Y no sólo eso, sino que a lo anterior se sumaba mi exigua memoria y mi atención dispersa. De este modo, a causa de ese cóctel carencial, pasé por momentos muy angustiosos, posteriormente, en el Seminario, especialmente cuando los profesores hacían preguntas eligiendo al aire con el dedo, al primero de los alumnos que cayese en su ángulo de mira. Esa merma en los estudios la llevé como una rémora, demasiado pesada, mientras se prolongó mi vida académica. Sin embargo, aquella insuficiencia la iba supliendo con ingenio y picardía heredados con toda probabilidad de los genes de mí querido padre.

De modo particular me viene a la memoria un episodio relacionado con la sustracción de un examen de final de curso por parte de un alumno al profesor de francés; unos de los pocos profesores laicos, por cierto, que allí nos impartían clase. Después de analizar el suceso detenidamente en la distancia del tiempo, me da que pensar, por las excentricidades del profesor (demasiado notorias), si no sería él, mismo, quien entregó el examen de fin de curso a uno de mis compañeros para que nos lo pasase al resto. El tal profe, cuyo nombre no recuerdo ahora, estudió en París donde tuvo la experiencia de vivir personalmente el Mayo Francés del 68; lo cual, quieras que no, tuvo que dejarle alguna secuela.

Como era de esperar todos copiamos el examen, aunque yo lo desvirtué, un poco, (tal vez un mucho) con la intención de esconder la trampa. No sé quién fue más ingenuo si el profesor, por “tragarse” que el noventa y nueve por ciento de sus alumnos eran superdotados o yo mismo, por no responder correctamente a todas las preguntas. El asunto es que aprobó a todos mis compañeros menos a mí, motivo por el cual tuve que inventarme una historia creíble para poder, de este modo, sacar nota para beca y de paso no tener que delatar la trampa de mis compañeros.

Me costó dar el paso, pero aún tuve tiempo para alcanzar al licenciado en el pasillo ─pertrecho con todos sus enseres− antes de marchar de vacaciones. Esperé recostado sobre una de las columnas del claustro, hasta que se despidió del último de sus compañeros y, dirigiéndome a él con compunción, le expuse una serie de argumentos, medianamente creíbles, para que me aprobase la asignatura. De este modo, pues, vine a decirle que estudiaría su asignatura durante todo el verano ¡con suma entrega, eso sí! porque era mi intención, una vez terminase los estudios eclesiásticos, servir como misionero en el Zaire; país francófono hoy conocido como República democrática del Congo.

El docente que no debía tener muchos amigos porque la clase la dedicaba, casi por entero, a desahogar sus penas contando batallitas personales… entendió la mía particular, y me otorgó el beneficio de la duda, con la aprobación de su asignatura. Fue así como salvé con pillería lo que días antes no pude superar con desfachatez.

Con el relato anterior he recordado, también, otra de las muchas contrariedades sufridas en el Seminario. Puedo decir, sin deseo de molestar a nadie, que poca o ninguna ayuda obtuve de mis compañeros para superar las limitaciones que tenía con los estudios: los idiomas y los latines no me entraban y cuando pedí ayuda, a alguno de los adelantados de mi curso, prácticamente todos se negaron a concedérmela. No obstante, a pesar de su negativa, creo que debo justificarlos: por lo comentado hasta ahora, se puede inferir que no éramos ni ángeles ni santos, y ello porque las personas no cambian el modo de ser de un día para otro porque cambien de área geográfica, de familia o de pareja. Además, he de añadir algo de sobras conocido: que la primera escuela es la familia y, como sabemos, la familia no se elige, sino que nos viene dada. Los cambios, por lo general, suelen ser costosos y lentos en el tiempo.

Si la familia es de suma importancia en el andamiaje de nuestra personalidad, tampoco hay que restar importancia a la genética y al modo de procesar la información que nos llega después desde el exterior. Todo lo señalado hasta ahora, más el peso de nuestra propia carne, que inalterablemente tira, una y mil veces, de hombres y mujeres hacia abajo para saciar sus instintos y su ego, me ayudaría, tiempo después, aunque parezca contradictorio, a emprender el camino a la inversa, camino de ascensión y de renuncia a lo más abyecto e innoble de mí mismo.

Ya lo decía San Pablo, en Romanos 7, 14-16: “Sabemos que la Ley es espiritual, pero yo soy carnal, y estoy vendido como esclavo al pecado. Y ni siquiera entiendo lo que hago, porque no hago lo que quiero sino lo que aborrezco. Pero si hago lo que no quiero, con eso reconozco que la Ley (de Dios) es buena”. Se deduce, entonces, de este pasaje bíblico, que el espíritu reconoce la ley de Dios como buena, ya que de lo contrario no acusaría ésta a la persona; es decir a nuestra conciencia de que obra el mal. Pero no debemos quedarnos en lo negativo, puesto que, a pesar de esa inclinación hacia el mal, después de la resurrección de Jesucristo y por la acción del Espíritu Santo, sabemos que podemos vencer, también, la vileza en nosotros, es decir al pecado, que es muerte para el hombre. Así se desprende, igualmente, de otro pasaje de las Escrituras en el Evangelio de San Lucas (18, 25-27) al decirle Jesús a sus discípulos: “Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios. Los que escuchaban dijeron: Pero entonces, ¿quién podrá salvarse? Jesús respondió: Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios”. Ahora bien, para que Dios cincele en nosotros ese hombre nuevo a imagen suya, capaz de vencer el pecado, es necesario el concurso de nuestra fe, de nuestra libertad y de nuestra voluntad; es decir, aceptar la palabra de Dios sin acotarla, porque no nos apoyamos en nuestra fuerza ni en nuestros conocimientos limitados y deformados, sino en la Sabiduría infinita de Dios y en su Omnipotencia para obrar en nuestra debilidad humana.

  1. DISERTACIÓN ACERCA DE LAS PERSONAS Y LAS INSTITUCIONES
    Aterrizando de nuevo en las notas biográficas diré que, a pesar de los lastres que arrastraba en el tema de estudios desde mi salida del pueblo, más los personales debido a mi exigua memoria y lentitud mental, fui aprobando cada año todas las asignaturas, incluso pude conseguir beca hasta terminar filosofía, a los veintiún años; edad en la que dejé el Seminario.

Si el tema académico lo llevaba con angustia por lo ya expuesto, en lo tocante a la convivencia con los compañeros, tampoco fue el Seminario un paraíso donde refugiarse de las insidias de los semejantes. Sin dar más rodeos, tengo que hacer constar que las relaciones humanas en este lugar fueron un calco de lo que ya me había sucedido en el pueblo. De esta manera, se repitió la misma historia porque, aunque el hombre huya de sí mismo, poniendo tierra de por medio para distanciarse de sus problemas, nunca llegará lo suficientemente lejos, contrariamente a lo que espera, como para perder de vista aquello que proyecta de sí mismo como una sombra. De lo comentado, pues, se desprende, que mi temperamento seguía siendo el de siempre, rebelde; mi físico, sin haber alcanzado la pubertad, prácticamente el mismo; mis aficiones artísticas las mantenía igualmente intactas y sin reprimirlas; y los compañeros no dejaban, por el hecho de estar en el Seminario, de pertenecer a la misma cultura e idiosincrasia de la que formaban parte aquellos otros, que dejé meses atrás en el pueblo.

Yo, por mi parte, seguía con mis hobbies, me apunté al coro y al teatro; y cuando llegaba alguna festividad que celebrar en el Seminario, cantaba y bailaba si la situación se prestaba para ello. Ocasionalmente lo hacía, también, los domingos por las mañanas, cuando los altavoces nos despertaban con música profana. Por otro lado, en mi faceta altruista alentaba a los compañeros cuando estaban en horas bajas; según la ocasión, unas veces lo hacía resaltando sus cualidades y su trabajo y otras preguntándoles, directamente, por sus pesadumbres cuando los encontraba alicaídos.

Por lo ya comentado se deduce, que la libertad era consustancial a mi genética y no podía prescindir de ella, aunque estuviese lejos de mi hogar. En su nombre suscribiría, plenamente, unos de los elogios que Cervantes ofrendara a la misma en el Quijote: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida». Elogio, dicho sea de paso, muy apropiado para los tiempos que corren.

Por no reprender mis emociones y aficiones delante de mis compañeros, devino lo de siempre; que a algunos de ellos se les despertó su imaginación (seguramente ya la traían despierta de casa), por lo que terminaron viendo fantasmas donde no los había. De este modo, al cabo de unos meses, fui a tropezar con la misma piedra del acoso, siendo señalado de nuevo con el estigma de la homosexualidad.

Así, nuevamente, los hombres con su mezquindad o ignorancia, no sé cuál de ellas prevalecía sobre la otra, volvieron a lo suyo: a arrojarme a la arena del circo para su diversión, al igual que yo, a lo mío, también volví, una y las veces que hicieron falta, por mis fueros: a defenderme, como gladiador en medio de leones, sin implorar clemencia, y tratando de repeler el insulto con más violencia verbal si cabe. Desde luego, mi actitud orgullosa no era para nada acorde con la Palabra de Dios, lo cual me hubiese ahorrado muchos problemas. Pero así de obcecados somos los humanos, Dios nos tiene que doblegar primero, para que, finalmente, podamos vivir según su corazón y sus criterios: aquellos mismos que no captamos en su debido momento. Esta recomendación del apóstol Pedro en una de sus Cartas es una buena muestra de lo que acabo de expresar: (1 Pedro 3,9): «En conclusión, sed todos de un mismo sentir, compasivos, fraternales, misericordiosos y de espíritu humilde; no devolviendo mal por mal, o insulto por insulto, sino más bien bendiciendo, porque fuisteis llamados con el propósito de heredar bendición».

De esta manera, por lo ya expresado, y durante muchos años, fui más víctima de mí mismo que de mis agresores. Tarde aprendí, a la sazón, que no es bueno estar siempre a la defensiva, salvo que esto conlleve renunciar a tus principios; ya que nadar a contracorriente de modo continuo y por muchos años, exige un esfuerzo de titanes (en esa lid por sostener el pulso a los adversarios) que, a la postre, termina por cobrar su factura. Y bien cara, por cierto, ya que, de haberlo sabido, en aquel momento, no habría trasladado los mismos hábitos que tenía en el pueblo al Seminario. Sí, ese hubiese sido un buen comienzo para terminar, de una vez por todas, con los malos entendidos: con los prejuicios de aquellos que veían en mi forma de ser y expresarme, lo que en realidad no se daba en mi fuero interno.

Tampoco encontré una persona por esas fechas, tanto fuera como dentro del Seminario, que me brindase un consejo eficaz para neutralizar, con un antídoto diferente, al que yo solía utilizar, las saetas envenenadas de los que se burlaban de mí. Y dicho consejo no llegó, no porque hubiese mala fe o dejación de funciones en mis superiores, sino porque no estaban preparados para tratar el tema del acoso y la homosexualidad. Por otro lado, he de advertir, que no es lo mismo ser padre de familia que pastor con la feligresía, aunque a veces se hayan confundido los roles. De esta manera, pues, en esa miopía de no saber distanciarme de mis agresores, no entrando al trapo de sus provocaciones, se fueron reproduciendo, por años sin término, las mismas agresiones, hasta que alcancé la edad de dieciocho primaveras.

Por otro lado, he de aclarar, en honor a la verdad, que, en este nuevo escenario en el que ahora se repetía el acoso, no estaban involucrados todos los compañeros, sino que se trataba de un pequeño grupo de ellos, que se hacían indeseables por las afrentas a las que me sometían, reiteradamente, delante del resto de compañeros. Parecerá increíble, pero el día que dejaron de insultarme supuso un alivio para mí, tal, que podría compararlo con aquel que podemos sentir cuando despertamos de una aterradora pesadilla; con la salvedad que las pesadillas suelen durar lo que dura un sueño, mientras que en este caso el bullying se prolongó durante los años más importantes de mi vida: trece en total, entre el pueblo y el Seminario.

Sin embargo, como ya insinué con anterioridad, no todo se solucionó con el cese del acoso, ya que posteriormente al mismo, advertí, para mi sorpresa, que la herida que se había abierto en mi alma, a causa del mismo, no se cerraba y supuraba por ella, todo el mal trago que por muchos años retuve en mi interior. De ello iré dando detalles, a medida que vaya poniendo por escrito el resto de acontecimientos que se fueron concatenando, a modo de piezas de dominó, para que, llegado el momento propicio, en dos impactos de gran sacudida emocional (por la relevancia de las personas que intervinieron en ellos) lograsen derribar, finalmente, la firmeza de mi carácter y el andamiaje natural de mi personalidad.

Por lo demás, la vida en el Seminario, aunque angustiosa por el tema del acoso y lo forzado que iba en los estudios tuvo también, como contrapartida, aspectos positivos; entre otros, el despertar a la fe y al conocimiento (en un primer momento) “racional” de Dios: allí fui descubriendo al Dios de la revelación y de la historia, a Jesucristo, del que apenas había oído hablar hasta entonces: un Dios que se inmola para rescatar a toda la humanidad de su autismo, el mismo en el que yo me encontraba por entonces. También en el Seminario se me brindaría la ocasión de acceder al conocimiento del pensamiento humano, a través de los estudios de filosofía; y lo que esto me aportaría, luego, para manejarse con espíritu crítico y analítico, en la vida civil.

Por medio de dichos conocimientos, ya desde bien joven, pude distanciarme de todas las propuestas totalitarias y reduccionistas que encasillan la visión del mundo a una teoría o ideología única, excluyente de cualquier otro pensamiento, y que, además, constriñen a las personas a vivir según dicha filosofía a la que dan prácticamente categoría de religión, con la excepción que en lugar de emanar de Dios, esta religión proviene de otro u otros semejantes tan limitados como uno mismo: Mesías sólo hubo uno, por ser Dios, aunque muchos hayan querido usurparle su lugar. No se trata, pues, de un hombre más, expuesto como cualquier otro hijo de vecino, al error, a su ego e incluso, si me apuras, a la esquizofrenia.

Otro aprendizaje que allí adquiriría fue el de la autocrítica por medio de los ejercicios espirituales y la oración; por último, el vivir dentro de un orden y una disciplina, también forjarían mi capacidad de aguante y resistencia.

Para que se tenga una idea más amplia de lo que acontecía por esos años en Seminario, daré algunos detalles al respecto: La mayoría de compañeros entraban al Seminario a la edad de diez, once y doce años; a mi modo de entender, edad demasiado temprana para desarraigar a un niño de la familia; pues este, y no otro, es el medio donde nacemos, crecemos y somos protegidos de modo natural en el transcurso de la vida: donde el amor, en cualquier caso, no es forzado ni fingido. No obstante, se daban situaciones en las que la llamada de Dios, a la vocación sacerdotal, despertaba en algunos jóvenes a edades tardías; vocación que los condujo, en algunos casos, a dejar novia, carrera, e incluso trabajo.

La convivencia en el internado, por lo general, era buena, aunque entre tantas personas ─casi alcanzaba la cifra de quinientos alumnos─ siempre surgían conflictos puntuales que se resolvían unas veces a base de disciplina y, otras, con la expulsión temporal o definitiva del alumno a su domicilio familiar. Estas normas de convivencia, no asimiladas por todos, conllevaría a que, años después, algunos exseminaristas guardasen gran resentimiento hacia la institución y hacia los superiores.

A pesar de la situación de acoso y sufrimiento que padecí en el Seminario, no fue así en mi caso, nunca fui mordaz con la institución deliberadamente para combatirla, y si algo aireo es porque veo la necesidad de corregir errores del pasado, por una parte y, por otra, porque al tratarse de una autobiografía, es necesario que salgan a la luz todas las vivencias, para que, de este modo, se pueda comprender mejor, también, el desarrollo de la personalidad del que la suscribe que es, a la postre, de lo que se trata. Por lo ya comentado, por este carácter benigno y no corrosivo ─a Dios gracias─ pronto comprendí que, aun teniendo algún motivo para esa animadversión, era necesario poner en la balanza, junto a las experiencias negativas allí vividas, aquellas otras positivas que, igualmente, recibimos de la institución. Entre las positivas se podían contabilizar (puede que alguna se me quede en el tintero) las ayudas que recibían los alumnos procedentes de familias sin recursos económicos para sufragar sus estudios; y para todos, en general, una buena preparación académica, humanista y religiosa.

Es más, ese apoyo continuó fuera del Seminario para algunos exseminaristas, a los cuales se les buscó una salida decorosa, tanto para encontrar trabajo como para que siguiesen estudiando en otros centros. Para redundar más en esta visión benévola de la institución, he de añadir que existe una máxima muy conocida, la cual afirma que debemos interpretar los acontecimientos del pasado con perspectiva, es decir, desde el contexto cultural e histórico en los que estos sucedieron: en el caso que me ocupa, no solo eso, sino las peculiaridades del lugar en sí, las cuales trataré de explicar a continuación.

En cuanto al contexto, he de señalar que en los años setenta aún se entendía el castigo físico como un elemento necesario para salvaguardar el respeto, el orden y la disciplina; incluso había refranes, a la sazón, que nadie cuestionaba por entonces. Uno de ellos decía: «quien bien te quiere te hará llorar». Sin necesidad de caer en los extremos, yo creo, tal y como dijo Henry Moore, que «la parte más importante del éxito está en la disciplina». Tan asumida estaba la cultura del correctivo en ese tiempo, que incluso ocultábamos a nuestros padres el castigo que nos infringían otras personas mayores, por miedo a que ellos volviesen a reprendernos o a castigarnos nuevamente por los mismos hechos. De esta manera se daba por sentado, hasta comienzo de los noventa, que todo castigo se correspondía, comúnmente, con una mala conducta por parte del joven o del niño. Esta era la creencia general, ya que por esas fechas no se ponía en entredicho, a no ser que se tratase de un depravado o de un demente ya reconocido, la buena fe con que actuaban profesores, educadores y, en general, toda persona adulta.

Yo tampoco dudo, ahora, de la buena fe de los superiores que tuve en el Seminario, aunque sí debo dejar constancia que uno de ellos, en particular, ¡quién sabe en virtud de que categorías mentales o traumas de su mismo pasado! ejercía la disciplina, con mano dura, sin que le temblase el pulso a la hora de imponer los castigos.

Señalado lo anterior, tampoco puedo obviar, que hubo otro sacerdote, como contrapunto del anterior que, anticipándose a los tiempos, intentó suprimir los castigos más fuertes, que nos ponían los inspectores, como método de disciplina. Los inspectores eran alumnos del Seminario mayor que ayudaban a los superiores -sacerdotes- en las tareas de vigilancia y orden de los seminaristas más pequeños. Su área de vigilancia se circunscribía al refectorio, a las aulas en las horas de estudio, a los pasillos en momentos puntuales del día y a la vigilancia de los dormitorios por la noche. La cifra de seminarista menores podría rondar, aproximadamente, los 350 alumnos por esas fechas.

Además, por lo ya mencionado, si analizo todo lo vivido dentro de la institución desde su contexto histórico −desde la educación que se impartía por ese tiempo− he de anotar, que esos mismos castigos, o similares, ya los había sufrido yo a manos de profesores laicos, en colegios estatales, antes de ingresar en el Seminario. Tampoco es que fuese un hecho peculiar de España, pues, por la filmoteca de la época, como se puede deducir del film Los Cuatrocientos Golpes, la educación era similar en el resto de Europa, con ligeros matices, según la idiosincrasia de cada nación.

Se daba en el Seminario otra característica que, en sí misma, aglutinaba a la vez una parte de ventura y otra de adversidad: la parte positiva consistía en que guardásemos la inocencia por más tiempo (hablo en general) y la negativa, estribaba, en que al dejar el Seminario te sentías mucho más vulnerable. Me explico: como solamente íbamos al pueblo en vacaciones de verano, por navidad y semana santa, el internado nos mantenía aislados (como en una especie de burbuja protectora) de los problemas reales de la gente en su cotidianidad. De este modo, cuando dejé el internado, a los veintiún años, eché de menos cierta destreza para afrontar los problemas sin que nadie me diese nada hecho y, por otro lado, cierta habilidad para relacionarme con la gente. Tal vez estos contratiempos, estuviesen especialmente acentuados en mí por dos motivos: en primer lugar, debido a que la estancia en el Seminario se prolongó por muchos años, diez en total; y, después, porque, en los periodos de vacaciones, solamente me relacionaba con personas afines a mis creencias; chicos y chicas pertenecientes a un grupo parroquial, los cuales no me tenían etiquetado, a diferencia de los de mi barrio.

Así, pues, una vez que dejé el Seminario, me encontré inmerso en un ambiente casi inhóspito para mí: un universo competitivo -despiadado en algunos casos- e individualista; un mundo demasiado alejado, por lo mismo, de la Doctrina Social de la Iglesia y de los valores que me habían inculcado en el Seminario; entre otros, el respeto hacia todo el mundo, entrega a las causas nobles, solidaridad, caridad, compasión, etc.

Con esta reflexión de lo vivido en el Seminario, quiero también concienciar a profesores y educadores (no solo los rectores de Seminarios, sabiendo que ahora gozan de más libertad), de otras instituciones con regímenes cerrados, como centros de menores, cárceles, psiquiátricos, etc., que se deberían impartir asignaturas que tuviesen por finalidad adquirir por parte de los internos, ciertas habilidades para superar los muchos obstáculos que la vida cotidiana nos presenta en el día a día. Por citar algunas señalaré estas: habilidades sociales para hacer amistades, buscar trabajo, integrarse en asociaciones, etc.; así como otras de tipo manual, por ejemplo, aprender un oficio, cocinar, solucionar averías en el hogar y tener unos conocimientos básicos de primeros auxilios.

Se trataría, pues, de dotar al chico de destreza mental y manual para que no se paralice ante los obstáculos cotidianos, toda vez que este alcance su vuelta a la vida normal fuera de la protección de la institución. Sé que en teoría muchas de estas cosas se conocen, pero también tengo constancia de que no siempre se aplican en la práctica: de ser así, que cada uno cargue con su responsabilidad sin lamentarse luego de los atropellos que cometen los jóvenes. Incluso me atrevería a decir que muchas de estas recomendaciones son ignoradas, también, por los padres dentro del seno familiar.

  1. EL CONCEPTO DE LIBERTAD.

Por la cultura de la época, durante mucho tiempo, tuve un concepto erróneo sobre cómo vivir sin ataduras; es decir, sobre cómo ser libre. Creía que la libertad consistía en decir en todo momento, lo que uno piensa sin cortapisas; y en actuar según determinen los propios sentimientos, sin barreras también: todo ello, sin analizar antes, que, aquello que yo considere como justo, razonable o verdadero, pueda ser infumable para otros o, en cualquier caso, sólo sea una apreciación subjetiva, por interesada, de la realidad; que es lo que suele suceder en la mayoría de los casos. De este modo, tenía asumido que cuanto más obedeciera a mis apetencias y proclamase mis verdades, más auténtico y libre sería.

Demasiado tarde descubrí, para vergüenza propia, que esa noción de libertad es falsa y hasta se puede convertir en lo contrario de lo que pretende; es decir en una esclavitud de la persona. Esclaviza, porque hace de ti una veleta, ya que los sentimientos son cambiantes, e incluso indescifrables para nosotros mismos, más conectados con los traumas del pasado que con la propia realidad de la persona; un tanto de lo mismo pasa cuando el hombre sólo busca satisfacer sus deseos e impulsos; es decir, sus apetencias carnales, las cuales nunca quedan satisfechas de todo y, como en una espiral, siempre vuelve sobre si misma pidiendo más y más. Por otro lado, señalar que, sin cultivar el intelecto, conociendo diferentes fuentes del pensamiento con sus disciplinas, y sin utilizar después la capacidad analítica personal para discernir, estoy expuesto al autoengaño, a mi peculiar manera de interpretar los hechos, que, por otro lado, siempre son filtrados desde las circunstancias personales de cada quien, obviando de este modo ─sin que el propio individuo tenga constancia de ello─ la totalidad de la misma realidad que desea conocer. De este modo, nuestras palabras, sin un correcto discernimiento y preparación intelectual; sin ejercer, en todo caso, un cierto control sobre las mismas ─callar ante lo que desconozco, o conozco someramente─ se convierte en un arma de destrucción tan poderosa como la que más.

El anterior concepto de libertad, tan enraizado en la cultura de nuestro tiempo, dista mucho de la auténtica idea de libertad que encierra el Evangelio, pero que, en buena medida, viene a coincidir con el que puede tener la misma ética, e incluso la psicología en lo más básico. Dicho concepto, se puede expresar diciendo, que, el ser humano ejerce verdaderamente su libertad, cuando se entrega a la tarea de desarrollar en él, al máximo, todas aquellas capacidades que lo diferencian del resto de los animales; entre las más destacadas, a saber, su poder de raciocinio (intelecto); control de sí mismo (voluntad); y su capacidad de decisión para elegir entre muchas realidades u opciones conocidas (libertad); que son características también de Dios, porque como aparece en el Genesis, a imagen y semejanza suya, a imagen de Dios, fuimos creados. Y como sabemos, Dios posee todos estos atributos, y otros más ─de modo ilimitado─ porque en él reside la perfección misma, la plenitud total. No hay nada externo a él que lo pueda limitar, porque por Él y en Él (como dice las Escrituras) fueron creadas todas las cosas, y estas con un propósito; a saber, conducir a la misma creación a su perfección final y al hombre, como ya dijimos, a reproducir en él la imagen de Dios -su Ser- como así ha sucedido y sucede con los Santos. Dios se da a conocer al pueblo elegido, a Israel, como “el yo Soy”, lo cual quiere decir que, si él Es, los demás “seremos”, en la medida que más fielmente reproduzcamos su imagen en nosotros.

Ahora bien, solo podemos reproducir su imagen, su esencia, en nosotros, si conocemos como es Dios y como actúa Dios ¿Y quién mejor para mostrarnos a Dios ─su corazón─ que el hijo de Dios (Segunda Persona de la Trinidad) enviado al mundo para que, sin intermediarios, nos diera a conocer su “Rostro”? Jesucristo nos muestra, el corazón del Padre, porque procede de Él, y nos lo muestra con sus acciones, con sus palabras y con su propia vida, la cual entrega en un gesto de amor sin precedentes, dando la vida por todos los pecadores, incluso por aquellos que le dieron muerte. Ahí está fielmente reproducida la imagen de Dios, en su hijo Jesucristo, la imagen que todos estamos llamados a reproducir también; la única que nos hace realmente libres, porque de este modo cumplimos el propósito con el que Dios nos creó: entre otros, el más sublime de todos, amar a nuestros enemigos, porque amar al que nos ama, como el mismo Jesús dice, no tiene mérito, amar al que te ama lo hacen también los incrédulos. Jesús concluye esta enseñanza en Mateo 5:46-48 con estas palabras: Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.

  1. LA ENVIDIA Y LOS CELOS

Sin embargo, algunas luces brillaron en medio de las asechanzas de unos, el silencio de otros y mi propia torpeza para manejar las contrariedades, porque, no todo fue hostigamiento. Durante los años que pasé en el Seminario también hubo compañeros que me apreciaban, aunque no lo expresaran abiertamente. Tan es así, que no puedo pasar por alto el hecho de que cuando había que nombrar un guía para liderar un grupo reducido de alumnos, dentro del propio curso, en más de una ocasión salí elegido de entre aquellos compañeros que me estimaban. Ahora sopeso aquel reconocimiento y, sin pretensión de vanagloriarme, pienso que cierto carisma me debía acompañarme cuando, no hace mucho, al coincidir con un excompañero en una Red Social en la Web, me comentó (por lo que pude intuir iba algo pasado de copas) que después de tantos años aún sentía celos de mí. Comentario que tal vez no hubiese hecho, caso de haber tenido conocimiento de mi historia de dolor, junto con la sencillez de mi vida, sin nada que exhibir públicamente, para vanagloria mía.

¡La envidia y los celos…! dos constantes de nuestra condición humana, que he visto repetirse en muchas personas con las que he coincidido a lo largo de los años: un hándicap que nos sustrae de nuestra propia realidad, para focalizarnos en lo ajeno, robándonos la paz. Este lastre con el que cargamos a menudo, tendría menos poder sobre nosotros, si en lugar de compararnos con la forma de ser de los otros o con sus logros, tuviésemos en cuenta las virtudes propias y las explotásemos a fondo.

Algo que nos arrastra a los celos y a la envidia es la miopía con la cual analizamos a las personas: solo nos fijamos en las luces que distinguen a los demás una vez que han triunfado, pero no así, en las sombras que acompañaron a la consecución de esos mismos logros, y que, en algunos casos, siguen acompañando en la cumbre del triunfo.
De este modo, pues, no observamos a la persona en su conjunto, con sus luchas, con sus renuncias, tal vez algún fracaso en el camino, las privaciones que muchos tuvieron que pasar antes de alcanzar el éxito; ni siquiera tenemos información muchas veces de los avatares que enfrentan en su vida privada a diario. Nelson Mandela lo expresó con estas palabras: “no me juzgues por mis éxitos, júzgame por las veces que me caí y volví a levantarme”. Siendo ahora conscientes del miope examen con el cual juzgamos a las demás personas, aún estamos a tiempo para trabajar en unas relaciones que sean más fructíferas y menos dolorosas. Muchas “guerras” se han iniciado debido a la envidia y a los celos: mucho dolor infringido a personas inocentes; demasiadas familias rotas; cantidad de iniciativas paralizadas y grupos humanos fracasados; al igual que muchos compañeros de trabajo denodados por su causa. Quitémonos, pues, las telarañas que envuelven nuestro entendimiento y nuestra alma, y centrémonos en el mundo que cada uno está llamado a construir con sus propios dones y carismas.

En cualquier caso, es absurdo desear para sí la personalidad de otro con sus dotes, porque desde ese momento dejarías de ser tú mismo, para ser un no yo, para ser otro; para vestir un traje ajeno (valga la metáfora) que me quedará grande, ajustado o pequeño, ya que no hay dos seres idénticos, especialmente en lo tocante a la psiquis. Sería conveniente entender, pues, en beneficio propio y de los demás, que las personas están ahí para acompañarnos en el camino de la vida, que todos necesitamos de todos y que, por lo mismo, nos complementamos. Y si esto no es suficiente hay que saber que, afín de cuentas, quien más sufre siempre es el envidioso.

A raíz de lo que vengo comentando me surge el siguiente pensamiento: todos sabemos que se es grande, en lo alto de la cima, dando; pero lo que no tenemos muy claro es que se puede ser aún mayor recibiendo; porque en el agradecimiento del que recibe va implícita la virtud de la humildad, pero también la generosidad suficiente para hacer feliz a aquel que nos ha auxiliado.

Por otro lado, al aceptarme tal y como soy, en mis capacidades, dejo de entrar en una pugna ─muchas veces desleal─ que me roba la paz, para alcanzar metas que, en cualquier caso, si me correspondiesen llegarán con el tiempo y con el reconocimiento de los otros, siempre y cuando estos, tengan la suficiente capacidad para reconocerlo y aceptarlo, algo que no depende de mí. Así, pues, quitémonos el velo que destruye nuestra vida y la de los demás, para que no nos suceda como al rey David −al que traigo de nuevo a colación− que teniéndolo todo, y en esa suma a todas las mujeres que deseó durante su reinado, fue a poner su lujuriosa mirada en lo único valioso que tenía su mejor soldado, su mujer.

Todos, sin excepción, somos genuinos y singulares; y, por lo mismo, llevamos un tesoro único, irrepetible y extraordinario que debemos desenterrar para dar lo mejor de nosotros. Aun así, si después de este comentario te sientes tan pobre que crees no poseer cualidad alguna; no te preocupes, porque el amor que tú puedes dar, no hay otro ser en la tierra que lo pueda ofrecer por ti. Tan es así, que el amor que hoy te guardes, es un afecto que se perderá para siempre sin dar frutos de esperanza y vida a aquel o aquellos que lo esperan de ti.

  1. DESENCUENTRO: HERIDA Y DOLOR

En las vacaciones de verano de mi segundo año en el Seminario ocurrió un episodio, relacionado con mi madre, que a la larga incidiría de modo crucial, eso pienso ahora, para que años después mis sentimientos diesen un giro de ciento ochenta grados con respecto a mi inclinación sexual.

Desde el punto de vista de la psicología, todos los estudios coinciden en ponderar el gran influjo que ejerce la familia y, de modo particular, los padres en la educación del niño a la hora de conformar, en buena medida, lo que será luego la personalidad del individuo y, por consiguiente, su conducta. Así lo avala un buen número de biógrafos de personalidades relevantes en la historia universal; por citar algunos casos, entre los más llamativos, habría que destacar el de Albert Einstein que, habiendo sido rechazado para entrar en la Escuela Politécnica de Zúrich por suspender el examen de letras, sus padres, no obstante, siguieron confiando en su capacidad y le permitieron seguir adelante con sus estudios fuera de esta Escuela. También se cuenta de Alejandro Magno, que después de montar un caballo con apenas siete años −el mismo que no pudieron dominar los adultos− su padre le dijo: «hijo búscate otro reino, pues, Macedonia no es lo suficientemente grande para ti». Esas palabras infundieron en el espíritu del muchacho tal coraje, valentía y determinación, que lo impulsaron, años después, a forjar el destino señalado por su padre. De Salvador Dalí (el cual interiorizó ser una especie de semidiós) se cuenta, que hasta la edad de siete años no había plasmado en su cuaderno un solo trazo que llamara la atención de sus profesores. Sin embargo, el punto de inflexión en la percepción de su propia valía apareció cuando, el pequeño Dalí, llevó a su casa un dibujo. El, mismo que, tras ser observado por su madre (otros dicen por su abuela), la llevó a exclamar: ¡hijo, pintas como sólo los dioses saben hacerlo!

Mención aparte, merece el caso de Thomas Edison, porque es, de entre todos, el que más llama la atención. Según cuenta el mismo inventor sucedió de este modo: Un día, Thomas Alva Edison llegó a casa y le dio a su mamá una nota. Él le dijo: «Mi maestro me dio esta nota y me pidió que sólo la leyera mi mamá». Los ojos de su madre estaban llenos de lágrimas cuando ella leyó en voz alta la carta que le trajo su hijo. Estas fueron las palabras que salieron de su boca: «Su hijo es un genio, esta escuela es muy pequeña para él y no tenemos buenos maestros para enseñarlo, por favor enséñele usted». La sorpresa para él vino cuando un día, muchos años después del fallecimiento de su madre, ordenando algunas antiguallas del ajuar familiar, vio inesperadamente un papel doblado en el marco de un dibujo que estaba sobre el escritorio, el cual al abrirlo contenía la siguiente anotación: «Su hijo está mentalmente enfermo y no podemos permitirle que venga más a la escuela». Edison quedó sobrecogido y lloró por horas.

Una vez que se recuperó dejó escrito en su diario: «Thomas Alva Edison fue un niño mentalmente enfermo, pero por una madre heroica se convirtió en el genio del siglo».

El impacto de las palabras positivas como hemos podido observar, por lo anteriormente comentado, son tan importantes para el desarrollo del carácter, las capacidades y la personalidad de un individuo (especialmente en la infancia), como también lo son, pero en sentido contrario, el influjo que tienen las negativas para mermar la confianza de la persona en sí misma, y por consiguiente, en su desarrollo, psíquico, afectivo e intelectual futuro. Eso sí, salvaguardando, en todo caso, la intencionalidad con que se dirijan las palabras al niño, ya que no podemos entrar a juzgar la intencionalidad que hay tras unas palabras o unos hechos, que, a la postre resultan nefastos para el receptor; especialmente, en el caso de los padres que, por regla general, desean lo mejor para sus hijos. Ya lo dejó bien claro Jesucristo como buen conocedor del alma humana: Vosotros juzgáis según la carne (las apariencias); yo no juzgo a nadie (Juan 8:15)

Lo que acabo de exponer aquí, sobre la influencia de las palabras en nuestra vida, ha sido para confrontar esta realidad, pero en el último de sus dos aspectos; es decir, en el negativo, y en cuanto a mi persona. Se trata de un evento acaecido en el hogar familiar en la relación con mi madre: el mismo que vino a reforzar, aunque no a determinar, en mi inconsciente, lo que años después sería mi cambio de tendencia sexual.

Afirman los psicólogos que los niños mienten porque tienden a fantasear entre realidad y ficción. Aunque esta afirmación suene a excusa por lo que voy a exponer a continuación −y en parte puede que así sea− también es cierto que bajo la misma subyace una verdad avalada por los hechos que paso ya a describir.

El suceso tuvo lugar cuando me encontraba de vacaciones de verano en casa, aproximadamente un año después de mi entrada en el Seminario. Luego de arrepentirme de una falta grave que cometí y pedirle perdón a mi mamá, ella fue incapaz de avenirse a mi súplica; incluso después de arrodillarme ante ella. El choque entre ambos tuvo lugar poco después a que una vecina me menospreciase en la calle. De este modo, tras sentirme humillado por ella, me fui a casa y le dije a mi mamá que la señora me había insultado diciéndome maricón. La verdad es que no me dijo tal cosa, sino que fue su hijo mayor el que, por primera vez, se sacó de la chistera esa etiqueta con la cual me señalarían, luego, otros chavales en el barrio constantemente.

De este modo, sin meditarlo, después del desaire que tuvo para conmigo, puse en boca de la madre del chaval, en mi memoria de dolor y resentimiento, la afrenta y humillación que anteriormente había sufrido por parte de su hijo. Como no podía ser de otro modo, mi mamá fue a darle las quejas a la vecina, la cual, sorprendida, le aclaró el suceso. De este modo, cuando regresó a casa mi mamá, como iba contrariada y herida en su orgullo me reprendió severamente (reconozco que con razón).

Debido a esta metedura de pata −no buscada conscientemente por mi parte, por irreflexiva− aconteció uno de los episodios más amargos e influyentes para mi desarrollo emocional posterior; pues viendo que mi madre no respondía a mi súplica de perdón, me humillé ante ella, ya no sólo de palabras, sino que lo hice también de rodillas. Su respuesta no se hizo esperar, pero no en el sentido que yo deseaba, porque sin mirarme a los ojos (recuerdo que estaba de espaldas a mí, fregando los platos) me lanzó el siguiente exabrupto: ¡no te perdono maricón! Es decir, que lo que no salió de la boca de la vecina, finalmente salió de la suya.

Su afirmación seca y contundente, quedó marcada en mi corazón como hierro incandescente en res; no tanto por el vocablo utilizado, sino por los años de humillación y acoso que había detrás de esa misma palabra. Hasta tal punto me hizo daño el arranque irascible de mi madre que, de inmediato, salí de casa para vaciar mi pena en un torrente de lágrimas; el mismo que fui regando, de calle en calle y de plaza en plaza, hasta que, transcurridas unas horas, se fue cortando la hemorragia producida por aquel inmenso dolor.

En esas fechas, por cierto, pocas señoras mayores utilizaban un lenguaje soez, y menos mi madre, que era una mujer comedida en el lenguaje y modélica, por lo demás, en todo menos en su capacidad para expresar ternura. Temperamento que no le restaba, por otro lado, para tener un trato agradable y correcto con todo el mundo y de rayar la perfección en las demás facetas de su vida, tanto de mujer como de madre. No obstante, a pesar del desgarro que causaron sus palabras en mi interior; mi mamá fue la persona a la que debo, en gran medida −exceptuando a Dios− lo mejor de mí mismo.

Durante muchos años me pregunté el porqué de su dificultad para mostrar afecto: de su boca jamás salió la palabra hijo para nómbrame en su presencia, siempre se dirigía a mí por mi nombre propio; aunque no era yo la excepción porque así se dirigía también con el resto de mis hermanos. Atendiendo a los datos biográficos que ella misma aportó, estando la familia sentada en la mesa de comedor al rescoldo del brasero en los meses de invierno (mientras la luz iba y venía a merced de las tormentas y las ventiscas), deduje tres posibles causas: en primer lugar, la de no querer aferrarse a los afectos como consecuencia de la pérdida prematura de su padre, al que estuvo estrechamente unida; otro de los posibles motivos, cierto temor a perder su autoridad, caso de mostrarse demasiado cariñosa, pues en el fondo tenía buen corazón; y, por último, tal vez el principal, su misma crianza, parece que su propia madre, por lo que se desprendía de sus conversaciones, tampoco fue demasiado afectuosa con ella, aunque no así con su hermana la pequeña.

Después de contar esta trágica experiencia, quiero que sepas mamá, que no te guardo rencor por aquel desgarrador episodio; y para que no quepa la menor duda de que mi intención no es la de rebajarte, ni la de empañar tu imagen, aprovecho la ocasión, desde estas líneas, para decir (ya que intuyo me estás observando desde el cielo) que si tuviese que elegir de nuevo una madre ¡no lo dudes…! te volvería a elegir a ti. Te amo mamá, queda en paz.

Aquellas palabras crearon una marca en mis neuronas, aún sin que mi madre lo supiese y sin que yo mismo fuese consciente de ello, que me señalaría años después ─junto con otros acontecimientos igualmente desafortunados─ un destino forjado por una ilusión contraria a mi propia naturaleza. Así, pues, luego de aquel episodio fatídico ¿dónde sentirme a resguardo del ultraje? ¿dónde huir? ¿cómo taponar mis oídos para no sentir el hachazo desgarrador de aquella palabra hiriente con la que a diario me acribillaban?

Sin haber encontrado una sola alma amable por el camino que me diese consuelo, una vez que llegué a mi casa golpeado por el dolor, no retomé el asunto con mi madre por temor a que volviese a negarme su indulgencia: sentía vértigo a ser lastimado de nuevo. De este modo, quedó zanjada, en falso, aquella herida sin que mi madre pudiese conocer el alcance de sus palabras y yo, a mi vez, sin el bálsamo de su perdón. Por lo demás, mi madre, no era rencorosa y en cuanto traspasé el umbral de casa, comenzó a hablarme como si tal incidente hubiese tenido lugar; después de ese episodio, aquella palabra cáustica (maricón), nunca más volvió a salir de su boca para lastimarme.

De este modo, aquel día aciago en mi trayectoria vital, comenzó a formar parte de mi subconsciente como una pieza, entre otras muchas, que irían componiendo el puzle de mi personalidad. A esas piezas se uniría, años después, otra tan desgarradora como la que acabo de describir (infringida por una persona a la que tenía igualmente idealizada) que terminaría por completar aquel cuadro de fatalismo: un retrato distorsionado acerca de mí mismo, formado de una realidad cimentada sobre la infamia y la colisión, casi continua, con el entorno. Un cuadro que podría titularse con la siguiente leyenda: todo edificio que es socavado sin piedad, durante años, termina por derrumbarse con el tiempo.

Los humanos no somos un todo unívoco, sino que, por el contrario, en la mayoría de nosotros convergen al unísono luces y sombras: contradicciones inexplicables incluso para la persona que las percibe dentro de sí misma. Es por esto que, a pesar de aquel desencuentro, nunca dejé de sentirme fuertemente vinculado con mi madre, al igual que ella lo estuvo conmigo. Una muestra de que así sucedía se infiere del hecho que años antes de morir, ella tenía visiones en sueños conmigo, en los que se le ponía de manifiesto, algunos de los planes que yo iba a llevar a cabo y que aún no había revelado a nadie. Por ese amor que le profesaba redacté el siguiente homenaje a su memoria en mi blog: http://www.renaceralaluz.com

HOMENAJE A MI MADRE:

Ya sé mamá que no hiciste una gran carrera………..ni falta que te hacía.
Ya sé que no te dieron ningún premio…ni te hacía falta, ni lo buscabas.
Tampoco fuiste la más guapa, ni la más resuelta…… ¿para qué? No te hizo falta.
No, madre, tu brillo venía de las raíces mismas de tu corazón, y es por eso que deseo rendir un homenaje en memoria a tu generosidad, coraje y entrega.

Para que lo conozcan todos, incluso los de allí arriba, has de saber que te admiro porque llenabas generosamente el plato de tus hijos, aun a costa de dejar el tuyo casi vacío.

Te amo porque diste la cara, enfrentándote al mundo, con tal de que tus hijos salieran adelante; sin temer a los más doctos y encumbrados.
Quiero honrar tu diligencia, igualmente, para compartir el pan de cada día y un rincón en tu casa para dar cobijo a los que llegaban de fuera: tus familiares, cuando venían de vacaciones. ¡Ah, se me olvidaba! y tu gran destreza en sacar un lecho en los sitios más insospechados para que todos descansasen como en su propia casa.

Así, mismo, aprecio tu disponibilidad porque intentabas, en todo momento, cubrir nuestras necesidades y vacíos. De este modo, con suma atención, escuchabas nuestros problemas dándonos consejos que sorprendían, por su penetración, al venir de una persona no ilustrada.

Lo mismo hacías ─ ayudarnos sin descanso─ cuando intentábamos iniciar cualquier emprendimiento; tanto con tu trabajo, como en la parte económica, si la situación lo requería. No había obstáculo que te planteásemos para que tú minimizaras sus efectos o le dieses una salida.

Has de saber madre que me sorprendiste, gratamente, cuando advertí tu respeto y asentimiento para aceptar las decisiones importantes que tomé en la vida: sabías de antemano que la herencia más grande que los padres pueden dejar a sus hijos son la educación y las alas: alas para emprender su propio destino.

Otra cualidad que admiraba en ti era tu sencillez, nunca quisiste aparentar lo que no tenías y, por lo mismo, nunca viviste por encima de tus posibilidades.

También fue especialmente resaltado por algunas personas, tu ejemplo de apertura mental, de esta manera crecías en sabiduría y madurabas con los años, siempre atenta a las lecciones del libro de la vida. Esa actitud te ayudó para contemporizar con las veleidades de cada uno de tus hijos y para adaptarte a los nuevos tiempos.

Tu abnegación frente al dolor y tu resistencia en las contrariedades, era otro de los muchos adornos que te embellecían; así como tu especial contribución para que hubiese armonía y paz entre el vecindario.

Pero, aún, hay más que dice bien de ti, y de tu gran corazón, pues supe por boca de un antiguo vecino tuyo, que ayudaste generosamente a paliar sus necesidades y las de su familia, pasándole comida por la tapia del patio, en el conocido en España como Año del Hambre.

Para terminar, quiero resaltar tu ejemplo en la ancianidad, la cual llevabas sin menoscabo y con dignidad. Tan es así, que a una señora le hiciste perder el miedo a envejecer y por eso te dedicó una hermosa poesía. Ya para despedirme, quiero decirte madre, que, aunque no fuiste perfecta, como yo tampoco lo he sido, ni lo soy, me siento agradecido de que Dios me pusiese en tu regazo, me diese tu cobijo, tu sombra, tu aliento, tus entrañas de madre, tu paciencia para con mis equivocaciones y tu aceptación de mí ser sin condiciones. Un beso madre, sigue cuidando de todos ahí, en lo Alto, te necesitamos…

Lo vertido en este apartado sobre mi madre ha sido con la sana intención de aleccionar a otros padres, familiares y educadores sobre la importancia que tienen las palabras a la hora de educar a los niños. Quiero señalar, además, antes de concluir este apartado, que yendo muy avanzada la redacción de esta biografía he encontrado por casualidad ─si es que ésta existe─ algo que viene a refutar lo que por experiencia personal y por observación en otros congéneres ya había inferido por mí mismo; es decir, la huella que dejan las palabras en el cerebro humano y, por ende, en el alma. Se trata, en concreto, de dos libros (muy recomendables para padres y educadores) escritos por el neuro-psico-fisiólogo, Ricardo Castañón Gómez, que se intitulan: “Cuando la Palabra Hiere” y, su contrario, “Cuando la Palabra Sana”.

  1. EL DÍA A DÍA EN EL SEMINARIO

Hasta estas alturas de mi relato autobiográfico todo iba, dentro de lo que es la fragilidad del ser humano, con “normalidad”, y pese al acoso mi personalidad y estabilidad psíquicas permanecían intactas. Los años iban pasando lentamente, mientras yo seguía, junto con ellos, superando cursos en el Seminario. Aún no había perdido la inocencia en materia sexual y mi relación con los compañeros era de complicidad e identificación en mi propia condición masculina. Las sensaciones que enviaba mi cuerpo a mi cerebro o viceversa, tenían que ver con ese pálpito que, sin mediar palabra, los hombres sienten entre sí y las mujeres supongo que, igualmente, entre ellas por su condición y sus afinidades. Vocablos como, colega, amigo, compinche o socio, podrían definir ese latir en el lenguaje. En cuanto a las relaciones en la calle y en el colegio con los varones, venía determinada por el hecho de compartir con ellos actividades afines; es decir, juegos, aventuras, lealtad, consignas y algunas bravuconadas con demostración de fuerza y coraje.

Por otro lado, tengo que anotar que, practicaba todo tipo de deporte, aunque me decantaba, prioritariamente, por el fútbol, el ping pong, y el baloncesto. En el fútbol destacaba como defensa, posición en la que jugaba con cierta rudeza (lo que se denominaba en el argot del balompié, por entonces, como cañero); eso sí, sin protervas intenciones. En los eventos importantes me buscaban para la selección que se hacía por comunidades en el Seminario. Años después compartí mi puesto de defensa, con un compañero que en la actualidad anda de misionero en África; esto porque empecé a fumar con catorce años y, cuando pasamos a jugar en un campo adyacente de mayores dimensiones, perdía fondo físico con respecto a los delanteros más rápidos del equipo rival.

Aquellas tardes de fútbol me traen a la memoria, entre otros recuerdos, el olor al cuero de las zapatillas y el balón; a camisas empapadas de sudor y a labios resecos; al sonido de los tacos de las botas de fútbol resonando, como caballería en tropel, sobre las losetas y el mármol de los pasillos y escalinatas del Seminario; al relax, en la ducha, cuando se terminaba el partido, después de una pugna sin cuartel contra el equipo rival para ganar el partido; y como colofón, la comida dominical a la que ansiabas llegar para reponer fuerzas: para mí copiosa, porque que era poco escrupuloso y terminaba arrasando con las viandas que desechaban mis compañeros.

En los días festivos se vivían emociones fuertes en el terreno de juego, era un orgullo ganar la competición que se disputaba entre comunidades (las comunidades estaban constituidas por varios cursos que integraban a alumnos de edades aproximadas: en el Seminario había cuatro en total). Si se perdía el partido, lo asumías sin demasiada contrariedad, ya que por lo general ganaban los seminaristas de cursos superiores; aun así, nos vaciábamos en el terreno de juego, en el que dejábamos nuestro vigor juvenil, con tal de demostrar que éramos mejores que los seminaristas mayores. Atendiendo a mi faceta artística, me integré en las diferentes corales, que había en cada comunidad, según iba superando cursos. Por otro lado, también tomaba parte en aquellas actividades que surgían con motivo de las fiestas patronales.

Un defecto que he lastrado por mucho tiempo, aunque ahora en menor grado, es la falta de constancia en los asuntos que emprendía: mis motivaciones, casi siempre, fueron mis emociones y no el tesón en el trabajo continuado en el tiempo. No obstante, como contrapunto, para no dejar nada en el tintero, no dudaba en levantar el ánimo a los más apocados y en sacar, por otro lado, todas mis energías a flote cuando se trataba de hacer alguna actividad en grupo.

Ese carácter que me llevaba a motivar a los demás, sin embargo, se volvió en mi contra en el transcurso de una jornada en la cual a unos compañeros y a mí nos encomendaron hacer uno de aquellos trabajos en equipo. El suceso aconteció de la siguiente manera: una vez que finalizamos la tarea besé de emoción, en la mejilla, a uno de los compañeros para felicitarle por su contribución, ya que gracias a su habilidad y a la entrega que puso, el trabajo quedó perfecto. Aquel ósculo que surgió espontáneamente, de modo semejante al beso con el que se agasajan los futbolistas para celebrar un gol llevados por la euforia del momento, sin embargo hubo alguien que, perturbado por el mismo diablo o traicionado por su imaginación, vio en él algo más que una explosión de alegría espontánea y me tachó, una vez más, de maricón. Ese día me sentí especialmente humillado porque el suceso aconteció en un contexto diferente a los anteriores: la infancia la había dejado atrás, la pubertad la tenía a flor de piel y, por consiguiente, era aún más consciente del significado que envolvían a aquellas palabras ofensivas. Hasta entonces había respondido agresivamente a mis acosadores con sus mismas palabras u otras más gruesas, en cambio, en esta ocasión, me quedé bloqueado; sin argumentos y sin palabras para salir del mal trago. Aquella parálisis fue debida a que el insulto vino, en esta ocasión, en un escenario cerrado, diferente a los anteriores que tuvieron lugar en los pasillos o en los patios de recreo. De este modo me vi acorralado sin que pudiese dirigir la mirada hacia un espacio libre donde encubrir mi vergüenza: estábamos sentados ocho o nueve alumnos en círculo y a escasa distancia los unos de los otros. De este modo, después de que la palabra infame fuese rebotando entre las paredes del aula, se hizo un silencio atronador, en el que todas las miradas de los compañeros confluyeron en mí, a la vez, esperando una excusa o, en su defecto, un contraataque por respuesta de mi parte. Contestación que no llegó, porque en ese instante me sentí el hombre más vulnerable del planeta; de buena gana hubiese saltado por encima de aquella situación, como por encima de una sima, aun arriesgo de no hacer pie en la orilla opuesta.

Como la afrenta ese día fue especialmente dolorosa y terminó por colmar mi paciencia; recurrí al superior, por primera vez, para pedirle que amonestase a mis compañeros de curso, pues ya no aguantaba más aquellas afrentas. Con su mediación esperaba que aquellos insultos no volvieran a repetirse y de este modo encontrar, finalmente, el bálsamo esperado a años de acoso. Lo que recibí a cambio como contrapartida por parte de mi prócer, fue una recomendación para que me hiciese fumador: por aquellas fechas se asociaba masculinidad, entre otras cosas, al consumo de tabaco por las campañas publicitarias que se hacían de este producto en televisión. En cualquier caso, el consejo no me ayudó en nada, porque hacía tiempo que ya venía fumando (mis compañeros lo sabían) y eso no había funcionado para acallar sus insultos.

El consejo de mi superior cayó sobre mí como jarro de agua fría, fue decepcionante por las expectativas que había puesto en encontrar una solución al acoso: nunca había dado ese paso y ahora que lo hacía, su respuesta no me servía de nada. Con este desenlace sumaba una nueva carta, después del triste tropiezo que tuve con mi madre, en la merma de confianza con respecto a mi masculinidad. Así, infortunio tras infortunio, mi subconsciente se iba poblando de dudas, pues de algún modo interioricé que el prefecto, algo vería de feminidad en mi voz o en mi físico; para que, en lugar de atender a la petición que le hice, me recomendase fumar. Muchos años después de haber tenido esta experiencia con el superior, viendo y viviendo de cerca un caso similar al mío, aunque referido a una dolencia física en la que un crío pedía ayuda a sus padres y estos no le daban la importancia que requería el asunto para llevarlo al médico, caí en la cuenta de algo que, hasta entonces, no me había percatado, y es que en demasiadas ocasiones, ninguneamos la llamada de socorro de niños y jóvenes, como si fuesen un cuerpo extraño e insensible al mismo dolor que experimentan los adultos, cuando en realidad son ellos los más vulnerables por carecer de experiencia y de recursos propios. Craso error, como acabo de señalar, atendiendo que es en esta etapa de la vida donde se cimienta buena parte de la estructura de nuestra personalidad; además con un agravante añadido, y es que ellos tienen en los adultos el espejo, el referente cultural, en el cual se miran para actuar en el futuro.

Como caen las hojas en otoño, una tras otra, así iban pasando los días y los años para mí en el Seminario. Mientras el implacable calendario seguía su ritmo, yo iba adaptándome, a mi vez, con su marcha, a todo lo bueno y lo malo que me ofrecía la institución, en definitiva, a sus contradicciones, pues de contradicciones está el mundo hecho.

Hablando de adaptación, un tanto de lo mismo me sucedió con los cambios sociales que iban llegando de manos de la posmodernidad, a los que me fui acomodando sin analizar; si los mismos eran los que la sociedad demandaba y necesitaba, para que la humanidad progresara en la dirección correcta, o eran los que se nos imponían para beneficio de las nuevas elites políticas y empresariales que ahora ejercían el poder desde el gobierno y los medios de comunicación.

De este modo, las jornadas transcurrían entre clases, muchas horas de estudios, momentos de oración y recreo y, excepcionalmente, alguna conmemoración propia del internado. La proyección de películas en el salón de actos vino a ser, después, otra actividad lúdica de fin de semana que se malograba en alguno de sus pases. Así sucedió, debido a que el encargado de proyectarlas, un alumno del mismo Seminario, con muy buena voluntad, pero escasa preparación, carecía de la pericia suficiente para tal encomienda. La censura fue otro de los motivos por el que nos quedamos a dos velas, en algunos pases, después de que la cinta echase a rodar. En otras ocasiones, en cambio, ni siquiera se nos daba el privilegio de ver las primeras secuencias de la proyección, sobre todo si la película venía precedida de crítica irreverente o el título daba que sospechar. La selección, supongo, sería minuciosa porque entre finales de los setenta y buena parte de los ochenta, época del destape en España, la mayoría de films se hacían para mostrar carne humana, so pretexto de la censura del régimen anterior. Sin embargo, a mi entender, los motivos fueron más bien de tipo económico; incluso me atrevería a decir que también ideológicos, por el morbo, la curiosidad, y las pasiones que despierta este asunto. En cualquier caso, la calidad de aquel cine dejaba mucho que desear.

Los retiros o ejercicios espirituales eran otra de las actividades que nos sacaban de la rutina. Duraban varias jornadas en las que, a modo de cartujos, había que guardar silencio, durante todo el día, para meditar en la palabra de Dios y en las charlas espirituales que nos daban. Silencio, por otro lado, del que pocos internos éramos capaces de sustraernos para intercambiar alguna palabra que otra con el compañero que pasaba al lado. Ahora comprendo que algunos presos, especialmente aquellos que son encerrados en celdas de aislamiento durante largos periodos, deseen el castigo físico antes que permanecer incomunicados. Hoy, en cambio, aprecio ese silencio, para hacer una parada en el camino de la vida y ver, a la luz del Espíritu, donde me encuentro varado y hacia dónde debo reorientar mis pasos.

A raíz de lo anotado se puede inferir que, difícilmente hay vida sin palabras como madurez sin silencios: tan elocuente es el silencio, que por medio de él podemos escuchar las notas discordantes que nuestra alma, a lo largo del tiempo, ha ido apropiándose indebidamente hasta hacerse opaca e insensible. Si nos retrotrajésemos a la infancia, podríamos advertir que todos, sin excepción, hemos ido encadenándonos a medida que pasaban los años, a manías, vicios, miedos, estatus, prejuicios e ideologías que, en lugar de facilitarnos la vida, nos han empujado a la sinrazón del distanciamiento de unos con otros, por mor de esos mismos prejuicios, anatemas y servidumbres en las que fuimos cayendo (en definitiva, vamos cerrando puertas que impiden que el aire se renueve y salga el viciado: vamos cerrando puertas al amor y a la libertad). Es por ello que, paradójicamente, aunque el hombre derribe muros y las comunicaciones geográficas se despejen de fronteras, cada día aparecen más personas con trabas mentales (por no decir taras) que solo viven de estereotipos, muchas veces incluso inventados por mentes enfermas para manipular al resto y vivir a su costa: aquellos que sólo sirven para enfrentar a las personas creando enemigos donde antes no existían o donde ya la historia, con sus atrocidades, había logrado enterrar y superar.

  1. FIN DEL RÉGIMEN FRANQUISTA

A finales del régimen franquista en España se dibujaba en el horizonte aires de libertad y de progreso que nos hacían confiar en el futuro: la clase media parecía resurgir de sus cenizas (si es que alguna vez la hubo anteriormente en este país), y si bien las restricciones en materia de libertades políticas aún se mantenían; en lo tocante a las costumbres se iba produciendo una transformación lenta, pero notablemente visible en la sociedad. A esos cambios contribuyó, sobre todo, la televisión y el cine, los intercambios comerciales con otros países, y la llegada masiva de turistas a las playas de nuestro litoral.

Volviendo la mirada al internado, exceptuando alguna epidemia por gripe, solamente se interrumpió la actividad académica por aquellas fechas, con motivo del asesinato del presidente del gobierno Carrero Blanco, a manos del grupo terrorista ETA, y con la muerte del jefe del Estado Francisco Franco. De estos dos acontecimientos de especial trascendencia para el pueblo español me viene a la memoria la tensión que se palpaba en los pasillos del seminario: unas veces envuelta en rostros de preocupación y otras en corrillos formados por profesores, prefectos o seminaristas mayores, que hablaban entre dietes como si estuviesen conspirando. Los adultos eran las únicas personas que manejaban algún tipo de información acerca de lo que estaba pasando fuera. Con la muerte de Franco, de algún modo, aquella inquietud se contagió también a los alumnos más pequeños, con lo cual quedamos todos con el corazón lleno de zozobra a la espera de nuevos acontecimientos.

Como era de prever, por la situación compleja que atravesaba el país −después de treinta y nueve años de dictadura− nos enviaron a casa. Pasados unos días, puede comprobar que la tensión que se vivía entre los vecinos en el pueblo, por la incertidumbre del momento, era menos angustiosa que la que dejé atrás en el seminario: posiblemente porque mis paisanos tenían otras necesidades más urgentes y perentorias que atender.

Luego de un tiempo prudencial, como la situación general de la nación parecía estar en calma, debido a que la propaganda del gobierno anterior había estado centrada, principalmente, en mostrar las bondades del régimen y del dictador más que en el adoctrinamiento sistemático de la población, causa de todo fanatismo y división (Franco era militar y no ideólogo), regresamos al seminario, para retomar la actividad diaria, hasta que la preocupación se fue disipando, en espera de los cambios que estaban por venir.

El deporte junto con la música y el teatro eran algunas de las actividades que nos mantenían alejados de los acontecimientos que se iban concatenando y dilucidando, extramuros del internado: un nuevo periodo que daría paso a la modernidad y a la libertad de expresión de la que anteriormente carecía este pueblo curtido en adversidades y muy diferentes batallas. De las actividades citadas me vienen a la memoria en este momento, la representación y puesta en escena de la Pasión de Cristo: obra de teatro en la que participó un buen elenco de seminaristas y que, como resulta de su buena aceptación, fue llevada posteriormente, al estilo de La Barraca, por varios pueblos de la diócesis para entretenimiento y deleite de sus parroquianos.

Con el éxito de la Pasión de Cristo entró el gusanillo por el teatro en el internado, de tal modo que uno de los educadores que teníamos, propuso para nuestra comunidad montar una pieza teatral de procedencia italiana en la que se denunciaba la emigración y la pobreza en el medio rural. Aceptamos el reto, y después de varias semanas de ensayos, nos prohibieron su representación porque al prefecto le pareció patética días antes de su puesta en escena.

Cuando el superior pronunció la palabra patética y prohibió la representación nos dejó a todos atónitos; primero, porque algunos desconocíamos el significado de dicha palabra que, por entonces, no se utilizaba tan frecuentemente como ahora, y después, por que la obra iba muy avanzada y los alumnos nos habíamos involucrado muchísimo para sacarla adelante. El que nos comprometiésemos tanto con la obra fue debido, principalmente, a que el tutor que la dirigía nos dio la oportunidad de modificar el guion original, para adaptarlo al contexto sociocultural de nuestros pueblos; el cual, por raíces históricas, culturales y climatológicas, no distaba mucho al que se describía en la pieza teatral de procedencia italiana.

De todo se puede extraer una lección, de aquel suceso inferí la humildad con la cual el educador encajó el revés, después de muchos días de trabajo con nosotros, acatando la orden del prefecto sin resistirse y sin emitir juicio de valor negativo a sus espaldas.

  1. SALTAN LAS ALARMAS

La enfurecida resistencia que mantuve ante los que me acosaron, durante muchos años, comienza a pasarme factura con las primeras dudas sobre mi inclinación sexual. Estas dudas me surgieron frente al televisor, cuando me encontraba de vacaciones, a la edad de catorce años, aproximadamente, en el pueblo. Sucedió en el transcurso del informativo de la noche, el presentador que lo dirigía cautivó mi atención, como en un flash, por su atractivo personal. En aquel momento lo que para un heterosexual hubiese sido un hecho irrelevante y sin trascendencia −reconocer en pantalla un señor elegante y apuesto− en mi interior, en cambio, se transmutó en un impulso de atracción por la perfección de sus facciones y su buen porte. No obstante, esa primera atracción o admiración, por el sexo masculino, no fue desencadenante de una excitación o inervación sexual en mi anatomía masculina, como ya sucediera anteriormente con el cuerpo de una mujer, también en pantalla, pero en aquella ocasión en la grande.

A partir de aquel momento, empezaron las dudas a poblar mi mollera. Aquel despertar súbito hacía la belleza masculina, sin esperarlo, hizo que, tiempo después, me plantease algunas preguntas como estas ¿Me habría pasado como al Patito Feo, en el cuento de Hans Christian Andersen, que debido al acoso de su entorno terminó creyéndose lo que decían de él? ¿se debía esa atracción, en cambio, a la educación recibida en casa? ¿O tal vez fuese, esta, a consecuencia de algo innato? Creo que la pregunta jamás podré responderla, no obstante, de lo que no tengo dudas es que la sociedad me privó de saber, en cualquier caso, cuál hubiese sido mi tendencia sexual de no haber sido anteriormente secuestrada mi inocencia por el insulto y el acoso.

Aquella experiencia vivida frente al televisor fue de gran impacto para mí, sobre todo, teniendo en consideración lo que había luchado para salvaguardar delante de mis compañeros, no una impostura, sino algo que, hasta entonces, sentía consustancial a mi persona; es decir, la masculinidad. No es igual observarte desde pequeño con una tendencia o inclinación, lo cual vas integrando en tu personalidad sin darte cuenta; que descubrirte en plena pubertad (etapa importantísima de la vida), por sorpresa, con algo que pensabas que jamás se despertaría en ti. A partir de aquel día el problema ya no fue un asunto solamente de discordia y malestar con los compañeros, sino que se convirtió, por el contrario, en un pensamiento obsesivo, el cual yo iría alimentando día tras día (como res destinada al matadero), en la soledad más absoluta del rincón más secreto de mi alma.

No obstante, a pesar de las dudas, no me di por vencido; pensé que dicha apreciación repentina por una persona del mismo sexo se trataba de algo pasajero y, por consiguiente, en aquella etapa de la adolescencia, aún mantuve intacta la esperanza en que algún día cumpliría el sueño de ser sacerdote.

Esa inquietud por ser presbítero afloraba, de modo especial, cuando llegaban los misioneros al seminario, que nos visitaban para suscitar, de entre los seminaristas, vocaciones para dicho ministerio pastoral. De este modo, con micrófono en mano o sin él, nos relataban sus epopeyas en medio de la selva con las tribus indígenas. No todos venían de evangelizar en la jungla de Tarzán, algunos nos narraban las aventuras y desventuras de su evangelización en barrios pobres de la India y Sudamérica. De esas jornadas aún recuerdo los tebeos coleccionables que nos traían de la editorial Mundo Negro: en ellos se describía las heroicidades llevadas a cabo por estos hombres, intrépidos aventureros, en tierras inhóspitas, por amor a Jesucristo. Otras personas que por esas fechas alimentaban mi vocación eran los sacerdotes de mi pueblo, uno por su rectitud y el otro por su bondad. También, de entre mis compañeros y profesores, había quienes brillaban, con luz propia, por su buena conducta y por su vida de compromiso con los valores evangélicos: especial mención para Pedro que me ayudó muchísimo en mis últimos días de estancia en el seminario.

Como absorbe agua una esponja, hasta llenar todos sus capilares, de este mismo modo pasó en lo referente a la atracción que el presentador de televisión ejerció sobre mí. Aquel evento fue succionado por mi subconsciente, como otro de tantos, sin que dañase ni alterase, en ese momento, la propia naturaleza de mi personalidad. Luego, de este nuevo revés, si bien no sucedió nada que modificase mi sentir y mi relación con los compañeros y el entorno, sí que comencé a albergar serias dudas sobre mi tendencia o condición sexual: cuestión a la que daba vueltas en mi mente en una espiral sin fin y sin respuesta.

Entre esos dos términos, condición sexual o tendencia sexual, me quedaría con el de tendencia, porque no siempre una atracción sexual por alguien del mismo sexo condiciona el carácter. Tan es así que, en no pocas ocasiones, me encontré con muchos homosexuales que culturalmente encajaban más en su misma condición masculina que en una personalidad afeminada como sucede en muchos de ellos. Quizás el término correcto, para evitar etiquetas, seria hablar de personas con AMS; es decir atracción por los de su mismo sexo, ya que este calificativo es el único lazo unitivo que englobaría a todas las formas de expresión de la homosexualidad. Por otro lado, quiero resaltar que la tendencia, al igual que la moda, se puede cambiar; aunque en un momento de la vida sea constitutiva del carácter de la persona como sucede igualmente, con la ideología, la nacionalidad, la religión, el trabajo e incluso el fútbol. La expresión condición, sin embargo, parece ir asociada, especialmente, con algo irrevocable. Por lo demás, como se trata de mi propia experiencia, no tengo que citar a nadie para poner de relieve, por los datos autobiográficos ya descritos y otros que le seguirán después, la plasticidad de la mente humana a la hora de forjar en su mente una imagen sobre (etimológicamente encima de) sí mismo que anteriormente no tenia.

Para explicarlo mejor diré, que esta autobiografía, es una búsqueda de autoconocimiento, donde dejo todas las puertas abiertas para descubrir las raíces de mi AMS y, por consiguiente, intento no partir de ningún posicionamiento ideológico, que condicione mi capacidad para analizar los hechos, y lo que la misma naturaleza nos muestra. Se trata, pues, de describir hechos experienciales que, por darse en primera persona, constituida ésta de los mismos elementos que la del resto de mortales, (hasta ahora que yo sepa nadie me arrojó de un platillo volante) puede extrapolarse a todas aquellas otras personas que, como yo, han vivido una experiencia similar. Si alguien, no obstante, piensa que pertenece a un espécimen de iluminado único, exclusivo y exquisito, con necesidad de imponer sus dogmas al resto de la población, tarde o temprano construirá una realidad ficticia que, como toda fantasía y fanatismo, terminará por desmoronarse después de llevarse con él a mucha gente por delante. De este modo, pues, no confundamos dar a conocer una opinión, apoyada desde la experiencia y ratificada por la propia naturaleza, como es mi caso, con la cual se puede estar de acuerdo o no; con imponer coercitivamente, desde el poder que otorga el estado a los gobernantes, una visión determinada del mundo, al conjunto de la población, sin debatir esta, anteriormente, y sin que se cuente con la aprobación de la mayoría de sus ciudadanos. El que un partido sea elegido para gobernar, incluso con mayoría absoluta, no otorga carta de libertad a sus parlamentarios, para destruir los parámetros culturales de la sociedad que les votó y de la cual ellos mismos proceden. En la mayoría de las ocasiones los ciudadanos eligen a un determinado partido político, más por salvar una situación límite, que por estar de acuerdo con el contenido de su programa electoral e ideológico; el cual, por otra parte, en demasiadas ocasiones se oculta o se cambia, según los pactos poselectorales, en beneficio del partido menos botado y la minoría a la que representan. Esto anterior, sin contar que las palabras que utilizan los políticos tienen un significado diferente dependiendo de la ideología que representen. Así, por ejemplo, el termino democracia no tiene la misma connotación para un liberal que para un comunista, sino que, más bien representan formas de gobiernos totalmente opuestas.

  1. DURANTE LAS VACACIONES

En vacaciones, cuando me quedaba en el pueblo, como ya mencioné, en lugar de juntarme con los chicos de mi calle, por temor a que volviesen a insultarme, lo hacía con un círculo de jóvenes que frecuentaban la parroquia donde me sentía a salvo del acoso. Aquel grupo además de reunirse para orar y reflexionar, llevaba a cabo otros cometidos, entre ellos el de visitar a enfermos; evangelizar en la calle; acompañar y solucionar problemas a personas incapacitadas; y, una vez al año, ayudar en la colecta que se hacía por todo el pueblo, para sufragar las necesidades de la Iglesia y de las personas con menos recursos que esta atendía.
El grupo, en cuestión, alcanzó gran notoriedad en el pueblo por su alto compromiso pastoral y social. Allí conocí a buenas personas con las que compartí la fe, pero también agradables momentos de diversión y ocio como una verdadera comunidad de hermanos. Otro hecho a destacar de este movimiento eclesial es que aunó, por varias generaciones, a una buena parte de los jóvenes del pueblo sin distinción de clases sociales, ideologías, sexo o capacidades; algo que, por otro lado, no suele pasar en la mayoría de asociaciones o grupos humanos que se crean en el ámbito civil, en los que se te pide incluso carnet de socio o militancia, para formar parte del mismo.

Las actividades lúdicas que compartíamos eran, sobre todo, salidas al campo y fiestas populares. En dichos encuentros cada uno aportaba su habilidad personal y su donaire para regocijo del resto. Fue en una de esas celebraciones, en la verbena del pueblo, en concreto, donde me vi empujado a rescatar a una amiga de las garras de unos chicos que andaban persiguiéndola.

A pesar de que las historias de héroes y villanos nunca habían contado entre mis favoritas, en aquel momento no vi otra opción que la de asaltar el fortín donde mi amiga había sido acorralada. Se trataba de una joven que, meses antes, según me habían informado, tuvo problemas con uno de los chicos que ahora la estaba acosando junto con su pandilla. Lo que sucedió en la verbena fue que, mientras yo escrutaba el horizonte, entre la multitud, tratando de localizar al resto de amigos a los que echaba en falta, la chica de la que hago mención fue cercada por el joven y sus secuaces que ya la tenían sentenciada de antemano: siete u ocho camorristas en total. Cuando me di cuenta que la situación para mi amiga era comprometida (especialmente tras observarla paralizada de miedo) sin pensarlo dos veces, en un arranque de osadía, me introduje velozmente en medio del cerco que le habían tendido y, sin más espada que blandir que una corbata que acababa de estrenar para la fiesta, la así de la mano, con gran determinación, sacándola de aquel recinto del que escapamos, a toda velocidad, en busca del resto de amigos.

Después de sacarla de allí, como su acosador no pudo reconocerme, a pesar de que habíamos asistido juntos al cole de pequeños, y como el miedo es libre, pero también muy cobarde, desconociendo con quien tendría que enfrentarse para recuperar lo que creía ser su “botín”, optó por no seguirnos en la escapada. El instinto de supervivencia es tan fuerte en el hombre, que, hasta los bravucones, en algún momento, le rinden pleitesía.

Después de salir del atolladero, entre la joven, que apenas conocía, y yo no medió palabra alguna en la huida, solamente una mirada cómplice nos puso al descubierto que aquel día acabábamos de salir ilesos de una batalla que teníamos perdida de antemano. Al llegar a la discoteca encontramos a nuestros amigos y, tras serenarme, me puse a bailar, para continuar al ritmo de la noche, con los latidos de la guitarra de Sultans Of Swing.

El suceso descrito anteriormente, si no recuerdo mal, tuvo lugar cuando apenas tenía diecisiete años, edad en la cual lo prohibido ejerce un fuerte poder de atracción sobre la mayoría de jóvenes; y en mi caso, desde luego, no era yo la excepción. Fue por ese afán de gastar la vida en un suspiro, como al hábito de fumar añadí, por esas fechas, el consumo de cervezas y, también, algún cubata que otro los fines de semana. A partir de introducir estos nuevos hábitos (en el caso del tabaco se convirtió en una droga sin la que no podía pasar) necesité más dinero también para mantenerlos; con lo cual, dado que los recursos familiares no daban para vicios, tuve que compaginar vacaciones con trabajo.

El primer verano me enrolé con unos cuantos compañeros del Seminario para trabajar en una finca sembrada de tomates, de la cual teníamos que extraer hierbas gigantescas que, en cuanto a mí, me sobrepasaban en altura y en ocasiones, también, en resistencia para poder arrancarlas de raíz que era nuestro cometido. Al año siguiente me uní a otro grupo de alumnos, para adecentar las paredes del Seminario por dentro: la faena consistía en raspar los trozos desconchados de las mismas para proceder, luego, a pintarlas. Este trabajo lo llevábamos a cabo subidos en andamios con varios tramos para llegar hasta el techo. Aquellos eran otros tiempos y las tareas de la vida no estaban tan regladas y planificadas como en el presente: no se tenían en cuenta los riesgos en el trabajo; ni los jóvenes por osados, ni los mayores por inconscientes. En esa indolencia nos observábamos poco menos que inmortales, y si ocurría una desgracia pensábamos que se debía al destino de la persona o a algún descuido. Como consecuencia de ese modo de entender la vida, los abogados eran una especie poco común entre los habitantes de aquel tiempo, especialmente en los pueblos; por decirlo de otro modo, eran como las américas, que todo el mundo sabía que existían, pero que muy pocos las habían visitado, excepto aquellos que marcharon para no regresar en siglos lejanos o, recientemente, escapando de la guerra civil.

Al finalizar el verano aprovechaba para ayudar a mi padre en la recolección de la uva. La vendimia se hacía a mediados de septiembre, días en los que el astro solar iba en retirada y, ocasionalmente, aún se levantaba erguido y orgulloso, con todo su poder incandescente, para despabilar a alguna cigarra en los estertores de la muerte. Seguidamente, cuando el otoño iniciaba su andadura de días grises, tupidos de niebla y humo, hacía entrada con él, el curso académico. La conjunción de la bruma, levitando en la atmósfera, con el humo de las carboneras, entre valles y cerros, inundaban el paisaje por esas fechas de un cierto halo de misterio, de quietud, de eternidad, en una simbiosis perfecta con los campesinos que lo poblaban: hombres confiados, sobrados de abnegación y de amores consumados.

No faltaban en la composición de aquel cuadro inmemorial e impasible (casi surrealista), en los campos de mi pueblo, algunas aves planeando, sobre su cielo vacío, ajenas a las esperanzas y preocupaciones de los campesinos que bregan, más abajo, en las mismas tareas que lo hicieran ya, varios siglos antes, sus ancestros. Aquel horizonte que se deslizaba sin prisa en las arrugas de los curtidos campesinos de mi pueblo, me invadía de nostalgia en las tardes de domingo en el seminario: sabía que nadie mejor que aquel paisaje, guardaba en secreto, entre sus sinuosos valles y cerros, mis aventuras, mis raíces, mis lágrimas y mis desvelos.

  1. LA MAYORÍA DE EDAD

La mayoría de edad también trajo un cambio en mi vida: más en el modo de relacionarse mis compañeros conmigo, que en lo personal; pues inesperadamente ─de un día para otro─ cesó el acoso. Para que esto sucediese por primera vez, desde mi más tierna infancia, cuando exudaba juventud por cada uno de los poros de mi piel, se dieron varias situaciones al mismo tiempo: en primer lugar, los compañeros que más me instigaban abandonaron el Seminario al terminar el bachiller superior; en segundo lugar por que, generalmente, al alcanzar la mayoría de edad, con ella se alcanza también la sensatez suficiente como para que los bajos instintos den paso a la educación; y, finalmente y en tercer lugar, como consecuencia también de la formación religiosa que se nos impartía en el seminario, que con el paso de los años comenzaba a dar sus frutos.

Con el cambio de actitud de los compañeros mis oraciones fueron finalmente escuchadas y, por primera vez, casi desde que tenía uso de razón, me liberé del yugo del acoso que por tantos años había cargado sobre mi cerviz. El yugo desapareció, pero no así las huellas que él mismo había dejado por su peso y por los muchos años que lo había cargado: trazos de memoria doliente, con fisuras abiertas en el alma, por donde aún supuraba mi corazón lastimado.

Con todo ello, de haber persistido esa situación de acoso, en el tiempo, posiblemente esta autobiografía hubiese adquirido un cariz bien diferente, de consecuencias indeseables, al menos para mí. Así hubiese sido porque, ya por entonces, en dos ocasiones, se me hicieron presentes algunas ideas muy sombrías que, gracias a Dios, no llevé a cabo debido a que la enajenación mental no había apagado, de todo, mi conciencia. De cualquier modo, en el supuesto de haberlas ejecutado, por esquizofrenia sobrevenida, como consecuencia tantos años de instigación, no dudo ahora, que las mismas hordas que me acosaron −reflejo de la sociedad en general− hubiesen salido luego también en mi persecución para rematarme con las piedras de su ira justiciera. Es lo mismo que sucede cuando vemos a la chusma perseguir a un delincuente que aún no ha sido juzgado, o lo que pasó con la mujer adúltera de los Evangelios, pues ni que decir tiene, que más de uno de aquellos que la siguieron para dilapidarla, habrían pasado con anterioridad por su cama. Por eso al decirles Jesucristo: «el que esté libre de pecado que tire la primera piedra», deshicieron el camino que les condujo hasta la mujer con intención de matarla. Además, remarca la biblia, que rehicieron el camino por donde habían venido, comenzando por los más ancianos de la algarada hasta el más joven de todos.

Lo más sorprendente de todo, para desgracia mía, fue que, con el cese del acoso, no desapareció el desasosiego que éste había sembrado en mi vida. Es más, a las dudas que ya albergaba sobre mi orientación sexual se le añadió, posteriormente, el peso de mi conciencia; la misma que me acusaba de estar en el lugar equivocado, especialmente cuando desde el púlpito se nos remarcaba con insistencia, por parte del director espiritual, que el sacerdote debía de ser un hombre íntegro en su masculinidad.

Si por algo se caracteriza mi personalidad, entre muchas sombras y pocos destellos de luz, es la de llevar una vida coherente entre mis creencias y mi vida. El fariseísmo nunca ha sido constitutivo de mi personalidad, prefería estar fuera del grupo, es decir de la Iglesia, y prescindir de sus bondades, a que mi alma reprendiera mi inconsistencia por contravenir los dictámenes de la institución. Fue por esta manera de ser por la que se levantó un muro, infranqueable, entre mi deseo de ser sacerdote, por un lado, y mi sentimiento de atracción hacia los varones, por otro.

Cuanto más insistía el guía espiritual en que el sacerdote no podía albergar ningún tipo de duda sobre su hombría (no descarto que lo hacía con buena intención) más culpable y avergonzado de mí mismo me sentía. De este modo ocurrió que, debido a mi afán por mantener dicha integridad, no tuve más opción que recurrir de nuevo a mi prefecto para pedir ayuda. Cuando le conté el problema, de la misma manera que el anterior, sin tener muy claro que aconsejarme, me dijo (como a aquel que tiene un dolor de cabeza y ni siquiera le mandan una pastilla) que con el tiempo dicha inclinación sexual se me pasaría.

El destino me volvía a jugar una mala pasada porque, muchos años después, me encontré con un excompañero, del mismo curso, en un lugar de copas −también con inclinaciones homosexuales− al cual, el mismo superior, supo darle unas orientaciones al menos, en principio, más razonables y fundadas que a mí. Esto a pesar de que ambos alumnos habíamos coincidido, como ya he mencionado, en el mismo lugar, en las mismas fechas y con el mismo prefecto. El motivo se me escapa por algún resquicio de mi magín; una diferencia notable entre ambos era que a mí compañero se le notaba amaneramiento y a mi no. También cabe la posibilidad de que, con este compañero, encontrase más afinidad que conmigo para decirle abiertamente lo que pensaba sobre la cuestión. No obstante, si la respuesta que me dio a mí, en privado, vino motivado porque estaba realmente convencido de que esa inclinación se me pasaría, debió explicarme los motivos que le llevaron a razonar así, ya que, de ese modo, hubiese reforzado mi autoestima y tal vez yo, por mi parte, hubiese dado credibilidad a sus palabras haciendo mía su misma convicción: no es descartable esta hipótesis puesto que sentía gran admiración por este sacerdote al cual tenía idealizado.

A medida que pasaban los años, encerrado en este callejón sin salida, se acrecentaba con ellos también mi angustia: me iba haciendo adulto y, finalmente, tendría que optar por salirme del Seminario pues, como dije, mis principios no me permitían hacer lo contrario a lo que el director espiritual nos estaba indicando sobre esta cuestión.

En el Seminario el tiempo no se detenía como yo hubiese deseado hasta resolver la encrucijada en la que estaba parado. La adversidad me seguía acorralando para, posteriormente, rematarme con un golpe de gracia (más bien de muerte) que conduciría mi existencia al vació y a la nada más absoluta. Ese último zarpazo terminaría derribando la única pieza sobre la que aún se mantenía en pie mi autoestima y mi carácter.

  1. TODO PUEDE EMPEORAR: EL GRAN REVÉS

Era obligatorio por entonces en el Seminario, supongo que también ahora, tener un guía espiritual que te acompañase en tu proceso de maduración espiritual, un sacerdote distinto al cargo de Superior, que era el responsable de que todo funcionase correctamente dentro de un ciclo académico, que, por lo general, abarcaba dos o tres cursos consecutivos. Como yo percibía que mis dudas se habían acrecentado en lo tocante a la atracción por las personas del mismo sexo, renuncié a cualquier tipo de dirección espiritual; hubo tres motivos que me condujeron a ello: primero, como consecuencia de que, hasta entonces, ningún superior había sabido aconsejarme adecuadamente; segundo, por la integridad que se me exigía en esta materia para optar al sacerdocio, lo cual me daba miedo a afrontar con tal de seguir “mi vocación”; y, tercero, porque albergaba aún la esperanza de que el atractivo que ejercían sobre mí los hombres, se me pasaría en cuanto alguna persona de especial relevancia reafirmase mi masculinidad: hecho poco probable puesto que, en nuestra madre patria España, somos más dados a la crítica que a ensalzar las virtudes ajenas; y esto a pesar de que se dieron situaciones en las que apoyé y defendí a algún compañero, aun arriesgo de mi integridad física, unas veces y otras, de mi propia imagen personal. Paso de enumerarlos para no pecar de pretencioso.

Como me hallaba, por tanto, ante un laberinto sin salida, entre mis sentimientos hacia lo varones y las exigencias para optar al sacerdocio, permanecí por dos años sin dirección espiritual hasta que mi superior, advirtiéndose de ello, me citó en su despacho: se trataba del mismo sacerdote que tres años atrás me auguró, con poco acierto, que las dudas que albergaba respecto a mi atracción por los hombres se me irían disipando con el paso del tiempo.

Una vez que crucé la puerta de su despacho me vi atrapado en medio de un huracán que me arrasaba sin poder escapar de su radio de influencia. El prefecto, según me vio llegar, se puso como enloquecido a vociferarme. De este modo, mientras me atacaba, sin dejar de reprenderme desde su sillón, yo le repetía, incesantemente, que no se trataba de un acto de indisciplina mí rechazo a aceptar la dirección espiritual. Sin embargo, el superior, obcecado en el alegato que tenía preparado de antemano, no quiso, en ningún momento, atender a mis palabras. Ahora pienso que aquella demostración de fuerza, no fue otra cosa que un síntoma de su propia impotencia para ayudarme.

Lo que aconteció en mi psiquis durante el tiempo que estuve ante él, parece sacado de un thriller de tinte psicológico, ya que desde aquel día no he podido recordar aún las palabras con las que el prefecto lastimó mi autoestima que, por otra parte, a esas alturas de la película, pendía de un hilo. Tengo un vago recuerdo, eso sí, de los asuntos que sacó a colación para dar un rodeo sobre el tema de la sexualidad, al cual no quiso plantarle cara. Entre ellos, además del tema de la dirección espiritual, otros de aseo personal y puntualidad, que no eran tan relevantes, como para que no hubiesen sido enfocados desde una charla serena, pidiendo explicaciones y dando paso a las mismas.

Después del mal trago que pasé en su despacho, algo se quebró dentro de mí en poco menos de una hora; tiempo aproximado que pudo durar la encerrona: tras cerrar la puerta de su despacho me sentía y actuaba casi como un autómata -un muerto viviente- estado en el que permanecí, aproximadamente, durante una década más.

Anulado en la autoestima, sin personalidad, mi vida dio un giro de ciento ochenta grados que me afectó tanto a nivel físico como psíquico. El estado anímico en el que entré, me incapacitó para dormir más de tres horas al día; no podía ni tan siquiera, concentrarme para escuchar la radio, medio por la que sentía pasión; en lugares públicos creía que todo el mundo dirigía su mirada hacia mí para juzgarme. Pero hubo más, a partir de entonces fui incapaz de sostener la mirada a cualquiera, el miedo se apoderó de mí con tal garra, que me imposibilitaba para afrontar tareas de responsabilidad; especialmente aquellas que tenía que solventar a solas con otras personas. Tan es así, que incluso afloraba el sonrojo a mi cara, en situaciones conflictivas en las que ni siquiera había tomado yo parte. Para más inri, por si lo anterior fuera insuficiente, me sentía como la peor persona del mundo: sentimiento que dio entrada a la depresión, la cual vino a anidar en mi corazón para quedarse por muchos años como compañera de viaje.

En cuanto a la atracción sexual, también se produjeron cambios: desconozco qué resortes se ponían en juego en mi cerebro, para que, desde ese fatídico día, más allá del perímetro de la institución, y sin que yo me lo propusiera de modo consciente, mi libido se despertase con deseos carnales hacia algunos hombres, acompañado incluso de erección. Algo que, por el contrario, nunca me había pasado hasta entonces y que, por otro lado, intramuros del Seminario seguía sin sucederme, ya que allí percibía a los compañeros como anteriormente: como colegas sin más.

Estos cambios que se produjeron en mí interior, luego de la llamada al orden del superior, aunque parezcan incomprensibles, tienen su razón de ser: la cita en su estudio, vino a ser como una olla a presión, sin orificio de salida, ya que no pude defenderme y, por consiguiente, me vi a merced de sus palabras. De este modo, la olla explotó haciendo añicos los últimos resortes que hasta ese momento habían sostenido mi equilibrio psíquico en pie. A ello contribuyeron varios factores, en primer lugar, mi orgullo, ya que durante todo el tiempo que duró el rapapolvo del superior, le sostuve la mirada, haciéndome el fuerte, a pesar de que me encontraba al borde del colapso emocional; en segundo lugar, porque pensé que ahí se me cerraban todas las puertas, dentro del seminario al menos, para encauzar el tema de la homosexualidad: ya no podía esperar por más tiempo que la situación se arreglase por sí misma; y finalmente tendría que asumir como propia toda la basura que otros habían arrojado sobre mí.

A raíz de ese enfrentamiento −más que enfrentamiento reprimenda, puesto que no me dio opción a entrar en lid con él− vinieron días deplorables en los que no podía concentrarme en los estudios, ni en ninguna otra cosa. Debido a ese estado anímico, incapacitante, optaba unas veces por matar el tiempo acercándome a un parque adyacente al internado y, otras, buscando refugio en el cuarto de un compañero mientras que este seguía estudiando. El simple hecho de sentirme acompañado me liberaba, en parte, de una sensación interna que no distaba mucho de la que se ha de vivir o sentir (dependiendo de la visión que cada cual tenga) en el propio infierno.

Ahora, después de la perspectiva que te abre el correr de los años, haciendo un análisis lo más aséptico posible del suceso, he llegado a la conclusión de que el superior solamente apretó el gatillo para vaciar la última bala alojada en la recámara de un arma destinada a vaciarse cuasi, irremisiblemente y al completo, contra mí. Así es, pocas personas buscan el mal en sí mismo para los demás, unas veces lo hacen para salvar su prestigio o estatus personal y, otras incluso, para ayudar a los demás sin darse cuenta que lo que están haciendo es todo lo contrario (esto pasa también en ocasiones en el ámbito familiar con progenitores posesivos). En cualquier situación, todos somos víctimas y verdugos al mismo tiempo, ya que cuando alguien infringe un daño importante a otro congénere, bien sea intentando ayudarle o por egoísmo personal, el verdugo sale igualmente de damnificado que la víctima, o casi. Me explico: destruir a una persona en ningún caso puede ser un galardón del que uno pueda presumir, sino más bien una mancha a ocultar para no sentir vergüenza del propio pasado.

Por lo comentado anteriormente puedo decir, sin temor a equivocarme, que el superior actuó de buena fe llamándome al orden, aunque se equivocó en las formas. Así, pues, la conclusión final a la que llegué acerca de la conducta de este prefecto, para conmigo, aquel día en el que salí tan damnificado psíquicamente, es la siguiente: él prefecto poseía algunos conocimientos en psicología, de lo que dedujo, que yo necesitaba un buen correctivo para reconducir ciertos aspectos de indisciplina en los que había incurrido, como la dirección espiritual, algunas faltas leves y un acto de desobediencia que tuve para con él, por el que me negué a darle un escrito que redacté con motivo de la fiesta del patrono de la comunidad. En dicho escrito hacía una sátira jocosa de algunos hechos que ocurrían en el comedor y en la sala de juegos entre compañeros, para mí, carentes de importancia, pues los observaba desde mi inocencia, que, pese a mi orgullo, era casi la de un niño. El motivo por el que me negué a pasarle el escrito, no fue otro, que preservar la confianza y la privacidad de mis compañeros. Pero sucede que la psicología, de la que creía estar bien pertrechado mi superior, no es una ciencia exacta y, por lo mismo, aquellas directrices que pueden ser aplicables para la mayoría; no lo son tanto para el resto. Lo que pretendo decir con esto es que no todas las personas poseemos un mismo nivel de tolerancia y sensibilidad para afrontar situaciones conflictivas.

En cualquier caso, quiero dejar constancia que no es baladí hacer experimentos con los sentimientos de las personas; ya que de un desequilibrio emocional pueden derivarse importantes secuelas, como las que yo mismo padecí con posterioridad a la reprimenda de mi superior. Para aclarar lo anterior siempre me sirvo de un ejemplo: cuando un hombre o una mujer, por cualquier circunstancia adversa, se queda sin un dedo, sin una mano o sin un ojo, por ejemplo, el resto del cuerpo se adapta para vivir sin dicho miembro; con lo cual esa persona, comúnmente, vuelve al mismo estado de felicidad o amargura, en el que vivía anteriormente a su pérdida. Sin embargo, cuando nos quiebran emocionalmente, no sólo queda la mente sumida en la infelicidad y el desasosiego, sino que ésta, a su vez, desequilibra al resto del cuerpo somatizando la herida emocional en enfermedades físicas (insomnio, dolores de cabeza, eccemas en la piel, acufenos, incluso se pueden desarrollar diferentes fobias paralizantes). Y sucede así, porque como ya expusiera Santo Tomás de Aquino, allá por el S.XIII, en su tratado Suma Teológica: “En el hombre, alma y cuerpo forman una unidad sustancial que se complementan mutuamente sin fisura”. Esto se puede verificar con ejemplos sencillos de somatización de estados pasajeros de alteración emocional; por ejemplo, el de la persona que se ruboriza al sentir vergüenza o el de aquella que le sudan las manos en presencia de otra que le causa mucho respeto o temor.

Después de los hechos relatados −sumergido como estaba en la nada, en mi nada− recurrí al director espiritual: un hombre íntegro donde los hubiera, y ello a pesar de su machacona insistencia en la integridad sexual.

De este modo, como el director espiritual, por mi relato, constató que mi estado psíquico era deplorable, y estaba fuera de su alcance la solución, me remitió a un psicólogo que trabajaba en una ONG de atención gratuita. Así que, con su recomendación, me fui donde el terapeuta, en el deseo de hallar una salida al estado de anulación mental y, casi, física en la que había quedado.

El psicólogo, a la postre, terminaría siendo un obstáculo más, de las muchas piedras que ya había encontrado en el peregrinaje de la vida, para que pudiese hallar la paz y la estabilidad psíquica que, con tanta avidez, anhelaba. Su profesionalidad dejaba mucho que desear, puesto que, ya en la primera visita que le hice en el despacho de la ONG, me derivó a su consulta privada con tal de cobrar las minutas de su trabajo. Pero ahí no terminó la cosa, porque además de llegar siempre tarde a su consulta, para colmo de despropósitos, me diagnosticó, a bote pronto, esquizofrenia con un único test -un pictograma- en la segunda visita que le hice en su despacho. Después de aquel jarro de agua fría me largó a la calle, con viento fresco y una receta de estupefacientes (algo que no entraba dentro de su competencia por su especialización) en lugar de darme asesoramiento psicológico que era lo que yo andaba buscando.

Con todo lo que conlleva la palabra, esquizofrenia, su diagnóstico no me afectó esta vez en nada: para entonces ya había sufrido demasiado con las personas, motivo por el que dejé de idealizarlas y casi de confiar en ellas. Ahora, en cambio, me mantenía en guardia de cualquier pirómano de almas o de mentes. Como se suele decir en el lenguaje coloquial “estoy con las antenas puestas”, en ese estado de alerta me mantenía yo durante la vigilia con respecto a las personas ya fuesen doctas o iletradas. Era normal que mi psiquis buscase un mecanismo de defensa ante tanta contrariedad como había venido padeciendo. De este modo, aquel estado de alerta, se convirtió en uno de los métodos para salir ileso no solo de este psicólogo temerario, sino de otra gama variopinta de congéneres insensatos (por decir algo suave) que vendrían después. ¡Ni que decir tiene que mi salvavidas principal siempre lo tuve en Dios!

Como acabo de comentar el principal sostén que me mantenía en pie por esas fechas, como otras veces, fue Dios, y este personificado en Jesucristo y su Evangelio, a los que tenía presente sobre todo en los periodos de crisis porque aún no era un verdadero converso, o lo que ahora, en el presente, entiendo por ello. A él acudía con lágrimas amargas, hasta que llegó el día en el que se me vaciaron las pupilas y las lágrimas no afloraron nunca más a mis mejillas para mi consuelo: me quedé tan seco por dentro y por fuera que a falta de lágrimas me reía de mí mismo, de mi ingenuidad. Puedo afirmar, por lo que experimenté en esos días, que no hay carcajada más ácida que reírse de uno mismo, sobre todo si la risa emana del dolor y la impotencia. Con el tiempo consideré que había sido demasiado incauto idealizando a las personas, máxime teniendo en cuenta que la palabra de Dios ya nos advierte de este mal, aunque para entonces desconocía estos versículos de Jeremías 17, 5-6 «Así dice el Señor: «¡Maldito el hombre que confía en el hombre! ¡Maldito el que se apoya en su propia fuerza y aparta su corazón del Señor! Será como una zarza en el desierto: no se dará cuenta cuando llegue el bien».

Así es, ninguna criatura bajo el sol, ni por encima de él, incluidas las personas, gozan de plenitud e infalibilidad por sí mismas salvo Dios, lo cual quiere decir, por tanto, que nada ni nadie puede complementarnos y hacernos felices dándonos lo que ellas mismas no poseen.

  1. DOS BUENAS NOTICIAS EN MEDIO DE LA CRISIS DE IDENTIDAD

Los dos acontecimientos que a continuación describiré (tendría por entonces veinte años) tuvieron lugar unos meses después del episodio que acabo de narrar. Los introduzco a continuación, antes de dar por finalizado este capítulo, que concluye con mi salida del Seminario, y con la visita de Juan Pablo II a Portugal, a cuyo encuentro asistimos los alumnos del Seminario Mayor.

El primero de dichos acontecimientos, lo traigo a colación porque, sin tener que ver directamente con mi persona, tiene un final feliz, como sucede con mi propia biografía, aunque un mal principio. En esa jornada estábamos invitados por mis padres toda la familia para festejar un acontecimiento al que ahora no puedo poner nombre. A dicha celebración vino mi hermana la mayor, que vivía en un pueblo cercano con sus hijos. Una vez que se encontraron todos mis sobrinos en la casa de mis padres, dos de ellos, el varón pequeño de mi hermana junto con el hijo mayor de mi hermano, se separaron del resto para acercarse a la casa de este último a por un balón. Mis dos sobrinos, que por entonces tendrían poco más de siete años, de regreso a la casa de mis padres, en una encrucijada de calles con poca visibilidad, cruzaron la vía en el mismo instante en el que un camión circulando a gran velocidad, en sentido transversal a la dirección que ellos traían, atropelló al hijo de mi hermana al cual desplazó unos ocho metros del lugar del impacto. La noticia del accidente llegó enseguida a la casa de mis padres, por lo que mi hermana y mi cuñado se desplazaron, rápidamente, a la consulta médica donde habían llevado a mi sobrino. Desde allí, mi hermana y mi cuñado, nos comunicaron que debían irse de inmediato al hospital con el pequeño. Así lo hicieron porque el doctor, luego de hacerle una exploración, les informó que tenía la mandíbula rota y, además, para descartar otras posibles fracturas. En el domicilio, tras conocer el pronóstico del doctor, nos quedamos con el alma en vilo a la espera de lo que arrojasen los exámenes médicos en el hospital; no con demasiadas esperanzas, por cierto, porque el médico del pueblo era hombre experimentado y poco amigo de enviar a los pacientes fuera del pueblo sin asegurarse, antes, de la gravedad del enfermo.

En la incertidumbre por la importancia del accidente, mientras esperábamos los resultados definitivos, me salí con el resto de mis sobrinos a la calle y, una vez en la plazoleta, les dije que se tomaran de la mano para rezar un Padre Nuestro por la pronta recuperación del pequeño. Sin embargo, como la curiosidad no escapa a la condición humana, especialmente en los niños, una de mis sobrinas −que, por cierto, siempre fue muy perspicaz− me dijo antes de que comenzásemos la oración: − ¿bueno tito y a ti el Señor por qué no te cura? (ella sabía por mi hermana la mayor, a la única que confiaba la mayoría de mis intimidades por entonces, que yo me encontraba con depresión) a lo que contesté con convicción porque así lo creía: −no te preocupes ya lo hará. Nos concentramos en el rezo agarrados de la mano, hasta que tiempo después llamó mi hermana desde el hospital, para informarnos que las radiografías no registraron rotura de mandíbula y que el resto de pruebas dieron, igualmente, resultado negativo. De este modo, la fuerza de la oración, especialmente la de los niños, con su corazón confiado, vino a confirmar lo expresado por Jesucristo: (Mateo 18:19-20) «Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».

La segunda buena noticia está relacionada con una visita turística a París, que nos propusieron los superiores a los seminaristas mayores en mil novecientos ochenta. Después de trabajar mucho durante ese verano para disponer de unos ahorros para la excursión, me apunté a la misma y en septiembre emprendí el viaje en autobús junto a los superiores y el resto de compañeros. Nunca, hasta entonces, había salido tan lejos de mi provincia, lo cual me produjo un estado de excitación tal, por lo novedoso de la experiencia, que me impidió conciliar el sueño durante todo el trayecto. Ya de camino, hicimos parada en Burgos durante unas horas para visitar su majestuosa catedral barroca y, poco después de reemprender el viaje, hicimos otra parada en la playa de las Conchas, San Sebastián, para otear desde su paseo marítimo el horizonte azul de aquella emblemática playa del norte de España. Al bajar del autobús quedé gratamente sorprendido al ver la playa, libre de bañistas, con una multitud de críos practicando fútbol: algo insólito en las playas del sur de España que, en esa época del año, aduras penas si queda espacio para tender una toalla sobre la arena. A la vuelta, en cambio, para que no se me olvide, por la exquisitez de la comida que nos ofrecieron, hicimos descanso en Guetaria donde nos invitaron a marmitako; uno de los platos típico de la gastronomía del lugar. En unas horas reanudamos el viaje desde la Playa de las Conchas hasta Lourdes, donde pasamos una jornada completa de descanso para pernoctar y visitar el Santuario Mariano.

El escaso tiempo que tuvimos de parada en Lourdes, no fue suficiente para que yo pudiese conectar con el Espíritu de su Santuario; algo que no me había pasado nunca en Fátima (Portugal); donde nada más pisar la explanada en la que se halla la capillita de las apariciones, siempre tuve la sensación de entrar como en otra dimensión. Aquella falta de sensibilidad espiritual creo que estuvo relacionada, además de con la zozobra del viaje, cuyo colofón estaba en la capital francesa, con la actividad comercial del pueblo, la cual casi tocaba el recinto destinado al culto.

Durante aquel periplo turístico intenté despejar, en la medida de lo posible, mi mollera de los males que arrastraba. Para ello me alié con un compañero, de carácter osado como el mío, en un intento por escudriñar con él los secretos de la ciudad de los enamorados. Aparte de unirnos el espíritu de aventura, también sentíamos, ambos, admiración por la naturaleza. Fue por eso que me propuso visitar el Bois de Boulogne a una hora ya avanzada de la tarde.

De este modo, sin reunir más pesquisas que un mapa y teniendo como referencia, todavía, la hora solar de España, nos pusimos en movimiento para alcanzar el objetivo ya citado. Para ello, tomamos el metro y cuando bajamos en la estación más cercana al Bosque, pudimos leer una señalización que nos indicaba que aún nos restaba un buen trecho para llegar: unos quinientos metros, sino recuerdo mal. No obstante, seguimos el itinerario ya acordado, hasta que, después de haber recorrido pocos metros a pie, hubo algo que nos llamó poderosamente la atención: en paralelo a la carretera por la que caminábamos, dirección al Bosque de Bolonia, transcurría un camino y, entre ambos, una hilera de árboles que los separaba. No fue esto lo que nos causó extrañeza, sino que, por el camino de tierra, tras los árboles, deambulaba un buen número de varones que paseaban, cabizbajos, en ambos sentidos de la vía. Daba la impresión de ser gente sin rumbo, como filósofos cavilando fuera de su buhardilla por su caminar pausado y silencioso. Sin saber que intenciones tenían, aligeramos el paso, por precaución, a la vez que insté a mi amigo a que me hablase en francés, para fingir que éramos franceses.

Poco después, de la azarosa caminata, llegamos a la entrada del parque donde encontramos un paso a nivel y una valla, con un letrero que prohibía el acceso al mismo porque el horario de visitas había concluido. Viendo que nuestro deseo se había truncado, un tanto decepcionados, desanduvimos el camino, el nuestro, porque por el contiguo seguían allí los paseantes misteriosos. A la vuelta −una vez que el crepúsculo había desplazado la tarde luminosa de París− pude atisbar un cambio en aquellos viandantes sigilosos; ahora, al resguardo de la penumbra, caminaban erguidos como si estuviesen más seguros de sí mismos. Noté, incluso, que algunos fijaban su mirada sobre nosotros con insistencia; supongo que con lascivas intenciones: eso lo deduje años más tarde, una vez que perdí la inocencia en cuestiones carnales y pude comprobar, con mis propios ojos, que el mundo no era de color de rosas, sino que dejaba mucho que desear, no solo para mí, sino para la mayoría de sus habitantes. Después de todo, bien está lo que bien acaba, porque mi amigo y yo, a pesar del miedo, pudimos eludir el peligro mirando, como dice la canción «al frente y sin volver la espalda»: en este caso, también, acelerando el paso hasta que llegamos a un restaurante, que daba paso a la urbe, donde hicimos parada para tomar unos refrescos y recomponer el ánimo.

Con todo, no habían terminado ahí los contratiempos del día, aún quedaban dos imprevistos por superar. Como la noche había puesto ya su asiento sobre el cielo parisino y no se atisbaba un solo alma a la entrada del metro, aproveché la ocasión para colarme sin pagar. Mis recursos económicos habían mermado por la estafa de un pintor en la Place du Tertre del conocido barrio de Montmartre. El artista, con esa intuición que caracteriza a los homosexuales para dar con sus afines (especialmente con la mirada) muy pronto adivinó mi inclinación sexual y dirigiéndose hacia mí, aduló con admiración mis ojos y mi perfil para que posase ante él. Yo que nunca me había visto en otra semejante, caí en la trampa como un pardillo y, sin ajustar precio, accedí a su petición. Así pues, una vez que concluyó la obra, a pesar del elevado precio que pidió por la misma, no tuve coraje para rechazársela, atendiendo no solamente a mi ligereza, sino al tiempo y al afán que puso en realizarla.

Volviendo al relato de los sucesos que se produjeron en aquella tarde noche, una vez que alcanzamos la última estación de metro frente a la Residencia de Estudiante, lugar en el que nos alojábamos, nos encontramos con la salida bloqueada por unas puertas automáticas de cristales. Para mi sorpresa no contaba con este hándicap, ya que en otra ocasión también me colé en el metro de Madrid y allí lo tuve más fácil a la salida. En esa tesitura la zozobra empezó a hacer mella en mi compañero y en mí: yo, por mi lado, me veía haciendo noche en los subterráneos del metro o, peor aún, siendo conducido a comisaría por un gendarme de retorcido bigote y mirada suspicaz. Finalmente, después de escrutar de nuevo durante un buen rato por las proximidades, sorteamos la dificultad al encontrar otra salida franqueable. Con este revés sumamos otro más al retraso que llevábamos acumulado, por la temeridad de alejarnos en exceso del lugar donde pernoctábamos.

Una vez llegamos a la residencia de estudiantes, nos dieron de nuevo con las puertas en las narices; esta vez custodiada por un señor fortachón, de raza negra, que medía algo más de dos metros y que situado por detrás de los cristales de la puerta de acceso, nos hablaba, enfurecido, sin parar, al mismo tiempo que blandía una escoba, como arma, entre sus manos de jugador de NBA, a modo de espada de mosquetero, defendiendo su horario y su seguridad. Mientras tanto, y en segundo plano, a unos metros del portero, aparecían nuestros compañeros y superiores a los cuales no me atrevía a mirar, más que de soslayo por la imprudencia cometida, que aguardaban nuestra llegada, con la misma ansiedad que un náufrago aguarda un barco en isla desierta. Viendo los superiores que el portero no tenía intención alguna de abrir la puerta, porque seguía enfurruñado y metido en su papel de celoso guardián, se le acercaron para convencerlo de que nos dejase pasar. Finalmente, después de una larga charla con él, lograron convencerlo y aquel buen hombre nos dejó pasar. De esta manera, al menos por aquella noche, pudimos dormir bajo resguardo después de librarnos de la reprimenda de los prefectos, que tal vez por el alivio de vernos allí y por cansancio fueron condescendientes con nosotros.

Luego de aquel incidente, que quedó como anécdota para la posteridad, proseguí con la visita turística, en compañía de otros seminaristas, a base de pan y queso, por la encantadora ciudad de la luz. Ciudad que para nosotros se convirtió, ante todo, en la de su memoria histórica por la tournée que hicimos visitando monumentos y museos: historia de algún modo también, para bien y para mal, de buena parte de Europa.

  1. ENCUENTRO CON SS. JUAN PABLO ll. SALIDA DEL SEMINARIO

Por la situación deplorable en la que me hallaba, como ya mencioné, mis días estaban tocando a su fin en el Seminario. Sin embargo, mi mente se resistía a abandonar el lugar donde había transcurrido prácticamente la mitad de mis años de vida. Debido a la incertidumbre de lo que encontraría fuera, y a la nostalgia por lo que dejaba atrás, dilaté mi salida del Seminario casi un año más; aunque escondiendo, a la vista de mis compañeros y de mi familia, una tristeza de muerte que me consumía.

Luego del infortunio con mi superior −punta de iceberg de toda la situación de acoso por la que había atravesado anteriormente− mi personalidad quedó tan vaciada de sí, que, la seguridad que había tenido hasta ese momento, se permutó en miedo paralizante. Como todas las puertas se me habían cerrado, incluso la del psicólogo, esto me llevó a interiorizar, inconscientemente, que la AMS, la atracción hacia las personas del mismo sexo, sería irreversible en mi vida; y con ella, también, los estereotipos que la identificaban por entonces. Después de la reprimenda del superior y de las visitas al psicólogo nada volvió a ser como antes: mi carácter dio un vuelco de ciento ochenta grados, siendo la inseguridad en mí mismo, la tristeza y el malestar interior, las manifestaciones más notables de mi estado mental. De este modo pasé, en poco tiempo, de ser fuerte, confiado, sin doblez y directo; a observarme desconfiado, inseguro y tan temeroso de las personas, que en muchas ocasiones las evitaba haciéndoles un rodeo. Aquel miedo, que arraigo poderosamente en mí, lo adquirí porque lo identificaba, debido a los parámetros de la época, con un modo de ser −el homosexual− del que ahora creía formar parte y también, en buena medida, porque frente a los heterosexuales me consideraba como disminuido: un paria, un apestado.

Así, pues, al interiorizar que todas las puertas se me habían cerrado sin poder retornar a mi estado primero (el tiempo de espera había expiado), las percepciones que me inquietaban por lo atractivo que me resultaban algunos hombres, ahora se remitían, ya, no solamente a percibir su belleza; sino que, la misma, se permutaba en deseo de entrar en intimidad con aquellos varones por los que me sentía atraído. Ese cambio trajo parejo otro, aún más incómodo para mí: mi cuerpo dejó de ser neutro al contacto con los hombres, motivo por el que a partir de ahí tuve que prescindir de escenarios que antes me habían sido inocuos por cuanto los vivencié, sin ningún tipo de complejo, desde la heterosexualidad; es decir, como uno más entre varones.

Para explicar como parte del instinto de supervivencia, con mayor nitidez los resortes con que se adapta nuestra mente a lo que desea creer y a lo que otros le han hecho creer de uno mismo, lo haré desde las situaciones reales que experimenté a partir de la última consulta con el psicólogo. Arriaz de entonces mi subconsciente tratando de no sufrir más, interiorizó y asumió un rol que sin ser el suyo le permitiría vivir de acuerdo con la nueva realidad que ahora experimentaba dentro de él y a la cual además se le atribuía un modo de ser y, cuasi un estilo de vida, no solo por los heterosexuales sino dentro de los mismos ambientes gais. Como consecuencia de dicho engaño de la mente, para adaptarse a la nueva realidad, de la que creía no tener escapatoria ya, a partir de entonces, y sin que yo me lo propusiese a nivel consciente, por las reacciones que experimentaba mi cuerpo, no pude estar en los vestuarios de los chicos y desnudarme con naturalidad, como lo venía haciendo anteriormente para entrar a las duchas; en los servicios públicos me pasaba más de lo mismo, no conseguía relajarme para evacuar cuando, junto a mí, se situaba otro varón en un urinario contiguo; me vi igualmente incapacitado para jugar partidos de fútbol porque temía que, en cualquier momento, despertarse mi libido y con ello, también, mi anatomía masculina. Y lo que es aún peor, comencé a sentirme inferior, al resto de varones, por el hecho de observarme con deseos sexuales contrarios a mi realidad sexual. Como resultado de lo anterior, me sentí obligado a ocultar ante el mundo, el cambio radical que se había producido en la percepción de mí mismo, pues lo que se producía a nivel inconsciente en las reacciones físicas de mi mente y mi cuerpo, me negaba a nivel consciente a aceptarlo.

Como ya mencioné, uno de los motivos por los que también atrasé mi salida del Seminario, fue la visita del Papa Juan Pablo ll a Portugal. Sabía que yendo con el seminario tendría la oportunidad de estar muy cerca, físicamente, de uno de los hombres más carismáticos que conoció el siglo XX; al cual, por cierto, el mismo santo padre Pio, vaticinó personalmente, y con mucha antelación, su Pontificado. Efectivamente, estuve muy cerca de él, a poco más de quince metros en línea recta. Ese día esperaba casi un milagro a distancia de su Santidad; ya que no podía acercarme a él por el protocolo. Deseaba con todo mi corazón, ilusoriamente claro está, que el pontífice captase el sufrimiento que se dibujaba en mi semblante y que, como resultado de ello, en la corta distancia que nos separaba, me socorriese.

El milagro que yo esperaba no se produjo, sin embargo, el pontífice apoyado en su báculo, debido al cansancio de las duras jornadas de su visita pastoral, oteando de soslayo el horizonte (en un gesto que le caracterizó posteriormente en la ancianidad) dirigió su mirada en mi dirección, la cual se cruzó con la mía, sosteniéndola luego durante un buen rato, sin perderme de vista. ¡Quién sabe si a pesar de la distancia, en algún instante, pudo captar toda la carga de dolor, inseguridad y tristeza que llevaba conmigo! ¡quién sabe…!

Nunca he sido dado a la parafernalia con la cual se envuelven muchas de las celebraciones de la vida civil y de la misma Iglesia. Creo que con ellas podemos perder de vista al verdadero protagonista de la vida -a Dios- para endiosar en cambio a su criatura (vasija de barro) y con ello olvidar, aunque sea por unos instantes, nuestra fragilidad e insignificancia humana. De hecho, la expresión de fe católica se ha reducido en muchas parroquias, a la celebración litúrgica dominical, a programar las catequesis y a tareas de despacho, relegando la oración comunitaria, la evangelización fuera del templo, la confraternización, el kerigma y hasta el mismo sacramento de la confesión al olvido. Si bien este modo de proceder tenía sentido décadas atrás, cuando el foco principal de vida comunitaria y social, en pueblos y ciudades, estaba en el templo con su párroco a la cabeza; hoy, por el contrario, como dice el Papa Francisco, hay que salir a la periferia. Periferia que, según yo observo, no está ya exclusivamente en los barrios marginales como antes, sino de puertas del templo hacia fuera; en la vida caótica de las personas esclavizadas por la sociedad de consumo, por el hedonismo y, en muchos casos, por muy vario pintas adicciones; personas abocadas, por falta de sentido, especialmente por falta de fe, a la soledad, a la depresión, y al suicidio. Están estas nuevas periferias traídas por la cultura individualista de nuestra época, pero también las de siempre, la de los hermanos que encajan dentro de las bienaventuranzas; aquellos de los cuales, por cierto, se nos pedirá cuenta en el juicio final. En tiempo de Jesucristo eran los endemoniados, los anawin (los sin derechos), los enfermos, los huérfanos, las viudas, y el pueblo llano en general que, como bien observó Jesús: «andaban como ovejas perdidas sin pastor». En nuestro tiempo, no dejan de concurrir cuasi los mismos excluidos de antes, más otros nuevos que nos ha traído la modernidad y el progreso, entre los que se encuentran, por citar algunos ejemplos, el nasciturus abortados; ancianos abandonados por sus familiares; miles de desplazados a causa de las guerras y el hambre ; y, sobre todo, niños y adolescentes abusados, explotados, desorientados por las redes sociales y, en algunos casos, también, disputados como trofeo, por el egocentrismo en el que viven sus progenitores, especialmente cuando se divorcian. En definitiva, pobres de toda clase y condición, a los que podría sumarse otra lista de excluidos por razones ideológicas, raciales, laborales, culturales y de expresión religiosa.

Pero hay más, si hacemos autocrítica llegamos a la conclusión que la periferia está, incluso, dentro de la misma Iglesia; porque, no en pocas ocasiones, nos hemos constituido en casta. Casta que se cree redentora de la humanidad, especialmente cuando algunos de sus consagrados administran los sacramentos como una dádiva personal y no como un servicio, una exigencia de fe y un don de Dios. Nosotros no salvamos a nadie, en todo caso damos a conocer gozosamente y gratis lo que ya, antes, hemos recibido gratis por puro amor de Dios. Como dice San Pablo en (1 Corintios 3,7): «Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento».

Volviendo al relato biográfico he de decir, que a pesar de ese desapego que siempre tuve por la pompa y las emociones a flor de piel, aquel día sentí algo especial por haber estado cerca del hombre sobre el cual recaía la misión de llevar al Buen Camino (el estrecho) con su báculo a millones de hombres y mujeres. Después del encuentro, como todo tiene su fin, la visita del que hoy es ya San Juan Pablo II a Portugal, pasó a los anales de la historia del mismo modo que, días después, me tocaría a mí poner punto y final a la etapa de seminarista.

Lo primero que hice antes de dejar el Seminario, fue comunicárselo a mis padres y esperar su reacción. Mi sorpresa fue notable cuando constaté la sensatez con la que mi madre aceptó el hecho de mi renuncia a terminar los estudios eclesiásticos. Y no solamente por este motivo, sino porque, debido a la falta de confianza que tenía en mí mismo, y mi limitada capacidad para los estudios tomé, de igual modo, la decisión de no seguir otro tipo de estudios. Supongo que a mis padres, como a todos los padres, le hubiese gustado un futuro más halagüeño para el único de los hijos que había iniciado, hasta entonces, estudios superiores.

De este modo, una vez pasada la fecha que me había fijado para abandonar el que había sido mi hogar por más de diez años, regresé al domicilio familiar para comenzar, como aquel que dice, desde cero a los veintiún años. El regreso fue como un nuevo aprendizaje en una casa mayor (la del mundo) que la que acababa de dejar atrás; pero además con retos que ahora, por edad y por escenario, me correspondía afrontar personalmente. De este modo tuve que adaptarme a una lucha sin cuartel, en la vida civil, de la cual me había ausentado por demasiado tiempo: tanto, que había momentos incluso, en la relación con mis paisanos, en los que apenas encontraba el vocabulario idóneo para hacerme entender por ellos.

Capítulo 4 UN NUEVO CICLO: Riesgos y grandezas de la libertad

  1. AÚN NO HA LLEGADO LA HORA DE PARTIR JUNTO AL PADRE

Lo primero que tuve que afrontar en mi retorno a la tierra de los supervivientes (que algunos han identificado con la tierra de “sálvese quien pueda”) ahora como adulto y responsable de mi propio destino, fue el servicio militar que, por esas fechas, era obligatorio. Pero antes de entrar en pormenores sobre este breve periodo de mi existencia −diez meses− he de mencionar otra situación anterior a esta, en la que Dios me tendió su mano, aunque otros sólo puedan ver en ello avatares del destino, de la casualidad, la contingencia o el azar. Los cristianos sabemos que, en última instancia y otras en primera, Dios está en el control de todo como así mismo nos lo pone de manifiesto su Palabra: (Mateo 10, 29-31) “¿No se venden dos gorriones por una monedita? Sin embargo, ni uno de ellos caerá a tierra sin que lo permita el Padre; y él les tiene contados a ustedes aun los cabellos de la cabeza. Así que no tengan miedo; ustedes valen más que muchos gorriones”.

Los hechos acontecidos comenzaron con un viaje, a la capital de provincia, en el que acompañé a mi hermana para que contratase los servicios de un conocido mío; el cual, por su profesión, Jurista, podría brindarle asesoramiento sobre un asunto de vital importancia para ella. Mientras íbamos de camino sucedió que, luego de llevar una tercera parte del itinerario recorrido aproximadamente, fijé mi vista en el espejo retrovisor del interior del autobús, justo en el instante que él mismo reflejaba el rostro del conductor dando cabezadas con los ojos cerrados. Ante el peligro, no me faltó tiempo de decírselo a mi hermana, para que ésta saliese de su asiento, a la velocidad de una bala, al grito de ¡conductor! ¡conductor! ¡qué nos mata! ¡qué nos mata…!

De ipso facto, alertado por los gritos de mi hermana, el chofer recuperó la simetría de su cuerpo y el control de sus movimientos para negar, a continuación, el estado soporífero en el que conducía. A mí, particularmente, no me costó entender la reacción del conductor, por la grave situación a la que nos había arriesgado, teniendo en cuenta que peligraba su puesto de trabajo, toda vez que hubiésemos decidido denunciar lo sucedido a su empresa. No obstante, como dice el refrán que “la mentira tiene los pies muy cortos”, después de que el chofer negara la situación a la que nos había expuesto, otro señor que viajaba en el autobús dos asientos por detrás de nosotros, habiéndose percatado también del estado en que conducía, vino a confirmar los mismos hechos dándonos la razón.

Bien está lo que bien acaba y, una vez más, gracias a Dios, aquel día pude salvar la vida junto con mi hermana y al resto de personas que viajaban con nosotros. Por otro lado, también mi hermana en aquella jornada, finalmente, en el despacho del abogado pudo encontrar la luz necesaria para arreglar sus problemas. ¡los ángeles del Señor nos guardan y su Santo Espíritu nos guía! ¡Por siempre a Él sea la gloria!

  1. EL SERVICIO MILITAR

A pesar de que pude eludir el servicio militar, que por entonces era obligatorio, quise incorporarme a filas para comprobar, in situ, si podría identificarme con el estilo de vida de los militares; ya que, de ser así, intentaría que el mismo me sirviese de trampolín para adentrarme en la vida militar y alcanzar con ello una salida laboral. Situación que no se dio, tal y como suponía, por mi propia idiosincrasia. No obstante, las circunstancias obligaban y había que intentarlo.

Para rememorar esa etapa de mi vida comenzaré por el principio, por mie estancia en el campamento de Cerro Muriano. El campamento consistía en un periodo breve de instrucción militar y familiarización con las herramientas básicas del soldado, para pasar luego al acuartelamiento donde se profundizaba en tareas específicas relacionadas con el armamento de combate y la logística ante un posible conflicto bélico.

Las imágenes que guardo de esos primeros días son las de toneladas de patatas, dispuestas para mondar en la cocina, y la de un tabaco de procedencia canaria, con sabor a palo dulce, que compraba por su bajo costo. También me viene a la memoria el recuerdo de un amigote de Cataluña, al cual se lo llevaban los mismos demonios cada vez que le cogía sus chanclas para ir al lavabo. Había otro recluta que captó especialmente mi atención porque andaba de continuo cabizbajo. A este joven, por cierto, el sargento lo castigaba sin permisos de fin de semana por su incapacidad para llevar el paso militar durante la marcha.

Con respecto a este último recluta taciturno, y la actitud del sargento para con él, tengo que decir que hay cosas que uno solamente aprende con el tiempo, la experiencia y la observación: a mis veintiún años ya había entendido que la disciplina no es suficiente para poner en funcionamiento todas las voluntades; es más, en algunos casos, llega a ser hasta contraproducente. Con este chaval, en concreto, sucedía que los esquemas mentales del sargento eran demasiados cortos e insensibles, para que pudiese entender, por el aspecto físico que presentaba el recluta, que su estado anímico estaba bloqueado para responder a cualquier demostración de fuerza. No sé muy bien de qué infierno vendría o en qué infierno fue a aterrizar aquel joven al llegar al campamento; lo cierto es que el pobre chaval se veía a bote pronto que estaba fuera de toda realidad. Creo que me identifiqué con él por la misma situación depresiva en la que yo estaba, toda vez que yo aún conservaba el porte suficiente para no sacar al exterior toda la angustia vital que bullía en mi interior. Solamente una cosa podía delatarme, la mirada (el espejo del alma, según el dicho popular), era incapaz de sostener la mirada en la cercanía a cualquier persona que se dirigiese a mí; no importaba quien fuese, hasta delante de un niño casi podía avergonzarme. El que este chaval estuviese atravesando una situación, todavía, más crítica que la mía me motivó a ayudarlo; sin embargo, en mi intento por levantarlo de su postración no tuve éxito, y lo único que recibí de él, como respuesta, fue su silencio. Al poco tiempo desapareció de la escena, de los sitios comunes que frecuentábamos, sin dejar rastro. Espero que no fuese el mismo recluta del que se oyó decir, por esas mismas fechas, que se había ahorcado; no lo pude saber porque no quisieron dar nombre.

Seguidamente a la instrucción en el campamento, me enviaron al cuartel como adscrito a la compañía de destino, donde me asignaron el servicio de la lavandería por estar ocupada la plaza de oficinista, que fue a la que me destinaron en un primer momento. La estancia en el cuartel se me hizo más dura que en el campamento, pues luego de varias semanas de instrucción, ninguna tarea de las que ejecutaba me resultaba novedosa y, por eso mismo, el día a día se me hacía una rutina soporífera, que no aportaba nada a mi vida.

El primer día que entré por la puerta de mi compañía, me quedé a cuadros al contemplar un paisaje humano que rozaba el cutrerío nacional más esperpéntico; por momentos pensé que en los manicomios había gente más cuerda que allí. Los soldados saltaban y gritaban, histéricos, por encima de las literas al grito de ¡tenemos carnaza nueva! ¡ya están aquí los pollos!

Carnaza nueva, nos denominaban a los soldados recién incorporados con los que se divertían los padres (veteranos), durante varios días, gastándole inocentadas. Novatadas, por cierto, que para mí fueron vejatorias e irreverentes puesto que, según íbamos entrando al pabellón, nos pusieron a rezar arrodillados delante de algunos soldados que, disfrazados, se hacían pasar por sargentos.

Como el diablo es muy listo, quién sabe si sopló al oído de algún soldado veterano que, entre los reclutas que acababan de llegar, había un creyente al que vejar. Pues sí, medio en broma medio en serio, tengo que subrayar que lo pasé francamente mal por no tener el valor, suficiente, en aquel momento, para protestar contra aquellos que se mofaban de algo tan sagrado para mí como la fe. En el presente achaco aquella cobardía al estado de temor al que me había conducido la asimilación, no buscada deliberadamente -como ya cité en el capítulo anterior- de una identidad o de un estereotipo de identidad como la homosexual, que por aquel entonces culturalmente se le tenía por «mujercitas cobardes».

Luego, pasadas varias semanas en el cuartel, sin apenas enterarme, me fui adaptando al nuevo hábitat. De este modo, aquello que al principio me parecía locura colectiva, dejó de afectarme contagiado, en parte, del mismo virus que el resto de mis compañeros; el virus del encierro.

A los pocos días estar allí hice amistad con un joven, Manuel, de un pueblecito de Huelva que cumplía a rajatabla, por su afabilidad, gracejo y simpatía natural, con el arquetipo de andaluz que todos tenemos en mente: persona alegre, desenfadada, abierta y locuaz. Era más joven que yo, no obstante, había consumido frenéticamente, en muy poco tiempo, todos los cartuchos de su juventud. Él mismo, llegó a decirme que había probado de casi todo lo prohibido que por entonces se conocía en España.

De esta manera, por su idiosincrasia y por ser un chico de mundo con don de gente, no tardó en agrupar, en torno a él, una peña de coleguitas (como él nos llamaba) dispuestos a acatar sus iniciativas cada vez que nos juntábamos en los ratos de ocio. Por su afabilidad hice confianza en su persona y enseguida le revelé mis cuitas y proyectos. Como observaba que había reciprocidad por su parte, toda la carga negativa que arrastraba conmigo empezó a hacerse más liviana al poder compartirla con alguien.

Por fin tenía un amigo en quien confiar y una pandilla para salvar los ratos de ocio en compañía. Sin embargo, como nada de lo que acontece en el transcurso del tiempo es permanente, sucedió que, a las pocas semanas de conocerlo, lo ingresaron por un brote súbito de esquizofrenia en el hospital. Después de dicho episodio de pérdida de control de sí mismo, los médicos para prevenir riesgos mayores, ya que a diario entrábamos en contacto con armamento peligroso, lo declararon como no apto para el servicio militar enviándolo a su domicilio.

Aún tuve la oportunidad de mantener un intercambio de palabras con mi amigo antes de que se marchase del cuartel, cuando pasaba frente a mí por el pasillo de la compañía, para recoger sus enseres, montado en una silla de ruedas empujada por su mismo padre que fue a por él. En pocas palabras vino a decirme, que el desequilibrio sufrido tuvo su origen en el dolor y tormento que le producía la memoria de su hermano; el mismo que encontraron muerto, unos meses antes de su entrada en el cuartel, en extrañas circunstancias, y al cual Manuel decía sentirse estrechamente unido.

Hay cosas inexplicables, especialmente las que guardan relación con la psiquis y la idiosincrasia de cada quien. Lo digo porque me he encontrado con personas que se desintegraron mentalmente, como cohetes de feria, a pesar de ser alegres, positivas y aparentemente fuertes; y otras en cambio que, pareciendo apocadas, resistieron todos los embates que les presentó el destino durante los años de su vida. En mi caso, en concreto, no dudo que Dios estuvo ahí para apuntalarme en medio de las múltiples situaciones de acoso, desencuentros y contrariedades por las que pasé.

Hablando de Dios, he de exponer que en ese periodo del servicio militar en el que tuve mucho tiempo para cavilar, intenté llevar a cabo el método de René Descartes: “empezar de cero”, no como un postulado racional filosófico, sino en mi caso espiritual. De este modo, decidí sacar a Dios de mi pensamiento tratando de llevar mi vida al margen de Él; no por rebeldía puesto que, hasta entonces, Dios había sido mi única tabla de salvación. Tomé esa decisión para comprobar si mis creencias eran fruto de mi fe y de una predisposición del alma, u obedecían exclusivamente a los muchos años de enseñanza recibidos en el Seminario. A decir verdad, todo fue un pretexto de la razón para hacer, como dice el refrán castellano «de mi capa un sayo»; pues en realidad yo sabía que aquella inclinación hacia Dios venia de mi espíritu, de lo más profundo de mi corazón.

Como lucifer es muy listo y nuestra naturaleza muy dada al pecado, lo que pasó en pocos días, después de alejarme de Dios, es que intenté seducir a un recluta de aspecto afeminado el cual, por cierto, no quiso recoger el guante, o más bien la trampa que le estaba ofreciendo, para experimentar por primera vez en este terreno.

El intento de quitar a Dios de mi mente para buscar la verdad en otra forma de pensar y de vida; fue un fiasco: en poco menos de dos meses, acuciado no por la necesidad perentoria del alimento sólido sino del espiritual, regresé a Dios (a mi modo) acercándome de nuevo a Él, en la fe de que un día actuaría en mi favor. De hecho, ya venía trabajando en mí sin yo saberlo, despojándome de mi arrogancia, de mi orgullo, y de mi autosuficiencia. ¿Cuál fue el motivo que me llevó a tener de nuevo a Dios presente en mi vida, al menos en mi mente y mis oraciones? lo explicaré en el próximo apartado.

Volviendo al hilo de la autobiografía, he de anotar lo siguiente: después de que marchase el líder de la pandilla del cuartel, a causa de su brote esquizofrénico, comenzó a agudizarse también en mí la depresión. Los problemas sobre mi identidad sexual no resueltos, seguían acuciándome y despertaban con especial virulencia en los momentos de soledad.

Con la marcha de mi amigo no tardó en deshacerse también, en su ausencia, el grupo que lideraba; situación que me llevó de nuevo al aislamiento y, con este, a consumirme en el laberinto de mis pensamientos. Otro de los motivos que me dejaba el ánimo por los suelos en esos momentos, como ya comenté, fue la percepción de estar perdiendo el tiempo: la tarea en el acuartelamiento se remitía a un trabajo manual rutinario al cual no le veía aliciente. No obstante, con el paso de los años, me di cuenta que, de todas las experiencias vividas, podemos extraer una lección para nuestro crecimiento personal; con este aprendí a tener más paciencia y a conocer que lo más difícil de todo, es conocerse (valga la redundancia) y saber estar con uno mismo. En ocasiones basta con mirarse, detenidamente, en el espejo de otras personas, para que tengas una perspectiva ecuánime de hasta dónde pueden llegar las grandezas y miserias de tu propia realidad y también la de los demás.

En ese estado depresivo y con mucho tiempo para pensar, en más de una ocasión contemplé la posibilidad del suicidio, acción que tenía fácilmente a mi alcance por disponer, a ciertas horas del día, de un arma con la que poner fin a mi vida. No obstante, me aferré a ella porque me lo impedían mis convicciones cristianas: un acto abominable a los ojos de Dios por ser Él, en última instancia, el dueño y señor de la vida; capaz, por su omnipotencia, de intervenir en cualquier momento y cambiar el curso de mi historia de dolor. Aún había otro motivo, mi conciencia me decía que no debía ser egoísta, que no debía dejar a mis padres angustiados haciéndoles cargar con un muerto, antes de que este oliese, porque había llegado su hora. De este modo opté por cargar con el peso de mi dolor y melancolía; con el lastre de mi historia: con mis decisiones y sus consecuencias (asumiendo mis propios errores) para poner, una vez más, mi esperanza en Jesucristo, del cual Isaías profetizó: “La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará, con fidelidad hará justicia” (Isaías 42, 3). ¡Que hermosas estas palabras, verdad! ¿A quién le importa una caña cascada? ¡Estamos tan acostumbrados a pasar ante las ruinas humanas sin detenernos…! ¡Qué grande es Señor de la Vida! Ahora entiendo por qué mirar tu rostro, Señor, y no desfallecer de vergüenza. Eso era yo por entonces, una caña cascada, un pabilo apunto de apagarse.

Cierto es el refrán que dice que «Dios aprieta, pero no ahoga»; así sucede cuando uno lo busca sin doblez; en ocasiones es suficiente con que no le cierres las puertas de tu corazón, para que Él se cuele, cuando menos se lo espera. Por esto, siempre que estuve al límite de mi resistencia mental, nunca permitió que perdiese el control de mis actos.

Estando sumido en esa angustia vital, cuasi insufrible, apareció de repente, sin que yo lo esperase, un “ángel” que me ayudó a superar uno de los días más aciagos por los que pasé en el cuartel. A pesar de que hablé solamente en tres ocasiones con él; estas fueron suficientes para que, unas palabras suyas, me devolvieran la paz y la cordura. No recuerdo en qué circunstancias le conocí: si en el comedor, en misa o en la cantina del cuartel. Lo que sí recuerdo de él, es que era creyente como yo, de la comunidad Valenciana y aficionado a la música. En el momento en que lo conocí ejercía, con su don para la música, de corneta en el acuartelamiento. Este detalle no podía pasarlo por alto dado que, cuando llegaba su turno para convocar a los soldados al toque de diana o retreta, lo hacía con tal virtuosismo que, de ipso facto, yo y otros soldados dejábamos las tareas que tuviésemos haciendo para escuchar, atentamente, la magistral interpretación que hacía de dichos toques: muy diferente, por cierto, a la que hacían otros Cornetas de Órdenes. Conocí a este buen hombre pocas semanas antes de licenciarme; era una de esas personas que transmiten algo especial (algo que no sabes explicar bien) y que las hace destacar por encima del común de los mortales. Ya desde la primera conversación me transmitió mucha paz; lo mismo pasó la segunda vez que hablé con él; la tercera, en cambio, recuerdo que fui yo mismo el que salió en su búsqueda al pabellón donde se alojaba. Ese día me encontraba con una ansiedad tan asfixiante, que casi estrangulaba mis vías respiratorias. Tan es así, que mi mente era golpeada, por un torbellino de ideas tenebrosas, con la misma virulencia que sacude el suelo una manada de elefantes en estampida.

Una vez estuve en su pabellón, mientras iba caminando en su dirección, antes de llegar a su lado, sin haberme visto puesto que estaba de espalda, se giró en mi dirección, anticipándose a mis pasos, al mismo tiempo que me lanzaba una sonrisa con la cual comenzó a distenderse el nudo que apretaba mi garganta. A continuación, una vez que estuve junto a él, le pedí que me hiciese compañía durante un rato, ya que estaba al borde del colapso. No se trataba ya, ni tan siquiera, de malos pensamientos; sino de un malestar interno de consistencia a muerte que no acababa de tocar fondo. Creo que mi madre pasó por algunos momentos parecidos, aunque con menor intensidad, espero…; las palabras que ella utilizaba para definirlo eran las siguientes: «tengo un interior malísimo que no podría expresar con palabras». Para mí el de aquel día era tan hiriente como el propio averno, algo diferente a la depresión y que fue el anverso de aquellos dos momentos en los que rocé la plenitud fuera de mis sentidos. Ahora que lo pienso resulta, cuanto menos curioso, que el infierno lo percibiese en mi cuerpo, mientras que la dicha plena la experimenté, exclusivamente, en el espíritu.

Mi amigo accedió amablemente a la petición y me condujo a la parte trasera de los pabellones: allí, con un palito que encontró en el suelo, comenzó a escribir sobre la tierra imágenes geométricas, a la vez que hablaba con voz queda y sosegada, hasta que consiguió relajarme. Lo que sucedió en aquel momento me ha evocado, posteriormente, la imagen de Jesucristo en el encuentro con la mujer sorprendida en adulterio. Como se puede deducir por la descripción de dicho pasaje bíblico, ambos escribieron en el suelo: Jesús, tal vez, dándose un tiempo buscando la respuesta adecuada para tranquilizar a la plebe que pretendía lapidar a la mujer pecadora; mi benefactor, en cambio, intentando desviar mi mente de su mortal laberinto con los símbolos que dibujaba en tierra. “Los pensamientos son como los fantasmas, no tardan mucho en desvanecerse por su inconsistencia; pero si se les prestas atención se burlan de ti haciéndote creer que te dominan, que tienen vida propia y que pueden acabar contigo”. Así, escribiendo sobre la gravilla espantó aquel “ángel” los fantasmas que querían destruirme en esa jornada demoníaca.

Después de ese momento, no volví a ver nunca más a este amable y especial amigo. Días antes de licenciarme, aquel joven al que ahora ni siquiera puedo poner nombre ni cara, desapareció, como por ensalmo, de mi vida para siempre. Algo sorprendente pasó cuando me dirigí a despedirme de él; yo diría que hasta misterioso, porque ninguno de los soldados de su pabellón daba razón de él; me dijeron que no lo conocían. Luego me dirigí a las oficinas del cuartel con la intención de saber su paradero, pero tampoco ahí encontré satisfacción a mi búsqueda. No llegué a entrar en las oficinas, ya que uno de los soldados que allí trabajaba, el cual se encontraba en ese momento en la puerta aspirando un cigarrillo, me dijo −con muy poca convicción, por cierto, y con deseos de deshacerse de mi− que el chaval que andaba buscando estaba de vacaciones y que no podía darme su dirección. De este modo el cornetín que despertaba los corazones al amanecer e inundaba de melancolía y serenidad los anocheceres, el mancebo que me había rescatado del infierno, desapareció como una quimera, repentinamente, tal vez para que yo pudiese ir recobrando mi libertad, poco a poco, sin sus muletas.

Como ya señalé, en el cuartel disponía de mucho tiempo libre para reflexionar, especialmente por la tarea que me habían asignado, la cual desempeñaba yo solo y me dejaba mucho tiempo libre. De este modo llegué a la conclusión, de que aquel experimento de espantar a Dios de mi mente y de mi corazón, a modo de mosca recurrente de verano, para empezar desde cero, se convirtió en un imposible. Por lo demás, el mismo planteamiento del filósofo ya citado, era viciado desde que éste lo concibió en su intelecto. Llegué a dicha conclusión porque nadie puede dar marcha atrás, en el tiempo, para empezar completamente de la nada; qué fue lo que pretendió Descarte, para armar como veraz la estructura de su pensamiento metafísico. De ser así, tendríamos que retrotraernos a la prehistoria del género humano; algo que, por otro lado, es imposible debido a las mismas leyes de la naturaleza que nunca vuelven al punto de partida, y menos en la memoria. Además, este proceso, en el mejor de los casos, nos conduciría a repetir lo ya hollado: sólo hay que adentrarse en la historia de la humanidad para observar que, en pocas generaciones, el hombre creyéndose mejor y más listo que aquellos que le precedieron, vuelve una y otra vez, por sus fueros, a repetir los mismos errores.

Todos somos adoctrinados desde que nacemos, es más, incluso aquellas personas que dicen ir en contra del sistema, son incapaces de sustraerse luego, ellas mismas, a la tentación de asaltar al poder con tal de imponer su propio sistema, aunque sea el caos. Sistema que, por otra parte, todo hay que decirlo, presentan como novedad y verdad irrefutable, pero que, paradójicamente, es una copia casi exacta de ideologías ya formuladas en siglos precedentes, a las que se les da un lavado de imagen, en el lenguaje actual, diríamos, una nueva maquetación para que no parezcan lo que en realidad son. Como bien dice la Biblia en (Eclesiastés 1, 9-11): “Lo que fue, eso será, y lo que se hizo, eso se hará; no hay nada nuevo bajo el sol. ¿Hay algo de que se pueda decir: ¿Mira, esto es nuevo? Ya existía en los siglos que nos precedieron. No hay memoria de las cosas primeras ni tampoco de las postreras que sucederán; no habrá memoria de ellas entre los que vendrán después”. Por poner un ejemplo, la Nueva Era, es todo lo contrario a lo que señala su mismo epígrafe, porque de nueva no tiene nada, muchas de sus creencias, métodos y principios son anteriores al cristianismo y son casi coincidentes en todas las culturas nativas antes de que la civilización occidental las colonizase. Así es, porque todos los hombres llevan inscrito en sus genes de modo inalterable, y a pesar del paso de los siglos, los mismos deseos de búsqueda, conocimiento, protección y eternidad.

  1. LOS SUEÑOS

Por aquellos días tan desoladores tuve, sin embargo, sueños muy placenteros, esto mismo me había acontecido en otras circunstancias en las que no encontraba salida a una situación límite. El hombre tiene varios mecanismos para aligerarse -en parte- de los sufrimientos; y el sueño es uno de ellos.

Uno de los sueños que más se repitieron en mi infancia y juventud ante situaciones difíciles, fue la de verme a mí mismo volando por los cielos. En esos sueños me observaba como un Don Juan, no el seductor de reclusas doncellas, sino como Juan Gaviota; el cual se deshizo del Don para volar por libre, fuera de los espacios frecuentados por sus congéneres. Ese vuelo no era un desplazarme por los aires sin más, sino que era todo un deleite para mis sentidos; un gozo inefable donde escapaba, por unas horas, de la jaula a la que me había conducido la insignificancia de la naturaleza humana: la de algunos en particular.

De aquella manera podía gozar, por fin, en la noche, lo que la vigilia me negaba durante el día: el mismo aire que me ahogaba con solo despertar, venía ahora en mi auxilio a impulsarme, en un batir de alas, hacia cumbres a las que antes nunca nadie había escalado.

Sí, hermano, había llegado el momento de la dicha, en el letargo del sueño no existían obstáculos para que yo pudiese deleitarme al vaivén de las corrientes: del aire fresco de la madrugada y de la cálida brisa al atardecer suspendida, en el ocaso de su horizonte, de oro, violeta y grana. Entre una y otra, de igual modo, no dejaba de surcar el sol del mediodía, en un torbellino de pasión en el que me dejaba acunar, de cuando en cuando, por nubes plateadas que me decían: por fin eres libre, nadie puede tocarte con su prepotencia, su desidia, su codicia, sus bajos instintos, su intolerancia y su envidia. Sí, por fin libre, solo paz, dicha, levedad, refugio, sueño: cerrar los ojos y descansar. Después que se apaciguaban en mí todas las ansias de la vigilia, acurrucado en la levedad de las nubes, salía a experimentar el vértigo de la caída poniendo atención, exclusivamente, al roce con el viento en sus sedosas y aterciopeladas ondas invisibles: me dejaba caer con el peso de la gravedad hasta que oía de nuevo el murmullo de los hombres, el cual me sacaba del silencio de lo alto donde nada urge, donde nada duele, donde la mejor palabra es la no pronunciada; donde la piel se eriza por la presencia de la emoción desbordada, cuando los astros te contemplan, pero no te envidian, ni te juzgan, ni te acosan, ni te hieren, ni te matan.

Nunca soñé, como he escuchado a otras personas, caer por un abismo; para mí el volar nunca fue una pesadilla, al contrario: al despertar en la mañana estaba realmente convencido de que había planeado por encima de mi microcosmo y de que esa realidad, soñada, la podría retomar a plena luz durante el día. Solo era cuestión de entrenar como antaño, en la infancia: batir los brazos, coger carrera, respirar profundo y reemprender la huida. Las aves de Dios pueden volar sin alas; cantar y danzar, como el Rey David, sin pudor al qué dirán; y decir a los cuatro vientos ¡traspasadme raudos! nada opaco hay en mí que pueda frenar vuestro peregrinaje a otros mundos de crepúsculos inéditos, en otros cielos.

Sin embargo, hubo otros sueños que se repitieron en mi infancia y preadolescencia que nada tenían que ver con el deleite de los sentidos, sino todo lo contrario, pues me dejaban una desagradable desazón al despertar. Uno de ellos era demasiado materialista para mi corta edad. En el sueño encontraba mucho dinero junto al umbral de la puerta de una vecina (seguramente porque la señora tenía una venta de leche) el mismo que se transformaba poco después, entre mis manos, en pura calderilla antes de llegar a mi casa. Desconozco si la procedencia del sueño, iría relacionada con alguna preocupación económica que hubiese en mi familia por entonces.

Para finalizar con este apartado de los sueños, concluiré con otro muy singular, por lo esperpéntico del mismo, guardaba cierta semejanza con lo que, luego, he conocido por algunos relatos como el fin del mundo. Empezaba con señales en el firmamento, el sol se hacía de una densidad incandescente insoportable, la tierra ardía por todas partes, daba la impresión como si alguien, desde el cielo, lanzase llamaradas con un soplete ciclópeo: apenas si quedaba espacio en el suelo donde apoyar los pies. A la visión seguía una calma, chicha, con un silencio más atronador que el que existía antes de la creación del universo; y en medio de esa quietud −muda de espanto− los vecinos de mi plazoleta y yo, impertérritos, mirábamos hacia las alturas donde a escasos metros, por encima de nuestras cabezas, desfilaban un sinfín de zepelines, de carros, de globos, de cuadrigas y otros artilugios de transporte, de tiempos pretéritos, tripulados por seres semejantes a los terrícolas, aunque de cabezas ovaladas y muy dispar estatura.

Todos ellos, por otro lado, iban ataviados con túnicas de color plateado con trazos turquesa. El desfile era en perfecto orden, las naves marchaban, en fila india, a una distancia de la tierra no superior 100 metros. Mientras la procesión seguía su itinerario y las naves con luces intermitentes brillaban en el cielo, sin emitir ruido alguno, los terrícolas contagiados del mismo silencio sideral, contemplábamos desde la tierra, petrificados, aquella espectacular y singular visión. El sueño se desvanecía, cuando el último artilugio volador desaparecía en el cielo, por el extremo opuesto al que había comenzado la procesión de dicha caravana insólita.

A pesar de que la misma pesadilla se repitió en varias ocasiones durante mi infancia y juventud, nunca pude descifrar lo que representaban aquellas naves con sus tripulantes y el silencio con el que caminaban por el cosmos. No obstante, yo intuí, por las facciones que se dibujaban en los tripulantes, que ellos sí que estaban al corriente de lo que sucedía: en su semblante se reflejaba una mueca burlona que los delataba.

  1. BUSCANDO AMISTADES Y AFRONTANDO RETOS

Ahora, en el pueblo, me tocaba acometer los retos a los que se debe enfrentar cualquier ser humano si no desea ser un parásito de su familia o de la sociedad. Por lo tanto, como había desechado la posibilidad de seguir estudiando, no me quedaba otra salida que buscar trabajo.

Fue así, como comencé a afrontar los desafíos que a toda persona le plantea la supervivencia de un lado, y las relaciones sociales de otro; con el inconveniente añadido, en mi caso, de la depresión, la baja autoestima y el miedo. La baja autoestima se fue mitigando a medida que me relacionaba con la gente del pueblo, por el hecho de constatar a pie de calle o sobre el terreno, que el resto de la humanidad con la que tenía que bregar, en el día a día, no era tan distinta a mí en cuanto a sus bondades o malevolencias. La depresión, por otro lado, fue un campo de batalla en el que combatí durante diez años y que, finalmente, vencería desde la introspección. El miedo, en cambio, se convirtió en un lastre que arraigó con tal poderío en mi persona, que me costó soltarlo bastante tiempo más aún.

El miedo, como si cobrase vida propia, hacía que cualquier obstáculo que tuviese que afrontar lo percibiese como un muro poco menos que infranqueable. Me viene a la memoria, entre otros, el reto que supuso para mí, el hecho de hablar con una empresaria para proponerle un pequeño negocio. Ese día me costó estar paseando delante su oficina, toda una mañana y una tarde, hasta que encontré fuerzas para atravesar la puerta de la calle y presentarme ante ella. La ansiedad que me produjo dicha situación fue tal, que no tengo duda que si en ese momento me hubiesen tomado la frecuencia cardíaca habría dado las pulsaciones de un corredor de élite llegando a meta. Tampoco ha de sorprenderte mi querido lector, puesto que, la mente humana es un órgano más de nuestro cuerpo, tan frágil como el que más y, por lo mismo, en cualquier momento puede dejar de funcionar con la precisión que se espera de ella, unas veces por diferentes accidentes físicos y otras, como en este caso, por trauma psicológico.

No obstante, a pesar de estas secuelas psíquicas y de otras físicas que disminuían notablemente mis capacidades, tuve la determinación de coger las riendas de mi vida para ir afrontando, de este modo, cada uno de los retos a los que me iría llevando el destino guiado de la mano de Dios. Destino cuyo fin último, para conmigo, era que dejar de “dar culto” a mi cuerpo, a las personas y a las cosas para dejar a Dios que ocupase el lugar de todos ellos como le correspondía. Pero a esta conclusión llegaría bastante más tarde, cuando la madurez apuntaba canas ya.

De esta manera inicie esa búsqueda preparando oposiciones para funcionario de la administración estatal, regional y local. Había por entonces, mil novecientos noventa, una fuerte crisis económica en el país, lo cual determinaba, por el gran número de opositores que se presentaban, que fuese prácticamente imposible optar a una de dichas plazas, al menos en primer intento. Esa realidad, junto a mi deseo de no constituir una carga para mis padres hizo que, al no encontrar salida, optara por una vía alternativa; la de aceptar cualquier trabajo que, siendo digno, me permitiese independizarme económicamente de mi familia.

Como resultado de aquella opción llegué a trabajar en muy diversas faenas en los primeros doce años que siguieron al servicio militar. Entre otras tareas hice de bracero en diversas recolecciones en el campo; monté una pequeña venta de libros de espiritualidad en el mismo local que nos congregábamos los grupos de la Legión de María; luego abrí otra de embutidos; me fui a trabajar dos veranos a Inglaterra; trabajé para la Administración del Estado en un censo agrario e hice de celador por unos meses en un hospital público. Como consecuencia de aquella inestabilidad en el trabajo, para afrontar un futuro con más garantía opté, como muchos paisanos en esas fechas, por emigrar a una zona dentro del mismo país donde la crisis no había pegado tan fuerte: en mi caso elegí Cataluña buscando el apoyo de unos familiares, por vía materna, que residían allí hacía varias décadas.

Desglosando el itinerario anterior, antes de partir hacia Cataluña, tengo que señalar que los primeros años después de salir del Seminario, y una vez finalizado el servicio militar, se me hicieron muy dificultosos, porque como ya dije, tuve que abrirme paso en medio de un mundo individualista y competitivo al que no estaba acostumbrado y porque, simultáneamente, tenía que hacer frente al deterioro psicológico que tantos años de acoso habían dejado en mi carácter. Estaba tocado, pero no hundido, solo tenía una opción en ese momento, mirar al frente porque mirar dentro de mí era como asomarse a un abismo difícil de eludir por el vértigo que daba su profundidad.

Unas de las primeras cosas que hice fue la de apuntarme a una academia para sacarme el permiso de conducir, no sin gran dificultad por la dispersión que dominaba mi mente en esas fechas, a la cual acompañaba, por otro lado, el miedo a fracasar en el propósito: algo que no podía permitirme, puesto que mis recursos económicos eran insuficientes, caso de no conseguir sacarme el carnet en el primer intento. A pesar de esos temores del diablo, pude obtener el permiso casi como un autómata. De cualquier modo, en dicho empeño también estuvo presente, como en muchas otras ocasiones, la mano de Dios; así lo creo porque, para las clases prácticas, fui a dar con uno de los profesores más pacientes, empáticos y bondadosos de cuantos tuve jamás.

Con respecto a las amistades, intenté entrar en una pandilla de chicos de mi edad: sin mucha suerte, por cierto, debido a que a uno de sus miembros no le caí bien. A pesar de esto, como nunca fui persistente para alcanzar objetivos y tampoco para forzar situaciones, no tardé en ahuecar el ala de allí, buscando otro lugar donde me recibieran con agrado, y sin necesidad de simular una impostura. El dejar la pandilla, en cualquier caso, obró en mi favor; me sentí aliviado porque el tema de conversación de los colegas giraba, en todo momento, en una sola dirección: la que versaba sobre el contorno de las chicas y sus periferias. Tema, por cierto, no grato para mí, ya que me veía obligado a fingir un rol sexual que, tiempo atrás, había dejado de seducirme.

El que busca encuentra, según nos transmite la misma palabra de Dios, y buscando encontré otra pandilla donde fui bien recibido. En ésta, para fortuna mía, las disquisiciones filosóficas no giraban ya, en torno a las cinturas de las chicas, a sus pantorrillas, a paquetes sin franqueo de destino, o a unos senos a punto de desbordarse para tomar aires no contaminados.

Con estos nuevos colegas estuve unos cuatro años. Durante el tiempo que disfruté de su compañía aprendí a conocer mejor la condición humana con sus virtudes y sus miserias. Así, de la mano de ellos; es decir, observando sus pautas de comportamiento, dejé de percibirme como un apestado, un paria, una persona indigna. La cercanía de la convivencia con ellos venía, una y otra vez, a mostrarme que sus indolencias eran las mías; sus miserias mis miserias, y sus bondades, también estaban en mi corazón. Al mismo tiempo tomé consciencia que había recibido mucho de Dios y del Seminario (al margen de las vicisitudes que allí sufriera), pues había adquirido una capacidad de reflexión, una educación y unos conocimientos, de los cuales carecían la mayoría de estos colegas.

  1. DANDO RAZONES DE MI FE

La fe en Jesucristo, la revelación que con su misma persona nos trajo del misterio de Dios que hasta entonces había permanecido inalcanzable, (algo que el hombre por sus propias fuerzas naturales nunca hubiese logrado desentrañar) me daba respuestas razonables al Ser del hombre y del conjunto de la creación que no encontré en lo puramente abstracto: en el mundo platónico de las ideas o en el mundo interior subjetivo del relativismo moral, del hinduismo o de religiones antediluvianas presentes en el panorama religioso sincretista actual bajo nuevas denominaciones; y menos en la ciencia que pocas veces entra a valorar todo aquello que escapa del método científico. La fe en Jesús de Nazaret, aunque espiritual, venía a darme las respuestas esenciales que siempre había buscado el filósofo acerca del hombre y su destino, pero no en una entelequia de un iluminado, o de un rastreador de sombras que busca el sentido de la trascendencia por sí mismo, en su propia inconsistencia y finitud; sino a través de la manifestación comenzada por iniciativa del mismo Dios; el cual se vino a involucrar en la historia y en la vida real del hombre, dentro de un pueblo concreto −el pueblo de Israel− como plataforma o punta de lanza (utilizando el lenguaje de hoy) para darse a conocer posteriormente a toda la humanidad a través de Jesucristo.

Así, pues, esa manifestación e intervención de Dios en la historia de la humanidad, a iniciativa propia, tiene lugar y se verifica a través de un hilo conductor en el devenir del pueblo de Israel; pueblo que el mismo Dios elige para llevar a término su plan de salvación para toda la humanidad (también llamado Economía de la Salvación). Dicho plan consistirá, en un primer momento, en un pacto entre Dios y el pueblo que Él eligió (pacto similar al que tiene lugar entre personas cercanas, responsables y maduras) mediante el cual, Dios se compromete a ayudar y defender a los israelitas, mientras que estos, como contrapartida, deben obedecerle y tenerle como único Dios verdadero, digno de culto y adoración. Pacto al que acompaña, muchas veces, intervenciones sobrenaturales de Dios, mediante las cuales intenta alejar a este pueblo de la idolatría: de estatuas salidas del cincel del hombre («hechura de hombres» dice la Escritura) a la que otros pueblos cercanos con los que Israel tenía que convivir en unos casos, y enfrentarse en otros, les atribuían poderes divinos.

Por otro lado, Dios busca con este pueblo, y sirviéndose en muchas ocasiones de intermediarios elegidos por él, especialmente profetas y jueces, una relación cercana y personal (parecida a la que se da entre familiares y amigos) con la cual va desvelando su Ser y su “carácter”, poco a poco, hasta que se den las condiciones necesarias en el pueblo de Israel, y en el momento idóneo de la historia de la humanidad, para darse a conocer, con toda plenitud, o casi, mediante Jesucristo ─Dios encarnado─ y, de este modo, poder llevar a cabo su plan de salvación para que toda la humanidad se salve; o más bien para toda persona que libremente quiera aceptarlo se salve; es decir para que lleve una vida mejor aquí en este mundo, la vida que realmente busca y que no encuentra por cerrarse a conocer y aceptar el Evangelio anunciado por Jesucristo, y luego, más allá de esta vida, una vida plena de gozo, y fuera de todo dolor y sufrimiento.

En este pacto, también llamado Alianza, como ya he manifestado, a diferencia de otras religiones inventadas, es el mismo Dios el que sale al encuentro del hombre y no al contrario (de este modo observamos en la Biblia que Dios llama a Abrahán a seguirle, el primer hombre de entre los mortales sobre el que comenzará su plan de redención), y lo hace, por lo general, dándose a conocer y llamando a personas poco relevantes y destacadas para el resto de israelitas, las cuales reconocen, ellas mismas, su incapacidad para representarle, bien por trabas físicas o por falta de dotes para llevar a cabo dicho liderazgo.

El que Dios actué de ese modo, aunque pueda parecer contrario con las categorías mentales que baraja el hombre, guarda una lógica aplastante; que no es otra que la de dar a conocer a su pueblo, y al resto de pueblos que entraban en litigio con Israel, que el Dios de los hebreos no depende del hombre; de su fuerza, de su inteligencia o de su astucia para hacer grandes proezas; sino que se sirve de la insignificancia de éste, para que no quepa la menor duda que el Dios de Israel no es un Dios inventado, sino un Dios real y omnipotente (el único Dios verdadero) que desea vida abundante y plena para su pueblo; pero también para todos los hombres, a los cuales por su misma bondad y misericordia, adoptará después, por el sacrificio de Jesucristo en la cruz, como hijos y coherederos del Reino Eterno de Dios, que es el suyo propio. Así se nos pone de manifiesto en (Gálatas 4, 7) “Por tanto, ya no eres siervo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios, por medio de Jesucristo”.

Estos razonamientos que acabo de exponer daban consistencia a mi fe en Jesucristo y en la continuación de su plan salvífico mediante la Iglesia fundada por Él. Consistencia que no encontraba en filosofías humanas; contradictorias, por otro lado, entre sí; además de parciales y sesgadas por la misma condición limitada, falible, partidista e interesada del hombre. Así lo avala la misma realidad, a no ser que queramos autoengañarnos parapetándonos tras un grupo humano (un placebo) que nos dé la “identidad” y “seguridad” ficticia, inventada y momentánea que reclama nuestro vacío existencial, o lo que es lo mismo, nuestro vacío de Dios.

Si tenemos en cuenta que el hombre, después de miles de años de habitar sobre la Tierra, ha sido incapaz, con sus ideologías, sus conocimientos y sus buenas intenciones, de erradicar algo tan simple como el hambre, las guerras y la propagación de virus mortales en el mundo ¿cuánto más podrá dar razón −fuera de la revelación dada por Dios− sobre cuestiones antropológicas, trascendentes e intangibles, que escapan al método científico, que no sean erradas? ¿Cómo fiarnos, entonces, de aquellos que vienen a embaucarnos con propuestas totalitarias o con humanismos egocéntricos que transgreden la razón humana, el sentido común y la misma observación empírica de la realidad? De este modo, muchos de los que hoy se dicen ateos, contradictoriamente, intentan imponernos por fuerza de ley, su propia concepción del mundo, como verdad absoluta e incuestionable.

A esta capacidad intelectiva disminuida del hombre −por estar limitada en el espacio, el tiempo, y acotada por su propia materia− incapaz de abarcar y explicar toda la realidad; hay que sumarle otro lastre que lo desautoriza para fundamentar, al margen de Dios, sobre el Ser de sí mismo y de las cosas. Este otro lastre, que permea a la persona como tal, se nos pone de manifiesto al descubrir que la capacidad de raciocinio −además de las limitaciones cognitivas temporales y físicas que la envuelven, como ya se ha dicho− está afectada por un compendio de emociones, de afectos, de sentimientos y de vivencias, que la inclinan ─sin remedio─ a filias y fobias; a adhesiones o desafecciones, que nos impiden ver, en mayor o menor grado y con toda trasparencia, sin parcialidad, lo que la realidad es en sí misma.

Pasando de nuevo a relato autobiográfico diré que, como la existencia de Dios no es científicamente demostrable (no se puede pesar, ni medir, ni cuantificar) pues Dios, como todos sabemos, es espíritu puro, mi fe se movía, por entonces y también ahora, como la del resto de creyentes, en el terreno de aquello que la conciencia y la razón me mostraban como cierto, por un lado, y las promesas −unas cumplidas y otras por llegar− de Jesucristo, por otro. Por lo ya comentado en otros capítulos, he de decir que no siempre obtuve respuestas por parte de Dios en el momento que yo lo deseaba, sino que estas vinieron, cuando estuve preparado para recibirlas. De esta manera, en ese proceso de maduración de la fe, tuve que caer aún muy bajo y tropezar demasiadas veces para ser plenamente consciente, de que no solamente basta con saber que existe una Verdad que es Dios; sino que debía adherirme a ella trasladando a mi vida lo que era conocido por mi intelecto como la única y verdadera razón de todo cuanto existe. Dicho de otro modo, tenía que someter mi voluntad a la de Dios (tal y como nos enseñó Jesús con su propia vida) por muy contraria que ésta fuese a mis propios deseos y apetencias. El hombre, por consiguiente, no es una máquina acabada, sino que, por el contrario, es un hacer de Dios y un trabajarse a sí mismo, en el que pone en juego su voluntad, su libertad y su determinación, en una apuesta a favor del Dios que se revela a si mismo en la historia de la salvación, culminada en Jesucristo, y que su misma conciencia le muestra como veraz. No aisladamente en una especie de idealismo que no compromete a nada, sino que por el contrario involucra a toda la persona; es decir, en su vida cotidiana, con resultados palpables, mediante los cuales nos vamos transformando casi, imperceptiblemente, en otro “Cristo” y permeando a su vez, como consecuencia de esa misma transformación habida en él, todo el entorno que habita de libertad, justicia, gozo y paz.

  1. SOLTANDO LASTRE Y ASUMIENDO RESPONSABILIDAD

A los veintitrés años, aproximadamente, a fuerza de mucha introspección, llegué a la conclusión de que no debía estar lamentándome continuamente por los reveses con los que el destino me había golpeado; ya que las personas podemos, en cualquier caso, poner de nuestra parte para no devolver mal por mal. De este modo, el perdón, como fuente de reparación de las ofensas, que me proponía Jesucristo con sus palabras y su mismo ejemplo (Padre: perdónalos porque no saben lo que hacen); era el único camino posible para cicatrizar mis heridas y, también, el camino mediante el cual desechar toda tentativa por revertir en los demás mi propia historia de dolor. Así fue como redimí a mis acosadores y a las personas que me lastimaron, es decir al psicólogo, a mi superior, a mi madre, a los chicos que me acosaron en mi infancia y juventud y a otros que vinieron después, de hacerles probar, en propia persona, el veneno destructor que las palabras dejan en el alma; y no solo a ellos, sino a todo aquel que cayese en mi radio de acción, como daño colateral por el rencor retenido. Ese era el itinerario que me estaba indicando Jesucristo con su vida, ya que Él mismo, intercambió insulto, traición, calumnia, abandono, martirio y muerte, por esperanza, verdad, vida, amor, paz, gozo, sanidad, perdón y resurrección. (Juan 18, 23) “Jesús le respondió: Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado, pero si hablé bien ¿por qué me pegas?

Pero además de mostrarme este camino de redención y liberación personal para mí y para todos aquellos que me empujaron al precipicio (el resentimiento produce dolor y la venganza más violencia), me brindaba una salida para sanar también mi mundo interior el cual había perdido: así se desprende de las palabras del Mesías dirigiéndose a los fariseos criticando que Jesús comiese con ateos y pecadores, en el caso que me voy a referir estaba comiendo en casa del recaudador de impuesto Zaqueo: (Lucas 19, 9-10) «Y Jesús le dijo: Hoy ha venido la salvación a esta casa, ya que él también es hijo de Abraham; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido».

Ahora superado el escollo del rencor, de la ira y de la autodestrucción, había llegado el momento de crecer, tomar mis responsabilidades, cambiar el rumbo de mi historia y de mis pensamientos, y buscar sanación a esa depresión que me torturaba a cada instante. Sin embargo, sabía que salir de ese estado era difícil, ya que esa caña cascada, en la que yo me había convertido, después de haber sido pisoteada durante tantos años, no sería fácil de devolverle su consistencia. No empero, aún podía servir, aunque quebrada, para dar cobijo, sombra, alumbrar, calentar y, también, como ya pasara en cierta ocasión, para llevar a tierra firme, si recuerdas, a uno que se estaba ahogando en un riachuelo.

Con todo, a pesar de los contratiempos que cargaba sobre mis espaldas, podía estar satisfecho conmigo mismo, puesto que las decisiones más importantes de mi vida las había tomado por mí mismo sin que mis padres me obligasen en contra de mi voluntad a seguir sus consejos.

Una vez tomada la decisión de no abandonarme a la desilusión y al fatalismo, para resurgir de mis cenizas y reemprender el vuelo, lo primero que intenté fue forjarme un porvenir con tal de no depender económicamente de nadie. Para ello opté por aceptar cualquier oferta de trabajo, sin poner objeciones, ya que las circunstancias del país no daban mucho margen donde elegir. Fue así como tomé la responsabilidad que me correspondía por edad y por conciencia.

A los veintitrés años, seguía sin aceptar la atracción que sentía por las personas del mismo sexo, particularmente, por la marginalidad a la que me arrojaba: no sabía cómo lo encajarían mis padres a los que trataba de proteger por su avanzada edad. Por otro lado, estaban los amigos, estos desconocían mi inclinación y no deseaba convertirme en un paria entre ellos; especialmente porque temía que se repitieran los episodios de violencia verbal que sufrí en la infancia. De esta manera se presentaron años duros ocultando mi inclinación sexual y mis miedos.

Fue ese conjunto de dificultades, más el no tener ninguna persona a quien confiar lo que me estaba sucediendo, lo que me movió a buscar una solución rápida, porque de no hacerlo, el estado depresivo permanente en el que vivía, podría pasarme por encima como una apisonadora rompiendo, definitivamente, mi cordura y la “integridad moral” que hasta entonces había conservado. Como fui consciente, en todo momento, que debía de neutralizar la bomba de relojería que llevaba en mi mente, no dudé en recurrir de nuevo a un profesional de la psiquis: en esta ocasión a un psiquiatra, pues como ya expuse, la experiencia con el psicólogo fue nefasta.

Entré en contacto con el psiquiatra por mediación de un fraile al que le hice conocedor de mi estado; un hombre santo, por cierto, donde los hubiese. Eso sucedió en el otoño de mil novecientos ochenta y cuatro, fecha en la que me encontraba trabajando en la recolección de aceitunas; con lo cual, para poder ir a visitar al médico, que tenía la consulta fuera de la región, tuve que inventar una excusa creíble, para que a la vuelta pudiese integrarme en la misma tarea.

Antes de llegar a la consulta del psiquiatra me encontré frente a dos situaciones inesperadas y grotescas. La primera de ellas, mientras me desplazaba hacia la ciudad donde residía el psiquiatra, y la segunda, con un miembro de la familia donde el fraile me buscó hospedaje.

Las turbulencias empezaron poco tiempo después de que el tren emprendiese su recorrido, no por lo arcaico de la locomotora y sus vagones, que en sí lo eran, sino por unos tétricos personajes que se subieron al mismo en una de las estaciones donde hacía parada. De esta manera cuando estaba dando una cabezada sobre mi asiento, me despertó el trajín de maletas que subían a mi compartimento una señora entrada en años, con dos chicas jóvenes (posiblemente sus hijas) que vinieron a sentarse a mi izquierda en los asientos contiguos. Como si fuese invisible para ellas se enredaron de inmediato en una conversación a la que mis oídos y mi candidez juvenil no daban crédito. En la conversación que sostenían entre ellas hablan de drogas, peleas, navajas, e incluso de muertos, relacionados con los bajos fondos del submundo en el que supongo vivían. Yo, por mi parte, me quedé perplejo con aquella conversación que horadaba mis oídos. En tal tesitura, viendo que no cambiaban de tema, opté por mudarme de vagón a fin de no hacerme cómplice de unas historias que nada tenían que ver conmigo y que, posteriormente, podrían reprender a mi conciencia si no daba cuenta de ellas a la policía. Por cierto, una de aquellas dos adolescentes, daba la impresión de que recién acababa de escaparse, por su singular belleza, de uno de los lienzos de Julio Romero de Torres, para subir después a aquel tren que me conduciría, según todas mis expectativas, a la salida del túnel en el que me encontraba atrapado.

Cuando el gigante gusano metálico llegó a su lugar de destino, que también era el mío, bajé de él y me encaminé, de inmediato, por las calles estrechas y serpenteantes de aquella ciudad (crisol de multitud de civilizaciones) en busca de mi amigo el fraile, el cual me conduciría posteriormente a la casa de un matrimonio septuagenario donde me había buscado alojamiento. Una vez en el salón de la casa y estando aún con el lance de las presentaciones, entró en la vivienda el hijo del matrimonio. Por la edad del joven deduje que aquella filiación no cuadraba con la pareja; así que fue el mismo chaval el que vino a aclararme, al tiempo, que fue acogido de pequeño por sus actuales padres en adopción. El chaval algo más joven que yo, representaba tener unos veintiún años, sin dar mucho tiempo a que nos conociéramos, se ofreció, sin yo pedírselo, a llevarme por la noche a un sitio especial. A partir de aquí comenzaría la otra situación grotesca con la que me encontré durante este desplazamiento, antes de mi cita con el psiquiatra.

Acepté sin muchas ganas, porque prefería estar concentrado en el propósito que me había traído al lugar. Así que, en cuanto oscureció, cumplió su palabra y me condujo, sin que tuviese la mínima sospecha, a lo que resultó ser luego un lupanar. Desconozco si la idea salió del bisoño urbanita, que por su forma de conducirse parecía haber recorrido más caminos que Juan Palomo, o fue urdida por el mismo fraile con vista a que pudiese salir de mis dudas “existenciales” sobre terreno abonado. Hasta ese momento nunca había estado en ningún local de esas características, con lo cual tardé en discernir el tipo de club al que me habían llevado.

Llegamos al prostíbulo a una hora temprana para lo que suele ser el horario de estos antros. El local estaba por el centro de la ciudad, contrariamente a lo que era habitual en España por esas fechas, así que no observé nada extraño que me hiciese sospechar. Una vez que traspasé sus puertas y estuve dentro, pude contemplar un ajetreo de Jovencitas, de piel bronceada y rasgos caribeños, que vestían elegantemente sin hacer alarde de sus voluptuosidades. Hasta ahí me pareció todo normal. Mientras nos atendían en la barra, se nos acercaron dos de aquellas beldades a las que mi colega invitó a unas copas. La que se acomodó junto a mí, resultó ser una momia, no por su físico que lo contorneaba con delicadeza, mientras reubicaba su melena airosamente en su lugar, con insistente persistencia, sino porque a cada una de las observaciones que yo le hacía, solamente obtenía silencio de su parte. Posteriormente deduje que el mutismo de la chica fuera a consecuencia de no hacerme entender por ella; me explico: estaba muy nervioso debido a que sentía la imperiosa necesidad de quedar bien con la joven y con mi compañero; es decir, intentaba aparentar lo que no sentía y, por eso mismo, mis palabras se atropellaban unas a otras. De esta manera, luego de unos minutos de monólogo dirigiéndome a aquella joven caribeña, carioca o malaya ¡vaya usted a saber…! de labios carnosos, nariz de gacela, ojos ligeramente rasgados, tez canela y mirada inquieta, anunciaron una actuación de bailarinas y la efigie que estaba a mi lado se largó con su amiga, apresuradamente, a la francesa.

A continuación, nos desplazamos por un pasillo estrecho hasta que llegamos a un salón, en forma de anfiteatro, donde seguían avisando, por altavoz, de las actuaciones que tendrían lugar durante la noche. Ya in situ, nos acomodamos en una de las gradas próximas al escenario donde, minutos después, hicieron acto de presencia, entre el resto de vedettes, las chicas que anteriormente habían sido nuestras partners en la antesala del local: ahora sí, mostrando al desnudo la sensualidad de sus cuerpos bruñidos y relucientes, al compás que le dictaba la coreografía del merengue, la salsa y la bachata.

Me quedé un tanto sorprendido por lo que veían mis ojos, no por el espectáculo en sí, sino porque hasta ese instante no deduje, con exactitud, hacia donde me había conducido mi compinche: se trataba, pues, de un local de prostitución con espectáculos pornográficos en vivo, para despertar la libido de los varones que, como pude observar (la mayoría de ellos rondando los cincuenta), iban entrando a medida que las agujas del reloj se aproximaban a la media noche. En aquella velada hubo más de un espectáculo morboso; sin embargo, ninguno de ellos logró levantar mi apetito carnal, máxime en la sospecha de que aquello formaba parte de un plan en el que yo no había tenido ni voz ni parte.

Al final salí del burdel tal y como entré, virgen; del compadre, sin embargo, dudo que lo fuese, ya que por la seguridad con que se condujo dentro del local inferí, que aquella no fue la primera vez que pasaba por allí. De cualquier modo, eran otros tiempos, por esas fechas los chavales estábamos más centrados en buscarnos un porvenir o terminar una carrera que por dar rienda suelta a los instintos de la carne. Nadie por entonces era señalado de otros colegas si después de los dieciocho años aún te mantenías impoluto en estas cuestiones. Lo normal era, pues, llegar al matrimonio sin haber tenido relaciones sexuales.

El anterior comentario, me da pie −antes de entrar a valorar mi consulta con el psiquiatra− a analizar en un apartado diferente el tema de la hipersexualización de la sociedad actual.

  1. ADICCIONES LÍCITAS ¿CUESTIÓN ÉTICA O ECONÓMICA?

Lo normal era ─como terminaba diciendo en el apartado anterior─ llegar al matrimonio sin haber tenido relaciones sexuales. Así sucedía anteriormente a mi generación, se crecía en un ambiente sano, donde el deporte, la lectura de comics, el juego y el trabajo, eran los que ocupaban casi todo el tiempo del que disponían, esto se convertiría, en menos de una década después, en excepcional por el influjo de la televisión y la industria cinematográfica americana. Debido a dicha influencia se fue sustituyendo nuestra cultura por otra más permisiva y mercantilista, que nos fue robando las costumbres ─como ladrón de guante blanco─ sin que apenas lo advirtiésemos. De esta manera pasamos, en muy corto espacio de tiempo, de la estabilidad en las relaciones de pareja, al divorcio, del divorcio al divorcio exprés, del divorcio exprés al aborto terapéutico en determinados supuestos, y del aborto en determinados supuestos al aborto prácticamente libre. En paralelo a lo anterior, la sexualidad, se trivializó tanto para introducir anticipadamente a adolescentes y jóvenes en su práctica, que, a partir de entonces, se la desvinculó de cualquier tipo de connotación moral, supongo que bajo cuerda vendrían trabajando las grandes farmacéuticas a políticos y medios de comunicación, ya que tenían mucho que ganar y muy poco que perder con la venta de preservativos, anticonceptivos orales y vaginales, y finalmente con la píldora del día después. Y supongo bien, puesto que personas que han trabajado para la ONUN han confirmado como la misma industria farmacéutica financia los proyectos de planificación o control de la población mundial del citado organismo en muchos países mediante su apoyo financiero.

Esta carrera vertiginosa por copiar lo foráneo vino acompañada −cuando supuestamente disponíamos de más información, más cultura y todos éramos más libres y más guay porque la “democracia” se había instalado en nuestra nación− de múltiples feminicidios (esta es la etiqueta que le endosaron) en proporciones que nunca se habían conocido en la historia de nuestro país: mujeres asesinadas a manos de sus parejas, acompañada, al mismo tiempo, de miles de suicidios de varones relacionados en muchos casos con el mismo tema que nos trajo el nuevo paradigma cultural. Pero esta degeneración en la convivencia familiar y la falta de aprecio por la vida humana, especialmente por la del prójimo, que nos trajo la modernidad, tampoco se detendría ahí, sino que vino a tocar de lleno lo más valioso y frágil de nuestra sociedad; no solamente debido al aborto, sino que se prolongó en abusos a menores y más suicidios, relacionados en este caso con el bullying. De otro lado, hasta la década de los ochenta casi nadie en España conocía de la existencia de la pederastia, no quiero decir con ello que no se diesen casos, pero no en las proporciones que hemos conocido después con el auge de internet y las redes sociales, al extremo de fijar su atención, incluso, en críos de muy corta edad (las redes de pederastas que cada año detecta la policía en internet, dan buena fe de ello). También es de destacar, por lamentable, las consecuencias que trajo para los niños la separación de sus padres, ya que fueron utilizados, no en pocos casos, como moneda arrojadiza en las disputas conyugales por la custodia de los mismos. Sobre este particular no tengo más que decir, puesto que todos conocemos algún caso cercano; tal vez, hasta en la propia familia.

De muchos es sabido que la desaparición de los grandes imperios está relacionada con su degeneración moral y la relajación de las costumbres; debe ser por ello que, de un tiempo a esta parte, he leído varios artículos que coinciden en señalar la banalización del sexo y el acceso libre a la pornografía como inductores de buena parte de las violaciones y de los abusos sexuales a menores que ya hemos mencionado. No se trata de una percepción por motivos de mis creencias religiosas, ya que esa relajación en las costumbres, antes de los años sesenta, no sólo hubiese sido escandalosa e impensable para personas creyentes, sino para el conjunto de la población.

De este modo, como ya mencioné, la generación anterior a la mía en España, mayoritariamente, no tenía su primera relación sexual hasta que se casaban y, como bien sabemos, nadie se traumatizó o amargó por ello; entre otras cosas, porque uno no puede añorar y dar rienda suelta a un apetito carnal que aún no ha probado. A partir de la década de los setenta se nos hizo creer, en cambio, que el sexo es tan imprescindible como el comer (aunque jamás se oyó decir que encontraran a una persona célibe muerta por abstinencia), incluso se está llegando al extremo de inducir en la iniciación al mismo, antes de tiempo, a los niños en las escuelas, abriéndoles además a otras realidades sexuales que les puede hacer dudar de su propia sexualidad, algo que de modo natural nunca hubiesen cuestionado.

No hace falta ser un lince para darse cuenta que muchos intereses, sobre todo económicos y de poder, están en juego, y no solo el de las farmacéuticas, para que, a través de los medios de comunicación, nos hayan lavado el cerebro, cambiado nuestra mentalidad y nuestra cultura, en tan corto espacio de tiempo. Hay estadísticas que así lo avalan, de acuerdo con un informe del grupo de investigación TopTenReviews los ingresos de la industria pornográfica a nivel mundial fueron de 97.000 millones de dólares en 2006, con China a la cabeza, seguida por Corea del Sur, Japón y Estados Unidos. Otra investigación sobre la prostitución estima sus beneficios en 108.000 millones, anuales, colocando sus ingresos por encima del tráfico de armas y del petróleo, y por debajo, tan solo, del narcotráfico. Creo que con estas estadísticas pocas personas pueden dudar, ahora, que la pornografía y el sexo, son dos de los deseos carnales que más esclavitud y adicción crean y, por consiguiente, más beneficios generan.

Las adicciones como bien sabemos son difíciles de dejar, pero mucho más cuando nos las ofrecen a cualquier hora del día, sin ningún tipo de trabas, a través de los medios de comunicación. Además, con el consentimiento de los gobiernos, que, bajo el subterfugio de la libertad de expresión y los derechos individuales de las personas, no hacen nada para restringir su propagación. Libertad de expresión que, cual cajón de sastre, es muy amplia para algunas materias y demasiado restrictivas para otras, sobre todo para la libertad de expresión cuando no se comulga con la ideología del gobierno de turno. Parece que la modernidad hizo que nos volviésemos demasiados liberales para quitar todos los tabúes que envuelven las relaciones sexuales, menos para hablar de las enfermedades asociadas a la misma y, por supuesto, de la adicción y la esclavitud a la que somete a millones de personas. En el fondo, todo gira, como dije, en torno a los beneficios económicos y electorales que genera, sin que se tenga en cuenta los daños, en muchos casos irreparables, que hace a las personas. No solo la modernidad (sus adalides) trajo esta forma de esclavitud a escalas nunca imaginables e inigualables; sino que con ella también vino, la drogadicción (la heroína se llevó amillones de jóvenes por delante) y las casas de apuestas, haciendo adictos a miles de personas, tanto vía internet como a pie de calle, con incontables salones de juegos en todas las ciudades y también en muchos pueblos. Y lo peor no termina con la adicción sino con los daños colaterales que genera a los familiares de la víctima.

Las estadísticas están ahí, y si alguien no se lo cree de todo puede buscar en los links que presento a continuación.

https://www.rankia.com/blog/bolsa-al-dia/3534358-top-11-ranking-industrias-que-mas-dinero-mueven-mundo-como-invertir-ellas

https://www.businesspundit.com/the-worlds-most-lucrative-business-markets/
https://ecodiario.eleconomista.es/sociedad/noticias/7753574/08/16/Uno-de-cada-cuatro-adolescentes-padecera-una-enfermedad-de-transmision-sexual-antes-de-acabar-el-bachillerato.html

https://sevilla.abc.es/sevilla/sevi-cada-cuatro-adolescente-tendra-enfermedad-venerea-antes-18-anos-201608102102_noticia.html

  1. EN LA CONSULTA DEL PSIQUIATRA

Después de la experiencia vivida en el burdel, al día siguiente me tocaba la cita con el doctor. Tras resumirle la historia de mi vida, el psiquiatra, sin entrar a valorar el tema de la homosexualidad, me recetó dos medicamentos, uno para la depresión y otro, de tipo hormonal, para aumentar la testosterona y el apetito sexual. Acepté el tratamiento, por ver si el pollino, al menos por una vez, tocaba la flauta por casualidad, a pesar de que el problema que yo padecía no tenía para nada que ver con la disfunción eréctil o la falta de deseo sexual, sino más bien todo lo contrario. En principio salí contento, al menos no me diagnosticó esquizofrenia como el psicólogo estando este último, por su especialización, más cualificado para hacer un pronóstico de tal calibre. No tardé en darme cuenta que la medicación sólo servía de parche, temporal, para seguir tirando del carro de la vida: los medicamentos no pueden curar en el cuerpo una batalla que se libra en el alma; aunque pueden, eso sí, aminorar la somatización que ésta hace de los problemas psíquicos.

Después de la primera cita solo asistí en una ocasión más a la consulta de este psiquiatra. En la segunda el doctor, sin darme explicaciones, comenzó a friccionar la piel de mis brazos, reiteradamente, con sus manos. Dudo ahora y dudé entonces con qué intención, puesto que no me quejé de ninguna dolencia en dichas extremidades; de todos modos, pude controlar mi impulso sexual ante aquel insistente manoseo. Con gran esfuerzo resistí a la tentación de entrar en el juego del ya maduro psiquiatra, pues cae de su propio peso (no para aquel entendido de la mente) que al igual que un heterosexual puede controlarse ante lo que muestre un amplio escote o una minifalda al viento, aunque sea a duras penas, del mismo modo puede hacerlo un homosexual ante un estímulo que entre dentro de sus preferencias sexuales: máxime tratándose de un lugar inapropiado como una consulta médica.

De todos modos, la decisión de no recurrir de nuevo a sus servicios, no la tomé en relación a aquella palpación insistente del psiquiatra, sino que vino motivado por un hecho relacionado con la misma medicación que él me había prescrito: al parecer, la rueda del infortunio aún no se había detenido para mí, tal vez en esta ocasión se pueda decir que se trató de un golpe de ventura, más que de mala suerte. Lo que sucedió fue que, estando en casa viendo la televisión, me quedé anonadado cuando en un informativo de ámbito nacional, el presentador relacionó la ingesta del antidepresivo que me había prescrito con el agente causal de varios centenares de muertes por todo el mundo. Inmediatamente, después de conocer el riesgo que dicho medicamento suponía para mi salud, no dudé en tirarlo al cubo de la basura mientras decidí, al mismo tiempo, no volver a la consulta del psiquiatra. Gracias a Dios, una vez más, estuve a tiempo para contarlo, aunque fuese arrojado, de nuevo, por falta de tratamiento al punto de partida. Bien está lo que bien acaba, si de este modo me salvé de la muerte o de contraer otra enfermedad, aún peor que la depresión, como consecuencia de la ingesta de aquel medicamento.

Con la visita al psiquiatra buscaba, sobre todo, una orientación de tipo psicológico que me hiciese encauzar el tema de la atracción por las personas del mismo sexo. Sin embargo, esos consejos no llegaron por parte de los dos profesionales que, hasta entonces, me habían tratado.

Así pues, por lo ya comentado, mientras el psicólogo me diagnosticó una enfermedad que no tenia, el psiquiatra se limitó a escuchar y a recetar, sin poner más etiqueta a mis declaraciones. Me resulta inconcebible que los “conocedores” de la psique, no tuviesen ni tan siquiera un solo consejo que brindarme en relación al tema de la homosexualidad. De cualquier modo, es comprensible porque recetar es fácil, dar una palmadita en la espalda y decirle al paciente lo que desea oír, es fácil, diagnosticar a botepronto es fácil, mientras que indagar en las raíces que produjeron el trauma, contrarrestar el mismo buscando soluciones, aunque sean a largo plazo, requieren de investigación, dedicación y sensibilidad hacia el paciente, dicho de otro modo, amor por la profesión.

Sin tomar medicación, el estado de ánimo que experimentaba era de una tristeza tan profunda, que solamente lograba mitigar, un poco, en las horas de trabajo mientras la mente estaba ocupada en la tarea que desempeñaba. En el tiempo libre, en cambio, estando con los amigos experimentaba una angustia vital que, a modo de carcoma, consumía mi cerebro y mi alma sin que yo pudiese hacer nada para contrarrestar su comezón.

Visto los resultados que había obtenido hasta entonces, con los dos especialistas visitados, me armé de paciencia y desistí en la idea de consultar a otro doctor, en tanto en cuanto no me recuperase de aquella nueva decepción. Mientras esto no sucediese, seguiría buscando un trabajo algo más estable de lo que había tenido hasta aquel momento.

  1. SIEMPRE HACIA ADELANTE AUN A RASTRAS

Antes de entregarme a la búsqueda de ese trabajo estable, volví a la faena agrícola para concluir la tarea a la que me había comprometido anteriormente con el capataz. Una vez que acabó la recolección de la aceituna tropecé con la actitud caciquil del dueño de la finca para el que trabajé: condición que aún persistía en mi tierra, por aquellas fechas, en algunos terratenientes. Durante el periodo que estuve trabajando para él, todo marchó con normalidad; el conflicto se planteó, en cambio, cuando me acerqué a su casa para reclamar el alta laboral y las firmas por días trabajados. Su respuesta consistía, cada vez que me acercaba a su casa, en la consabida frase que hiciera otrora famosa Don Mariano José de Larra con su «vuelva usted mañana». Esta era la respuesta del latifundista sin escudarse tan siquiera, por vergüenza, bajo la pantalla de la criada como sucede en el relato de D. Mariano. Pero esta treta no era su arma más letal, sino que, cuando me presentaba en su casa para reclamar mis derechos, se hacía acompañar de dos perros gigantescos, los cuales dejaban mi cintura por debajo de sus babeantes mandíbulas. En aquella situación y a pesar de que nunca fui temeroso de los animales, por el aspecto y la envergadura de los canes, me sentía intimidado con una sensación de desabrigo total.

De cualquier manera, cuanto más insistía el cacique en su obstinada respuesta: vuelva usted mañana, más persistía yo, armado de paciencia, en no renunciar a mis retribuciones con la visita pertinaz a su domicilio cada día. Finalmente viendo el hacendado ladronzuelo que le mantenía el pulso sin claudicar, accedió a darme aquello que con mi trabajo y mucho esfuerzo me había ganado.

Una vez que acabé la recolección con este “señor” pasé a trabajar en otras tareas agrarias que se convirtieron en una nueva fuente de sufrimiento. No obstante, tenía que seguir adelante aun arrastra: ya por esas fechas tenía claro que la vida es una conquista personal que nadie puede librar por ti, ni siquiera los terapeutas por muchas orientaciones que te den.

Por la edad avanzada que tenía mi padre, ahora no podía acompañarme en las tareas del campo para instruirme con sus conocimientos y su maestría en la materia. De modo que, en una de esas jornadas en la que todo sale mal (hasta la bicicleta, por cierto, se me pinchó de vuelta a casa) en un arranque de impotencia y con lágrimas, que por el polvo del camino a duras penas si se abrían paso sobre mis mejillas, juré con rabia (no por Dios como hizo Vivien Leigh en una de las escenas más impactantes de la historia del cine) que jamás volvería al terruño que por tantas generaciones había alimentado a la familia de mi padre. Y esto, no por desdeño a una tarea digna y milenaria, sino porque no había sido adiestrado para la misma. Seguidamente clamé al cielo para implorar ayuda y mi clamor fue escuchado, porque hasta el presente no he vuelto ni a la vid, ni al olivo, ni al surco, ni al arado.

La vida social que llevaba con los amigos por esas fechas fue relativamente tranquila, en verano nos quedábamos en los bares hasta altas horas de la madrugada con poco más de lo que viene siendo hoy un euro. Con una cerveza o un refresco tenía suficiente para pasar toda la noche de jarana. Algunos de mis colegas compartían un porro (yo también lo aspire en alguna ocasión) que servía exclusivamente para fingir unas carcajadas, puesto que la economía no daba para comprar mucha más evasión. De cualquier manera, mejor que sucediese así, ya que ninguno de mis amigos, que yo tenga noticias al presente, terminó su vida víctima de las drogas como muchos otros jóvenes de nuestra generación. Jóvenes que comenzaron, al igual que mis amigos, por un porro, para marcar diferencia con la generación anterior, pero que terminaron siendo carne de cañón de su propia ignorancia y de la dictadura su cuerpo.

En muchas de esas noches de ronda, cuando mi padre barruntaba que regresaba tarde a la casa, montaba en cólera. No obstante, sus salidas de energúmeno no tenían mucho recorrido porque mi madre lo contenía con sus dotes persuasivas: ella intuía que algo estaba ocurriendo en mi mente para que llegase tan tarde. Las madres lo penetran todo, incluso lo que el hijo guarda en el cofre de su corazón con la llave de su silencio.

En esa búsqueda de un trabajo estable decidí montar una tienda de embutidos en el pueblo donde residía mi mejor amiga; a la que, por cierto, estimaba tanto o más que a una hermana. Haciendo confianza en ella le pedí ayuda, por unos días, hasta que tuviese bajo control aquel emprendimiento. En esas fechas aconteció otro hecho, de los varios que ya he mencionado, en el que salvé la vida en circunstancias extremas. Sucedió una mañana en la carretera cuando transportaba la mercancía para la venta: en el trayecto me encontré con un camión al que no pude adelantar durante un buen tramo del recorrido debido a los badenes y a las curvas de la vía. Mientras me mantenía a la zaga, hasta que se diesen las condiciones de visibilidad óptimas para rebasarlo, se desprendió de los bajos del camión un eje de hierro macizo −casi de la misma anchura del vehículo− que salió disparado, a la velocidad de un proyectil, en mi dirección. Todo ocurrió en fracciones de segundo, sin que tuviese tiempo para esquivarlo, y estando ya a escasos centímetros del vehículo (el impacto parecía ya insalvable), inesperadamente, el alargado y macizo hierro dio un giro brusco, en dirección al carril contiguo, con suerte que en ese instante no circulaba nadie en sentido contrario. De este modo, providencialmente, salí indemne de otro accidente gracias a que la mano de Dios seguía estando de mi parte.

  1. INGLATERRA Y EL DÉJÀ VU

A las semanas de montar la tienda de embutidos, en mil novecientos ochenta y seis, se me brindó la oportunidad de trabajar en Inglaterra, por dos meses, en la portería de un colegio para niños y adolescentes de nacionalidad española e italiana. Los chicos se desplazaban a este país, enviados por sus padres, durante las vacaciones de verano, a perfeccionar su nivel de inglés. Sin pensarlo dos veces acepté la propuesta para conocer Inglaterra y de paso, también, para ayudar a mi amiga con los beneficios de la venta, ya que andaba con problemas económicos.

Exceptuando los trabajos de temporero en el campo, este fue el primero que llevé a cabo para la empresa privada, lo cual me llevó a conocer, sobre el terreno y por primera vez, el mundo laboral y sus entresijos. Así descubrir, por ejemplo, lo aferrado que estaba el empresario a su cartera, mientras los trabajadores, en cambio, oscilaban entre el compañerismo, la delación y el chisme. El lugar se prestaba para ello, durante esos dos meses teníamos que convivir las veinticuatro horas del día, bajo un mismo techo, trabajadores procedentes de diferentes regiones de España. Esa situación de encierro era propicia para que aflorase, dentro del perímetro del colegio, el carácter de cada trabajador: de este modo, el colegio era como una especie de “Gran hermano” en el que yo me autoerigía como cámara y espectador, al mismo tiempo, de las fluctuaciones emotivas de los que allí estábamos confinados. Al final saqué dos conclusiones, una la del proverbio que reza que «de poetas, tontos y locos todos tenemos un poco», y, la otra, que sin Dios los principios se desinflan como globo de feria, debido a que no hay nada tan acomodaticio como la razón humana; la cual siempre encuentra una excusa para hacer lo contrario a lo que le dicta su conciencia.

Mi trabajo se desarrollaba en la portería del recinto amurallado del colegio y consistía en vigilar su entrada: unas veces para dar paso a los profesores, otras a los transportistas que traían víveres y, siempre, controlando que todo viandante, no identificado, pudiese cruzar la puerta.

No fueron precisamente días felices los que viví en esa institución académica, aunque a estas alturas de la autobiografía ya nadie se extrañará por ello. Por muchos años padecí de úlcera de estómago y ésta se alteraba, sobre manera, en la costa sur de Inglaterra donde la climatología estaba en continuo tránsito en verano por el canal de la mancha. Como el estómago es muy receptivo a los cambios climáticos, la estancia se me hizo poco menos que insoportable. Sir William Osler, uno de los padres de la medicina moderna, dijo que «el cuerpo llora las lágrimas que los ojos se niegan a derramar». Este fue el motivo de que mi estómago ulcerase derramando las lágrimas que, hacía tiempo, venía negando a mis pupilas; unas veces por orgullo, otras porque no encontraba hombros en los que derramarlas y, últimamente, porque mi alma se quedó tan seca que ni siquiera afloraba ya en ella el deseo de apenarse por los desencantos de la vida.

En cuanto a la vigilancia de la puerta solo tuve un incidente con un joven que eludió la vigilancia mientras yo hacía el recuento de alumnos. Después de invitarlo a salir por donde había entrado, y no atender a mi solicitud, no me dejó otra opción que, con un poco de astucia, arrebatarle una botella de litro y medio de cerveza (litrona le llamamos en España) que agitaba en el aire con una mano como arma defensiva, mientras que con la otra sujetaba a su novia que iba tan beoda como él. El incidente no tardó mucho en resolverse porque los profesores llamaron rápidamente a la policía.

Los trabajadores del colegio no gozábamos de muchos días libres porque la estancia en ese país se remitía a los meses de verano. Estos llegaban cuando los niños se marchaban de excursión y aprovechábamos para visitar ciudades cercanas con ellos. En Londres me sucedió uno de los episodios más fuertes de “déjà vu” que jamás había experimentado hasta entonces; el fenómeno ocurrió cuando iba caminando por encima de unos de los puentes del Támesis. Al doblar mi cabeza, para contemplar uno de sus márgenes, pude sentir en ese mismo instante, como todos mis sentidos se confabularon para darme a entender, con total nitidez, que ya había estado allí con anterioridad. Certeza, por otro lado, fuera de toda consistencia ya que era la primera vez que visitaba la ciudad de la bruma. Fue tal el impacto que me causó contemplar aquel afluente o canal del Támesis en mi retina, que mi voluntad quedó dividida, mientras mis compañeros se alejaban, entre salir corriendo para unirme de nuevo a ellos, o seguir contemplando aquel insólito paisaje que, en lo más profundo de mí ser, me resultaba tan familiar como cualquier calle de mi pueblo.

En numerosas ocasiones buscamos tres pies al gato cuando el pensamiento no encuentra una explicación coherente a ciertos fenómenos. Tal vez las cosas sean bastante más simples, de tal manera que es posible que aquella imagen se alojara en mi subconsciente viendo alguna película rodada en Londres o, incluso, con la percepción de un cuadro visualizado en alguna pinacoteca de dicho lugar. Los parapsicólogos dan otras explicaciones, pero tampoco aportan pruebas concluyentes.

Al rememorar este episodio de déjà vu, me ha venido a la memoria otro suceso, no menos extraño, que se repitió un buen número de veces a lo largo de mi infancia. Consistía en que en el momento que me cruzaba con otra persona en la calle, aunque fuese en la lejanía, siempre que volvía la cabeza para mirar a esa persona, ese mismo individuo, estaba vuelto en mi dirección observándome a su vez. Esto que puede ser normal alguna vez que otra, dejaba de serlo en mi caso por la frecuencia con que se repitió en ese periodo de mi vida.

Terminaré ya con el relato de mi estancia Inglaterra, contando una anécdota más del repertorio de las muchas allí vividas: uno de los días que nos dieron libre a todos los trabajadores, aproveché la ocasión para visitar el pueblo en el que se encontraba el colegio, Hastings, con varias de mis compañeras de trabajo. Sin medir bien los riesgos, puesto que iba yo solo como varón entre cinco o seis chicas, al atardecer nos dirigimos a una discoteca después de una larga caminata por el muelle. Siempre he sido uno de esos inconscientes que no han tenido en cuenta donde ponía sus pies (tal vez porque los míos solo los había usado para caminar, bailar y dar patadas a un balón) en la confianza de que el resto de mis congéneres debían ser como yo.

Con esa despreocupación por mi parte, nos dispusimos a pasar una feliz velada de fin de semana. Una vez dentro del local no pasó demasiado tiempo sin que algunos de los jóvenes que allí se encontraban se sustrajesen de incordiar a mis compañeras. Al igual que pasa en todo lugar, e Inglaterra no podía ser menos, lo foráneo siempre añade una dosis de morbo, al sexapil de las personas, con lo cual la testosterona de aquellos jóvenes andaba esa noche revuelta a causa de mis amigas. Como siempre me he sentido responsable y protector de los demás, enseguida me percaté de que la situación no pintaba en bastos para mis compañeras y tampoco para mí: más cuando los jóvenes miraban en mi dirección para chulearse de los forcejeos que tenían con las chicas. De esta manera, para contrarrestar sus provocaciones hice ademán de dirigirme a uno de los vigilantes de seguridad: gesto que los disuadió momentáneamente. No obstante, como el hombre es obstinado por naturaleza, aquellos jóvenes volvieron al cabo a las andadas: hostigados, ahora, no solamente por sus hormonas, sino por el alcohol que circulaba ya a raudales por sus venas. Así pues, observando que no cejaban en su afán de molestar a mis amigas, no me restó otra salida, para que la situación no fuese a mayores, que convencerlas de que más valía una retirada a tiempo, como aconseja el proverbio, que sucumbir en una batalla perdida de antemano. Sin excepción todas hicieron caso a mi petición, ya que ellas mismas se sintieron en peligro zafándose de las zarpas de los que en ese momento las asediaban. Hasta ese día había tenido la creencia de que los países del norte de Europa eran más civilizados que los del sur, pero en ese escenario descubrí que la falta de respeto y la barbarie no siempre tienen que ver con los genes del pueblo al que se pertenezca, sino que están en muchos casos sembrados por igual en toda persona que se deja llevar por sus instintos: ¡cuidado con esto, porque el instinto, en el hombre, se activa bajo muy diferentes estímulos y consignas! Y, hoy por hoy, son tantos los estímulos y las consignas que nos invaden por doquier que raro es aquel que no queda a merced de sus inclinaciones y de su ignorancia.

Pero aún no había terminado ahí el acoso, porque antes de salir del local, otro chaval, este más maduro que los anteriores, al que por las barbas pelirrojas y lo sonrosado de las mejillas, solo le hacía faltaba un parche en el ojo para convertirse en la reencarnación de uno de los piratas de su madre patria, sediento de botín y de pelea, insistiendo en la provocación de sus paisanos, regó mi cabeza, cual planta de geranio, con su jarra de cerveza en el momento que estábamos a un palmo de alcanzar la puerta de salida. Para salvar la situación, por el bien de todos, hice de aquel líquido espumoso, como champán en pódium de deportista: me lo sacudí de encima, sin buscar más pleito, ya que por entonces tenía melena y podía. El asunto no era para menos, máxime habiendo escuchado que meses antes, habían asesinado a un joven de nacionalidad española en una ciudad próxima. Una vez en la calle, de vuelta al colegio, me fui serenando a medida que mis pisadas iban dejando atrás las acechanzas de aquella noche de sábado febril ¡para algunos!

De mi estancia en el colegio también conservo un vivo recuerdo de algunas estudiantes; especialmente el de tres señoritas una madrileña y dos zaragozanas muy afables. Aquellas jóvenes, preuniversitarias, buscando una oportunidad para reafirmar su feminidad, ya que se encontraban tocando el cenit de su desarrollo hormonal, se acercaban a la portería, con gran interés, para pasar algunos ratos conmigo. No era de extrañar que buscasen ese encuentro, puesto que yo me encontraba en plena juventud, me mantenía en buena forma y conservaba el brillo que puede dar, solamente, aquello que está por estrenar: mis ojos traslucían la candidez del que va de frente, la confianza del que por fe sigue confiando en Dios y en el hombre, y la resolución necesaria por alcanzar la dicha en el futuro. Sin embargo, una vez más, acomplejado por mi pasado y temeroso de no dar la talla, desistí de recoger la rosa que me estaba ofreciendo cupido cuando aquellas chicas venían a charlar conmigo. ¡Quién sabe si ahí perdí una oportunidad de redimir mis complejos! ¡Quién sabe…! En cualquier caso, no me veía a la altura de ellas, por estudios, preparación y oportunidades de futuro.

  1. ANTES DE ABANDONARME RECURRO DE NUEVO AL PSIQUIATRA

Entre los años mil novecientos ochenta y siete y mil novecientos ochenta y nueve, tanto el malestar psíquico como el físico seguían in crescendo. Esta situación me llevó de nuevo a la consulta de otro psiquiatra. Este especialista, que sería el último al que acudiese, me prescribió sulpirida junto a un relajante muscular para paliar la somatización de los problemas psíquicos que se me hacían presentes, por entonces, con insomnio y dolores a la altura de la cerviz. Como mejoré bastante con el tratamiento, especialmente en lo tocante a los dolores en la cerviz, no tardé demasiado en dejar la medicación. Varias fueron las razones que me impulsaron a hacerlo: en primer lugar, porque nunca fui constante a la hora de seguir los tratamientos médicos, después porque observaba que los antidepresivos alteraban mi consciencia: cuando los tomaba me notaba extraño, me sentía como si desde fuera otra persona tomara el control de mis actos. No obstante, a pesar de abandonarlo, hoy por hoy, si me encontrase en el mismo estado, no volvería a hacerlo; a no ser que recobrase la fuerza que sólo la juventud y la inexperiencia pueden otorgar; la que yo tenía en aquel momento.

Por ese empecinamiento de no tomar medicación mi vida iba a medio gas, pues a pesar de que las cefaleas remitieron, no pasó lo mismo con la depresión y el insomnio que, por momentos, se me hacían insufribles; especialmente el insomnio, porque si estar centrado en los problemas de uno durante el día se hace arduo; peor aún en la noche donde no hay estímulos que vengan a distraerte.

Sin dejarme tumbar por la depresión y a la tristeza, ya que no terminaba de discernir cómo encajar mi atracción por los varones, al verano siguiente volví a Inglaterra (a pesar de los fuertes dolores estomacales que allí padecía) para que mi inestimable amiga se beneficiase, por un tiempo más, con los ingresos generados por la venta que dejé en sus manos hasta que su situación económica revirtiese; alentado también por mi madre que, como ya expresé, era de corazón generoso.

Todavía el favor de Dios estaría, por un tiempo más, de parte de mi amiga y mayor confidente, pues, a mi regreso de Inglaterra, me hicieron un contrato de seis meses para trabajar como celador en un hospital público; lugar, por cierto, donde aprendí mucho sobre la fragilidad del ser humano: allí se daba encuentro, como en ningún otro sitio, la impotencia humana, la enfermedad y la muerte, y muy pocas alegrías. En los rostros de aquel hormiguero humano asomaban, sin disimulo, las lágrimas ante la soledad, el dolor, la ansiedad y la rabia contenida; también, cómo no, el agradecimiento de los enfermos al recuperar la salud y la alegría de los padres por el nacimiento de sus hijos. En este hospital y después, también, por circunstancias familiares, pude darme cuenta de la incapacidad que uno siente, para detener el avance de la enfermedad y de la muerte en aquellas personas que amas o por aquellas otras que, por el desempeño del mismo trabajo, llegas a cogerle cariño.

Una de las experiencias más desagradable que se vive en el hospital, es la lentitud con la que transcurren las horas cuando se sabe que la recuperación de la persona querida es prácticamente imposible. A raíz de haber pasado por esa experiencia de horas eternas, me surgió la siguiente reflexión: si esta sensación de angustia tiene lugar en el mundo de la materia, que tarde o temprano el día sigue a la noche y todo tiene un principio y un final, cuanto más crudo debe ser la eternidad lejos de la presencia gozosa de Dios, para la que fuimos creados.

Mucho pude ver y aprender en el hospital, pues, previamente a la fragilidad de los enfermos pude darme cuenta hasta donde llegaba la mía propia; especialmente por el miedo con que Satanás, sirviéndose de las personas que me hirieron en el pasado, había maniatado mi voluntad y mi condición. De cualquier manera, si alguien me tacha de derrotista o desea conocer algo más sobre sí mismo, lo invito a que se dé una vuelta por la UCI o por las habitaciones de un hospital y observe, en primera persona, la fragilidad humana en todas sus vertientes. Sobre todo, la de aquellos que allí esperan una nueva oportunidad en esta vida mortal, cuando días antes, llenos de vanidad por el cargo o la posición social que ocupaban, pensaban que la vida de los demás y la salvación del mundo dependía de ellos mismos.

  1. EL LIBRE ALBEDRÍO FRENTE A LA TIRANÍA DEL HOMBRE

Y seguí buscando dentro y fuera de mí, porque, después de Dios, la razón que dirigía mis pasos era vivir desde la libertad; y el método empleado, como todo filosofo que se precie, es cuestionarlo todo incluso la opinión de la mayoría, porque la mayoría representa la fuerza pero no la verdad, porque las mayorías pueden y de hecho son manipuladas.

Si algo me atraía y atrae de Dios es que no se impone a la voluntad del hombre; lo que los cristianos denominamos como Libre Albedrío. Y además su llamado lo hace sin engaños, sin dorarnos la píldora como muchos hacen ahora, poniendo las cartas boca arriba desde el primer momento. Así es, Jesús, nos pone como ejemplo su propia vida; nos invita a seguirle, nos muestras las exigencias de su Evangelio, pero también nos señala las consecuencias negativas de elegir otras propuestas diferentes a la suyas, no por represalia, sino porque, en sí mismas, son caminos de perdición, de esclavitud y de muerte. De este modo, sin ambages, Jesucristo nos señala la cara y la cruz de su seguimiento. Por ejemplo, en (Mateo 16, 25-26) nos advierte: «…El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque él que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará». Para mostrar a continuación que respeta la libertad del hombre, sin apelar al castigo he elegido este otro pasaje (Mateo 5, 44-46) «Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos?».

Del mismo modo, disponemos de varios ejemplos más en los que Dios respeta la libertad del hombre, uno de ellos lo tenemos en el diálogo de Jesús con el joven rico; cuando el joven decide confiar más en su dinero que en Jesús, él lo deja ir, sin insistirle más, respetando su libertad (Mateo 19:16-22). Es la misma actitud que aparece en la Parábola del Hijo Pródigo al que, igualmente, el padre deja marchar con la herencia, sin retenerlo contra la decisión del hijo.

Dios, aparte de respetar nuestra voluntad de adherirnos libremente a Él, nos revela con claridad, por proceder del Padre, todo aquello que nosotros, por nuestra condición mortal, limitada y pecadora, no podemos comprender ni dilucidar acerca de nosotros mismos y de Dios. Pero Jesús, no solo se limitó a enseñarnos el camino hacia la salvación mientras estuvo entre los hombres, sino que, una vez resucitado, sigue interesándose por la vida personal de cada uno de nosotros. Él conoce nuestras debilidades y solo desea que le abramos nuestro corazón y nuestra mente para derramar todos sus dones y su amor sobre nosotros: Jesús es el médico de nuestra alma y ningún médico que se precie rechaza a un enfermo, menos aún Jesucristo, que ha dado su vida literalmente por salvar la nuestra; de este modo Jesús mismo nos dice (Juan 12:47): «no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo», y la prueba más fehaciente es que espera al hijo prodigo (Lucas 15:11-32), al hijo extraviado por su propia ignorancia y pecado (a ti y a mi), con los brazos abiertos para hacerle una fiesta sin recordarle su pasado (nuestro pasado). El hecho de que Jesús se interesa y se preocupa ahora también, en el presente, por nosotros y nuestra salvación, nos lo da a conocer con estas otras palabras suyas: (Juan 14, 1-2) «No se turbe vuestro corazón; creed en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo hubiera dicho; porque voy a preparar un lugar para vosotros». Jesucristo está pues, en este presente, trabajando en nuestras vidas, aunque no nos demos cuenta, para ayudarnos a conseguir ese lugar junto a Él en la casa del Padre para la eternidad y para que, en esta vida mortal, de igual modo, por mediación del Espíritu Santo, no nos sintamos huérfanos y abocados a la nada o a la náusea (al vacío existencial) que describe Jean Paul Sartre en su obra filosófica.

¿Puede caber, entonces, contento más grande en el hombre, conociendo que el Creador del Universo ha dado su vida para que el hombre halle sentido a la suya, incluso en aquellas situaciones límites en las que no encontramos salidas y todo parece desmoronarse a nuestro lado como castillo de naipes?

Sin embargo, la grandeza de Dios, como he comentado anteriormente, estriba primordialmente en la libertad que nos ha otorgado para que podamos aceptar sus enseñanzas o por el contrario resistir a la buena noticia de salvación y liberación que nos trae y nos otorga, porque no olvidemos que este don maravilloso es gratuito, y nuestro único mérito aceptarlo y estar agradecidos por habernos liberado de la corrupción y la muerte. Así nos concibió desde un principio, no para que fuésemos un robot en sus manos, sino para que podamos optar, desde el convencimiento personal, entre la aceptación de lo que somos, es decir criaturas o, por el contrario, vayamos por libres pensando que el saber, el poder y el obrar, dependen exclusivamente de nosotros. De esta manera, Jesucristo al acoger nuestra propia naturaleza haciéndose hombre como uno más de nosotros, y revelarnos los misterios que encierra en Él (en su divinidad) se constituye, a sí mismo, en la luz que guía nuestros pasos en el exilio de esta vida terrenal. Tan es así, que él mismo Sartre, una vez ha descartado la posibilidad de la existencia de Dios, reconoce que el fin del hombre está abocado a la nada y la muerte. Con esta filosofía derrotista, de gran influencia para el pensamiento moderno, yo me pregunto ¿qué resortes han de moverse en el interior del hombre para que elija la nada y la muerte, frente a la vida gozosa del presente, la esperanza del mañana, y la gloria en la eternidad que nos ofrece el hijo de Dios? Me parece tan clarificador, tan transparente, veraz y asumible el mensaje de Jesucristo que, hasta por puro interés personal, los agnósticos y ateos deberían abrirse a la posibilidad de conocer el Evangelio, y penetrar en los misterios de Dios, antes de asumir que su fin es la muerte y, su vida, el vacío más absoluto: la nada y la desesperanza.

En contraste con la oferta libre de Dios, de seguir el Evangelio o seguir nuestro propio criterio, está el modus operandi del hombre; es decir, la tiranía (muy a pesar de que el pensamiento moderno nos haya hecho creer que somos libres). De esta manera, siendo un poco observadores de lo que pasa a nuestro alrededor y en el mundo, no sin mucho tardar, nos demos cuenta de que la historia del hombre, tanto la personal como la colectiva, siempre está dirigida por un deseo insaciable de dominio sobre sus semejantes, y lo ejerce desde todas las herramientas que posee a su alcance. Unas veces desde el poder estatal, otras desde el económico, otras desde grupos de interés o lobbies por medio de la propaganda y la ideología, y otras, si nos referimos al ámbito de lo personal, desde el chantaje, la mentira, la persuasión, el miedo, la amenaza e incluso la represión y el castigo.

Sin libertad el hombre deja de ser dueño de su propia historia y responsable de sus actos, aquello que marca su identidad como individuo único e irrepetible entre sus semejantes, para igualarlo al resto de la fauna animal, la cual por su incapacidad de abstracción y autoconocimiento carece de poder de decisión y control de sí mismo.

Muchas veces la excusa de los poderosos o los gobernantes, para coartar las libertades es decirnos que lo hace para mejorar las condiciones de vida de sus gobernados, algo que no deja de ser una falacia o una ilusión por desconocer el funcionamiento de la misma condición humana. Ya que la raíz de todos los males, como nos señala Jesucristo, no está en lo externo al hombre −en las infraestructuras− sino en su mismo corazón, en la concupiscencia de su carne, y en sus miedos. Algo de lo cual tampoco escapa el gobernarte por ser uno más entre los demás mortales. Solo hay que remitirse a la historia de la humanidad para ver que todos los intentos por parte del hombre, encaminados por hacer un paraíso al margen de Dios aquí en la tierra han sido inútiles.

Ahora surge la siguiente pregunta ¿quién puede cambiar el corazón del hombre, es decir, sus pasiones desbordadas, sus miedos y sus bajos instintos, sus desvaríos mentales? El único que lo puede cambiar es aquel que hizo el corazón del hombre; aquel que está en un rango no sólo superior sino diferente a su criatura, es decir Dios mismo. Buena prueba de ello está en la India, uno de los países más religiosos del mundo (cuyos dioses son el resultado de la especulación del mismo hombre), que se sitúa por su PIB entre la séptima potencia mundial, con una de las poblaciones, por el contrario, más empobrecidas del planeta. Si nos remitimos en cambio a países que se gobiernan desde ideologías totalitarias, el fracaso ha sido igualmente estrepitoso, bien porque se pisotean los derechos humanos o bien porque la población vive en la miseria y el absentismo más absoluto. Más de lo mismo sucede con los gobiernos liberales que, apartándose de la moral cristiana, y a falta de valores trascendentes, han convertido al hombre en una máquina de producción y de consumo, al que tratan de aborregar manteniéndolo ocupado con un trabajo que apenas si les da para comer y, fuera de él, con las nuevas tecnologías que ellos mismos le venden para tenerlos luego vigilados y controlados. Las tasas imparables de suicidios en los países desarrollados dan buena fe de que el desarrollo económico no lo es todo; o dicho de otro modo que el hombre sin Dios, el Dios que se ha revelado a sí mismo, vive en la desesperanza y no encuentra salida a sus muchas frustraciones e interrogantes, por lo que llega a despreciar su propia vida.

De esta manera me he encontrado a lo largo de la vida con muchos individuos que, identificándose con un sistema de pensamiento determinado y calificándose a sí mismos de tolerantes, luego, a pesar de sus soflamas libertarias, eran incapaces de abrirse a un dialogo para tratar sobre la existencia de Dios; ni siquiera para un simple intercambio de opiniones. Conclusión: toda persona que se encierra en su verdad termina cayendo, irremisiblemente, en el sectarismo, cuando no en el fanatismo. Mientras que aquellos que se abren al diálogo para escuchar, conocer y aprender, más que para refutar, terminan finalmente encontrando la Verdad que ya creían poseer.

Capítulo 5 NUEVOS E INÉDITOS HORIZONTES

  1. EL EXILIO DESTINO DEL POBRE

Después de estas disquisiciones sobre lo humano y lo divino, al final del capítulo anterior, reinicio este nuevo volviendo al relato autobiográfico allí donde lo dejé.

El tiempo de contrato en el hospital llegó a su término y ahora me encontraba, de nuevo, ante una encrucijada. Volver a la tienda de embutidos, después de tanto tiempo de ausencia de la misma, se volvió como me temía en un imposible. Cuando perdemos la referencia de Dios y sus mandamientos, y ponemos toda nuestra vida, en las seguridades que nos puedan deparar las personas o las cosas materiales (en aquello que por otro lado es efímero y pasajero), somos capaces de saltar por encima de todas las barreras; principalmente la de nuestra propia integridad moral con la palabra empeñada. De este modo, no pude llegar a un entendimiento con la que fue por muchos años mi mejor amiga, para recuperar, sin desavenencias, lo que ella misma había prometido devolver en cuanto me reincorporase a la tienda.

En esta nueva situación, sin expectativas, porque el país económicamente se desplomaba por 1989 y las estadísticas de desempleo arrojaban casi un veinticuatro por ciento de parados, me vi abocado a buscar trabajo en otro lugar que brindara más salidas que el mío propio. Y tomé dicha decisión, no solamente con la intención de encontrar trabajo, sino un lugar, lejos de la familia y de conocidos, que me facilitase vivir según mi orientación sexual: esto siempre y cuando yo me decidiese aceptar, primero, esa realidad en mí. El sitio elegido fue Cataluña, buscando el respaldo de una parte de mi familia materna, que había emigrado a esa región cuarenta años antes de que yo fuese a alojarme en su domicilio.

Me dirigí a la provincia de Barcelona a la edad de veintiocho años, con mucha ilusión, por el reto que me planteaba de madurar en todos los sentidos, y por las puertas que allí, según pensaba, se me podrían abrir. Emprendí la huida con un coche de segunda mano, que pondría mi templanza y mi destreza a prueba antes de llegar al pueblo donde residían mis tíos. Esta era la primera vez que hacía un trayecto de largo recorrido conduciendo mi propio vehículo; y en esta ocasión, como en otras anteriores, mi ángel de la guarda me alertó a tiempo de un peligro. Al parar en una gasolinera a mitad de camino entre Madrid y Zaragoza, pensé que era el momento oportuno para echar un vistazo al motor. Cuando levanté el capó del vehículo pude detectar que el depósito que suministraba agua al radiador estaba vacío perforado por la hélice del ventilador. A pesar de este contratiempo, especialmente porque era día festivo y los talleres de reparación estaban cerrados, salvé la situación con cinta aislante impermeable, que me suministraron en el mismo local comercial que regentaba la gasolinera. Así pues, con un poco de pericia, pude taponar el orificio de la pequeña cisterna suministradora, llenándola de nuevo hasta llegar a mi lugar de destino.

El pueblo donde vivía mi familia, muy cerquita a Vilafranca del Penedés, apenas superaba los mil doscientos habitantes en mil novecientos ochenta y nueve. Estaba situado en una zona tranquila, en el interior de la provincia de Barcelona, siendo su principal atractivo el paisaje rural que discurría entre suaves colinas en la falda de la cordillera prelitoral a otros de alta montaña, en cuestión de minutos, con pronunciados barrancos.

Con mis tíos, que estaban ya jubilados, vivía mi prima, su hija menor, a la que le llevaba dos años de diferencia; yo mayor que ella. Fui bien acogido por toda la familia, y mientras mi tío me ayudaba a buscar trabajo, mi prima tuvo la deferencia de introducirme en su pandilla. Como es normal, cuando llegas a un sitio por primera vez, si no tienes padrino o no te has especializado anteriormente en algún oficio, los mejores puestos de trabajo están ocupados por sus habitantes naturales. De este modo, después de patear varios días con mi tío, de un extremo a otro un polígono industrial próximo a Vilafranca, me contrataron en una fábrica de muebles: industria en la que comencé ocupando el nivel más bajo. Fue en este trabajo en la empresa privada y con alta en la seguridad social, cuando comenzaron a desmoronarse en mi mente todas las ideas preconcebidas que tenía sobre los derechos laborales del trabajador: en aquella faena echaba diez y doce horas (a veces incluso más), si el mercado lo demandaba con urgencia, sin que nos abonasen legalmente las horas. Lo acepté con resignación viendo que no era yo el explotado porque viniese de fuera, sino que ocurría del mismo modo con el resto de trabajadores autóctonos. Cuando la necesidad aprieta, si no hay solidaridad entre compañeros, no queda otro remedio que agachar la cabeza y seguir adelante. Esto, claro está, siempre y cuando no te denigran como persona o ataquen tus convicciones más profundas; lo cual sí que lo hubiese considerado inasumible.

Como anoté, anteriormente, mi prima me introdujo en su pandilla, motivo por el que no me vi aislado en tierra extraña; pero no sólo eso, sino que además me ayudó con el idioma traduciendo aquellas palabras que desconocía de la lengua catalana. De esta manera, en dos o tres meses, pude participar de las conversaciones que surgían en catalán en la pandilla (que eran todas), así como disfrutar de la televisión en el mismo idioma.

Como la vida, por más que uno se resista, no para de girar en un círculo cerrado porque el hombre es lo que es (siempre y cuando no se deje transformar por el amor de Dios), me vería abocado a salirme de la colla (pandilla en catalán) de mi prima pocos meses después. La condición humana no varía mucho de unos sitios a otros, como ya mencioné, y Cataluña no podía ser menos por muy especial que uno se crea en razón del área geográfica en el que lo dejó caer la cigüeña. Fue de esta manera como vine a tropezar con la misma mala sombra que me había acompañado durante un buen periodo de mi existencia, también, en esta tierra.

Sucedió en la festividad de San Juan, fiesta de especial relevancia en Cataluña celebrada en la tarde-noche de este día, cuyo escenario, por las suaves temperaturas del año, se celebra en las calles y en las playas entre grupos de amigos y vecinos. En esta celebración el fuego y los petardos son sus atractivos centrales, junto al baile, los castellers, la música, el alcohol y la butifarra. Para que no estuviese solo durante la fiesta, mi prima me invitó a que me uniese a sus amigos para celebrar la fiesta con ellos. Todo iba bien al principio hasta que, conforme avanzaba la tarde-noche y el alcohol hacía su efecto, uno de sus amigos perdió los modales y puso al descubierto lo que todos ignoraban sobre mí. De este modo, a medida que los amigos de mi prima se iban desinhibiendo por el efecto de la bebida, iniciaron un intercambio de pareja, en el baile, de todos con todos. En eso estábamos cuando en uno de los trueques uno de los chicos notó que yo me ahuecaba, evitando el contacto físico con él, al tiempo que me tomaba de los brazos y se arrimaba a mí para bailar en plan farra conmigo. Por mi actitud de inseguridad pudo inferir, al instante, mi inclinación sexual, de tal modo que no dudó en señalarme y mostrar, ante todos los presentes, su descubrimiento a la voz de: ¡tenemos un maricón entre nosotros!

Aquel incidente desafortunado, de los varios que ya pasé como sujeto de acoso, fue uno en los que hubiese querido, desaparecer de la faz de la tierra, con todo mi ser, para ser tan solo un sueño en el pensamiento de Dios. Traté de simular que aquellas palabras iban en serio, mientras pedía al viento que se las llevase antes de aterrizar en los oídos del resto de colegas. La situación se salvó por muy poco, gracias a que intervino la novia del joven delator, la cual lo conminó a callar en atención a mi prima que se encontraba allí presente.

Después de ese suceso bochornoso, me vi abocado a dejar aquel círculo de amistades por temor a encontrarme de nuevo con las insidias de aquel gurrumino personaje; especialmente para preservar a mí prima de otro trance similar. De este modo, una vez más, la decisión de cambiar el lugar de residencia no fue suficiente, como yo pensaba, para arrojar lejos de mí la marginalidad a la que lleva la atracción por los hombres de mí mismo sexo.

Durante el tiempo que estuve con los amigos de mi prima −anterior al incidente− si bien participé con ellos en todas sus actividades lúdicas, mi interior seguía siendo amargo como la tuera. El replegarme, cada vez más, sobre mí mismo, sin dar una salida a los pensamientos que me atormentaban, no me ayudó a solucionar los problemas; sino que, por el contrario, los retroalimentaba haciéndolos aún mayores de lo que en realidad eran.

  1. El MIEDO A SER SEÑALADO Y LASTIMADO

Una vez concluido el contrato en la fábrica de muebles, tuve que cambiar de ocupación porque el jefe no procedió a renovarlo. El motivo, como sucede en las últimas décadas, la sustitución de la mano de obra del trabajador, por la automatización industrial; en mi caso la máquina no aportaba nada novedoso al producto final y al rendimiento de la fábrica, aunque me temo, eso sí, que aportaba unas cuantas monedas más en el bolsillo del dueño de la empresa. El hombre es el único animal que no se solidariza con los de su especie: no todos, desde luego, porque de lo contrario ya nos hubiésemos extinguido. La reflexión que me surge en relación a este despido es que los gobiernos y los empresarios tendrán que darse cuenta ─más pronto que tarde─ que las máquinas no pueden salir de compras, ni adquirir bienes de consumo. Del mismo modo que el empresario no puede vender sus productos, o al menos los que desearía, si los trabajadores son pagados con sueldos míseros. Por tanto, si los agentes laborales tardan en entender que todos estamos interrelacionados y que unos sin los otros no podemos subsistir; la sociedad del bienestar caerá más pronto que tarde, como papalote, arrastrada por los mismos vientos que la levantaron: la codicia. Es importante por esto que seamos conscientes de que construir una catedral, levantar un castillo o llevar a una nación a la prosperidad es labor de tiempo, tenacidad, esfuerzo y valor; en cambio derribar lo ya construido es cuestión de meses, incluso me atrevería a decir de minutos; sobre todo por la globalización y versatilidad en la que se mueven ahora los mercados financieros. En cualquier caso, para que una sociedad avanzada caiga al abismo, anteriormente ha tenido que sucumbir a todos los valores morales que, a su vez, la engendraron.

Es esta nueva situación de paro no podía permanecer durante mucho tiempo; primero, porque estaba en casa ajena ─y más pronto que tarde tendría que salir de ella─ y luego, por la misma depresión que no podía arrojarla fuera de mí. Si difícil y triste era mi vida por tener que lidiar con aquella enfermedad peor, aún, sin una tarea con la cual poder evadirme por horas: aquellas en las que estuviese ocupado desempeñando la misma. Así que acepté, cual náufrago de patera, el primer salvavidas que me ofrecieron. De cualquier modo, no había mucho donde elegir porque en España, salvo en ocasiones puntuales, la oferta de trabajo siempre fue escasa. Por este motivo entré a trabajar en un restaurante de lujo, del Alto Penedés, haciendo labores de friegaplatos, de pinche de cocina y de comodín para otros eventos que organizaba el restaurante.

La vida es un aprendizaje continuo, por lo que, a nuevos jefes y nuevos compañeros también, nuevas experiencias. De esta manera, aunque uno crea que ya lo conoce todo sobre la condición del género humano, siempre te sorprende éste con algo nuevo: en demasiadas ocasiones para decepcionarte. No creo que yo sea el más indicado para juzgar, pero lo cierto es que en los países más desarrollados de occidente y sobre todo en España nos hemos vuelto demasiado mercantilistas. Cada vez resulta más infrecuente que acojamos a las personas, no por ellas mismas y porque, a fin de cuentas, son un alter ego nuestro; un compañero de viaje en el camino de la vida. Desconozco si hemos tenido alguna vez una actitud de gran compañerismo como seña de identidad nacional en nuestra historia común; sin embargo, por lo que he ido observando en los entornos en los que me he desenvuelto, puedo asegurar con toda certeza, que esto no ocurre en el presente. Así pasa, porque casi todas las relaciones humanas se establecen, desde su comienzo, en función a extraer un beneficio personal del otro, y no en dejarme sorprender por el mismo, sin haberlo estudiado y catalogado antes como producto de consumo personal, que es lo que solemos hacer.

Como consecuencia de esta búsqueda consciente y voraz centrada exclusivamente en nuestro propio beneficio, nos hemos transformado en una especie de sanguijuela o de vampiro, que va sembrando las calles de muertos, los cuales, a su vez, como contrapartida a saberse utilizados, o se dejan morir definitivamente, o vuelven a imitar la conducta de sus agresores, dejando a su paso más muertos vivientes por el camino.

La consecuencia que se deriva de este modo de relacionarnos son las castas (palabra que se puso de moda en España hace pocos años, pero que con la misma velocidad que se desenterró se ha vuelto a sepultar). Porque no nos engañemos, las castas no sólo se dan entre las élites económicas y políticas cuando alcanzan el poder o se dedican como profesión a conquistarlo y a mantenerlo; sino que se forman, de igual modo, en cualquier otro estamento social o grupo humano por el afán, en unos casos de preservar su status y privilegios; y en otros, por reafirmar una exclusividad que nos hace sentirnos superiores en relación a los demás. Esto de constituirnos en casta, por grupo o separadamente, sucede, como dice un buen amigo mío, porque el creernos especiales o superiores a los otros, nos sale gratuito, mientras a otros (y esto lo añado yo), a los que marginamos impidiéndoles entrar en el grupo, o a los que hacemos sentirse inferior a nosotros porque pensamos que no aportan nada o no dan la talla de mi exclusividad, a estos sí que les sale caro; el costo de ocupar un reconfortante sillón en un consultorio psiquiátrico, cuando menos.

Por lo comentado, no me cabe la menor duda, que habría menos encarcelados, menos terroristas, menos indigentes, menos suicidios, menos personas con problemas mentales y menos pobres, si en lugar de relacionarnos como acabo de comentar, mercantilistamente (si se puede decir así) lo hiciésemos sin ningún tipo de interés y prejuicio, espontáneamente; o en todo caso a la inversa, intentando dar lo mejor de nosotros mismos a ellos.

Aún hay otra condición que, sucintamente, mencioné con anterioridad que nos disminuye como personas a la hora de mantener relaciones sanas incluso dentro de la misma familia: esta tiene un nombre propio y se llama miedo. El miedo o temor, tiene que ver con el instinto de conservación, pero cuando lo utilizamos de coraza para no exteriorizar lo que llevamos dentro, o para que nadie nos inquiete, esta clase de miedo tiene que ver especialmente con traumas del pasado, o con aquello que los psicólogos han etiquetado como “zona de confort”. Estas dos actitudes hacen que nos envolvamos en una burbuja confortable (pero al fin y al cabo burbuja) en la que vamos poniendo objeciones para impedir que la gente pueda entrar y salir de ella libremente. Los tres motivos que nos conducen a encerrarnos en nosotros mismos son: miedo a no ser lastimados cuando pongo al descubierto mis más íntimos pensamientos y deseos; otro, miedo a ser juzgado y por lo mismo rechazado; y tercer, miedo al cambio: cuando me descubro y enseño todas mis miserias, tal vez alguien me dé un toque de atención para que cambie de vida por mi propio bien, y como sabemos todo cambio trae lucha y tensión interna, un costo y un soltar lastres que no todo el mundo está dispuestos a pagar y desenterrar.

  1. NUEVA OCUPACIÓN

Como ya anoté en el epígrafe anterior, después de dejar la fábrica de muebles, comencé a trabajar en la cocina de un restaurante. En el cual, sobre la marcha, enseguida percibí que el trabajo de cocina era una tarea de equipo, la cual requería de compañerismo y armonía para que todo funcione. Se podría decir que la cocina es semejante a una orquesta en la que ningún miembro puede desafinar y, por lo mismo, todos dependen del conjunto de sus componentes. A demás con una peculiaridad que no se da en las orquestas, que todos los dirigidos aspiran a ocupar el lugar del jefe: esto siempre y cuando, claro está, que no sea el jefe de cocina el mismo dueño del restaurante.

En aquella cocina, por cierto, la armonía brilló por su ausencia durante un buen periodo de tiempo, ya que el ambiente estaba enrarecido por los juegos de poder entre cocineros para liderar el grupo y hacerse con el control de la cocina: lo que conllevaba posteriormente aumento de sueldo y en prestigio profesional, especialmente si se trata de un restaurant de lujo como en el que yo entré a trabajar. De este modo, sin necesidad de perder tiempo frente al televisor, in situ, contemplé uno de los seriales más apasionantes que se puedan escribir sobre la codicia y el ansia de prestigio humano en todas sus vertientes; en aquel lugar, por cierto, como se suele decir, la realidad superaba a la ficción.

Por ahora voy a pasar por alto todo lo que presencié en esa cocina; puesto que el propósito principal de la autobiografía no es destapar las bajas pasiones que mueven la psiquis humana, sino dar a conocer mi experiencia personal en cuanto al proceso por el que tuve que atravesar para poder, finalmente, liberar mi mente de sus enredos, de sus trampas y de sus servidumbres. No obstante, haré una pequeña excepción, teniendo en cuenta que se relaciona con el hilo conductor que me ha llevado a escribir esta autobiografía; o sea, un episodio más de acoso, pero ahora en el trabajo.

En aquel momento vino propiciado por uno de los jefes de cocina que desfilaron por el establecimiento durante el tiempo que yo permanecí en él: un espécimen del cual podría extraerse uno de los mejores guiones de manipulación mental e intriga del cine. En lo referente a su inversión sexual no consiguió nada de mí, pues si yo le atraía como podía desprenderse de sus miradas, no era necesario que lo hiciese mofándose de mí, delante de mis compañeros, con gestos obscenos, para que yo destapase mi atracción hacia las personas del mismo sexo. Sin embargo, para él, el sacar a la luz sus sentimientos hablando conmigo en privado, de igual a igual, era un modo de proceder que la sociedad, tal vez su misma familia, le había negado. Y esto porque la sociedad, como ya expresé (y en este caso no debido a la homosexualidad en sí) sigue separando a las personas según su cuenta bancaria, su escala social, su ideología o su escalafón profesional (difícil “casar” un chef de categoría reconocida, con un friegaplatos). Así, pues, este pobre hombre, nunca mejor dicho, se acercó a mí en varias ocasiones por la espalda, para después asirme de la cintura, al mismo tiempo que escenificaba el acto sexual, groseramente, delante del resto de compañeros. Después de varios intentos fallidos en su provocación, viendo que le hacía frente a cada uno de sus impulsos de testosteronas, no tuvo más opción que ahuecar el ala para ir a restregar sus plumas en otro lugar más acorde con su proceder. En el fondo, sentía compasión por él, porque sus ojos delataban su soledad y su tristeza.

Al final, como dejé ese trabajo, no supe nunca, si sus intrigas con los compañeros y su pulso con los dueños del restaurant para hacerse con el control del restaurant, darían el resultado que iba buscando para apaciguar sus inseguridades y deseos de dominio.

  1. DIOS EN LA CARRETERA: OTRA OPORTUNIDAD

El episodio que pasaré a relatar a continuación, transcurrió cuando aún estaba trabajando en el restaurant. En aquellas fechas me sobrevino uno de los accidentes más peligrosos de todos cuantos había sufrido hasta ese momento. Aconteció durante la celebración del cumpleaños del dueño de la empresa; el cual nos invitó a cenar en el local de un colega de profesión, ubicado en el mismo pueblo donde yo residía. Terminada la cena acordamos, entre todos los compañeros de trabajo, trasladarnos a una playa cercana para rematar la velada. Luego de salir a la carretera, la osadía y sobre todo la edad, que no perdona, me llevó a cometer la imprudencia de adelantarlos a más de ciento sesenta kilómetros por hora, en una carretera comarcal, aprovechando que era de noche y a esas horas circulaban pocos coches en sentido contrario. Así fue como, en mi inconsciencia juvenil, queriendo mostrar mi pericia al volante, con un coche de menos potencia y estabilidad que el de ellos; me encontré, sin esperarlo, con uno de los accidentes más graves que hasta entonces había padecido.

Una vez que sobrepasé a los compañeros con mi vehículo, cometí la insensatez de mirar por el espejo retrovisor, para observar si los había adelantado lo suficiente, como para situarme de nuevo a la derecha de la vía. Fue en ese instante, mirando por el espejo retrovisor cuando, de repente, por la alta velocidad a la que circulaba, me vi dentro de una curva muy cerrada con el vehículo en dos ruedas. En esa situación de extremo peligro, observando que no podía hacerme con el control del automóvil, pensé en Dios que, por entonces, todo hay que decirlo, lo tenía algo apartado de mi vida, y dirigiéndome a Él le dije: Dios mío que se haga tú voluntad. Con esas palabras reconocía que yo, con la mía, había cometido una locura saltándome todas las reglas y, por eso mismo, no me sentía con derecho a pedirle que me librase de las consecuencias más graves de lo que podía sobrevenirme por mi estulticia. Después de aquel pensamiento me protegí el rostro (todo en fracciones de segundos) al modo que aconsejan las azafatas en los vuelos, mientras el coche seguía su trayectoria, dirigido por la fuerza centrífuga de la curva, a toda velocidad. Al instante de tomar esa postura, la noche se hizo aún más densa, cuando los faros del automóvil se apagaron en su primera vuelta de campana.

Después de un giro más ─de ciento ochenta grados─ perdí el conocimiento por unos instantes, y a continuación escuché unas voces, casi imperceptibles, ahogadas de temor, que me llamaban desde fuera del vehículo ¡José, José…! ¿estás bien? Como el coche quedó con las puertas bloqueadas haciendo un brindis a las estrellas y yo, decúbito supino, sobre su techo; no tuve otra opción que deslizarme por la cubierta del mismo, para salir por la ventanilla trasera, ya que me percaté que su luna había saltado por los aires, de una sola pieza, a unos tres metros del resto de la carrocería. Tras salir del coche, por el marco vacío que antes ocupaba el cristal, no quise mirar hacia atrás temiendo lo peor. Finalmente, no me quedó otra opción que hacerlo: al girar la cabeza pude comprobar que, efectivamente, el automóvil estaba hecho un acordeón y, además, con la gasolina derramada por el suelo, pues la tapadera del depósito había botado de su lugar, por el mismo impacto del accidente.

El utilitario, por lo demás, en la inercia de su recorrido, fue parado por el ramaje espeso de un olivo, al que por suerte rozó sin colisionar con él, por el tronco, algo que evitó una colisión aún mayor. De esta manera, una vez más salvé la vida, gracias a Dios, saliendo ileso de aquel trance en el que exclusivamente el coche fue a pagar los platos rotos de mi temeridad con el desguace.

El día que asomé las narices por la puerta de la cocina del restaurante, que fue a la semana siguiente del siniestro, mis compañeros me miraban con cara de sorpresa y admiración, como si estuviesen viendo a un zombi. Después de saludarles y decirles que me encontraba en perfecto estado, me pusieron al corriente de todo lo sucedido durante la noche del fatídico accidente en el que, por cierto, les privé de un baño con bronceado de luna llena en la playa. Uno de los compañeros, mientras aún mantenía la conversación con el resto, desapareció por unos instantes, para buscar (y con ello mostrarme lo aparatoso del accidente) un trozo del ramaje del olivo que encontró en el asiento contiguo al mío, y que extrajo del mismo, como si se tratase de un trofeo, para muéstramelo después. Cuando observé, con atención, el espesor que tenía, pude advertí que aquel día, aparte de salvar yo la vida, se pudo salvar uno de los colegas que optó, finalmente, por viajar en el vehículo del otro compañero. Esta fue una lección más de la vida, de lo vanidosos que somos, pero también de lo ignorantes, a través de la cual entendí, que la subsistencia del hombre es tan inconsistente como las alas de una mariposa o el equilibrio de un niño el primer día que monta en bicicleta. El ser humano piensa que está en el control de las cosas cuando, en realidad, por encima de él, están las leyes de la física y la mecánica que se cumplen inexorablemente siempre, a no ser que las suspenda aquel que las diseñó; hecho poco probable porque estaría actuando de modo caprichoso contra su propio diseño.

No obstante, a pesar de aquel siniestro y antes de que llegase a aquella conclusión, aún habría de cometer algunos pecados más de juventud; sobre todo porque yo seguía en la creencia de que el control de mi vida dependía, cuasi, exclusivamente de mis buenos cálculos y habilidades. La excusa que encontré en ese momento para justificar el accidente, fue la que ya mencioné al principio: que había hecho mal en mirar por el espejo retrovisor una vez que había rebasado a los compañeros con mi coche. De cualquier modo, bien está lo que bien acaba, por gracia de Dios.

  1. MI PRIMERA VIVIENDA

Al presentarme en casa a altas horas de la madrugada, escoltado por dos compañeros de trabajo y con la camisa rasgada por la lluvia de cristales que cayó encima del techo del coche, por el que me deslicé para salir de su interior, mi tía quedó impactada y pocos días después del accidente me insinuó la posibilidad de salir de su vivienda. Sin embargo, antes de su invitación, me sugirió buscar alojamiento en una especie de albergue que alquilaban para inmigrantes extranjeros. Después de meditar todas las opciones posibles, finalmente opté, con los ahorros que tenía y un préstamo del banco, por comprar una vivienda en una pedanía a escasos kilómetros del pueblo de mis tíos. La casa, aunque pequeña, tenía un buen salón con chimenea y disponía de un solar para huerto y jardín. La urbanización estaba formada por una población flotante de barceloneses que se acercaban por allí especialmente en vacaciones y fines de semana. En su mayoría eran personas sencillas, inmigrantes de otras regiones de España que, con el transcurso de los años, a fuerza de ahorrar, habían juntado el dinero suficiente para levantar su segunda vivienda.

Así pues, a falta de vecinos, me hice de un cachorro de pastor alemán con tal de mitigar la soledad; el mismo que, para mi sorpresa, fue creciendo hasta convertirse con el paso de los meses en un feroz e indómito adulto, que tenía que pasear con bozal, cada vez que lo sacaba de casa. Esa fiereza ya impresa en sus genes, se fue incrementando porque tenía que dejarlo solo, en razón de mi trabajo, durante muchas horas expuesto al hostigamiento de los críos del vecindario que, cuando pasaban junto a la casa, aprovechaban para provocarlo arrojándole piedras.

En cierta ocasión alguien me comentó que los perros terminan pareciéndose a sus amos, desconozco si aquel infeliz se parecía a mí, aunque no creo, puesto que yo nunca he mordido, en todo caso he aullado de rabia y de dolor. broma aparte, lo que sí es cierto es que compartió, por el acoso de los críos, mi misma suerte. Tan tocado quedó del ala, en su lid con los chavales, que no se andaba con rodeos para atacar a la mínima que lo provocaban o se sintiese amenazado. Debido a ese carácter agresivo, recuerdo que una tarde en la que procedí a quitarle el bozal para que cogiese aire mientras lo paseaba por los alrededores de la urbanización, no tuve tiempo de reaccionar cuando, en un abrir y cerrar de ojos, alcanzó a un chiguagua con su mandíbula por el lomo, mientras éste se le acercaba por detrás incomodándolo a ladridos. Mi primera reacción fue la de gritarle, pidiendo que soltase al pequeño buscapleitos de sus colmillos; pero viendo que mis órdenes se las pasaba por allí… pasé de las palabras y me tiré al suelo como otro contendiente más, hasta que pude abrir su mandíbula entre una densa nube de polvo, levantada en el rifirrafe por la disputa del cachorro. Finalmente, cuando logré que mi perro soltara su presa, a diferencia de la nube que se forma en las peleas de los dibujos animados (los de mi infancia, ahora no sé), en la que todos terminaban indemnes, en esta hubo sangre, aunque no sé si duelo. El chihuahua, una vez liberado de las fauces de mi pastor alemán, salió corriendo a toda velocidad desangrándose, para ir a refugiarse en el chalé de su dueño. Yo por mi parte, después de observarlo en retirada, hice tres cuartos de lo mismo, en dirección a mi casa, para no entrar en litigio con su amo.

Al enterarse mi madre que quería comprar una vivienda en Cataluña no dudó, tan voluntariosa como siempre, en venir en mí ayuda para prestarse como avalista, por si hiciese falta, en el banco. Entre mi tía, mi madre y yo, fuimos rodando de banco en banco y de Caixa en Caixa hasta dar, por fin, con una entidad de ámbito estatal que hizo confianza en mí. Una vez conseguido el préstamo, mi madre se trasladó conmigo a la que sería mi primera vivienda en propiedad; acompañado, también, de mí primer can. Perro y casa a un mismo tiempo, ¡curioso! porque a pesar de lo mucho que me gustaban los sabuesos, dado que mi madre era reacia a entrar animales en el hogar, nunca pude tener uno en la infancia. Aún conservo ese aprecio por ellos, tan es así, que cuando salgo a hacer deporte por el polígono industrial del pueblo en el que resido ahora, detengo mi paso, sobre todo los fines de semana que están solos, para transmitirles un poco de cariño; no importa que sean perros guardianes, con el tiempo he conseguido amansar a alguna de esas fieras; hasta el punto que ahora, uno de ellos, cuando no detengo mi marcha para rascar su lomo por detrás de la verja que nos separa, me llama la atención insistentemente con sus ladridos.

Fue mi madre la que se encargó de poner nombre a mi perro, lo bautizó con el nombre de Trotski sin darme explicación de la elección de nombre tan significativo: que yo sepa mi madre nunca se declaró comunista. Mi mamá permaneció en mi casa por tres o cuatro meses, hasta que le entró nostalgia del pueblo y del resto de la familia. Después de la marcha de mi madre, mi perro se quedó solo; aunque yo, por mi parte, me quedé solo con mi perro.

  1. LUCES ROSAS MÁS ALLÁ DE LA CARRETERA

Lo que voy a relatar a continuación sucedió antes de que mi mamá regresara al pueblo. Después de dejar la pandilla de mi prima, conocí a un chico divorciado con el que quedaba para salir los fines de semanas; un chico humilde y bonachón, hoy ya difunto (tal vez antes de tiempo a consecuencia de la soledad sufrida por el abandono de su mujer, de su hija y de parte de su familia natural). Su fatalidad la ahogaba en prostíbulos donde mitigaba su dolor y apaciguaba sus deseos. No obstante, a pesar de esos desahogos no estaba exento de sensatez, por lo que calificaba el sexo con prostitutas ─a pesar de que le sacaron todo el capital que tenía─ como una agresión hacia la mujer; en concreto decía que le parecía una violación.

Lo cierto es que pocas cosas enganchan tanto como el sexo y el anhelo de compañía, de lo contrario −según información recogida por Europa Press en el 2015 de fuentes oficiales− no habría unos 1400 locales de prostitución en España controlados por mafias, y según fuentes no oficiales hasta unos 4000, esto sin contar los pisos de cita. El mismo informe concluye que el perfil del usuario ha cambiado muchísimo en los últimos años, con un aumento vertiginoso del número de jóvenes que se acercan a comprar los placeres de la carne, o dicho de modo más explícito, el cuerpo de la mujer. No me cabe la menor duda de que esta degradante conducta es una consecuencia de la frivolidad con que se ha tratado el asunto de la prostitución en nuestra cultura desde tiempo inmemoriales. En cuanto a su aumento exponencial, en la actualidad, hay que decir que se debe a dos fenómenos recientes: en primer lugar, el fácil acceso de la juventud a las múltiples ofertas de sexo y pornografía que se ofertan desde internet y, después, por el endiosamiento que se ha dado, en las últimas décadas, desde los medios de comunicación de masa, a todo lo relacionado con la sexualidad y el realce inconmensurable a la anatomía humana como objeto de deseo. Sin embargo, la raíz profunda de esta visualización, constante, en los medios de comunicación y tecnológicos, de todo lo relacionado con la sexualidad (con los problemas que arrastra de adicciones, enfermedades y trata de mujeres; últimamente también de hombres), se debe a las cifras millonarias que mueve. Capital del que se nutren varios estamentos sociales entre los cuales se encuentran, por un lado, la industria del ocio y del cine; por otro, los medios de comunicación, unas veces haciendo de intermediarios y otras de propagandistas. Luego estarían, a parte de los ya citados, las consabidas mafias que trafican con las personas para explotarlas sexualmente y siempre, como responsables últimos, los gobiernos que como Pilato se lavan las manos: en unos casos porque dicha actividad representa una entrada de divisas para el país y, en otros, porque ayuda a rebajar las cifras de déficit (sumando esta actividad a la contabilidad de PIB).

Siguiendo con el relato autobiográfico, después de este largo comentario sobre la prostitución, vuelvo a retomarlo para decir que mi deseo por esas fechas era agotar todos los recursos hacia un posible reencuentro con mi masculinidad perdida y, con ese propósito, aproveché la amistad de mi amigo el divorciado para que me llevase a uno de los clubs de alterne que él mismo frecuentaba: quería probar de esta manera, sobre terreno abonado, si volvería a sentir atracción por las mujeres, puesto que, hasta entonces, nunca había tenido trato carnal con ninguna de ellas. Así quedamos, tras acordar una fecha y una hora para hacernos presente en uno de locales que él más frecuentaba, cuando recién había cumplido los veinte ocho años.

El día fijado llegó y, una vez salimos a carretera, tras dejar atrás Vilafranca del Penedés, nos apartamos −en una noche desapacible de penetrado invierno− hacia un camino que se iba dibujando en tierra, a medida que los potentes faros de su coche lo iban alumbrando. Más allá de los haces de luz que emitían los focos del vehículo, sólo se vislumbraba, en el suspendido horizonte carnal, unas cuantas luces de neón titilantes, de rosa pálido, desgastadas por la ininterrumpida oferta horaria del burdel. La concupiscencia por lo que sé, y he experimentado luego en propia carne, no tiene horario; al menos en los varones.

Poco minutos después de adentrarnos, lentamente, por aquel camino polvoriento, aterricé −un tanto encogido por el miedo del neófito− en el local con mi colega. Al traspasar la puerta del prostíbulo tuve la misma sensación temblorosa que sentí en las piernas, a la edad de diecisiete años, cuando tomé en ayunas un par de cervezas por primera vez. Una vez dentro del local, avanzamos hasta la barra del burdel donde mi amigo entabló conversación con el camarero, mientras que yo asentía a sus palabras sin saber muy bien dónde dirigir la mirada. Me coloqué de perfil e intenté no moverme mucho con tal de pasar inadvertido. Aun así, la estrategia no me funcionó, pues como dicen en Cataluña el «negoci es el negoci» y las chicas andaban atentas a todo lo que se movía, especialmente a lo que estaba por estrenar para aumentar su clientela.

En aquel estado de inseguridad, no bien habían pasado cinco minutos, cuando se me acercó una de las meretrices con el pretexto de que la invitase a una copa. Trago que me costó, por cierto, casi tanto como el resto del servicio: en este tipo de negocio, más que en ningún otro, como pude comprobar más tarde la cartera va por delante. La señorita que se acercó a mí era una chica entrada en años, con demasiados kilos de sobrepeso, por la que no sentí ningún deseo carnal en principio; máxime teniendo en cuenta que siempre me habían atraído sexualmente personas jóvenes y compensadas en lo físico. No obstante, me pareció que sería hacerle un desaire rechazar su ofrecimiento a consecuencia de su obesidad. Por cierto, no sé qué me llevó a pensar de este modo si tenía que pagar por el experimento. ¡Bueno, en realidad sí lo sé! fue debido a mis convicciones morales: no quería hacerla de menos. Parece de chiste, pero hasta en los burdeles se pueden tener convicciones honestas: sería por eso mismo, por lo que Jesús afirmó que algunas rameras nos llevarían a los demás la delantera en el Reino de los Cielos. Y debe ser así, porque no hay historia personal, ni oficio bajo, sin aristas sangrantes.

Después de subir por una escalera conducido por la chica y yendo ésta unos peldaños por delante de mí (creo que apropósito) haciendo gala de su orondo trasero, embutida en unos shorts ajustados; entramos en la habitación donde, mutuamente, nos lavamos nuestras partes íntimas, por indicación de la misma concubina. A decir verdad, la sensación me agradó sorprendentemente, algo que no sucedió, en cambio, cuando pasé a copular con ella. Creo que al fiasco contribuyó lo cortado que me sentía por ser aquella mi primera vez; aunque no sólo eso, otro de los motivos tuvo que ver con la situación calculada y fría de llevar a término el acto sexual sin ningún tipo de afecto de por medio; máxime en este caso que lo utilicé como un experimento cuasi de laboratorio.

Me sinceré con la chica y después de contarle el motivo que me llevó allí, consumé el acto sexual sin ningún problema. No obstante, por lo expresado anteriormente, la experiencia, aunque consumada, no supuso para mí mucho más que una masturbación a solas. Nuevamente me equivoqué al poner ciertas expectativas en esta tentativa, sobre todo tratándose, a fin de cuentas, de un intercambio mercantil. Así pues, no había culminado bien la tarea cuando la chica, aceleradamente, ya me estaba exigiendo el pago por la venta de su cuerpo: supongo que para salir corriendo en busca de otro cliente que fuese al grano y no la entretuviese con historias personales como yo.

La jornada aún me depararía otra situación comprometida, puesto que, al llegar a casa, me encontré a mi madre desvelada, con el ceño fruncido, para reprocharme, nada más entrar por la puerta y sin apenas mirarme a la cara, el hecho haber ido a lugar tan repulsivo. No quise indagar en esa ocasión, tratándose de lo que se trataba, como pudo intuir el sitio del que procedía sin ni siquiera observarme detenidamente. Años después descubrí, cuando estaba rozando la ancianidad, que podía leer mi pensamiento con total nitidez; la explicación que me dio por entonces, al preguntarle por su penetración mental, fue que las visiones le venían a través de los sueños. Lo cierto es que, por mi parte, siempre tuve la sensación de que el cordón umbilical nunca se cortó de todo con ella.

Con este enésimo intento para aclarar mi tendencia sexual, se iban agotando todas las salidas para aceptar lo obvio: la homosexualidad se había adherido a mi persona, con la misma fuerza y contundencia que, en mi más tierna infancia y juventud había vivido varonilmente desde mi condición masculina. Curiosamente en mí, al contrario de lo que dicen otros hombres, nunca me sentí bisexual, es decir, nunca sentí atracción por hombres y mujeres al mismo tiempo, sino que cuando aparecieron los deseos homosexuales quedaron enterrados los heterosexuales. Tampoco es que haya tenido muchas experiencias con chicas, el hecho es que, en un momento dado, me cansé de esperar dicha oportunidad y terminé claudicando.

  1. ¿SER, O IMAGINAR? ¿LAMENTE CONDUCTORA O CONDUCIDA?

Ese desajuste en la sexualidad entre lo biológico y lo mental, que ha colocado a muchos hombres y mujeres ante una encrucijada de difícil salida como a mí, se corresponde, en la mayoría de los casos, con la racionalización (especulación psicológica) que se ha dado de todo lo que tiene que ver con la sexualidad en occidente. La causa, principal, se debe al hecho de haber desligado la sexualidad de su fin; es decir, de la procreación y la complementariedad entre hombre y mujer. Complementariedad que no se puede dar entre iguales, porque la genética (el sexo biológico) es un hecho real en la persona que impregna todo su ser, y no un producto de la imaginación, de los traumas, de la educación (como nos quieren hacer ver ahora) o de un sentimiento de admiración que puede trasmutar en atracción hacia el mismo sexo por presiones del ambiente o diferentes procesos subjetivos. El problema surge cuando todo lo relacionado con la sexualidad se ha focalizado, obsesiva y enfermizamente, en la satisfacción personal y el placer que se desprende del mismo acto, por un lado, y en identificar, por otro, la atracción sexual del individuo, con el mismo ser de la persona; con su identidad. Una persona no puede remitir su identidad a un solo área de su vida porque se mutila a sí mismo y se empobrece: yo soy mucho más que mi pulsión sexual, mi profesión, mi paternidad, mi imagen, mi ideología, o mi nacionalidad, ni siquiera soy un compendio de todas ellas, porque el hombre puede cambiar de idea, de opinión, de nacionalidad, etc. Es por esto que hay gente que pierde su equilibrio emocional, cayendo en una profunda crisis, cuando pierden una de esas áreas con las que identificaron todo su ser, al igual que pasa cuando se sienten defraudados por algo o por alguien que creyeron seria la razón de sus vidas. Les pasas a algunas personas cuando se jubilan; también a otros en el momento en que pierden a su pareja o a un ser querido; así mismo a las madres, toda vez que sus hijos salen de casa para emanciparse (síndrome de nido vacío). Sin exagerar, puedo decir que he visto, debido a la profesión que ejercí durante muchos años, a personas morir o abandonarse al poco tiempo de fallarles una de esas muletas donde habían puesto todo su ser. Por lo comentado se deduce pues, que no podemos convertir una actividad, una faceta de nuestra vida, una persona, una ideología o un modo de autopercibirse, como su identidad, su razón de ser, o el fin por el que vivir: primero porque nos anulamos en caso de que esa faceta, esa persona, o ese algo nos falle, segundo porque corremos el riesgo de que esa imagen de nosotros mismos sea una proyección falsa o idealizada de nuestra mente, y segundo porque nos limitamos y empobrecemos como personas abriéndonos al conocimiento real de nosotros mismos.

Si algo está claro incluso para los científicos es que el ser humano como toda la creación no existe desde siempre; es decir, tiene un comienzo y, parece que se encamina a un final, si el hombre no se ha dado el ser a sí mismo, es porque anteriormente a él, hay alguien, una inteligencia ─para nosotros los creyentes el Dios de la revelación y de la historia─ que le ha dado ese ser al hombre y con él su verdadera identidad. Y la Escritura nos aclara, que, en el orden de las cosas creadas, la Identidad que Dios ha dado al ser humano es la de ser imagen (imagen de Dios) y semejanza suya: (Genesis 1, 27) «Creó, pues, Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó». Identidad, por tanto, que encontramos en Jesús, porque al hacerse hombre siendo Dios, podemos también saber como es Dios y como debemos plasmar su imagen en nosotros. Y el modo de ser de Jesucristo, su modo de actuar y sus palabras han llegado hasta nosotros por los evangelios, por los hechos de los apóstoles y por las mismas cartas que los discípulos de Jesucristo enviaron a las primeras comunidades cristianas, recopilados todos ellos en los textos del Nuevo Testamento.

Así, pues, lo verdaderamente importante es alcanzar la libertad, fuera de todo apego terrenal, o falsa imagen, que nos impida seguir avanzando para plasmar la imagen de Dios en nosotros, porque de Él venimos y hacia Él nos proyectamos para alcanzar la plenitud, la perfección de Dios y la Vida Eterna, vida que se prolonga más allá de la muerte corporal, porque como Jesucristo resucito, así lo haremos nosotros por su mismo triunfo sobre la muerte y el pecado, pero que ninguno de ellos pudo acabar él, muerte de cruz y redención. Parece que ni el Diablo ni los hombres tomaron enserio la Palabra de Dios que siglo antes anunciaba esto mismo en (1 Samuel 2, 6) Dios es el dueño de la vida y de la muerte. también lo hacía por boca de Rey Davide en el salmo 16, 10: Pues tú no abandonarás mi alma en el Seol, ni permitirás a tu Santo ver corrupción.

Por lo ya expresado abramos nuestra mente y vivamos, no de cosas externas o superficiales que nos roban la paz, sino desde el corazón de Dios, poniendo en juego los talentos que hemos recibimos gratuitamente de Él, porque de lo contrario, o bien se pierden sin ser aprovechados de nadie, o se acaban convirtiendo, por otro lado, en la causa de nuestra propia destrucción por identificarnos con ellos, siendo nosotros más grande que los mismos, pues la imagen de Dios en nosotros es para siempre, los dones en cambio son temporales y limitados.

Tenemos, pues, que tener una mente analítica muy bien formada para no caer en tantísima trampa como nos tiende el ego, por una parte, y la psicología y el pensamiento de moda, por otra; los cuales, con su poder persuasivo, tratan de identificarnos con aquello que nos venden, anulando así nuestra capacidad de elección; es decir, nuestra libertad y, de paso, nuestro verdadero yo. Unos nos venden paraísos terrenales inexistentes; otros, placeres ilimitados; otros, loterías y apuestas que nos quitan del trabajo; están los que nos venden lujos y bienes de consumo “imprescindibles”, etc. Faltan, en cambio, los maestros al estilo de Jesús, que nos muestren la realidad tal cual es, y nos hagan atravesar por ella, en ocasiones a través de la cruz (sujetando el deseo), para llevarnos a la libertad del dominio propio, y al mismo amor desinteresado de Jesús, el único que es Vida para el mundo.

En conclusión: no deberíamos confundir los términos “ser” con “realidad”, ya que el primero es inmutable, lo posee todo hombre o mujer en su propia naturaleza humana, y correspondería al modelo en origen; mientras que el segundo, realidad, son los añadidos que se van adhiriendo al modelo en origen, bien por un error de la naturaleza, bien como consecuencia de influencias posteriores, en ocasiones incluso desde el mismo seno materno; es decir por la presión y las influencias del entorno donde te desarrollas: la familia, la cultura, los amigos, los medios, etc., (las circunstancias que diría Ortega y Gasset). Lo importante sería entonces, tener claro, que corresponde al Ser o al Yo, y que a las influencias que el Ser recibe externamente, como las ya descritas, para que el primero no quede catapultado por el segundo, conformando una realidad cuasi totalmente ajena al propio modelo original. Así, pues, por debajo de todas las imágenes que nos apropiamos con las que nos identificamos, sin las cuales parece que no podríamos vivir, subyace el Ser, el Yo verdadero que soporta dichas imágenes unas veces por propia voluntad y otras como fruto del engaño. De este modo cuando decimos Yo siento, Yo leo, Yo soy empresario, Yo soy profesor, Yo soy médico, Yo soy madridista, Yo soy homosexual; es el Yo (el Ser, lo genuino) el que subyace y prevalece por debajo de todas esas identidades, que proyectamos de nosotros mismos, con las cuales nos identificamos. Apropiaciones de las que podemos prescindir si logramos desentrañar qué hay de yuxtapuesto sobre nuestro propio Ser en origen. De hecho, hay profesores que no ejercen su carrera y no dejan por ello de existir, de perpetuarse, de trascenderse y de ser, y lo que comento de los profesores sirve, igualmente, para cualquier otra imagen personal o profesional con la que nos identifiquemos por encima del Ser. De esta manera, independientemente del modo en que yo me perciba y me muestre a los demás, existe una realidad superior, el Yo no cambiante, que, en no pocas ocasiones, se ha apropiado de alguna de esas imágenes para sentirse aceptado, reconocido o seguro, aunque el mismo individuo ni siquiera sea consciente de ello.

Estas falsas identidades que el yo asume como imprescindibles y parte del yo verdadero, en realidad no dejan de ser polvo del camino del que se puede prescindir, si así uno lo ve necesario, con deseo de cambio, con ayuda externa, introspección y voluntad. Tarea difícil porque todo cambio entraña, sinceridad para con uno mismo, desaprendizaje y esfuerzo; es decir, morir a cuantas seguridades y defensas hemos creado en torno nuestro, por un lado y, por otro, cancelar hábitos de conduta que, en la mayoría de los casos, crean automatismos, cuando no, adicciones difíciles de soltar.

Haciendo una analogía en el terreno de la medicina corporal, para liberar la psiquis de la realidad yuxtapuesta al yo, sería como eliminar una infección en el cuerpo; primero habría que descubrir el órgano afectado, si la dolencia estuviese focalizada, después mediante diferentes análisis, sangre, orina, heces, ect., determinar de qué tipo de infección se trata; y, posteriormente, atajarla con la medicación adecuada, o con intervención quirúrgica -según la gravedad del caso- si fuese necesario. Por ende, no es cuestión de una receta mágica igual para todos, sino de un estudio personalizado y pormenorizado del individuo. Más aún en el caso de la mente, en el que intervienen procesos muy complejos y entrelazados, ocultos en muchas ocasiones hasta para el propio individuo en su inconsciente.

Todos, en realidad deberíamos analizar si llevamos alguna mascara (aunque solo fuese por un ejercicio de higiene mental o de autoconocimiento), la causa que opera detrás de la imagen con las que me presento ante los demás y con la que me he identificado, tratando así de contrarrestar mi vació existencial, mis inseguridades, mis traumas y mis miedos; en definitiva, el vacío de Dios en mí, que como creador es el que conoce mi verdadera y genuina identidad.

De modo parecido sucede si trasladamos lo individual a lo social, miremos sino en el pasado, en la historia del hombre, para comprobar de este modo la inconsistencia de su pensamiento a través de las diferentes culturas que lo han ido conformando. Es decir, de qué manera el ser humano ha ido abriéndose a nuevos paradigmas, muchos de ellos sin base real, fruto de la más pura especulación, por los cuales se ha ido “transformando” la sociedad y no siempre para bien. Así vemos como, a mayor progreso mayor número de depresiones, corrupción, asesinatos, suicidios, infanticidios, etc., En cuanto al paradigma cultural, por poner solo un ejemplo, las personas mayores, en pocas décadas, han sido relegadas del primer lugar que ocupaban en la sociedad ─donde estas regían los destinos familiares en siglos anteriores─ al último; no solo para a ser ignoradas, sino para autoconvencerlas que su mejor destino es la eutanasia: eufemismo para enmascarar que la vida a dejado de considerarse un valor en sí misma digna de defender hasta su extinción, sino en una mercancía más de redito electoral y económico.

  1. LIBERACIÓN Y CADENAS: la primera experiencia sexual con un varón

Desde el día que opté por aceptarme en mi atracción hacia las personas del mismo sexo se produjeron dos fenómenos paralelos: uno positivo, que hizo que la depresión se me esfumase ─casi al instante─ como el rocío al calor de los primeros rayos del sol; y otro negativo, las consecuencias de entregarme, de darme por vencido; es decir, el aceptar, finalmente, la personalidad que otros habían ido modelando en mí, con el paso de los años, a través del insulto, la calumnia y demás reveses que ya expuse. De algún modo asumí, interioricé e integré, con esa aceptación en mi inconsciente, los sentimientos, la idiosincrasia y la conducta que la sociedad atribuía por entonces a los homosexuales: entre esas etiquetas destacaría la que los señalaba por su debilidad de carácter; que sería el que, a la postre, más daño me causaría a la hora de relacionarme con las personas. Un engaño más de los muchos a los que nos tienen acostumbrados los estereotipos, puesto que posteriormente, pude comprobar en mi trato, diario, con otros hombres, que muchos de ellos, presumiendo de varoniles, dejan mucho que desear en ese sentido. Si en realidad son todo lo hombres que proclaman de sí mismos, lo serán exclusivamente en cuanto a sementales y a dar golpes sobre la mesa; pero esta característica no es, precisamente, la que los diferenciaría en su realidad varonil del resto de la fauna animal.

Este carácter débil y timorato que se les atribuía a las personas con AMS, no era nuevo en mí, venía ya de largo; prácticamente desde que sufrí el encontronazo con el superior en el Seminario, al descubrirme a mí mismo sin salidas (y de eso hacía ya siete años). Lo que ahora empezaba a asimilar, erróneamente, en mi psiquis y de modo inconsciente, era que esas etiquetas que iban ligadas al homosexualismo, me acompañarían, a modo de defecto congénito, para el resto de la vida, al asumir la atracción por las personas de mí mismo sexo. En aquel momento no encontré otro horizonte para encauzar dicha atracción: no conocía grupos o personas que ayudasen, como hay ahora, a sanar las heridas interiores para no tomar la única salida que por entonces conocía. Tampoco se dio otro escenario posible, quiero decir una amistad profunda y espontánea con una chica que me complementase y pusiese en alza mi masculinidad. De hecho, al tiempo, cuando mantuve relaciones con hombres, mi modo de expresar la sexual cambiaba de modo inconsciente dependiendo de que estos viniesen envueltos en un rol más o menos afeminado.

Fue así como, a falta de recursos, perspectiva o un cauce para encontrarme con mi yo real, elegí el camino de la rendición; el camino que me había impuesto la sociedad por un lado y la cultura del momento por otro: un modo de ser −gay− que para nada tenía que ver con mi naturaleza masculina; la misma que experimenté durante mi infancia y adolescencia.

La vocación primera a la que está llamado todo hombre o mujer, por el hecho de serlo, es encontrar su yo real y restaurar, si así lo cree conveniente, el Ser en Origen que subyace en él, anterior a que este fuese expuesto con el paso del tiempo, al deterioro en las relaciones con sus semejantes, y quien sabe si a otras influencias, no determinantes, hormonales y emocionales, en el mismo proceso de gestación. De este modo tendríamos que preguntarnos ¿Cómo puedo decir que soy libre cuando desconozco lo que soy; prescindo de mi capacidad analítica; me encierro en una sola visión de la realidad, la que me impone la cultura del momento; y me someto como borrego manso a lo que otros han decidido por mí mismo? ¿De qué modo podemos saber hacia dónde caminamos, sino sabemos, antes, quiénes somos y quiénes o qué circunstancias nos modelaron? Cuán lejos ha quedado, pues, la cultura actual de aquel aforismo griego atribuido a Sócrates que dice: «conócete a ti mismo». Si necesariamente tenemos que ser lo que sentimos que los depresivos cultiven su tristeza hasta el suicidio, los violentos su ira hasta asesinar, los narcisistas su ego, los tiranos el exterminio de sus opositores y de su pueblo, los resentidos su odio, los anoréxicos su gordura y los avaros que se queden con el mundo. Francis Bacon dijo: «Quien no quiere pensar es un fanático; quien no puede pensar, es un idiota; quien no osa pensar es un cobarde». Yo iría aún más lejos, no se trata sólo de pensar (porque en el pensar también va el autoengaño), sino de contrastar opiniones, cuestionarlas y analizarlas a la luz de todos los medios y herramientas que tengamos disponibles (la ciencia, la lógica, la realidad empírica, la conciencia, la historia, la revelación y la propia experiencia, la ley natural). Como diría Chesterton: El hombre está hecho para dudar de sí mismo, no para dudar de la verdad; y hoy se han invertido los términos”.

Una vez asumida la homosexualidad, y resuelto a mantener relaciones sexuales con otros hombres, ni siquiera salí en busca de esa primera experiencia, dado que, como se suele decir, me la brindaron en bandeja. Sucedió aproximadamente a la edad de veintinueve años en una discoteca, lugar que solía frecuentar y donde solían hacer parada algún conocido. Ese día no me encontré con nadie, lo que me llevo a aislarme en un rincón del local, donde había un sofá blanco en el cual me embuché, mientras ahogaba mi soledad y tristeza con un cubata. Así permanecí por un buen tiempo cuando ya apunto de marcharme, se me acercó un chico algo más joven que yo, un tanto demacrado, aunque de cuerpo atlético, para soltarme, a continuación, una sarta de historias personales con fin a seducirme. De buen grado acepté su proposición, movido antes por mi deseo de experimentar en ese terreno que por su elocuencia.

Con toda sinceridad he de hacer constar ─pues de lo contrario no estaría escribiendo esta autobiografía─ que esa primera vez fue la única que disfruté de un encuentro sexual con otro hombre casi al completo; posiblemente a consecuencia del agotamiento mental al que me había conducido el estar por tantos años intentando derribar las murallas de un castillo, sin más herramientas que mis propias manos. Y para que así ocurriese se unieron custro factores: en primer lugar porque rompía con mis deseos reprimidos durante muchos; después, porque dejaba de nadar contra la corriente de moda: desde todas las tribunas públicas aseguraban que ese era el camino para la felicidad y la autorrealización; en tercer lugar, porque no provenía de un acto forzado contra mi voluntad; y en cuarto y último, porque pensé que con dicha experiencia acababa de abrir una puerta para el amor y, al mismo tiempo, para relacionarme con personas a las cuales no tendría que fingir una atracción sexual que hacía tiempo había dejado de seducirme.

Haciendo memoria de este pasaje de mi vida, en concreto, ha habido algo que me ha sorprendido y que hasta ahora no había reparado en ello, y es que la mayoría de relaciones entre personas del mismo sexo, algo no habitual entre personas heterosexuales, al menos en la década de los 80, comenzaba desde el primer momento con un encuentro sexual; si te gustaba la persona, claro está.

A partir de mi aceptación orienté mi vida en atajar las flechas que cupido quisiera dirigirme: tarea que después hallé infructuosa durante los años que deambulé en ambientes gay o buscando una relación formal por internet. Así sucedía porque lo que se respiraba en ese ambiente era desinterés por comprometerse con alguien y una búsqueda insaciable del placer por el placer en la gran mayoría de colegas, algo a lo que sucumbí yo también, finalmente. Falta de compromiso y de entrega, que se ha trasladado en estos últimos tiempos también al mundo heterosexual según voy observando, por la cultura nihilista del relativismo (con el hedonismo como una de sus máximas expresiones), entre otros motivos por la inconmensurable predica que se ha dado, desde la tribuna pública, a favor del deseo y el goce sin límite de los sentidos, y el culto o endiosamiento al físico y la fachada de la persona.

De este modo, pues, nos vendieron y nos siguen ofreciendo la potranca de que el amor se termina cuando se apaga la llama de la atracción sexual o del deseo, ocultando, en cambio, que el verdadero amor es aquel que permanece en los buenos tiempos y en los malos, en la salud y en la enfermedad, en la bonanza y en la escasez; aquel que va más allá del físico, que plantea metas y retos en común; aquel que ante la adversidad, no se achica ni se desmorona, sino que se crece; porque el amor se construye, se empeña y se trabaja cada día desde la voluntad y desde el esfuerzo con la palabra empeñada y con la decisión de perdonar y seguir donándose. El amor, es aquel que, extinguida la llama del deseo, se trasciende en fidelidad hacia la pareja y ayuda mutua, en buscar por encima del placer personal la integridad y estabilidad de los hijos, de la sociedad y, por encima de todo, de imitar la entrega y el amor de Jesús, que se dio a sí mismo por el bien y la salvación de todas las personas.

Más allá de la disertación filosófica y moral, yo, por mi parte, al inicio de adentrarme en la práctica homosexual no podía entender el sexo desligado del amor. Si me había aceptado con mis sentimientos homosexuales no iba, ahora, a seguir llevando una doble vida para sacrificar una relación de pareja: esto siempre y cuando Cupido me brindase esa oportunidad. Creía que la “autorrealización” −palabra que estaba muy en boga por entonces− me vendría por llevar a la práctica lo que estaba latente en mis sentimientos: así lo enseñaban, como ya he mencionado, los voceros y gurús de la época. Vocablo (autorrealización) que, dicho sea de paso, no deja de ser una falacia; unas de las mayores mentiras del siglo XX, pregonada desde la psicología y la literatura de la época. Sin embargo, en muy poco tiempo pasé de la euforia a la decepción por la superficialidad, la falta de compromiso y la clandestinidad en la que confluyen, por lo general, buena parte de las relaciones homosexuales. De este modo, cuando comprobé que el joven que me sedujo, en mi primera experiencia homosexual, solamente buscaba, de tarde en tarde, un desahogo para descargar su apetito sexual en mis carnes, tomé la decisión de cortar esa relación y esperar tiempos mejores. Al sentirme defraudado en esta primera experiencia, no hice nada por buscar otra relación precipitadamente. Aunque ahora la depresión, eso sí, se había esfumado al aceptar lo que mayoritariamente se estaba pregonado desde todos los altavoces; es decir, que la homosexualidad era una condición irreversible, y no solo eso, sino digna de alentar y extender.

Por lo demás, con la aceptación de la AMS asumí, inconscientemente, como ya dije, los clichés que identificaban la homosexualidad con un estilo de vida; con un modo de ser y actuar, que me llevaron a distanciarme de los heterosexuales, para adentrarme por una pendiente que se deslizó, posteriormente, hacia un abismo de difícil retorno.

Quiero matizar, a esta altura de la autobiografía, que mi experiencia no la hago extensible a todos los varones con AMS, aunque si alguno se siente identificado con la misma, bien venido sea al club y si no, antes de emitir un juicio, que termine el relato de mi autobiografía, que indague a fondo en otras fuentes de pensamiento que no sean las mayorías y analice afondo sus argumentos, sin cerrarse a nada, y finalmente que sea un buen observador analítico de la misma realidad homosexual que le rodea sin miedo y sin justificaciones.

  1. EL TALISMÁN DE LA AUTORREALIZACIÓN Y LA AUTOESTIMA

Abro un paréntesis para no pasar por alto estas dos palabras tan en boga años atrás, las cuales he mencionado anteriormente en varias ocasiones. Ambas suenan bien, pero a la vez encierran un significado engañoso sino tenemos en cuenta la misma realidad humana. Solo hay que echar una mirada somera, en la propia naturaleza de uno, para constatar que el hombre, de entre todos los animales, es uno de los más dependientes y necesitados del resto de sus congéneres para sobrevivir. Tal necesidad tiene el hombre de interactuar y entrar en relación con otros, que muy pocas personas, aunque sea de modo virtual, podrían pasar hoy sin un ordenador, un móvil o cualquier otro medio de comunicación. Todos, sin excepción, sentimos la necesidad del contacto familiar, del grupo, del amigo, y cuando nos aislamos es por un período corto de tiempo o por enfermedad. No solo necesitamos el contacto físico, sino que al mismo tiempo necesitamos continuamente intercambiar ideas, bienes de consumo, o herramientas de conocimiento y de trabajo. Ya en su misma corporeidad y comportamiento, tanto hombre como mujer, manifiestan rasgos diferenciales muy definidos, que hacen que se busquen mutuamente para complementar sus polaridades. Los jóvenes, sin ir más lejos, cuanto más libres e independientes se creen, más buscan el grupo de amigos para afirmar, contradictoriamente, su singularidad e independencia; buena muestra de ello la tenemos en su adhesión, incondicional, a la moda; a un estilo musical; o a un líder. Suele pasar, igualmente, con los matrimonios y parejas que se rompen, que no bien se han separado, cuando ya están buscando uno de los cónyuges, si no los dos, a otra persona para unirse a ella casi a la desesperada. Queda claro pues, que las personas por su condición limitada y apego afectivo nunca somos lo necesariamente autosuficientes para retroalimentarnos y poder decir, de este modo, que somos el producto de nosotros mismos.

Solamente Dios, es autosuficiente en sí mismo, y no necesita de nada creado para subsistir, y si busca la relación con el hombre, no es por necesidad sino por amor de dar y regalarse. Sin embargo, el hombre posmoderno, perplejo en su misma sabiduría por el avance de la ciencia y la tecnología, se olvidó que es menos que una mota de polvo suspendida en el universo de Dios, su creador. Esta seguridad le vino, en parte, por el cambio de hábitat (ya no depende exclusivamente de la climatología y de la caza para la supervivencia como mientras vivió en grupos reducidos de población); ahora no se ve débil o amenazado en la fragilidad de una tienda, de un chozo de paja o una cueva y expuesto, por otro lado, a las embestidas y depredación de animales salvajes como lo estuvieron nuestros antepasados. Por otro lado, los víveres para alimentarse los tiene en cualquier momento al alcance de su mano y desconoce, de este modo, la relación que estos guardan con la tierra, las plagas, el trabajo del hombre y la climatología. De la misma manera, por vivir al resguardo de bloques de ladrillos y hormigón, han perdido la verdadera dimensión de su frágil corporeidad con respecto al espacio cósmico que ocupa. Este hombre autocomplaciente y encerrado en sus fantasías, pocas veces, tal vez ninguna, se ha encontrado solo y desamparado ante los fenómenos incontrolables que la naturaleza despliega. Solamente un tsunami, un gran terremoto o la fuerza de un potente huracán le recordará, mientras la noticia permanece en los informativos, que el hombre no tiene el control de su vida y, por consiguiente, lo dependiente que es de sus congéneres y del Dios que creó ese mismo universo. (Mateo 8, 25-26) Llegándose a Él, lo despertaron, diciendo: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!” Jesús les dijo: ¿A qué viene ese miedo? ¿Por qué es tan débil vuestra fe? Entonces se levantó, increpó a los vientos y al lago y todo quedó en calma.

De lo ya comentado me surge en este momento una pregunta ¿cómo puede autorrealizarse una persona cuando ya desde su nacimiento hasta su muerte necesita del concurso de sus semejantes y de unas condiciones, lo suficientemente favorables, para seguir con vida y llevar a cabo sus sueños y proyectos?

La «autoestima» fue otra de las palabras de moda por los ochenta, y los noventa. Lo que pasó con esta palabra es que se la apropió todo el mundo como coartada en beneficio propio, lo que hizo de la misma un talismán. Y si bien todos tenemos que tener una estima suficiente o un amor suficiente hacia nosotros mismos, los psicólogos no deberían olvidar nunca, para que las relaciones sean fructíferas, que tan importante como el Yo es su antónimo, el Tú. No solo por lo dependiente que es el hombre del resto de sus congéneres en sus necesidades básicas, sino porque está vinculado a los otros, igualmente, a través de los afectos, de los sentimientos y de las emociones. Así pues, nada hay tan nefasto para la humanidad como una persona que, con la excusa de amarse a sí misma, olvide que no es una isla, el espacio que ocupa en el corazón y supervivencia del otro o de los otros; que al igual que él, también sufre, siente, se fatiga, se equivoca, tiene días nefastos, y por encimade todo, que en las relaciones siempre hay que ceder algo de uno mismo. Por tanto, que amarse a uno mismo no es hacer en cada momento lo que me apetezca, sino lo que conviene (y como dice el aforismo: no desees para los demás lo que no quieras para ti). El ego es una bomba en el corazón de cada persona, mediante la cual, se han activado y puesto en movimiento todas las guerras que en el mundo han sido y están por venir: las guerras entre naciones, pero también las guerras personales en el entorno más próximo.

  1. LA JUVENTUD CON SUS RIESGOS, a salvo de unos pandilleros

Mientras esperaba, sosegadamente, acontecimientos más acordes con mi modo de entender la atracción por los hombres (sin desligar sexo de amor), seguía con las amistades habituales y ¡cómo no…! cometiendo los excesos propios de la juventud; en mí caso, aquellos que tenían que ver especialmente con ejercicios de riesgos. Empero, estos juegos no dejaban de enmascarar, sin yo saberlo, las muchas insatisfacciones personales y los grandes vacíos existenciales que albergaba mi corazón. Ese vértigo que produce el vacío interior y la insatisfacción a la que lleva el estar fuera del común de los mortales, lo intentaba contrarrestar llamando la atención de los amigos buscando su consideración hacia mí, por un lado y, por otro, buscando un subidón de adrenalina que me hiciese sentir vivo rozando los límites de la sensatez, de mi cuerpo y de la física. Por lo dicho, unas veces me adentré a nado, más allá de lo aconsejable, en el mar; otras atravesé, a brazadas, el ancho de uno de los pantanos en mi tierra. Con el mismo afán, hice equilibrios andando sobres muros de castillos semiderruidos, con la bicicleta de montaña bajadas por pendientes a toda velocidad, y con el automóvil carreras en las autovías con otros usuarios.

Por lo demás, mi vida después de la primera experiencia sexual, entró en una monotonía que no fue alterada, ni tan siquiera, por las olimpiadas del 92 debido, principalmente, a mi prolongada jornada laboral. Por entonces tenía un contrato de trabajo indefinido, la depresión se había diluido como señalé, aunque no así el insomnio, la baja consideración hacia mí mismo, la tristeza y los miedos paralizantes ante las personas y los retos.

Mi modo de proceder, a pesar de acetar la atracción por las personas de mí mismo sexo, no había cambiado mucho, mis amigos seguían siendo heterosexuales, por lo que aún guardaba en secreto mi inclinación sexual (entendiendo que la misma pertenecía al ámbito de mi privacidad exclusivamente). No obstante, ya estaba lo suficientemente maduro para no avergonzarme de ello ─o al menos eso creía─ en el supuesto que tuviese que enfrentar esa cuestión públicamente más adelante. Por otro lado, mis días en Cataluña estaban llegando al final de su recorrido; pues, cuando no lo esperaba, me ofrecieron un trabajo más cualificado que el que en ese momento tenía en mi pueblo natal.

Días antes de dejar Cataluña, de regreso al pueblo que me vio nacer, parece que la mano de Dios, una vez más, se ponía de mi lado. Sucedió en fin de semana. Por lo general siempre iba a una de las discotecas que solían frecuentar mis amigos. Como el horario de hostelería va en función de la clientela que haya y de lo que se espacien, por otro lado, los clientes en la comida; aquella noche, por las razones que acabo de señalar, mi jornada laboral concluyó más tarde de lo acostumbrado. Al llegar a la discoteca en la que solía encontrar a mi mejor amigo, una de las camareras me llamó la atención para hacerme saber, que a Martín lo habían asaltado unos pandilleros dejándolo mal herido y con múltiples contusiones a la salida del local. Lamentablemente no estuve allí para ayudarlo, aunque de poco le hubiese servido, pues, por lo que me comentó semanas más tarde, fueron unos siete chicos los que, con saña, se emplearon a patadas y puñetazos contra él.

De este modo Dios me iba protegiendo y conduciendo a su destino a pesar de que, en más de una ocasión, me vi solo por las discotecas de la zona; alguna de ellas, incluso, de mala reputación. Si llegaba un poco tarde, al sitio de encuentro acordado la semana anterior, no paraban allí ya los amigos porque solían hacer un recorrido por diferentes sitios de copas a lo largo de la noche (tengo que hacer una observación, por entonces los móviles aún no habían llegado a la mayoría de la población).

De hecho, tuve más suerte que Martín, porque en una de esas salidas nocturnas, yendo solo, se me acercó un chaval rodeado de su pandilla buscando pelea. Al final, la sangre no llegó al río puesto que, haciendo uso de psicología, pude reconducir la situación: lo persuadí con palabras y gestos de que era mejor continuar la fiesta que salir a puntapiés expulsados por la seguridad privada del local. El mal entendido vino porque los chavales pensaron, por mi modo de bailar, frenético y desinhibido, que pretendía impresionar a sus chicas para ligarme a alguna de ellas. Como se puede inferir por el relato, una situación nada original en la que el instinto animal (nos sé bien, si de macho alfa) iba un paso por delante de la capacidad de diálogo y razonamiento. Después de salvar con un poco de pericia el entuerto, caí bien a la colla de chicos y terminé haciendo un corro con ellos, cogido por los hombros, dando brincos y patadas al aire, al impulso de la música techno que el disc-jockey tenía pinchada en ese momento.

Antes de pasar a describir la nueva etapa que viviría con mi vuelta al pueblo de nacimiento, tengo que decir que mi estancia en Cataluña, en términos generales, la calificaría de positiva; puesto que fue un periodo que me ayudó a emanciparme de todos los mundos cerrados y protectores que había tenido hasta entonces; a saber, la familia, el Seminario, la pandilla del pueblo y hasta el mismo servicio militar.

Capítulo 6 DE VUELTA AL HOGAR Y A LAS RAÍCES

  1. PIDO RELACIONES A UNA AMIGA

Los caminos de la vida me llevaban, una vez más, con treinta y dos años, de vuelta al pueblo que me vio nacer y a la casa de mis padres. Tomé esa decisión porque, en apariencia, el trabajo que allí me ofrecían era mejor que el que realizaba en Cataluña.

Aunque me suelo adaptar bien a los lugares en los que fijo mi residencia, en esta ocasión, no siendo extraño para mí, me resultó difícil encontrar mi espacio al principio. Después de cuatro años y medio de ausencia, me había deshabituado de los usos y costumbres de la gente del pueblo: no obstante, poco a poco, me acomodé a la nueva situación, olvidándome en unos meses de mi estancia anterior en Cataluña.

Como primera alternativa opté por vivir en la casa familiar en la cual, ahora, solamente residían mis padres. En seguida fui consciente que aquellos eran otros tiempos, porque a diferencia de los años de mi infancia, nadie parecía cuestionar mi condición sexual en ese presente, al menos en público. Así pues, las insidias que antes habían mantenido contra mí, ciertas personas, ahora habían pasado al rincón del olvido. El trabajo, sin embargo, no colmó mis expectativas y terminaría convirtiéndose en una rémora, más, de las muchas que había afrontado a lo largo de la vida. El carácter de mi jefa, en especial el de mi compañera de trabajo, diametralmente opuestos al mío, me abocarían a unas relaciones, tensas, difíciles de sostener en el tiempo. Pese a esta adversidad me hice el fuerte y permanecí en aquel mismo trabajo por diecinueve años consecutivos.

En cuanto a las amistades me integré en una pandilla de chicos y chicas que conocía de etapas anteriores; con algunos de ellos había compartido, además, grupo de oración y apostolado en la parroquia. En este grupo estuve durante cinco años aproximadamente.

Por esas fechas, 1993, a pesar de que me había aceptado con mi modo de experimentar la atracción sexual, no era fácil salir del clóset en un pueblo donde se conocía todo el mundo y, máxime, teniendo en cuenta que siempre lo había llevado oculto. A pesar de ello, ya había tomado la firme decisión ─como ya anoté─ en caso de encontrar pareja, de no renunciar a la misma, con tal de esconder la inclinación sexual que sentía por los hombres. No obstante, por mi naturaleza obstinada, decidí explorar un recurso más, para tratar que aflorase en mí lo que otros, con su retorcida mirada, me habían arrebatado; la atracción por las mujeres. La idea, para llevar mi propósito a término, consistió en buscar una chica que no me fuese de todo indiferente −especialmente por sus cualidades− para pedirle relaciones. El intento, sin embargo, fue frustrante debido a que aquellas que me caían bien, no estuvieron por la labor y las que venían a mi encuentro, por el contrario, no despertaban en mí ningún interés. Finalmente fui a la conquista de mi mejor amiga aprovechando un día de fiesta que salimos en pandilla. Recurrí, para ello, al socorrido truco de ir algo pasado de copas. De este modo la hice cómplice de mi pasado ─sin ocultarle mi tendencia sexual─ y los quebraderos de cabeza a los que me había conducido el haber sido víctima de acoso durante trece años consecutivos.

Cuando terminé de exponer, pormenorizadamente, todos los reveses que me habían llevado a la situación por la que atravesaba, apelé a sus buenos sentimientos para que me diese ella misma una oportunidad y salir de dudas. No con el propósito de mantener un escarceo sexual esporádico, sino como una relación de pareja formal a largo plazo. Pretendía con ello algo parecido al acercamiento que se da entre el Principito y el zorro en el relato de Antoine de Saint-Exupéry: era cuestión, entonces, de irnos conociendo poco a poco y día a día en la proximidad, para dejarnos llevar, luego, del corazón; el único que puede superar las diferencias y los traumas. Mi amiga tal y como me temía, luego de exponerle el relato de mi vida y mi intención, rechazó aquel experimento tan arriesgado.

Su negativa me llevó a dar el salto que hasta ahora nunca había dado definitivamente, el de no hacer más búsquedas para encontrarme a mí mismo en el terreno de la sexualidad. Con este intento cerré todas las puertas, y para siempre, de recuperar el terreno perdido. Más que convencido de todo, en que ya no habría marcha atrás en recuperar lo que era constitutivo de mi ser, se trató, sobre todo, de adoptar la estrategia menos dolorosa; es decir, con la edad que tenía, treinta y dos años, no era cuestión de darme de cabezas, por más tiempo, contra el mismo muro: al menos, no, a iniciativa propia.

Con esa determinación, pues, de no volver a intentarlo con chicas, continué dando pasos sin saber bien hacia donde: sí hacia el abismo o hacia la plenitud. Solamente tenía claro que no podía detenerme, porque detenerse en el mundo material, en el que todo está en tránsito, es morir. Un hombre se puede morir por diferentes avatares, especialmente de soledad y abandono; sin embargo, no he conocido nada más indestructible que un hombre en el que Dios ha fijado su mirada. Dios, sin mérito alguno de mi parte, me iba conduciendo por caminos tortuosos a su destino, el cual no podía ser otro que entregarme a él sin anteponer mi voluntad a la suya, puesto que sus designios son perfectos.

  1. FIN DE LA PANDILLA ¿Es homófobo el subconsciente humano?

Era de esperar que en una pandilla tan numerosa como la nuestra, emergiesen las peculiaridades, no siempre positivas, de algunos de sus miembros, entre los que yo mismo me incluyo. Así pues, deberíamos saber, para aceptar nuestra propia condición humana limitada, que en numerosas ocasiones somos condicionados por fuerzas, unas veces innatas y otras adquiridas en el aprendizaje de la vida, que nos llevan en unos casos a reaccionar impulsivamente y en otros a tener una visión distorsionada de la realidad y de los otros. De esta manera, por el despertar intempestivo de esas fuerzas interiores, a consecuencia de uno o varios estímulos mal asimilados (distorsionadamente o no), cometemos errores que nunca hubiésemos deseado consumar en estado de plena consciencia y reposo. Así fue como, aflorando esos impulsos en algunos de sus miembros, la pandilla se fue fragmentando. En cualquier caso, todo lo que está sujeto al tiempo, por unas circunstancias o por otras, tiene su principio y su fin; y éste llegó para aquella piña de amigos y amigas.

Después de aquella ruptura opté por unirme a un par de hermanos que salían en compañía los fines de semana; de los cuales, por cierto, uno de ellos estuvo vinculado, también, a la misma pandilla que yo acababa de dejar. A estos hermanos y a mí se nos uniría ocasionalmente otro amigo que teníamos en común.

Cambiando de tema, como ya referí de pasada, no me sentía feliz en mi trabajo. Aquella situación la fui sorteando durante un tiempo distrayendo la mente con la práctica de mis aficiones preferidas; es decir, con el deporte, especialmente el ciclismo; con internet, chateando en redes sociales; y los fines de semana, para cambiar la rutina, frecuentando restaurantes, cines y discotecas con estos dos hermanos; en verano para sofocar el calor nos desplazábamos a embalses y piscinas cercanas al pueblo.

En una de esas salidas de fin de semana, en la que optamos por ir al cine, pude constatar, sobre la marcha, el modo distorsionado con que nuestro cerebro procesa la información que le llega a través de sus sentidos, sobre todo, atendiendo a sus ideas preconcebidas o quien sabe si hasta innatas. Ese día fuimos a ver la película Braveheart, que venía precedida de muy buena critica. Sin desmenuzar detalladamente el argumento de la película, destacaré (por la cuestión que deseo esclarecer) a dos de los personajes principales que aparecen en la trama de la misma: al Rey Eduardo I de Inglaterra, por un lado, y a su hijo, también llamado Eduardo, por otro. En el desarrollo de los acontecimientos históricos que desea mostrar el guionista sale reflejada, entre otros asuntos, la crueldad de ambos personajes, especialmente la del padre; sin pasar por alto, de otro lado, la inclinación homosexual del príncipe heredero, de su hijo.

Por motivo del acoso al que me vi sometido durante tantos años desarrollé un sexto sentido de anticipación a los pensamientos de las personas como sistema de autodefensa. De esta manera supe, con exactitud, el comentario que harían mis amigos a la salida del cine sobre la película. Su observación consistió, olvidándose del resto de la película, en destacar con palabras groseras la maldad con que actuaba el heredero al trono, Eduardo hijo, omitiendo en cambio la crueldad de su padre. Ese día no pude callarme, por la parte que me tocaba, de tal modo que les contesté, a bote pronto, diciéndoles: – ¿no habéis advertido que el rey, sin ser maricón (palabra que utilizaron ellos para señalar a su vástago), fue bastante más cruel y malvado que su hijo? Mis amigos me miraron perplejos y por respuesta sólo obtuve silencio: como no podía ser de otro modo por la veracidad del argumento que acababa de presentarles.

Con esta anécdota lo que quiero destacar es que, según tengamos etiquetada a una persona, sin ser conscientes de ello, la salvamos o la condenamos de antemano, le tapamos las faltas o, en cambio, la criticamos o le hacemos el vacío sin conocerla. Fue así como deduje por aquella experiencia que tuve con los amigos, que el subconsciente humano es, si no homófobo porque esta palabra entraña odio y miedo, sí al menos reacio a todo lo que le es extraño y ajeno a sí mismo. Y debe ser así para que mis colegas −amigos de abrazar todos los postulados del relativismo posmoderno− resaltasen como nota destacada de la película, incongruentemente, la crueldad del personaje menos malvado de entre padre e hijo.

Después de varios años este pequeño grupo de amigos también se deshizo; en este caso porque cada uno siguió su propio destino, uno por adentrarse, a temprana edad, en el más allá cuando aún no lo habían llamado y el otro para afrontar su futuro profesional. Al encontrarme de nuevo sin amigos, decidí ya, resueltamente, que había llegado el momento de arriesgar en el terreno de mis preferencias sexuales. Hacía tiempo que había asumido la inclinación que tenía y ahora creí conveniente explorar en esa área de mi personalidad, en el convencimiento de las bondades que, sobre la misma, mostraba la cultura de la época. Como no he sido, nunca, de los que han ido hacia adelante con sus ideas sin tener en cuenta a quien derribasen por el camino; en la determinación por alcanzar mi objetivo, opté por buscar pareja con kilómetros de por medio con tal de no defraudar a mis padres. Con esta premisa en el horizonte, mediante correo tradicional, contacté con una empresa irlandesa que ponía en relación a personas con las mismas afinidades. De esta guisa, crédulo como estaba en encontrar el amor de mi vida, me entregué por un tiempo a cartearme con un chaval italiano de carácter afable. Sin embargo, el italiano, más experimentado que yo en esas lides y, por lo tanto, más desencantado por la fugacidad en la que convergen la mayoría de relaciones homosexuales, no mostró el mismo interés y determinación que yo. Así, pues, viendo que la correspondencia no era demasiado fluida por su parte; a los dos meses, aproximadamente, dejé de cartearme con él y di por zanjada mi primera apuesta en serio en este terreno.

También me carteé, a través de la agencia de contactos (llamada Correo Internacional de la Amistad), con chicas; no obstante, con ellas la comunicación duraba, por lo general, unas tres semanas: en mi caso, al contrario de otros homosexuales, las mujeres, salvo algún caso excepcional, nunca fueron mis mejores cómplices y aliadas. Debe ser porque, a pesar de mi tendencia sexual, nunca me sentí, a diferencia de otros gais, identificado con los gustos y la idiosincrasia femenina.

  1. DE VACACIONES EN LA HABANA

Luego de varios intentos frustrados por hallar al hombre de mis sueños, a través de la agencia ya citada, decidí cruzar el océano y hacer un viaje a Cuba en septiembre de mil novecientos noventa y ocho, precipitadamente, cuando sólo había intercambiado dos cartas (en el sentido literal) con un habanero de la Isla.

En este caso el viaje no fue programado para descargar mi libido, a tutiplén, tal y como venía siendo habitual en aquellas fechas por un buen número de turistas que aterrizaban en la isla caribeña. La idea con la que concebí ese viaje venía motivada, más bien, como un reto personal: demostrarme a mí mismo que podía tomar ciertos riesgos, haciendo un largo viaje, casi a la aventura, para reforzar la confianza en mí mismo; la cual, por cierto, estaba bastante deteriorada, ya que ni siquiera en ese presente me libraba de ser víctima de las insidias de otras personas que me tenían focalizado. Ahora, sin embargo, por cuestiones que no tenían que ver con mi inclinación sexual.

Sin que el viaje fuese programado con tiempo aproveché mi contacto en Cuba, para no andar totalmente a ciegas por la Isla (la citada agencia nos puso en relación a mi anfitrión y a mí por afinidad religiosa). De esta manera, esperando encontrarme con una persona de mí mismo credo, me quedé muy sorprendido cuando, una vez en su casa, me dio a conocer el tipo de religión que practicaba; se trataba ni más ni menos que de la Santería: practica animista que sus antepasados habían llevado desde el continente africano cuando fueron llevados a América como esclavos.

Dejaré de momento aparcado el tema de la religión, para empezar este apartado casi desde el principio, ya que el vuelo poco antes de llegar a la Habana estuvo a punto de acabar en tragedia. Esto fue debido a las muchas tormentas tropicales que atraviesan el caribe, y esta en la que se vio envuelta nuestro avión parecía de gran intensidad. En aquella circunstancia ─mientras el aparato eléctrico que soltaban las nubes arremetía contra el fuselaje del transoceánico y este, a su vez, daba saltos en el vacío continuamente y sin parar─ se hizo un silencio sepulcral que distaba mucho del griterío que conocí en otros vuelos por la aerofobia de algún pasajero. Sin dar ningún aviso por megafonía, ya próximos a la Habana, el piloto no desistió, pese a las adversas condiciones meteorológicas, en alcanzar su destino. En esa tesitura, sin visibilidad porque las nubes lo envolvían todo, el piloto, supongo que mediante coordenadas y con información de los controladores de vuelo, puso rumbo al destino prefijado de antemano por la compañía. De este modo, después de varios minutos de descenso −que a mí particularmente me parecieron una eternidad porque el avión parecía estar fuera de control− se abrió inesperadamente un espacio de claridad por debajo de las nubes, no a mucha distancia de tierra firme, que el piloto aprovechó sin más problema para aterrizar. Una vez que bajé del avión, parecía que aún estuviese flotando en el aire por la sensación angustiosa de la que acababa de salir y porque las piernas me temblaban. De esta manera, nuevamente salvaba la vida, gracias a Dios, y me cuerpo se libró de acabar siendo presa de tiburón o con más suerte abono de tierra a la sombra de un bananero.

Minutos después de aquella tormenta, pude verme envuelto en otra −ésta no atmosférica sino policial− por hacer confianza en una señora de avanzada edad que me pidió dentro del avión, que le franquease en la aduana, como si fuese mía, una de sus maletas; la cual, por cierto, por su enorme peso parecía alojar en su interior un hipopótamo anestesiado. No lo pensé dos veces y accedí a su petición sin pedirle explicación de lo que transportaba y sin que ella, por su parte, tampoco me la facilitase. Tiempo después deduje, por el considerable peso de la maleta, que dentro debía alojar libros o revistas del corazón (publicaciones muy codiciadas en la Isla por entonces), ya que muy pocas cosas pesan tanto como el papel prensado.

El mal trago para mí vino cuando, en el control de aduana, el policía que revisaba los bultos me preguntó por lo que transportaba dentro, cuando miré en la dirección que señalaba, pude respirar tranquilo porque estaba señalando, gracias a Dios, no a la maleta de la señora, sino a una mochila que llevaba conmigo para las necesidades más urgentes. El escáner dejaba traslucir, no con demasiada nitidez, los blísteres de unos medicamentos que cargaba a petición del señor contactado mediante el Correo de la Amistad: el mismo en cuya casa me alojaría después. El policía sin adivinar muy bien de qué se trataba, me preguntó si llevaba caracoles, a lo que yo respondí con rapidez para salir de aquel trance, advirtiendo que no tenía intención de mirar dentro, que sí; que dentro transportaba caracoles. En principio pensé, cuando el policía habló de caracoles, que se refería a los caracoles de tierra que se comercializan en España para restaurantes o comida casera; pero días después deduje, por lo que pude ver en el escáner, que estaría pensando en las diminutas caracolas marinas que utilizan los santeros para hacer sus cábalas adivinatorias.

Al despedirme de la señora mayor –a la cual esperaba su hijo en el aeropuerto─ como se sentía agradecida por la complicidad con el pase de la maleta, me regaló un beso con gran efusión en una de mis mejillas. Después de todo, me alegré de haberla conocido, porque en ella estaban dibujadas todas las arrugas del régimen Castrista, además con todo lo que ofrece la experiencia de los años y la perspectiva de las letras. Se trataba de una profesora jubilada que había ocupado una posición social relevante en una de las provincias del país, en la cual había ejercido como docente. Al contemplarla, cuando me hacía partícipe de la historia de su vida en el avión, horas antes, yo me decía para mis adentros: ¡cuán grande es Dios en sus hijos! ¡qué prodigio el ser humano! cada cual con una batalla y una conquista personal diferente. ¡qué sublime Jesús, que siendo Dios experimentó el mismo dolor de la humanidad en el vacío del abandono humano y divino! ¡cuán bellos los ancianos que llevan en volandas los logros de sus hijos; y acuestas sus fracasos y sus sufrimientos! ¡qué excelso es Dios en los ancianos, que aprendieron a sufrir en la necesidad y a humillarse en los reveses de la vida! ¡qué sublime Dios en esas personas mayores que no dejaron asolar sus vidas en la incomprensión de aquellos que no apreciaron su entrega y sus desvelos! ¡cuán sufrido es Dios en las lágrimas y en las soledades de aquellos que vieron partir a su pareja antes de que las arrugas borrasen sus recuerdos!

Al llegar al aeropuerto me estaba esperando mi “amigo”, un mulato con apellidos gallegos (no empero, Cuba perteneció al reino de las Españas) de ojos brunos con una mirada que, por momentos, horadaban mi alma para ausentarse luego, ¡quién sabe… a qué perfidias de su universo interior! mirada, por aguda, de nigromante, de santero. Después de intercambiar algunas palabras con él, me condujo hacia un buga derrengado que conducía un teniente del ejército del aire ya jubilado, Antonio creo que se llamaba sino recuerdo mal. Este buen hombre me confesó, que aquel cachivache −simulacro de vehículo− casi tan viejo como Fidel, había sido todo el premio que le había otorgado el gobierno comunista, a su dilatada vida profesional, para complementar su mísera pensión.

El que iba a ser mi taxista privado durante mi estancia en la esquelética y atemporal Habana, no tardó mucho en desaparecer de la circulación. Desde el primer momento que nos presentaron, hubo una grata corriente de empatía, entre ambos, que nos llevó a compartir puntos de vistas comunes sobre diversos temas. Como mi anfitrión no se veía seguro para entrar a debatir en los asuntos que tratábamos, se sintió desplazado y, sin pedirme opinión, prescindió de los servicios de aquel buen señor. Para mí supuso una contrariedad importante, porque me dejó con el anhelo de conocer en detalle y de primera mano, algunas historias más sobre su vida, y la expansión del régimen cubano en Nicaragua, de la que él mismo, según me dijo, formó parte como aviador, apoyado desde dentro del país por el Che Guevara durante 1959. Hecho histórico del que, hogaño, he podido informarme indagando en internet para completar el relato, inconcluso, de aquel militar al que perdí de vista después que el santero prescindiera de sus servicios. De este modo y por otra fuente, pude contrastar que sus palabras eran ciertas, aunque ya en su día tuve la impresión de que aquel apacible hombre, por el modo de conducirse, por su mirada franca, por sus conocimientos y por su sensatez, era digno de todo crédito. Un esbozo de aquellos sucesos, a fecha de hoy (25/07/2018), si no lo hacen desaparecer antes de la Web, se puede encontrar en la versión digital del periódico nicaragüense, Nuevo Diario, en su edición 9.773

http://archivo.elnuevodiario.com.ni/especiales/223753-che-guerrillanicaraguense/

A partir del día en que Rubén, mi hospedero, prescindió de los servicios como taxista de Antonio, procuró relacionarme solamente con personas vinculadas, en algún modo y grado, con la santería. Entre ellas me presentó un buen número de jineteras, de muy variada condición social (pues la clase no sólo la da el dinero y los bienes que uno posea, sino la familia, la educación, el entorno y, sobre todo, la voluntad de la persona por aprender y desarrollar lo mejor de sí misma) por si necesitaba de sus servicios. Para mí fue todo un descubrimiento conocer, de primera mano, el seguimiento que tenía la santería en todos los estratos sociales de la isla.

Mi anfitrión, no solo practicaba la santería, sino que ejercía de gurú en la misma: venía a ser como una especie de consejero de un buen número de habaneros y habaneras que, a diario, pasaban por su casa entre otras cosas a consultar el futuro; curarse de mal de ojo; buscar un conjuro para liberarse de una enfermedad; sujetar voluntades, especialmente amores, y quién sabe que otras insidias de la condición humana. Por su comportamiento y modo de hablar, enseguida intuí que las practicas del santero nada tenía que ver con el cristianismo; no sólo porque echase maldiciones por la calle a las personas del vecindario que le caían mal, sino porque él mismo me confesó que pertenecía a la masonería, donde había participado en misas negras o, lo que es lo mismo, en misas satánicas.

Como el santero (babalao y babalorisha según el grado) ejercía el oficio dentro de su vivienda; in situ pude presenciar algunos de los ritos y sortilegios que este practicaba. Yo mismo, por cierto, me sometí a uno de esos rituales sin conocer exactamente, en aquel momento, a qué me exponía. Posteriormente indagando aquí y allá he podido descubrir las consecuencias nefastas de participar en dichas prácticas esotéricas que, en no pocas ocasiones, abren puertas a entes o seres espirituales (por lo general demonios) los cuales haciéndose pasar por antepasados fallecidos, engañan, enferman y esclavizan a las personas que se prestan a recibir dichas influencias espirituales maléficas sin saberlo. La misma Palabra de Dios, en las Escrituras, se manifiesta en contra de la brujería y las prácticas esotéricas en muchos de sus pasajes, por citar algunos en (Levítico 19, 26); (1 Corintios 10, 20); (Gálatas 5, 19-20); (levítico 20, 6) (Eclesiástico 34,1-8).

En los últimos tiempos la gran mayoría de prácticas esotéricas han sido asimiladas por una nueva corriente “espiritual”, llamada New Age, que preconiza que el ser humano ha entrado en un nuevo período astrológico, denominado Era de Acuario (sin ninguna base científica, por cierto), al cual identifica como el de la conciencia o iluminación. Este tinglado de pseudociencia, religiosidad, introspección y espiritismo, en el que se asienta la New Age, viene a ser algo parecido a lo que ya nos narra la biblia en el Génesis: la pretensión por parte de Adán y Eva de ser como Dios, conocedores de lo que no le corresponde en razón a su mismo ser y naturaleza. En este caso conocedores del más allá, de lo que solo pertenece al mundo de los seres etéreos, inmateriales: un terreno donde el hombre naufraga, por su misma realidad corpórea; es como si un pez saltara a tierra firme con intención de conocer qué siente un perro al mover la cola porque él también dispone de una. El hombre como afirma Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica está sujeto a la materia en una relación sustancial e indivisible entre alma y cuerpo. Por tanto, cuando quiere evadirse de una de estas dos dimensiones o prescindir de ella, el hombre sale de sí mismo para navegar en un terreno que no es el suyo en virtud de su misma realidad; de su Ser.

Este deseo de conocer lo que se esconde en el más allá −en el mundo sobrenatural no sujeto a la materia− viene propiciado, por un lado, por el deseo de algunas personas de adelantar el futuro para controlarlo y asegurarlo, en el caso de los adeptos (en una dejación de su libre albedrío), y en el de los nigromantes para ejercer un dominio sobre la vida de sus seguidores, con tal de conseguir fortuna, fama, prestigio o, simplemente, para evadirse de la realidad como sucede con algunas de las prácticas del hinduismo.

Lo que denota esta búsqueda del hombre por adentrarse en lo esotérico, sin ningún tipo de información, ajeno a su misma cultura, denota en la mayoría de personas dos cosas principalmente: afán de esnobismo por un lado y, por otro, la necesidad de llenar su vacío interior buscando solución a sus problemas existenciales; en ocasiones también a sus enfermedades. Así, en ese vértigo de nadería (porque, aunque no lo quiera reconocer el hombre es nada) y de orfandad (porque no quiere saber nada del Dios revelado, de Jesucristo, que tiene respuesta para llenar todos esos vacíos) este hombre posmoderno intenta aferrarse, como clavo ardiendo, a prácticas montadas sobre el subjetivismo personal de una ilusión que le sobrepasa. De esto da buena cuenta la biblia en (2 Timoteo 4 ss.): «Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas». Como diría, también, Chesterton: «cuando se deja de creer en Dios, se termina creyendo en cualquier cosa»

Como la verdad y la mentira no pueden ocultarse eternamente, es la misma brujería, con sus rituales, la que me vino a confirmar lo que ya sabía de antemano, donde está lo sagrado y donde la fábula. Esto lo digo por un comentario que me hizo Rubén, el santero, cuando le pedí que me llevase a una Iglesia Católica para visitar al Santísimo. Una vez que estuvimos dentro me dijo lo siguiente: «los que practicamos la santería venimos de tarde en tarde a visitar los templos católicos para purificarnos; de aquí salimos más livianos, sin opresiones». Con sus palabras no hacía más que declarar, sin que él fuese consciente de ello, que el Dios de la fe católica es el auténtico Dios y otorga una paz que ellos mismos no encuentran en las “deidades” de su “religión”. Después con los años supe a qué podría deberse esa paz y ligereza de espíritu que encontraban allí: a la presencia de Jesucristo en el templo que, con toda seguridad, propicia que algunas de las influencias demoníacas o espíritus que cargan, con la práctica de la brujería, salgan huyendo ante la hostia consagrada; ante la presencia real de Dios en el sagrario. Algo que tampoco es de extrañar ya que sabemos el poder de Jesús en las Escrituras, para expulsar demonios, y ahora, por medio sus sacerdotes; algunos de ellos, los exorcistas, especializados en posesiones demoniacas. También conocemos por las mismas Escritura lo que supone estar delante de la presencia de Dios (Romanos 14, 11): «vivo yo, dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios». Estas palabras dan fe de porqué ante la presencia de Jesús se revelaban los poseídos, confesando que estaban ante el hijo de Dios.

Un testimonio de vida, que tiene que ver con lo expresado anteriormente, se encuentra en la persona de Joseph-Marie Verlinde (discípulo y mano derecha del Yogui Maharishi Mahesh, el que fuera gurú de los Beatles) Joven de nacionalidad belga que por los años 60, tras buscar la verdad y sentido a su vida: primero en prácticas orientales y después en una secta críptica (esotérica), confiesa en su biografía, que quedó bajo el poder de influencias demoníacas, de las que pudo liberarse gracias al encuentro fortuito con un exorcista. Todo esto lo explica con detalle ─también su vuelta a la fe católica─ en una entrevista que le hacen en un canal de YouTube y en su libro autobiográfico intitulado: Experiencia Prohibida, Del Ashram a un Monasterio.

En francés https://www.youtube.com/watch?v=GjZ822YyhZc
En español https://www.youtube.com/watch?v=K4brKMi0Mkc

En cuanto a lo político, no esperaba mucho del régimen Castrista, pero hay que estar en el lugar y convivir con el pueblo cubano para constatar, sobre terreno, la realidad en la que este vive: no puede haber paraíso sin libertad, como tampoco puede construirse desde aquella libertad donde los políticos viven en puro nihilismo, tergiversando la realidad, cuando no creando nuevos paradigmas ficticios e imposibles, para perpetuarse en el poder en unos casos, o para alcanzarlo, en otros (las mayorías también están sometidas al poder del engaño, como las mismas minorías que la dirigen; ejemplos tenemos en la historia). El régimen comunista de las igualdades sociales, había consolidado la igualdad de todos los cubanos en la pobreza, y en la sumisión para acatar las creencias y las leyes que el dictador, bajo apariencia de participación ciudadana unipartidista, finalmente determina. El dictador, el jefe del estado, consulta al pueblo cuando sabe que este le va a dar la razón y en asuntos sin trascendencia; de cualquier manera, siempre la última palabra la tiene él mismo.

Muchas personas tratan de justificar ciertos regímenes en aras a unos logros sociales que luego no se materializan en la vida del ciudadano por falta de recursos económicos; de este modo hay que preguntarse de qué vale tener atención médica gratuita si luego el ciudadano no dispone de los recursos necesarios para comprar y acceder a los medicamentos; y así con otras necesidades básicas. En cualquier caso, la libertad de expresión, de conciencia, de libre circulación de prensa y de personas y el acceso libre a internet es, en sí mismo, un argumento tan valioso para la dignidad y la madurez de la persona, que tira por tierra cualquier otra justificación y comprensión hacia regímenes totalitarios. No obstante, tengo que puntualizar, salvando aún las distancias, que cada día se estrecha más el margen, para la libertad de pensamiento y de conciencia, entre el pensamiento único inquisitorial de lo políticamente correcto de los sistemas “democráticos”, y el totalitarismo borreguil forzado de los regímenes totalitarios. Cuando se descarta, que hay principios absolutos, para el capitalismo tienes el valor que tiene una cosa, mientras que para los totalitarismos tienes el valor que se le otorga a un animal sin inteligencia, el cual debe ser dirigido por el dueño de la manada como si de un Dios se tratara. Al final, de un lado o de otro, es la maquinaria del poder la que aniquila a la persona y su Libre Albedrío. Esa fue la realidad que yo me encontré en Cuba por aquel entonces, realidad que persiste hasta la fecha de hoy prácticamente inamovible. Al final, terminará por imponerse el pragmatismo como sucede en China, pero acosta de los derechos humanos.

Algunas situaciones que pude observar sobre el terreno me llamaron poderosamente la atención, entre ellas, la de los delatores (allí se conocen como CDR) ciudadanos que ejercen de espías para dar cuenta a la policía de cualquier grado de disidencia o crítica de sus compatriotas contra el régimen. Tampoco pasó inadvertido para mí el tema de la prostitución como medio de supervivencia para muchas familias, o las condiciones infrahumanas en la que vivían, tanto por las viviendas que se caían a pedazos, como por la falta de liquidez económica para acceder a necesidades tan básicas como el calzado; siendo así que me encontré a niños jugando al fútbol descalzos. De otro lado, aunque se está dando algo más de libertad a las religiones cristianas (con tal de paliar la misma degradación moral y laboral en la que vive el país) ya que solo Dios motiva a hacer lo correcto a las personas, por encima de lo que hagan o dejen de hacer los líderes humanos, aún sigue vigente el artículo 62 de la constitución que supeditada las creencias religiosas a los postulados de la revolución.

El control del régimen, por otro lado, sobre los movimientos de sus habitantes, es tan férreo que se dan situación que ni siquiera yo viví en tiempos de la dictadura franquista. De tal modo que el mismo alojamiento de extranjeros en casas de particulares, sin permiso del gobierno, está prohibido, o al menos lo estaba por entonces. Esta situación la sufrí, en primera persona, cuando dos agentes de policía nos separaron a Rubén y a mí en la calle, a cierta distancia, para interrogarle sobre el motivo de mi alojamiento en su casa; interrogatorio que se prolongó por más de tres cuartos de hora y que pudo costarle la prisión. De este modo podría seguir describiendo situaciones deplorables que observé durante mi estancia en la Habana, entre ellas, la estampa de muchas personas con la mirada perdida en el vacío, sentadas a la entrada de sus casas o en los parques, como si hubiesen perdido ya toda esperanza, especialmente los jubilados que no pueden aspirar a más ocio que ver pasar la vida. Por sus frutos los conoceréis y los frutos del régimen han sido hasta ahora, penuria económica, delación, prostitución, emigración a la desesperada, represión a los opositores, estancamiento económico, adoctrinamiento sistemático del pueblo y, por supuesto, derechos humanos de primer orden conculcados.

  1. DE PASO POR MADRID A MI VUELTA DE CUBA

Después de mi regreso de la Habana, una vez que pisé suelo en Madrid, sentí curiosidad de visitar el barrio de Chueca, por entonces la meca del mundo gay en España. Alquilé un taxi y le dije al conductor que me trasladase a uno de los locales del renombrado barrio madrileño. Me indicó uno de los pubs próximos a una plaza recoleta, donde los lugareños estaban disfrutando de las agradables temperaturas de finales de septiembre, en un intento por retener aún las bondades de la estación veraniega. Una vez que dejé atrás los veladores, con sus decorativos e impertérritos inquilinos charlando; me desplacé, haciendo confianza en el taxista, al local que él mismo me indicó sin hacer más pesquisas. Rebasado el umbral de la puerta pude observar, que algunos de los chicos allí presentes −todos, por cierto, muy jóvenes y foráneos por sus rasgos físicos− se volvían en mi dirección con mirada lasciva y dirigiéndome algún que otro gesto de complicidad. Me acerqué a la barra y me mantuve por un tiempo a la expectativa. Mientras permanecí en ese impasse, no dejaban de llegar efebos al local que, según iban entrando besaban, sin mediar palabra, a señores de mediana edad que solitarios se distribuían como las cuentas de un rosario a lo largo de la barra del pub con una copa en la mano. Después de observar por un rato los movimientos de los unos y de los otros, puede intuir que aquello no era normal o, cuando menos, no era lo que yo iba buscando. Más tarde deduje, por el look que yo mismo llevaba aquella noche y por mis rasgos físicos −que siempre me dieron apariencia de mayor edad− que el taxista me etiquetó con uno de esos tipos ya maduritos que buscan el elixir de la eterna juventud acercándose a ella o, simplemente, por el deseo de satisfacer su concupiscencia.

Suspendido en conjeturas (simulando que miraba las variopintas copas y botellas de licores en sus estantes tras del mostrador) deseaba, a decir verdad, con sumo anhelo que alguno de aquellos mancebos rompiera el hielo de mi timidez. No pasó mucho tiempo sin que mis deseos quedasen colmados pues, cuando menos lo esperaba, entró al local uno de aquellos agraciados jóvenes que, con gran resolución, se me acercó y sin recato alguno por su parte, vino a alojarme un beso en cada mejilla. El chico me deslumbró al instante por su atractivo, de modo que, al poco rato de encandilarme con el juego de sus zalamerías, me hizo saber lo que ya daba casi por hecho, que se dedicaba a la prostitución. No obstante, aun cuando pensé que nunca pagaría por mantener una relación sexual con un hombre, accedí a su propuesta, sin oponer mucha resistencia, después que me invitase a pasar la noche en su buhardilla. De este modo, una vez que ajustó el precio por la venta de su cuerpo, salimos a la calle agarrados de la mano a iniciativa suya, como a iniciativa suya también la soltó, aceleradamente, cuando en el camino se encontró con otro joven, al que saludó afectuosamente y con el cual, probablemente, mantuviese algún trato de amistad o relación íntima.

Esta sería la segunda vez que pagaría por mantener una relación sexual y, también, la última como me prometí a mí mismo aquel día. Seguramente porque pocas cosas hay tan frías como practicar sexo sin que medie ningún tipo de afecto de por medio. Aquella noche no fue en absoluto una noche de ensueño, pues como ya hiciera reflejar, páginas atrás, muy pocas relaciones con hombres, a pesar de las muchas que mantuve después, fueron satisfactorias y complementarias en mi tránsito por ese mundo; no solamente en lo afectivo, sino en lo tocante, también, al puro placer carnal. Y lo dicho, no porque fuese reacio a ese tipo de relaciones sexuales o anduviese con escrúpulos, puesto que ya, por esa fecha, tenía asumida la atracción por los hombres: más incluso que otros homosexuales, que fui conociendo por el camino, los cuales se habían adentrado en ese terreno desde su más tierna juventud y presumían de liberales. De esta manera, casi a finales de la década del noventa, no solamente había asumido la atracción por los hombres, sino que me convertí, a la postre, en un defensor a ultranza del homosexualismo.

  1. LA MUERTE DE MI PADRE

El 19 del 9 de 1999 se produciría la muerte de mi padre. Por aquellas fechas me encontraba en Portugal, de vacaciones, donde años antes había conocido a un amigo por el mismo Correo Internacional de la Amistad: un chico afable y sencillo que, por problemas psicosomáticos, tuvo que dejar la natación habiendo destacado anteriormente como campeón fondista en su país. Conservé una buena relación de amistad con aquel chaval fortachón durante varios años hasta que contrajo matrimonio y su esposa, en la última visita que le hice, me faltó al respeto delante de él y de otro amigo que teníamos en común, a causa de mi atracción por los hombres. Recuerdo que esa misma noche, luego de las bromitas de la señora, una vez que los recién casados se retiraron al tálamo, le dije al otro invitado que me despidiese de nuestro amigo, al día siguiente, porque me marchaba de allí. Cuando manifesté a Momed mi decisión, intentó retenerme con toda clase de argumentos en defensa de nuestro amigo. Sin embargo, a pesar de su oposición, no le hice caso porque, en ese momento, herido en mi orgullo no vi otra alternativa que tomar las de Villadiego, poniendo tierra de por medio. Así lo hice porque el mismo nadador, se mantuvo en silencio, sin salir al paso de los comentarios humillantes vertidos por su esposa contra mí. Esa noche dormí en un hotel y al día siguiente invité a un jubilado, que estaba sentado en un banco dejándose acariciar por los primeros rayos de sol, a que me acompañase como guía turístico por la capital portuguesa. El anciano se quedó extrañado ante mi petición, no tardó en reaccionar aceptando finalmente con agrado.

Luego de aquel suceso lamentable, volví nuevamente a Portugal, porque, desde que conocí este país, me enamoré de su paisaje. De este modo como ya cité al principio de este apartado, estando en Cascáis en septiembre de 1999, me comunicó mi padre, a través de llamada telefónica, que sentía mucha molestia en su vientre; aunque no era esta la primera vez que le sucedía porque venia quejándose de lo mismo meses atrás. Como indefectiblemente que se ponía enfermo manifestaba rechazo para ir a la consulta del médico, no le di demasiada importancia y, por lo mismo, prolongué mi estancia en Portugal hasta terminar mis vacaciones. No obstante, al poco rato de hablar con él me sentí algo intranquilo porque su tono de voz, entrecortado, parecía ser más urgente que en otras ocasiones. De cualquier modo, aunque hubiese hecho las maletas tres días antes, que fue lo que dilaté mi estancia aún en el país vecino, tampoco le hubiese servido de mucho, ya que una semana después le detectaron un cáncer de colon muy avanzado.

Me dolió aquel episodio, porque mi padre fue un hombre íntegro, de buenos sentimientos, que no intervino con severidad en la educación de sus hijos a no ser por asuntos realmente graves y necesarios. Para terminar con su memoria quiero destacar que me respetó incluso en su lecho de muerte. Para más detalles paso a describir lo que fueron sus últimos momentos.

Luego de su operación de cáncer de colon, por el efecto de la anestesia, su mente quedó focalizada con la idea de irse del hospital, hasta el punto que me repitió una y mil veces que lo llevase de regreso a casa. Mi padre viendo que no le hacía caso, y que lo retenía en contra de su voluntad cuando intentaba apearse de su litera, lo que hacía era clavar su mirada en mí con rabia contenida −por lo encendido de sus ojos− mientras mascullaba, entre dientes, unas cuantas palabras inaudibles con tal de no herir mis sentimientos. Con su contención, a pesar de verse contrariado, fue como se mantuvo fiel a lo que había sido su trayectoria de integridad y respeto para conmigo a lo largo de su vida.

Pocas horas después moriría a causa de una bajada de tensión, de la que no pudieron recuperarlo, inducida por los mismos sedantes que le inyectaron para contrarrestar los delirios que sufría a causa de la anestesia del posoperatorio. Mientras ocurría este trágico suceso, en el mismo hospital que fallecía mi padre, pocas horas antes, mi hermana la pequeña daba a luz a un vástago al que puso el mismo nombre de su abuelo. Cuando mi padre se enteró de su nacimiento, porque aún le dio tiempo de conocer la noticia, su comentario rayando el estoicismo fue: un Juan que se va y otro que viene.

Por la edad de mi padre, noventa años, yo tenía asumida razonablemente la proximidad de su partida; no obstante, cuando le llegó su hora me costó asumir esa realidad irreversible. Lo que pude experimentar en mi cuerpo en esos instantes, cuando llegué a su habitación y lo encontré rígido, fue como el zarpazo de un león desgarrando mi pecho. Tan doloroso como verlo entrar en el hospital por su propio pie, con todas sus facultades cognitivas intactas (incluso contó alguno de sus chistes antes de ser operado) para acompañarlo pocos días después, en el coche fúnebre, al pueblo que lo vio nacer para darle sepultura: el mismo en el que había transcurrido toda su vida exceptuando la guerra civil, el servicio militar y unos meses que pasó conmigo en la casa de Torrelles de Foix.

  1. LA PRIMERA RELACIÓN SERIA

A la muerte de mi padre, al verme aislado y sin amigos, ya que el único amigo que me quedaba en el pueblo tuvo que ausentarse por motivos de estudios, comencé a frecuentar en fines de semana un local gay que había en mi provincia: no sin cierto temor, puesto que no tuve quien me introdujese en aquel tipo de ambiente aún desconocido para mí. Además, a lo señalado, se unía la contrariedad de que mi madre era demasiado anciana como para darle un disgusto caso de que llegase a sus oídos el lugar al que me llevaban, ahora, mis pasos en busca de compañía.

A decir verdad, mi madre se fue para el otro mundo sin que yo supiese si conocía mi orientación sexual o no; más bien de sus palabras se desprendía que no se daba por enterada: la paciencia y el tesón es una de las virtudes que más admiro en la mujer y mi madre, como una más entre tantas, no estaba exenta de estas virtudes esperando colmar las expectativas depositadas en su hijo.

Comencé, así, a frecuentar un local gay de la provincia con la mirada puesta, sobre todo, en encontrar pareja. Los tanteos que hice por conseguir tal propósito fueron encaminados, especialmente, a conocer chicos afines a mí. La tarea fue infructuosa y, en menos de un año, me di cuenta que la vida gay no era tan guay, divertida y normalizada, como se presenta desde los medios de comunicación. Por otra parte, una mayoría de los que frecuentaban esos locales, al igual que en el título de la película «¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?» buscaban, antes que nada, un escarceo sexual de fin de semana.

No había pasado mucho tiempo de frecuentar esos locales, cuando supe, o tuve consciencia, de que había iniciado un camino casi sin retorno; principalmente porque en los locales gay, al no tener que simular un rol sexual contrario, me sentía cómodo y con vínculos de pertenencia e identificación a un grupo que compartía algo en común (aparte de la AMS en realidad no mucho más), e igualmente porque, como ya dijera, desconocía que existiese otra u otras alternativas para salir del gueto y encontrarme con mi verdadero yo. Luego vinieron otros motivos que me encadenaron todavía más a los sitios de encuentros entre gais y al estilo de vida que de él se derivaba. Fue la adquisición de unos hábitos sexuales y unas amistades, sin las cuales había pasado toda la vida, pero que ahora se convirtieron en imprescindible huyendo de la soledad. De este modo, la visitas a locales de ambiente gay terminaron siendo el único ocio de fin de semana.

Cuando llegaba al pub no siempre entablaba conversación con los chicos que me gustaban, unas veces por complejos de inferioridad, ya que pensaba que no estaba a su misma altura, y otras por timidez. Por lo comentado, el amor que tanto perseguía se iba postergando, hasta que, en las vacaciones del año dos mil, veraneando en Málaga, cuasi finalizadas éstas, contacté a través de un cibercafé con un chico que vivía en un pueblo turístico cerca de la ciudad que viera nacer al genio del cubismo. Desde el ciber, después de intercambiar con él unos cuantos párrafos en la red social, quedamos en su casa para conocernos. Al día siguiente volví a su casa para despedirme de él, antes de venirme al pueblo, pues era el último que le restaba a mis vacaciones estivales. Esos dos días fueron suficientes para que, en los sucesivos fines de semanas, ya que se dio cierto feeling entre ambos, condujera mi coche dirección a Málaga (algo más de 400 km), en concreto a Torre del Mar, por dos años más, qué fue lo que duró mi primer conato de pareja, luego de muchos años de búsqueda infructuosa.

No tengo mucho que contar de esta relación, aparte de que conservo un buen recuerdo de ese periodo, porque dicha persona fue sincera para conmigo mientras duró la relación íntima: ambos nos condujimos en ese espacio de tiempo con total libertad y sin que hubiese engaño de por medio. Finalmente di por zanjada la relación, ya que mi pareja o conato de pareja, a pesar de que le agradase mi compañía y me apreciara, no estaba dispuesto (su razón tendría, entre ellas una de gran peso, pues decía que no creía en el amor) a que termináramos conviviendo bajo el mismo techo. Bajo dicha premisa, dejé de frecuentar su casa, porque me dejó muy claro, con sus palabras, que con él no tenía un horizonte cercano para consolidar lo que verdaderamente se entiende por una relación de pareja.

De este modo cuando pensé que el ideal forjado en mi mente, sobre el amor, la convivencia, la empatía y la complicidad, estaban llegando a cimentar sobre el fruto que suele dar la espera y la paciencia; aquel ideal se desmoronó, repentinamente, como suele suceder con todo aquello que se fragua desde el puro voluntarismo y la ignorancia. No tardé, por tanto, en comprender que difícilmente dos personas reman en la misma dirección y que la libertad de cada persona, por otro lado, es un espacio intocable que hay que respetar, siempre, aun a pesar de que uno haya puesto de su parte lo mejor de sí mismo.

  1. SIETE VIDAS TIENE UN…

Fue en Málaga, antes de la romper con Diego, donde salvé la vida, por enésima vez, y cuando me encontraba al borde del precipicio, nunca mejor dicho que en esta ocasión, por la situación a la que nos enfrentamos aquel día. Aunque si se piensa bien…, al borde del abismo estamos cada día, puesto que pocas cosas hay tan frágiles como el ser humano, tanto por su psiquis, como por su físico, incapaces de controlar muchas de las adversidades que sufre a lo largo de su historia, bien sea por los fenómenos de la naturaleza, o por la naturaleza de algunos fenómenos de dos patas. Para corroborarlo, sólo hace falta juntar a cuatro o cinco especialistas, tomados al azar, para debatir sobre un tema, y enseguida nos daremos cuenta que difícilmente alcanzan una posición común. Si es con respecto a nuestro propio cuerpo, pasa un tanto de lo mismo, estás en la cama y puede que no despiertes más de tu sueño; en un sillón y al levantarte salir con lumbalgia; en la calle y ser atropellado en el más mínimo descuido; en una revisión médica de rutina y que te detecten cáncer; en definitiva, tenemos mil y un motivo para dar gracias a Dios por cada segundo que pasa dándonos oportunidades.

Pues bien, esa fragilidad del ser humano puede experimentarla, una vez más, con un suceso imprevisible en un día fulgente de sol cuando ya el verano estaba cerrando puertas y esparcía, en algunos de sus atardeceres, abundantes nubes acompañadas de aparato eléctrico anticipando la entrada del otoño. Así que, de buena mañana, me encontré asediado por la melancolía; ni siquiera el café logró reponer mi ánimo, y ello porque las vacaciones tocaban a su fin y el futuro se teñía con presagios de mal agüero.

Cuando despabilamos un poco, mi conato de pareja me propuso ir con su coche, a una playa encorsetada entre montañas, a la que se accedía por un camino con un setenta y cinco por ciento de desnivel aproximadamente. Para la subida había, en cambio, una carretera asfaltada y estrecha de mayor inclinación aún.

De este modo, mientras las horas iban pasando lentamente, y nuestros cuerpos, tumbados al sol, gozaban de una cálida y suave brisa, vimos asomar algunas nubes de evolución rozando el vértice del acantilado que, como castillos superpuestos a punto de desmoronarse, auguraban tarde de tormenta. Convencidos, ambos, de que la borrasca se nos venía encima, nos dispusimos a recoger los enseres mientras, en el corto trayecto que nos separaba del coche, algunos cúmulos negruzcos dejaron escapar sus primeras gotas. Una vez en marcha y a medio camino de la subida, esta vez por la carretera, los primeros chubascos dieron paso a un fuerte aguacero que frenaba el coche y le impedía avanzar resbalando hacia el precipicio. Como observé que el automóvil no dejaba de retroceder, impulsado por el miedo y sin pensarlo dos veces, me tiré del mismo en marcha, para salvar la vida y de paso empujar, si podía, en su parte trasera con tal de sacar a mi amigo, también, del atolladero. De esta guisa, empujando más con las vísceras que con los brazos y apoyándome, al mismo tiempo, con rezos implorando auxilio divino; el Volkswagen, ya más liviano de peso, comenzó a duras penas a arañar el asfalto hasta que pudo alcanzar, finalmente, la cima del acantilado en una explanada que se abría a pie de autovía.

La muerte, por tanto, un misterio, unas veces vamos nosotros en su búsqueda y otras viene ella a por nosotros cuando pensábamos que ya, la misma, se había olvidado de nuestra insignificante existencia. Es una lástima que nadie nos prepare para ese acontecimiento del que ningún ser humano escapa y que, por otro lado, puede hacerse presente en nuestras vidas desde el primer día de nacimiento. Si la muerte es un suceso natural en la vida de todo ser humano, no entiendo porque razón ponemos el grito en el cielo, renegando de Dios, cuando esta sorprende a uno de nuestros seres queridos. Una de las lecciones primeras que deberían inculcarnos, con el uso de razón, es la de tomar conciencia que nuestro primer paso en la vida es también nuestro primer paso en la muerte. Sobre la cual, por otro lado, no tenemos ningún derecho porque no fuimos nosotros los que pedimos venir al mundo, y por eso mismo puede llegar cuando a ella caprichosamente se le antoje o cuando esté programada, si es que lo está (cosa que no creo), sin tener en cuenta otros miramientos.

Debemos prepararnos para interiorizar esta realidad porque de lo contrario dejamos una puerta abierta a la frustración, a la ansiedad y a la depresión por aferrarnos a las personas. La Palabra de Dios, que como siempre viene en nuestra ayuda, nos recuerda no sólo nuestro paso fugaz por la vida, sino el olvido de nuestra memoria en los que vendrán después de nosotros; una muestra de ello la encontramos en el Salmo 130, 14-17: Porque Él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos sólo polvo “El hombre, como la hierba son sus días; como la flor del campo, así florece; cuando el viento pasa sobre ella, deja de ser, y su lugar ya no la reconoce. Más la misericordia del Señor es desde la eternidad hasta la eternidad, para los que le temen, y su justicia para los hijos de los hijos”

Como creyente no tengo miedo a la muerte porque confío que la vida continúa en el Cielo junto a Dios y con todos aquellos que alcancen su misericordia. Supongo que para los que no tienen esa esperanza o la han perdido, debe ser terrible pensar que aquí se acaba todo y que más allá de dos generaciones, ni siquiera quedará su memoria en el recuerdo de los que le sucederán. De cualquier modo, no creo que lo piensen demasiado, de lo contrario no acumularían bienes materiales como si fuesen a prolongar su vida sobre la tierra por generaciones sin término. Algunos justifican esta codicia diciendo que lo hacen por el futuro de sus hijos, y es posible que así sea en algunos casos; pero en la mayoría es la consecuencia de no tener en su horizonte otro panorama que el de acumular bienes; aquello para lo que nos adiestró la mentalidad materialista de nuestro tiempo, cuando decidió que el lugar de Dios, todo poderoso, lo ocuparía el hombre con sus bienes: aquello que hoy es y mañana desaparece.

Capítulo 7 LA GLOBALIZACIÓN: Internet en casa

  1. ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE EL ESTILO DE VIDA GAY

Poco después de terminar la relación con mi amigo malagueño, en el año dos mil dos, compré una casa cercana a la de mis padres donde pudiese relajarme después de la jornada laboral: mi trabajo era de cara al público y necesitaba un espacio tranquilo para liberar tensiones. Allí instalé internet con el propósito de entablar relaciones de amistad con otros chicos homosexuales. La idea no tardó en dar resultado ya que en pocas semanas no faltaron colegas con los que conversar y compartir gustos afines. Sin embargo, no fueron muchas las amistades que hice; tal vez por la superficialidad de las conversaciones que se vertían en el chat, la mayoría centradas casi exclusivamente en el físico y en el tamaño de los genitales. También hice algún enemigo a resultas de expresar mis opiniones sin ambigüedad, tal y como había venido sucediendo por lo general en los demás ámbitos sociales en los que me había desenvuelto hasta ese momento. Comento lo anterior porque en el chat entraba una persona, que con palabras seductoras y afables venía a justificar su inclinación sexual por los niños; y algo más por lo que daba a entender. En volvía sus palabras con tal dulzura que consiguió, incluso, poner de su parte a algunos de los que entraban a ese mismo chat.

A estas alturas nadie duda ya que internet es un arma de doble filo, lo mejor y lo peor del mundo lo tienes a tu alcance en cuestión de segundos y sin moverte de tu asiento. Un espacio muy propicio para dar rienda suelta a la imaginación, que, arropada por el anonimato y guiada por sus bajas pasiones, se desinhibe para prescindir de cualquier tipo de valoración moral. Fue así, como en cuestión de meses, me introduje en el mundo virtual, chateando durante largas horas, especialmente en noche; la cual, como todo sabemos, despierta la fantasía y la libido más allá de lo normal.

En relación a ese mundo de ensueño que nos ciega en la noche, recuerdo ahora un refrán que nos repetía mi madre cuando éramos pequeños: para ella de especial significación por los nefastos medios de comunicación que había en su infancia. El refrán rezaba así: “de noche vamos todos a Madrid, de día nos quedamos aquí”. Este proverbio refleja, muy bien, la ilusión que desbordamos durante las horas nocturnas porque sabemos que a continuación nos aguarda la cama, y no en cambio cumplir con la palabra empeñada minutos antes. De esta manera pues, en ese mundo quimérico que mi imaginación desbordaba durante la noche, busqué el amor. Esto fue por un periodo no demasiado largo, ya que proto descubrí que no era tan fácil la espera y, por consiguiente, la continencia sexual, dado la urgencia y la voracidad con que se despierta el impulso sexual en el varón, sobre todo si eres joven y no hay ideales de por medio que puedan apagar ese fuego que te devora la carne; ideales como pudieran ser la fe y la estabilidad de una familia, especialmente por los hijos.

Los ideales y valores de siglos, por el contrario, fueron relegados y suplantados como ya mencioné en algún apartado anterior, por lo que antes se consideraban antivalores; es decir, el utilitarismo, el placer o el disfrute en sí mismo como meta, el consumismo, y el relativismo (Dios es ahora el hombre). Así recuerdo que, por ejemplo, en la década de los setenta y ochenta, la llave mágica que zanjaba todas las controversias y abría todas las puertas al egocentrismo era la siguiente: “todo depende del cristal con que se mire”; lo que equivale a decir que no hay verdad, ni moral objetiva.

De este modo, muchos ─la gran mayoría─ guiados del subjetivismo y la sociedad consumista que destilaba la cultura del momento, tanto hombres como mujeres terminaron imitando en sus relaciones personales dicha cultura utilitarista considerando a sus congéneres como simples utensilios para uso y disfrute particular; es decir, como un objeto más de consumo. Esta mentalidad posmoderna, consumista y relativista, impregnó todos los ámbitos donde la persona se desenvolvía: el familiar, el laboral, el político y las relaciones de pareja.

De este modo, el hombre desprovisto de los códigos morales de lo que había sido su cultura hasta entonces (el cristianismo), una vez endurecido su corazón, iba desechando y, por consiguiente, destruyendo a toda persona o grupo que frene sus intereses personales subjetivos, sin importar a qué coste. A cambio, el relativismo (contradictoriamente) engendró sus propios dogmas los cuales nadie podía y puede poner en duda, y mucho menos discutir en el Ágora pública, entre otros a saber: la ideología de género; la ideología de la muerte, con su tridente de aborto, eutanasia y anticoncepción; y, finalmente, el ecologismo ideológico, igualmente beligerante, que sitúa a la naturaleza y a los animales por encima del mismo ser humano, para quien la naturaleza fue hecha, ya que esta no puede disfrutar de sí misma.

El hombre moderno es, pues, un prototipo de hombre útil, productivo y triunfador que camina ensimismado en su ombligo, recitando como un autómata, todo va bien, todo va bien, aquí no pasa nada, hasta que se topa con la pared de su propio egocentrismo, plasmado en otros congéneres que, a su vez, van repitiendo su misma cantinela con la vista, también, vuelta hacia su propio agujerito, repitiendo, todo va bien, todo va bien… no hay nada que yo pueda hacer o mejorar. Este hombre pos, siempre buscará un culpable para no tener que dar marcha atrás y arrepentirme de nada; será la pandemia, el machismo, la guerra, la religión, etc., pero nunca su propia decadencia moral y social.

Fue por la facilidad que presta la web de poner en contacto a unas personas con otras, por consiguiente, el motivo por el cual me entregué largas horas a chatear buscando pareja. Pero no sucediendo lo que esperaba, en parte por lo ya comentado, lo único que saqué en claro, por entonces, fue que un buen número de homosexuales daban, en primer lugar, rienda suelta a su instinto sexual para que, parejo a esta práctica, surgiese después la parte espiritual, es decir, el amor.

Si bien aquello funcionaba de este modo, muchos aún se autoengañaban poniendo por escrito, en el chat, que buscaban pareja. De este modo, pues, la realidad venía a demostrar luego, cuando hablabas con ellos en privado, que, salvo excepciones, la inmensa mayoría sólo buscaba un escarceo sexual sin ninguna otra pretensión.

De este modo, por influjo y teniendo en cuenta que a uno le seduce en la carne como al resto de mortales, finalmente terminé por entregarme al ideario o itinerario de la mayoría: asumir que en la misma práctica del sexo encontraría el amor que buscaba. Por lo ya comentado, una vez que acepté el proceder de la mayoría, sucedió que, a partir del año dos mil, mantuve contactos sexuales con algunos chicos de mi edad; si bien, todavía, no con la frecuencia y el ritmo frenético con el cual muchos solían hacerlo. Y esto porque a pesar de optar por la salida más fácil, todavía era incapaz de desligar sexo de amor o, cuando menos, de afectividad. Por este mismo motivo decidí cruzar el charco rumbo a las américas de nuevo; esta vez no para un viaje de aventura, sino para conocer a un chileno, un chico seis años más joven que yo, con el que mantuve correspondencia a través de correo electrónico durante algo más de un año.

Durante el espacio de tiempo transcurrido desde que comenzó el intercambio epistolar hasta que fui a Chile a conocerlo, me entregué a un sinfín de actividades debido, como ya he resaltado en alguna ocasión, a mi espíritu inquieto; a la fe que seguía latente en mí; y sobre todo, a ese plus que siempre da el creer estar enamorado. Aunque el amor, en realidad, no lo es hasta que no se pone a prueba cuando surgen los contratiempos de la vida o cuando, por otro lado, los temperamentos de cada cual se activan en el devenir de la convivencia, la confianza y la rutina. Esto suponiendo que haya un amor puro y desinteresado entre personas del mismo sexo, como cuestionan algunos psicólogos con argumentos que no carecen, en principio, de lógica. Argumentos que, por otro lado, yo mismo descubrí como válidos, al contrastarlos y sopesarlos, años después, con las verdaderas motivaciones que me habían llevado, una y otra vez, a buscar pareja o sexo con hombres. La motivación principal que hallé, haciendo un poco de introspección fue, al menos en mi caso, la búsqueda de mí mismo y de mi masculinidad: llenar por un lado mi vacío existencial y mi soledad teniendo a alguien a mi lado y, por otro, apaciguar el fuego del deseo carnal que despertaban en mí los varones. Deseo que se activaba tratando de encontrar en otros varones, sin saberlo, la masculinidad y virilidad que yo creía no tener, como respuesta de mi psiquis al influjo de tantos años de acoso y de las palabras hirientes de personas mayores muy influyentes para mí.

El amor en cambio, el verdadero amor tiene que ver, sobre todo, con un encuentro integro personal con el otro, con la entrega, la donación de uno mismo, la renuncia, dar la vida sin esperar recompensa, la complementariedad, la trascendencia. ¿Qué estabilidad y amor puede tener una relación entre iguales, si el punto de partida, en la mayoría de ellas, es la búsqueda de la identidad perdida y nace focalizada prácticamente en la atracción física? Me temo que muy poca, pues como se puede deducir a simple vista, la persona es algo más que su fisonomía. Cuerpos andantes, por cierto, hay muchísimos entre los que elegir y a cada cual mejor, sobre todo ahora que prima el culto a la imagen y los gimnasios están a rebosar.

La palabra amor, para otros, en cambio, puede tener otras connotaciones dependiendo de la educación o el influjo de la cultura que haya recibido durante su etapa de maduración personal. No obstante, estoy convencido que aquella persona que busca la Verdad o está abierta a ella (no a la seguridad que pueda brindarle un pensamiento cerrado y afín a sus deseos) termina por encontrarla; eso siempre y cuando se esté dispuesto a pasar por el valle del dolor, en el cual el autoengaño no es posible. Lo que importa, entonces, es mantener la perspectiva, mirar a lo alto, y ver que todo valle transcurre entre montañas. Todo tiene un proceso de maduración que nadie puede vivir por otro, pero hay que estar de continuo sobre él supervisando, porque de lo contrario podemos creer que solo existe un camino, aunque el mismo sea una ciénaga y nos impida avanzar hacia una meta inalcanzable cuando no inexistente.

Regresando a los datos biográficos por donde los dejé antes de esta disquisición, tengo que añadir, que durante el largo año de amistad que mantuve por correspondencia con el joven chileno, lo repartí entre el trabajo, una o dos horas de ciclismo de montaña al día, obras de caridad, y el tiempo que dedicaba a chatear que, por cierto, no era poco. Ese interés por ayudar, por hacer algo por otras personas, me impulsó en aquel tiempo a escribir cartas al defensor del pueblo, al Obispo, al presidente del gobierno, y al defensor del menor: siempre en el empeño de aportar soluciones a diferentes situaciones de injusticia que yo veía en la sociedad española por esas fechas.

En muchas ocasiones, el mismo tiempo que dedicaba a chatear, lo convertía en una actividad humanitaria, sobre todo, si me tropezaba con jóvenes homosexuales con depresión. Me identificaba con ellos porque durante diez años yo mismo padecí dicha enfermedad, sin que hubiese dado, en todo ese tiempo, con una sola persona que me orientase adecuadamente para salir de aquel pozo de tristeza y de muerte. En mi afán por ayudarlos, acertadamente o no, siempre lo hice con buena intención aprovechando mi propia experiencia. Me llamaba mucho la atención ver a chavales jóvenes destrozados emocionalmente, por miedo a ser rechazados en su entorno, tanto por sus padres como por sus propios amigos. Jóvenes que, habiendo nacido en democracia −en la que supuestamente gozábamos de unas libertades que no tuvimos durante la dictadura− se sentían acorralados por los fantasmas del miedo y del rechazo, del mismo modo que yo lo estuve durante mucho tiempo.

No sé como está ahora la situación en este sentido, pues hace muchos años que no entro en redes sociales específicas de personas con atracción por los de su mismo sexo, sin embargo, a día de hoy, sigo escuchando en la calle, entre críos y adolescentes, cuando por cualquier motivo surge una discusión entre ellos, los mismos insultos hirientes de antaño. Insultos que, ya sean en broma o enserio, se van depositando en la mente y van echando raíces, como semilla que se entierra en otoño y brota en la primavera. El que se sigan dando estas pautas de comportamiento no es más que el reflejo de una sociedad hipócrita, en la que los adultos han llegado a un consenso, soterrado, de tolerancia fuera de sus casas sobre esta cuestión; mientras que, de puertas hacia dentro, no se educa al niño en el respeto a las personas, sean cual sean sus sensibilidades o su aspecto físico (porque parece que hemos olvidados que se discrimina por otras muchas cuestiones). Concienciación en respetar al diferente, que dista mucho de asumir su mismos pensamientos y lenguaje porque eso sería tanto como decir que tengo que aceptar y estar de acuerdo en todo lo que planteen los vagabundos o mi abuelita por el hecho de ser una minoría o tener otra sensibilidad diferente a la mía.

Esto que acabo de expresar con un ejemplo sencillo es lo mismo que se ha declarado desde dos organismos internacionales, uno por boca de un diputado de izquierda en la ONU y otro por una resolución desde el Tribunal Europeo de Derechos Humanos con sede en Estrasburgo.

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  1. EL AMOR ME AGUARDA EN CHILE

Aquella actividad humanitaria y frenética, que por entonces realizaba, fue la que me sirvió para salir de la angustia vital en la que se desarrollaba mi actividad laboral por entonces. De este modo trascurría mi vida, de tarea en tarea, (para no llevarme fuera del trabajo los problemas que tenía dentro), hasta que tomé la decisión de desplazarme a Chile para conocer, in situ, a aquel que, ahora sí, pensaba llegaría a ser mi pareja.

Llegué a Santiago una mañana de espacios infinitos ataviada de un resplandeciente amanecer. Con los primeros haces de luz aparecieron ante mí vista los Andes revestidos de blanco como novia engalanada en su día nupcial. Viniendo de un territorio semi plano, en comparación con las magnas proporciones que dibujaba el macizo andino al despuntar la aurora, aquel espectáculo de siluetas mastodónticas que se me regalaba, por detrás de la ventanilla del avión, dejó impregnada mí alma de una gratitud inmensa a Dios. En ese instante me sentí anonadado y pequeñito ante tan magnánimo paisaje de éste nuestro planeta tierra. Sin embargo, siendo así, todos esos prodigios de la naturaleza fueron pensados y creados en razón al hombre por muy insignificante que éste se reconozca en medio de ellos. De lo contrario ¿cómo puede explicarse que los árboles de hoja caduca lleven impresos consigo la fecha en la que han de proporcionar sombra al hombre en perfecta sincronía con los meses más calurosos del año o que determinados frutos con abundante líquido, como la sandía, aparezcan en la estación más calurosa del año? lo mismo se puede decir de los cítricos que, por lo general, lo hacen en los meses en que el hombre es más propenso a resfriarse y necesita, por consiguiente, un suplemento de vitamina c ¿cómo explicar, por otro lado, que muchos animales hayan formado una simbiosis perfecta con el hombre para ayudarlo en sus tareas y en la conquista del planeta? ¡Qué azar más inteligente éste que se fraguó después del big bang, no…! Se han dado muchas explicaciones de lo inverosímil que resulta entender el orden del universo y su equilibrio por una conjunción de infinitas casualidades bien enlazadas todas entre sí. Una de ellas, por ejemplo, se sirve de la siguiente comparación: propone que ese equilibrio planetario resultante del azar, sería tan improbable de armarse por sí mismo, como tirar todas las letras de las que consta el Quijote al aire y que al llegar al suelo se mezclasen entre ellas quedando en el mismo orden que las puso Cervantes. Sin duda alguna, hay que tener más fe para creer esto que para creer en Dios, ya que Dios es espíritu y, como tal, no necesita un principio de creación como la materia y las leyes que la rigen.

Siguiendo con el relato de mi estancia en chile, en el aeropuerto me esperaba Jorge que, aunque no destacaba por su físico, pronto me cautivaría por su Juventud, su sonrisa y su simplicidad; resultante esta última, posiblemente, del contagio de un continente que no se había ensoberbecido como Europa, por el peso de su historia o por la arrogancia de su poder económico.

Santiago la capital me pareció una ciudad de contrastes, como en general lo es toda Latinoamérica; es allí donde se entremezclan, como en ningún otro lugar la pobreza y la riqueza, la belleza con la aridez y las ganas de vivir con la muerte. La primera sensación que se registró de aquel país en mi alma fue la de una primavera pródiga y amable. No solo por la vistosidad y variedad de su naturaleza; sino también por la vitalidad, la alegría, la candidez, la juventud y la cordialidad de sus habitantes. Supongo que fue esta misma sensación la que impregnaría el espíritu de Nino Bravo cuando compuso la canción América América.

Como la fe en Dios permanecía viva en mi corazón, esperaba que fuese Dios mismo, al que yo creía amar y conocer, el que me confirmarse de algún modo, que aceptaba la práctica de las relaciones homosexuales en mí y, por ende, en la humanidad. Y pensaba, para mis adentros, como si Dios tuviese los mismos pensamientos que los míos, que su conformidad vendría determinada, finalmente, el día en que Él pusiese en mi camino al chico idóneo con el que compartir la vida.

Una vez que salí de la terminal, no tardé mucho en localizar a Jorge, el cual me aguardaba con una rosa en mano y mucha curiosidad, a la vez que con mucha curiosidad. también yo lo estuve examinando mientras me aproximaba a él, y sucedió, que cuanto más me acercaba a su posición, más seducción causaba en mí. Al llegar junto a él, sin dar tiempo a intercambiar palabra, no me resistí a la tentación de besarlo y de abrazarlo, ajeno a las miradas de la gente y al ruido estentóreo de los pájaros, con armadura de hierro, que volaban sobre nuestras cabezas.

Por esas fechas mi idea era escribir la autobiografía que en estos momentos redacto, para contarle al mundo y, en particular, a mis correligionarios, como ya dije, que Dios acepta, en contra de lo que dicen las Escrituras, la práctica homosexual. El que la relación de pareja y el amor llegase a buen término con este chico, sería para mí la prueba, confirmación de que Dios, además de amar a la persona herida, desposeída y marginada, como nos dice la Iglesia, aceptaba en este caso también con él, su modo de vida; es decir, las relaciones sexuales entre hombres y mujeres del mismo sexo. De algún modo había retado a Dios en mis deseos personales a darme una respuesta sin saber, a ciencia cierta, si está realmente vendría de él. Algo que, por lo general, sucede al contrario, es decir, que cuando Dios tiene un plan sobre alguien, o una misión específica para él, es Dios el que llama primero y lo hace iluminando su conciencia de tal modo que no le quepan dudas que esa misión viene de Él para ti. De este modo me había autoerigido, en programador suyo, como si yo pudiese someter su voluntad y su conocimiento, sin error, a mis cuitas y elucubraciones. Sin embargo, si Dios tiene un plan para cada hombre (yo pienso que el principal plan que tiene Dios para con nosotros, es que confiemos en su palabra, sin ambages, y actuemos conforme a la misma) no era precisamente el que aquella relación, incipiente, fructificase por irresistible que fuese la atracción que sobre mí ejercía la jovialidad, el físico y las ganas de vivir de Jorge.

En principio hubo química entre ambos, especialmente en lo tocante a la atracción sexual. Así fue, porque al instante de traspasar la puerta de la habitación del hotel, solo tuve tiempo de colocar la rosa en un vaso, para que de inmediato, sin deshacer las maletas, nos entregásemos, por el deseo carnal, el uno al otro. En ese desenfreno pasamos parte de la noche, para terminar la celebración de nuestro encuentro visitando, al día siguiente, las ciudades turísticas de Valparaíso y Viña del Mar, próximas a Santiago de Chile. Poco quedó en mi retina de estas dos bellas ciudades, ya que mis ojos estaban más atentos al príncipe de mis sueños, que al paisaje que se cernía tras su costado, sobre el carro de tiro en el que montamos para hacer el periplo turístico dentro de la ciudad. Sin embargo, a pesar de ese encuentro deslumbrante, algo iría minando nuestra relación durante el tiempo que permanecí en el país: un asunto del cual no me había puesto al corriente por email.

Pocos días después emprendimos vuelo hacia el norte de Chile rumbo a la ciudad costera de Antofagasta en el Pacífico; lugar en el que residía Jorge donde compaginaba el trabajo con sus estudios de psicología. Allí me aguardaba una sorpresa: estaba conviviendo bajo el mismo techo con una mujer bastante mayor que él, con la que, por cierto, mantenía una relación de dependencia y amistad, aunque no así carnal. Su amiga, a pesar de conocer, de antemano, el motivo de mi visita y el tipo de relación que me unía a su amigo, se adhirió a ambos como un apéndice más de Jorge. A parte del contratiempo que esto supuso para mí, hubo otro con su compañera, pues la “doña” aprovechaba cualquier conversación para desacreditarme e incluso sembrar dudas en Jorge, acerca de mi atracción por los hombres y mis buenas intenciones para con él.

Después de unos días de convivencia en la casa que tenían alquilada a medias, pude intuir el motivo de tanto rechazo por parte de su amiga con respecto a mí; se debía, especialmente, a una mezcla de celos e inseguridad por su futuro. Ella temía de algún modo que, si la relación entre ambos fructificaba con el tiempo, nos iríamos a vivir juntos quedando ella sola y desvalida. Aparte de la razón ya expuesta, descubrí que entre ellos habían surgido lazos afectivos muy fuertes: con respecto a Jorge porque vivía muy alejado de su tierra, tanto en la distancia geográfica como por los débiles lazos afectivos que mantenía con su familia. Mientras que Bedelía, por su lado, una mujer vapuleada por el paso y el peso de la vida, acababa de salir de una fuerte depresión, con varios intentos de suicidios; de la que, por cierto, escapó gracias al apoyo y los consejos de Jorge.

No fue esa la única causa que amenazaba nuestra relación, pues por el comportamiento de Jorge pude entrever, que más que estar interesado por mi persona o en tener pareja, lo estaba en su propia persona y en el provecho que pudiese extraer de nuestro encuentro. Yo representaba para él (aunque no creo que ese pensamiento fuese premeditado) una especie de tren de paso del cual servirse mientras durara. Por mi lado −verde aún en los temas del corazón− puse el listón muy alto sobre una persona a la que yo mismo había idealizado, con el poder de la imaginación, por unas letras que se deslizaban en mi escritorio, en el silencio de largas noches, cargadas de mucho voluntarismo para conquistar el amor que tanto anhelaba, y como respuesta, también, al deseo por su parte de conocerme en persona. En este sentido Jorge me había idealizado tanto como yo a él, sin embargo, cuando me conoció en la cercanía, entre las acometidas de su amiga hacía mí, por una parte, y por otra, que yo no respondía a sus expectativas económicas, ni al prototipo de hombre que él espera de una pareja, todo empezó a desinflarse. En algún momento llegó a creer incluso, que yo constituía una amenaza para su libertad; pues pensaba que quería imponer mis convicciones sobre las suyas, (algo que no entraba dentro de mis pretensiones) cuando hablábamos de diferentes temas, especialmente de filosofía y psicología. No obstante, y a pesar de ese ambiente enrarecido del que aún no era muy consciente, puesto que, como bien dice el proverbio “no hay más ciego que el que no quiere ver” yo seguía ilusionado negando a mi corazón la posibilidad de que se avecinaba otro fiasco sentimental; máxime, después de haber dejado parte de mi vida en ello.

Mientras estuve alojado en su vivienda intenté acoplarme a su ritmo de vida, de tal modo que le acompañaba a la universidad, a la compra, al médico y, en muchas ocasiones, a soportar a su amiga, la cual se unía a nosotros cuando su amante tenía que atender al trabajo, a su mujer y a sus hijos (casi siempre). No faltaron, por otro lado, momentos lúdicos y de asueto. Entre ellos, coincidió con mi estancia en Antofagasta, la fiesta nacional, la cual celebramos con una parrillada de carne al mediodía (comida tradicional entre la gente de la zona para dicha conmemoración) y por la tarde con una entrada al rodeo: espectáculo de competición ecuestre-ganadera que cuenta, a día de hoy, con un gran número de aficionados en todo el país; tantos casi como el fútbol.

Luego de la fiesta nacional Jorge me presentó a su amigo James, el cual nos invitó a pasar un fin de semana en su domicilio. Aceptamos su propuesta, de tal modo que al siguiente sábado partimos hacia un pueblo pequeñito del altiplano, un oasis en medio del desierto de Atacama, llamado San Pedro.

Siendo Antofagasta ciudad costera y San Pedro del interior, con un desnivel sobre el nivel del mar aproximado a 4320 metros y unos 340 kilómetros de distancia entre ambas poblaciones, en el trayecto de ascensión se produce un fenómeno de hinchazón en el vientre, como consecuencia de la presión atmosférica, de la cual me advertiría James, días antes de emprender el recorrido en autobús hacia San Pedro. El pronóstico del amigo de mi amigo (valga la redundancia), un mulato de refinados modales y de buena presencia, se cumplió tan al pie de la letra que horas después, mientras el autobús ascendía, me encontré con un embarazo no deseado de considerable proporción bajo mi camisa; lo cual, por cierto, me resultó de lo más hilarante. He anotado aquí esta experiencia como una anécdota curiosa, sin embargo, lo que más me llamaría la atención, en el mismo trayecto de Antofagasta a San Pedro, fue las impresionantes vistas del altiplano en el desierto de Atacama: paraje cuasi virgen donde aún no se entremezclaba la impronta de Dios en su creación, con la acción erosiva y contaminante del hombre desdibujando su rostro sobre la misma.

Oteando sobre el altiplano pude atrapar, un horizonte árido y despejado de singular belleza atravesado por montañas en la lejanía, que a poco que llueve, según pude comprobar luego (algo que ocurre excepcionalmente en este desierto), se cubre de flores señalando, con sus pétalos extendidos al cielo, a Aquel que les regaló la vida, en una extensión de espacios infinitos, donde poco antes no existía nada. Del mismo modo que resurgiría mi vida, tiempo después, cuando me dejé empapar del amor de Dios con su Palabra.

Fue en San Pedro de Atacama donde tuve una de esas experiencias que te conectan con tu ser espiritual trascendente: una experiencia que te da a conocer fehacientemente, por experimentarla en primera persona, que el ser humano es mucho más, que la materia de unos cuantos elementos químicos enlazados con mucho acierto entre sí. No puedo decir que se tratase de una experiencia mística, al estilo que cuentan los santos u otras personas a quien Dios ha querido conceder esa gracia, ya que en ese instante no me encontraba haciendo oración, aunque tampoco puedo descartar, de todo, que viniese directamente de Dios. Ahora pienso que fue, más bien, producto de la conjunción de algunas circunstancias favorables, para que aquel hecho se presentase por primera vez, en mi persona, sin yo buscarlo. Este mismo fenómeno se repetiría años después en otro contexto totalmente diferente y con la misma percepción e intensidad.

San Pedro estaba envuelto de una atmósfera que me conectaba con mis raíces y ancestros, de facto el Español Pedro de Valdivia conquistó Chile, partiendo desde S. Pedro de Atacama, el pueblito donde yo estaba ahora, hasta llegar a la actual Santiago, ciudad que él mismo fundó. No sólo la historia, también el paisaje de San Pedro con sus viviendas, hechas de adobe, me trasladaban al mismo horizonte de casas bajas del pueblo donde nací y me crie. Esa atmósfera acompañada con la verdadera dimensión de fragilidad que de uno mismo da el desierto (no empero, grandes místicos buscaron en él el encuentro con Dios) fue la que hizo −eso creo ahora− que, sentado sobre el tronco seco de un árbol, en medio del silencio matutino, del polvo del paisaje y de mi propia inconsistencia, percibiera que yo era algo más que lodo, tronco seco o polvo del desierto. En dicha quietud −como suspendido fuera del tiempo y el espacio− perdí, súbitamente, sin hacer nada de mi parte, la unión con mi cuerpo sensible: inesperadamente todos mis sentidos quedaron anulados y, a cambio, solo se registraba en mi espíritu, paz, gozo y plenitud sobrenatural. No hay palabras para describir aquel estado; pero sí para decir lo que no fue: nunca antes el mundo material con todos sus placeres y atractivos, me había brindado experiencia mínimamente equiparable a aquella: experimenté una plenitud y felicidad tal, que en aquel momento hubiese suscrito el mismo discurso del apóstol Pedro en el monte Tabor con la Transfiguración de Jesús, cuando deseó −impregnado de la gloria que irradiaba Jesucristo en su divinidad− quedarse en aquel lugar y en aquel estado para siempre. El placer se siente a través de los sentidos en la psiquis; la plenitud, en cambio, sólo puede atraparse en el espíritu, que se sitúa en el terreno de lo inmaterial. Aquella fue una muestra más, cuando menos, de que el ser humano es mucho más que pura materia; y ello por haber sido soplado (formado) con el “aliento” de Dios que es Espíritu. (Génesis 2, 7) Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vida; y fue el hombre un ser viviente. Por otra parte, tengo que aclarar que aquella experiencia para nada tuvo que ver con Jorge, pues precisamente ese día me sentía muy molesto con él, porque vi que delante de su amigo era como si no existiese para él.

Los fines de semana, Jorge y yo, los dedicábamos a frecuentar salas de fiestas y a visitar ciudades y pueblos cercanos. Entre otros pueblos visitamos la ciudad minera de Calama, donde se encuentra la mina Chuquicamata, una de las más grandes del mundo a cielo abierto. En ese itinerario hacia la ciudad de Calama volvimos a atravesar por en medio de los mismos parajes agrestes que ya nos habían conducido anteriormente a San Pedro: cerros sin vegetación que, por su composición rica en minerales, refractan a ciertas horas del día, iluminados por el sol, una policromía de vivos e intensos colores a modo de caleidoscopio. Un paisaje lunar, más pictórico que habitable, ya que, a pesar de sus espectaculares vistas, por su ausencia de vegetación, daba la impresión de haber sido concebido, exclusivamente, como hábitat de serpientes y anacoretas. No sería yo, precisamente, a pesar de mis inclinaciones místicas, el que pusiese mi tienda de campaña allí, sino más bien todo lo contrario. De tal modo que, si me dieran a elegir, para ese encuentro con Dios, preferiría rodearme, entre otros elementos, del rumor del agua al resbalar entre las piedras de un riachuelo; del polífono canto de las aves; del saludo amable de las hojas en las copas de los árboles al pasar bajo sus ramas; de la suave caricia de la brisa, a la luz del crepúsculo, caminando por un sendero despejado de transeúntes; o de un horizonte, sin límites, abierto al mar persiguiendo el rumor de sus olas.

A la entrada de la mina, ya en ciudad de Calama hizo su aparición el “diablo” bajo apariencia de un joven rubio atractivo: un chaval del norte de España que estaba con una beca de estudios en Chile. Más pronto que tarde me percaté que Jorge Antonio, no tenía más campo de visión que la melena dorada del catalán y su esbelta y, a la vez, frágil figura. Entre ambos surgió, súbitamente, una corriente de empatía, que los llevó a compartir una larga plática con intercambio de teléfonos al finalizar. No obstante, a pesar de aquellas miradas cómplices, no me sentí agraviado, tal vez porque conocía de antemano, en mis propias carnes, el imperioso poder de la libido que nos hace proyectar el deseo y la imaginación en actos reflejos difíciles de simular. El que lo exculpase no restaba, en nada, para que advirtiera la distancia que nos separaba, a ambos, en cuanto a sentimientos y proyecto de futuro en común.

Pero como la vida no dejaba de dar vueltas con sus atardeceres y amaneceres, siempre distintos, por cierto; a pesar del joven de leonina melena y figura grequiana, la relación entre mi pololo (ligue) y yo marchaba, hacia adelante, aunque cada vez con más aristas y menos brillo. Por mi lado, seguía hipnotizado e idiotizado por su juventud, su alegría, su simplicidad y por su cuerpo. Apenas si me daba cuenta de su desafección hacia mí, entre otros motivos porque apenas le faltó tiempo para arrojarme en brazos de su amigo James. Su comportamiento era fiel reflejo de esa tendencia que existe en todo hombre, que le lleva a infravalorar lo que posee, o cree tener asegurado de antemano, para magnificar y dar valor de realidad a todo aquello, que sólo tiene consistencia en la fantasía proyectada por el deseo y la ilusión.

De regreso al mundo de lo efímero y de la supervivencia, mis días en Chile estaban llegando a su ocaso: el calendario, con sus traiciones y desencuentros −en ocasiones lento como tortuga y en otras veloz como atleta de alta competición− no hacía más que recordarme, en aquel presente, que a mis vacaciones le quedaban pocos días para exprimirle, lo más posible, el zumo dulce de lo exótico y lo desconocido: la de una tierra nueva y la de un amor que no acababa de despegar más allá de la quimera que lo engendró: la necesidad.

Apenas, sin darme cuenta, me había acostumbrado a la presencia de Jorge Antonio, le había acompañado en todas sus actividades excepto en sus horas de trabajo, por lo que suponía que, a partir de entonces, echaría de menos su compañía, sus gestos, su simplicidad y el vigor que acompaña a la juventud en su proceso de ir quemando etapas hacia la madurez y hacia la muerte. De igual modo presentía que echaría de menos su conversación, las largas caminatas en su compañía, y el relajante baño en aguas del Pacífico al atardecer. Aquella aventura me dejaba una sensación agridulce, a la que yo deseaba aferrarme como niño inseguro de la mano de su padre. A Jorge Antonio le notaba cada vez más distanciado: dejaba correr el tiempo sin poner en claro hasta donde deseaba profundizar en la relación en la que ambos nos habíamos embarcado un año antes por email. Su personalidad era la típica de aquellos que evitan la confrontación y que quedan a resguardo del devenir en el acontecer diario. Mi conducta en cambio, reflexiva y lenta, pero resolutiva y vehemente, como consecuencia de mi carácter sanguíneo, no acababa de entender aquella actitud suya de pasiva entrega; de estar, en todo momento, a la expectativa de lo que sucediese al día siguiente y de las decisiones que yo fuese tomando.

  1. FIN DE LAS VACACIONES: LA DUDA

De vuelta a casa, a pesar de las dudas, tenía la determinación de seguir, adelante, en la sinrazón de abandonar mi tierra para irme a vivir a Chile con Jorge Antonio. Estaba dispuesto a dar ese salto en el vacío, en mi pretensión por asirme a lo que podría ser el último intento, por desgaste, para tener una pareja estable y alejarme de la promiscuidad sexual. Tan resuelto estaba a dar ese paso que comencé a preparar las maletas y a mentalizar a mis padres para que se fuesen haciendo a la idea de la separación.

Mi vida como ya dejé anotado estuvo rodeada en muchas ocasiones, sin yo buscarlo, de personas relacionadas con la psicología y de otras dotadas con cierta capacidad para visualizar y anticiparse a los acontecimientos. Entre los visionarios, ninguno de los que conocí se sentía satisfecho de tener esas percepciones extrasensoriales, ya que les colocaba ante situaciones delicadas que no sabían cómo manejar. Yo, en cambio, nunca tuve esa capacidad (si se puede llamar así), algo de lo que me alegro al ver los problemas de conciencia y estados de ánimos que causaba en ellos el hecho de poseer dicha penetración mental. Posteriormente explicaré porque he sacado a colación este comentario.

Antes de regresar a Chile conocí a otro estudiante de psicología a través de un chat gay generalista en el que solía entrar para mitigar mi soledad y de paso ayudar o dar ánimos a aquellos que estuviesen receptivos a acogerlos. En principio desconocía su actividad, la cual me desvelaría posteriormente en privado, cuando la amistad comenzó, poco a poco, a fraguarse. Fue gracias a este chico por el que desistí de llevar a término mi idea inicial de volver a Chile para vivir con Jorge. De este modo, pues, luego de intercambiar varias charlas en un diálogo franco con este nuevo amigo, llegué a la conclusión que no era necesario exponer tanto a cambio del poco afecto y tacto que mostraba Jorge Antonio para conmigo. No recuerdo ahora, con exactitud, las palabras con las que Julián, este otro estudiante de psicología, me hizo ver lo arriesgado de mi decisión; de cualquier modo, me convenció para que lo meditase detenidamente sin precipitarme. Siguiendo su consejo dejé la decisión suspendida por un tiempo, hasta ver que cauce seguía la relación en la distancia con el transcurso de las semanas. Y fue finalmente el peso de la razón, en la serenidad que otorga darles a las resoluciones importantes un tiempo de maduración, la que hizo que en pocos meses se desinflase todo lo que yo había levantado anteriormente de modo artificial, apremiado por la necesidad de amar y el deseo, por otro lado, de ser reconocido y amado al mismo tiempo.

Una vez más, Dios, me iba conduciendo, ahora de la mano de Julián que, por sus buenos consejos, me apartó de una decisión, a la desesperada, con la que buscaba paliar el vacío de amor y compañía que clamaban desde mi interior. Por otro lado, con este amigo, tenía de nuevo a alguien en quien confiar: una persona que apreciaba mi amistad, por mí mismo, sin tener en cuenta mi cartera, mi físico o mi intelecto; un amigo que, al mismo tiempo, se fiaba de mí haciéndome partícipe de sus propias inquietudes. Al menos por esta vez, con Julián, sucedió lo contrario a lo que yo solía hacer; es decir, no llamé yo a la puerta de nadie para apaciguar los reclamos de mi corazón, sino que fue otra persona, la que observando los comentarios que yo vertía en el chat generalista, me abrió una ventana en privado para ofrecerme su amistad.

Departiendo de muchos temas con Julián permanecí, después, por varios años, hasta que los contactos por chat se fueron espaciando y enfriando hasta el punto que nunca más volvió a llamar a mi ventana; la ventana virtual. Julián tenía pareja, nunca me lo ocultó, además sus obligaciones le ocupaban cada vez más tiempo. Sin embargo hubo otro aspecto de mi personalidad con el que Julián chocaba para que se fuese distanciando de mí; era totalmente contrario a mis convicciones religiosas, supongo que a consecuencia de la cultura dominante, y a unas circunstancia familiar, muy dolorosas, por la que tuvo que atravesar siendo aún muy joven y que, con toda seguridad, no supo encajar en relación a los designios del Todopoderoso: un lastre a mi entender para Julián porque sólo se puede amar lo que se conoce y solo se puede conocer a aquel (estoy pensando en Jesucristo) a quien le abrimos humildemente las puertas de nuestro corazón y nuestro entendimiento.

  1. ADICTO AL SEXO

A partir de mi fracaso con Jorge renuncié a seguir, unas veces esperando y otras buscando, a la desesperada, la persona adecuada con quien unirme para compartir la vida. Por lo ya comentado, decidí no gastar más energías en un camino estéril donde la gran mayoría de colegas huía del compromiso. Acepté, de esta manera, la realidad que se me imponía, no por obligatoria, pero sí por ser la conducta que llevaban a término la mayoría de colegas; al menos la generalidad de aquellas personas que yo conocía de los ambientes gay. Conducta, por otro lado, que no difería, en nada, de la que se daba en el resto del país en dichos círculos. De ello me ponían al tanto algunos amigos que se desplazaban los fines de semana a otras regiones de España: unas veces para conocer gente nueva y otras para ocultar su realidad homosexualidad de la vista de conocidos.

Degusté así, a partir de entonces, de esa barra libre que supone la gratuidad del sexo entre varones y la disponibilidad física que mostramos los hombres, en todo momento, para la actividad sexual. Eso sí, siempre, en la espera que dicha actividad sexual me llevase al amor como me decían mis colegas, y no al contrario como yo lo había pretendido hasta entonces. Luego constaté, por la misma práctica, que se trataba de una premisa errónea, porque difícilmente nos puede llevar lo carnal a lo espiritual, lo normal es que lo carnal te conduzca a explorar más y más en su mismo terreno. Hay estudios que así lo avalan al haber puesto de manifiesto que el sexo es tan adictivo o más que la droga más potente: esto por las sustancias químicas que se liberan en nuestro cuerpo en el transcurso de un encuentro sexual. Entre esas sustancias se hallan la dopamina, la serotonina, la oxitocina y la noradrenalina. Si a esto añadimos que el hombre fue diseñado para vivir en compañía, llegamos a la combinación perfecta para que, huyendo del compromiso e intentando paliar la soledad, se busquen compulsivamente encuentros sexuales casi a la desesperada. Los estudios deben ser ciertos porque así lo experimente yo en propia carne al poco tiempo de tomar esta opción.

Una vez que me introduje en ese camino, los primeros encuentros sexuales no fueron tanto para descargar mi pulsión sexual, cuanto, para compensar, a través del placer, la angustia que me producía, por un lado, el hecho de sentirme solo y, por otro, la frustración que experimentaba en las tensas relaciones laborales que vivía a diario. Si esta búsqueda de sexo tuvo de fondo esos dos acicates en un primer momento, luego con la práctica, no puedo ocultarlo, vino la lujuria: deseo que se despertó con un apetito tan insaciable, que me sorprendió a mí mismo por su poder adictivo e impulso irrefrenable.

Con ese apetito voraz terminé, en poco tiempo, como muchos otros colegas, con adicción al sexo. Esto a pesar de que ya por entonces era consciente, debido a que siempre he usado la introspección como método de autoconocimiento, de lo esclavo que me estaba volviendo a los contactos sexuales. De tal modo me atrapó aquella práctica que fuera de la jornada laboral, quitando algunos ratos que dedicaba al deporte, la búsqueda de sexo, so pretexto de encontrar una relación estable, se convirtió en una forma de vida o, en lo que es aún peor, en una servidumbre de la que no podía sustraerme. Así pasé de tener encuentros esporádicos sexuales, a estar largas horas frente al ordenador buscando, casi a la desesperada, cualquier colega que estuviese libre y dispuesto para mantener un affaire sexual, ya fuese en un vis a vis o virtualmente de no ser posible.

Ahora, al poner por escrito este largo periodo de mi vida, he tomado consciencia (aunque la vida no tiene marcha atrás en ningún caso) que de haber dedicado todas esas horas que pasé frente al ordenador, en lugar de buscar relaciones sexuales, a cultivar mi intelecto, en este momento no dispondría en mi apartamento de espacio suficiente para ocuparlo con libros. A tal grado de dependencia me llevó la práctica sexual, que cualquier otra actividad quedaba disminuida y dominada por la misma. Así sucedía que, en vacaciones, apenas si disfrutaba del paisaje natural o arquitectónico del entorno, lo mismo que pasaba con la oferta cultural del lugar elegido. Es más, por lo general, las vacaciones las programaba buscando sitios que propiciasen encuentros sexuales: de este modo, mi mirada se dirigía antes a los monumentos andantes que encontraba por la calle, que a aquellas obras artísticas que idearan y plasmaron sus ancestros. No sólo las vacaciones, la vida misma quedaba dominada a cualquier hora del día, obsesivamente, por saciar el deseo morboso que suscitaba mi mirada al contemplar la anatomía de otros varones. De este modo, solía suceder, siempre que la ocasión lo propiciase, que de la mirada concupiscente pasaba inmediatamente a la acción. Escudriñaba de entre los rostros de los hombres, quienes me miraban con deseo carnal y quienes, con sus gestos y movimientos, me invitaban a un escarceo sexual improvisado. El deseo era tan irrefrenable que fui descubriendo que todo rincón era propicio para tal menester: no importaba el lugar siempre y cuando este escapase de la vista de terceros.

Este modus vivendi me atrapó durante nueve años, el mismo con el que se identificaban y vivían a diario muchos colegas; especialmente los que no tenían pareja estable; es decir la gran mayoría. Al transformarse en una forma de vida todo giraba en torno a esta actividad sexual; ya fuese el modo de vestir, las conversaciones, las salidas con los amigos, el tiempo de ocio, etc. En definitiva, un mundo que me esclavizó y me quitó tiempo para crecer y madurar en otras direcciones que llenasen mi vacío existencial: el vacío que experimenta todo hombre cuando desconoce qué y quién da sentido a su vida y existencia. El hombre fue hecho y concebido para amar, y es solamente, aunque parezca contradictorio, vaciándose de sí; es decir entregando su vida generosamente, como puede llenar su vacío y desterrar sus insatisfacciones. No podemos, por lo mismo, concebir a Jesucristo, segunda persona de la trinidad, único Dios verdadero, sino entregándose por entero. Y es este Cristo el que nos pone de manifiesto, por medio su palabra y de su ejemplo (dando la vida hasta la muerte), en qué consiste el amor. Por tanto, dedicar toda una vida a saciar los deseos y apetitos de la carne, en una búsqueda incesante de uno mismo, es desperdiciarla de antemano.

Hay un pensamiento que coincide con lo que acabo de expresar que puso de manifiesto uno de los intelectuales más prolijos de todos los tiempos, me refiero al filósofo, físico, matemático y científico Blaise Pascal: “En el corazón de todo hombre existe un vacío que tiene la forma de Dios. Este vacío no puede ser llenado por ninguna cosa creada. Él puede ser llenado únicamente por Dios, hecho conocido mediante Cristo Jesús”, de tal modo que, si deseamos conocer y profundizar en este Dios que puede dar respuesta a nuestra búsqueda interior y llenar nuestra ansia de Ser (de plenitud), debemos acudir, como Francisco de Asís, a los Evangelios. Poco más necesitó él, quitando la oración, para encontrar las respuestas.

En esta etapa de mi vida, en la búsqueda continua por calmar la ausencia de Dios en mí a través de las relaciones sexuales, había relegado a Dios y a su Iglesia a poco menos que un salvavidas en tiempo de crisis; no era Dios precisamente el que ordenaba mi vida, sino que era yo el que le ordenaba a Él, al creador del universo, a cubrir mis necesidades perentorias: en este momento de mi vida, particularmente, a que me otorgase una salida a mi lastimosa situación laboral. Fue a causa de ese vacío de Dios, por lo que esa búsqueda, continua, de placer inmediato y fugaz, no acababa de saciar las demás esferas de mi persona, y mucho menos la ausencia de amor que seguía presente al poco rato de que concluía cada uno de esos encuentros sexuales. De esta manera buscaba atrapar mi verdadera identidad, mi identidad oprimida, en el espejo de otros varones, a través de las relaciones sexuales; y esto sin darme cuenta que yo ya estaba completo en mí, solo que desenfocado en mi autopercepción y herido por tanta adversidad. Sólo hacía falta que alguna circunstancia especial, o alguna persona me abriese los ojos y me pusiese en el camino correcto. Y el que mejor podía hacer esa tarea era Dios que lo conoce todo; especialmente, el motivo por el cual llegué hasta esta esa situación de caída en picado.

En cualquier caso, no funcionó como cepo los diversos contactos sexuales (y no fueron pocos) que mantuve, para que surgiera el amor en uno de dichos encuentros y, de ahí, la relación de pareja, según me habían hecho creer los colegas. De tal modo que, siendo éste el pensamiento de la gran mayoría, tal búsqueda se eleva casi al infinito, por infructuosa, en contactos múltiples en un mundo que hunde sus raíces, por lo general, sin entrar en un análisis más profundo, en la autocontemplación a través de otros varones del Yo oculto, en mi caso se podría decir el Yo aplastado por el entorno. Últimamente, también, empiezan a sumar los casos por la curiosidad de probar en un terreno resbaladizo que, al presente, por esnobismo y por ignorancia, se ha convertido en moda.

  1. EL AMOR CRISTIANO, CONCEPTO

Para el cristiano la palabra amor encierra un concepto desinteresado en la entrega; que se traduce en de donación. El amor, por tanto, no es un juego de intereses: te amo por tu buena imagen, por lo que puedas aportarme o porque suples mis carencias y necesidades afectivas y físicas; de ser así ¿qué decisión tomo con respecto a la persona que un día cae en descrédito, con aquella a la que ya he sacado, para mi provecho, todo lo que yo deseaba de ella, con la que deja de seducirme, o enferma? ¿la suelto como a un juguete roto o usado? en este sentido hasta los animales gozan de mayor consideración con los de su misma familia. Esta forma de relacionarse con los demás, según nos enseñó Jesús no tiene mérito alguno, y lo hace cualquiera: es egocentrismo, porque todos mirando por sí mismos sin tener en cuenta a los otros al final es la supervivencia del más fuerte, y los más fuertes siempre son minoría, al resto entonces lo que le espera es la esclavitud y la muerte. El amor vivido según las enseñanzas de Jesús, es donación, salida del yo; encuentro, acogida; es trascender lo puramente carnal; es poner a Dios, al prójimo y a la familia por delante de mis satisfacciones e intereses; es aceptación de lo que no se puede cambiar; es tomar la cruz de Cristo (cargar y asumir nuestras propias miserias, limitaciones, responsabilidades y pecados, para permutarlos en amor, esperanza y vida para otros), porque el camino de la huida y del Yo (del Yo en primer lugar), es el camino que engendra todas las guerras y todas las frustraciones. El amor se da, no se exige, porque la retribución está en función de la libertad del otro, como también en su modo de razonar y de juzgar; los cual no dependen de mí. El amor es, además, dar paz; consolar; sanar las heridas; es levantar un proyecto en bien de la humanidad, de la familia o de una persona disminuida y necesitada; es sembrar la simiente de la Palabra para que Jesucristo con su amor pueda reinar en el corazón de todo hombre. El amor es aceptar las contrariedades y las tribulaciones, dos hándicaps del devenir inherentes al ser humano; el amor es saber esperar; es otorgar confianza, credibilidad; es contar con la opinión del otro; el amor es saber que las personas no son de mi propiedad y no tengo, por consiguiente, que retenerlos contra la suya; el amor es no dejar caer a la persona cuando esta se esté hundiendo; el amor es corregir al que yerra, es aceptar el paso del tiempo y la decadencia en mí y en los otros, el amor es…

El verdadero amor es el que se nos describe en esta oración atribuida a San Francisco de Asís:

Señor, haz de mí un instrumento de tu paz:
que donde haya odio, ponga yo amor,
donde haya ofensa, ponga yo perdón,
donde haya discordia, ponga yo unión,
donde haya error, ponga yo verdad,
donde haya duda, ponga yo la fe,
donde haya desesperación, ponga yo esperanza,
donde haya tinieblas, ponga yo luz,
y donde haya tristeza, ponga yo alegría.
Oh Maestro, que no busque yo tanto ser consolado como consolar,
ser comprendido como comprender, ser amado como amar.
Porque dando se recibe, olvidando se encuentra, perdonando se es perdonado, y muriendo se resucita a la vida eterna. Amen.

El amor de Jesucristo, modelo para toda la humanidad, va aún mucho más allá; es amor oblativo: es Dios que se inmola a sí mismo, no por masoquismo sino por amor; ya que ese es el primer atributo de Dios y debería ser el primer principio de cada hombre, pues para eso fuimos creado; para amar y, amando, otorgar descanso, gozo, alegría, verdad y vida a todos, especialmente a los más débiles. El amor es prescindir del ego para zanjar las discordias, restablecer confianza y ejercer la fraternidad de saberse hijos de un mismo padre, de Yahvé. Es negarse a uno mismo, (palabra escandalosa para el mundo y la psicología de hoy) para aceptar voluntad de Dios. Esta negación de uno mismo, no tiene sentido si no es anteriormente aceptada por la persona como cierta, buena y liberadora, ya que Dios no secuestra voluntades: no se trata, por tanto, de soltar las lacras del mundo para cargar con la losa de Dios, sino que es creer por fe, y aceptar, que Dios desea lo mejor para mí como cualquier padre que se precie; pero con un matiz facultativo que lo diferencia del amor humano de un padre; y es que Dios, por ser mi creador y por ser Dios, conoce a la perfección todo aquello que me conviene sin error. De esa negación del ego, de la inmolación de Cristo en la cruz, nació la vida: la resurrección de Cristo y, con ella, nos abrió la puerta, a todos, para participar de su misma resurrección; y no solo eso, sino para capacitarnos también, por medio del Espíritu Santo, a todos los bautizados a llevar a cabo aquello de lo que seríamos incapaces con nuestro solo esfuerzo. Con su Gracia Santificante, por medio del Espíritu Santo y de los sacramentos, Jesucristo nos rescata, por tanto, de las servidumbres o esclavitudes con que nos someten las pasiones e instintos cuando los dejamos actuar a su antojo. Jesús lo describe con una parábola que no deja lugar a duda: “Les aseguro que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna” (Juan 12, 24-25). Morir es el principio de la vida (poniendo otro ejemplo en el mundo de la materia, el esperma y el óvulo tienen que morir a su individualidad para engendrar una nueva vida que se prolongará en otros) y, por eso mismo, hemos de aceptar este reto con alegría, sabiendo que, en la renuncia a mi ego, encontramos a Dios y al prójimo, pero también nos encontramos con nosotros mismos, que renacemos a una vida sin apegos (libres de ataduras) al mundo, a las pasiones, a las personas y a las cosas.

Tal vez conlleve un pequeño sacrificio, pero nada comparado con las insatisfacciones que te deja seguir los postulados de este mundo, entre otros, el miedo, la soledad, la depresión, y la ansiedad. Jesús nos lo hace saber con estas palabras (Mt 11, 28): «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré, porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.

De este modo, el adoctrinamiento por parte de los poderes públicos, en particular de los mediáticos como la televisión, la prensa, el cine y plataformas en la Web en favor del hedonismo como fin y meta de la humanidad, ha llegado a penetrar en el seno de las familias, no solo en los hijos, en continuo contacto con estos medios, sino también en los padres; en el matrimonio cristiano, en el cual se daba este sentido de renuncia de uno mismo en favor del nosotros, de conformar una unidad indivisible y permanente por el mismo sacramento que los une en nombre de Dios Trino. De este modo pues, lejos ha quedado entonces el modelo tradicional basado en la Revelación Divina, de formar una sola carne; es decir, en la entrega gratuita de uno mismo en el otro y en los hijos, con lo que esto conlleva de estabilidad para todos sus miembros. El gozo sexual y el disfrute de los sentidos que antes era una consecuencia del mismo amor de renuncia (que en ocasiones se dará y en otras no, pero eso no interrumpirá la estabilidad del matrimonio), ha pasado pues, como dijimos, a ser un fin buscado en sí mismo; no te amo para darme en ti y en los hijos; para construir una sola cosa en Dios, sino que te “amo” siempre y cuando reciba lo que yo espero de ti, es decir placer y que suplas mis carencias.

En línea con este mismo hedonismo (no con el amor oblativo de Jesucristo) por la influencia de la cultura del momento, me situé yo, tratando de buscar una vía de escape que me alejara, por momentos, de mi vacío existencial a través del placer con múltiples y diversos contactos sexuales después de mi fracaso con Jorge Antonio.

Aquella practica de darme placer a mí mismo, sin más consideraciones, pues ese era el ideal de un mundo sin Dios, dar rienda suelta a la imaginación y a la sensualidad, me llevó a la adicción al sexo más voraz; no solo a mí, sino a todos los que nos juntábamos en los ambientes gais que era la mayoría del colectivo por entonces. De este modo traspasé muchos límites, los cuales jamás pensé que franquearía cuando opté, por primera vez, llevar a la práctica mi atracción por las personas de mí mismo sexo. Pues bien, exceptuando orgías, sado, prostitución, sexo con menores y otras prácticas sexuales, igualmente degradantes que me propusieron y que no viene al caso airear, todo lo demás lo llevé a cabo; aquello de lo que nadie habla en los medios de comunicación del mundo gay, pero que está ahí o que estuvo ahí, ya que los métodos cambian, pero no así los deseos nunca satisfechos de la carne. Y me refiero en concreto a cuartos oscuros de los que todo el mundo ha oído hablar y existen; a saunas y antros para tener sexo con personas que jamás has visto en la vida; zonas de cruising en el campo y en las playas sin señalizar, no siempre bien resguardados de la vista de cualquier transeúnte. En dichos espacios pude ver practicas tan al límite de la salud física (cualquiera que haya frecuentado estos ambientes sabe que no miento), que jugar a la ruleta rusa casi se queda corto para describir lo que algunas personas hacen con sus cuerpos para dar y recibir “placer”; en ocasiones no ya por personas maduras cansadas de vivir, sino por jóvenes que apenas superaban la veintena de años: contactos múltiples en una sola noche, de todas las maneras imaginables y sin ningún tipo de protección; protección, dicho sea de paso, que en poco tiempo, una vez que te introduces en este mundillo, muy pocos, prácticamente nadie suele usar. Pero esto no solo sucede en lugares ya específicos, también, en cualquier otro lugar que se preste para la ocasión y quede fuera de la vista de terceros: así de esclavizado me vi por la lujuria, sin llegar a esos límites, en la que me iba adentrando poco a poco, unas veces de la mano de algún amigo y otras de la curiosidad por experimentar algo nuevo. Esto sucedió porque, como ya he dado a entender, estaba errando en el objetivo: la nada y el vacío que experimentaba a diario en mi vida, se daban en mi espíritu y en mi psiquis, de tal modo que ninguna persona puede sosegar su espíritu atendiendo a satisfacer los apetitos de la carne; máxime si estos no entran en el plan de Dios como pude comprobar, tiempo después, por una revelación que tuve de la cual daré detalles más adelante. Solo existe un medio de encontrar la paz, que consiste en armonizar nuestras vidas conforme a nuestra naturaleza y al propósito de aquel que nos la otorgó cuando aún no éramos nada: (Jeremía 1, 5) “Antes que yo te formara en el seno materno, te conocí, y antes que nacieras, te consagré…”.

Esta marcha, hacia el vacío, la emprendí aproximadamente hacia el dos mil cuatro, cuando tenía poco más de cuarenta años, tras dar por concluida mi relación con Jorge Antonio. De esta guisa anduve después, por nueve años más, a la búsqueda de contactos sexuales vía internet y en salidas de fin de semana por locales gais. En el camino hice amistades, aunque todas ellas superficiales e inconsistentes, como superficial era, en gran medida, todo lo que envolvía esa forma de vida monotemática. Con algunos la amistad era para salir de marcha; con otros, aparte de amistad, mantuve también relaciones sexuales que, en la mayoría de las ocasiones, no se prolongaban más allá de tres o cuatro meses. Había un tercer grupo en el que la relación se limitaba a un simple desahogo puntual, el cual daba por concluido con un adiós y hasta la próxima; aunque en el fondo sabía que era un adiós y hasta siempre.

Si he sido demasiado descriptivo lo hago con el propósito de que tomemos conciencia, de hasta qué grado somos dominados por nuestras pasiones cuando, sin tener conocimiento de ello, nos dejamos arrastrar por consignas modernistas de personas que, hablando por boca de ganso, ni siquiera, se han adentrado en este terreno y, por lo mismo, desconocen las secuelas que se derivan de las prácticas sexuales compulsivas, tanto por la dependencia y la frustración que generan como por las enfermedades de trasmisión sexual a las que uno queda expuesto. Las estadísticas están ahí y no mienten; cualquiera puede hacer un sondeo en la web para contrastar que lo que digo es cierto. Yo mismo conozco a amigos fallecidos por contraer alguna de esas enfermedades o como consecuencia de ellas.

Para dejar constancia de lo que vengo diciendo, pongo a continuación varios enlaces que dan buena fe de ello:

https://www.mundiario.com/articulo/sociedad/vih-monstruo-prefiere-jovenes%C2%A0/20171118140642106464.html

https://www.20minutos.es/noticia/3669647/0/enfermedades-sexuales-suben

https://www.europapress.es/madrid/noticia-centro-juridico-tomas-moro-acusa-ayuntamiento-comunidad-fomentar-promiscuidad-sexual-apoyo-worldpride-20170626195228.html

https://www.lifesitenews.com/news/sex-diseases-surge-to-record-high-in-u.s
https://hbakkali.wordpress.com/2013/05/26/cancer-de-ano-dr-pedro-herranz-pinto/

  1. EN LA WEB COMO EN LA CALLE NO FALTAN LOS DEMENTES

En la búsqueda de contactos en la web me encontré de todo, tampoco es de extrañar de una ventana abierta al mundo, especialmente de ésta que propicia el anonimato. Así, en la inconsistencia de una amistad a distancia, en ocasiones hasta sin rostro, vine a dar con personas que me utilizaron a sabiendas de ser conscientes de lo que hacían. Hubo un individuo que me sedujo con hermosos poemas, sólo con el propósito de dar celos a su pareja. Esté sujeto fue uno más de aquellos con los que mantuve un cierto vínculo, que estaban relacionados con la psicología; pero al contrario de los dos anteriores que eran estudiantes, este tenía ya su licenciatura y ejercía como tal. Pues bien, este pobre hombre, porque en realidad debía ser muy pobre (cuando menos de principios) utilizó todos sus conocimientos en psicología para que su pareja, bastante más joven que él, no lo abandonase haciéndole creer, para darle celos, que yo trataba de conquistar su corazón (corazón de hojalata) y no al contrario. Es más, anteriormente de echar a reñir a su pareja conmigo, el susodicho psicológico (al que le hubiese venido muy bien citarle el adagio: “médico cúrate a ti mismo”) nunca me puso al corriente de que estuviese enamorado de un joven con el que tenía relaciones. Tan poco escrúpulo tuvo, que me vilipendio en público, en el mismo chat generalista que entrabamos a diario, acusándome delante de otros colegas y de su pareja, al cual invitó a unirse en aquella ocasión, de que le acosaba porque me había enamorado de él y otras muchas sartas de mentiras y sandeces para encandilar a su mancebo. No obstante, no fue esto lo que más me ofendió, sino que mantuviese el engaño durante largos meses, enviándome por email poesías seductoras, en las cuales me adulaba.

Si bien el modo de proceder con engaños, siempre ha ocurrido en la historia de la humanidad a causa de diferentes temores, entre otros este mismo de perder el afecto de otra persona (a la cual se aferran algunos como único salvavidas); el que viniese de alguien con cultura, al que además se le supone ciertos principios de acorde a sus estudios humanísticos, delata la degeneración a la que el ser humano está llegando, a través de la cultura del utilitarismo.

Una sociedad así, en la que cada individuo sólo va buscando su interés personal, no puede subsistir por mucho tiempo. Si occidente se mantiene en pie todavía, es porque aún quedan personas que bebieron de las fuentes y de la cultura de sus antepasados y, por lo mismo, siguen rechazando formar parte de esa jungla humana de utilizar a los demás como objetos. Lo que ha quedado de esa cultura en el mundo ateo, son ciertas cuestiones relacionadas con lo social, prescindiendo de cualquier otro tipo de connotaciones morales, algo a lo que, por cierto, tampoco ha dado solución, porque persisten grandes bolsas de pobreza aún en los mismos países desarrollados. Una sociedad que va asumiendo como normal y deja de escandalizarse por lo que hace dos décadas, tres décadas atrás, eran hechos inaceptables, por poner algunos ejemplos el aumento vertiginoso de violaciones, de suicidios, y asesinatos.

la anorexia mata, sin embargo, es ciega. Esto es lo que está pasando en Europa occidental por haber renunciado a nutrirse de sus propias raíces; de las raíces cristianas. Hay ciertas teorías conspiratorias que dicen, que todo esto forma parte de un plan orquestado por los que gobiernan, ya que las personas con principios son irreductibles, como lo fueron los cristianos arrojados al circo romano.

Y para aseverar lo anterior solamente he de mirar en mí mismo, ya que, a pesar de haber cometido muchos errores, he de reconocer y declarar que, de no haberme acompañado la figura de Jesucristo durante toda mi vida, con todo lo que arrastraba a mis espaldas debido al acoso, más algunas deslealtades insospechadas que llegaron después, habría perdido toda esperanza y, por lo mismo, hubiese dejado un montón de víctimas tras de mí; si no físicamente sí, al menos, psíquicamente. ¡Gracias Señor por estar ahí apuntalándome, cuando otros trataban de derribarme!

Después de este último zarpazo del psicólogo internauta −cuando ya había sobrepasado la cuarentena− me sentía vivo porque aún podía pensar, pero muerto porque mi vida se limitaba a ejercitar las funciones primarias de comer, trabajar, dormir y, ¡y ya se sabe…!

El que reflexiona y, sobre todo, el que hace autocrítica puede cambiar, de esta manera yo sustituiría el principio descartiano «pienso luego existo», por este otro «pienso luego puedo ejercer mi libertad». Si no te lo crees mira al Mesías, que aun en la cruz pudo otorgar esperanza, paz y perdón a los que estaban a su alrededor, sin dejarse llevar por el dolor y por los instintos de ira y venganza, que es lo que se espera de alguien al que se le ha condenado injustamente. Por este pensamiento libre, de construir y no derribar, de amar y no excluir, Jesús liberó al ladrón de su pasado; a su madre y al discípulo amado les otorgó una filiación y un asidero de consuelo mutuo que se extendería, posteriormente, al resto de la humanidad; y para sus verdugos −los que le dieron muerte− perdón de parte del Padre.

Para poner fin a este apartado terminaré por describir el resto de experiencias que viví en esa etapa de internauta. Después del terapeuta sin escrúpulos, apareció otro espécimen (por decir algo), que superó al anterior en lo retorcido de su mente: la estrategia de este, para seducir y para darse un desahogo sexual vía internet, consistía en provocar lastima simulando enfermedades ficticias, para suscitar de este modo, en sus interlocutores, sentimientos de compasión. Conmigo llegó a fingir que tenía un cáncer terminal con tal de que no lo eliminase de la lista de mis contactos. Pero no quedó ahí la trampa, sino que enredó la madeja de tal manera, en sus elucubraciones maquiavélicas, que llegó al extremo de simular su propia muerte haciéndose pasar, después, por su hermana.

Por mis convicciones cristianas me dispuse a acompañarle a bien morir, unas veces mediante llamadas telefónicas y otras por chat al más grande de todos los farsantes y comediantes con los que había departido hasta ese momento. Puede parecer ridículo o irónico, pero más ridículo me sentí yo cuando descubrí el fraude.

Luego de este demente, llegó un charlatán, en el año dos mil once, imbuido de filosofías orientales. Este señor, como pude comprobar en su día, era buen conocedor de las teorías hinduistas, pero su vida no era, para nada, conforme a sus soflamas. El que ha estado toda subida de un modo u otro en contacto con el mensaje de Jesucristo sabe distinguir, por lo general, lo que es pura retórica de lo que conforma un modo de vida a causa de unas creencias. En cuanto a este personaje, ya en su mismo discurso, delataba que todo en él empezaba como terminaba, en pura fanfarria y palabrería vana.

Como mi amigo no alcanzó el nirvana que esperaba, con las filosofías orientales, acudió luego a la parapsicología como medio de encontrarse a sí mismo y de paso, con tres o cuatro cursillos de fin de semana, ejercer de maestro sanador (de guía de ciego que conduce a otro ciego). En su empeño por mostrarme los conocimientos adquiridos en clase me hizo un test de personalidad cuya conclusión final, para nada tenía que ver conmigo mismo. Por la experiencia vivida a lo largo del tiempo, pienso que el mejor psicólogo o parapsicólogo que podemos tener es a nosotros mismos, a través de una buena dosis de introspección y autocrítica. Y ello porque tanto el alma como el cuerpo llevan inscritos, en sí, un instinto de supervivencia y regeneración capaz de detectar sus puntos flojos: el problema viene cuando nos acomodamos a llevar encima el olor de nuestra propia miseria espiritual y corporal; el olor anticipado a muerte. Muerte a cuentagotas, que es menos dolorosa, pero al fin y al cabo muerte.

Estando precisamente en la casa del aspirante a sanador de traumas fue donde supe que, mi difunto y anterior amigo seguía vivo y coleando. El mundillo de los homosexuales es parecido al de los artistas en cuanto que, tarde o temprano, todos terminan conociéndose entre sí: si no todos en persona si al menos por referencias de otros colegas. Esto era así antes, ahora que el número de homosexuales va in crescendo, es posible que esta realidad sea más infrecuente. De este modo conocí, por este último contacto, que mi amigo el difunto era un gran trolero (por decir algo suave) pues pocos días antes había mantenido con él una conversación telefónica y, por tanto, no podía llevar muerto más de un año; el tiempo que había transcurrido desde que dejé de comunicarme con la suplantada hermana del fiambre. Finalmente, el parapsicólogo, para que comprobase que su información era veraz, puesto que no daba crédito a sus palabras, lo llamó por teléfono en mi presencia desde su casa.

Como ya comenté la psiquis tiene unos resortes que te están indicando, aunque sea a ráfagas débiles, que algo no anda bien o no cuadra, y que debes de afrontarlo; así fue también con aquel farsante antes, incluso, que se hiciese pasar por su hermana y, por consiguiente, por difunto. No dejaba de sorprenderme algunas incongruencias que mostró en el transcurso de las conversaciones, sin embargo, yo preferí engañarme antes de indagar a que se debían algunos de esos pequeños detalles que no terminaban por encajar de todo con su historia. Y lo hice, con tal de adoptar la postura que, en aquel momento, era más cómoda para mí: pensar que había alguien que por fin me amaba, una persona a la que yo había encontrado en una situación crítica, a la cual, por lo mismo, no podía abandonar consumiéndose en un cáncer incurable.

Capítulo 8 COMO EL HIJO PRÓDIGO

  1. ¿EXISTE LA CASUALIDAD EXTREMA?

Recién cumplidos los cuarenta y seis años me sentía solo, ahora no, exclusivamente, por el hecho de estar sin pareja, sino porque paralelamente a ello, mi madre, a la que me sentía muy unido, falleció. Su partida ocurrió en el dos mil seis, siete años después del fallecimiento de mi padre (los mismos años que se llevaban de edad). Al morir mi madre preferí quedarme como estaba, solo, antes de convertirme en carne de cañón o presa fácil de algún cazador o cazadora de recompensa sin escrúpulo; esto aun reconociendo que el mal del tiempo presente, el individualismo y las prisas, son un hándicap que actúa en contra de las personas que han optado por vivir solas. De este modo, como ya nada me ataba al pueblo después de la muerte de mi madre, vendí las pertenencias inmuebles que tenía, para trasladarme a otro pueblo de más habitantes con tal de llevar una vida privada “satisfactoria” en cuanto a la práctica de mi tendencia sexual. Pensé que esta decisión me alejaría de los comentarios y críticas a las cuales queda uno expuesto en un pueblo pequeño: las heridas del pasado dejan huella y, las de mi infancia, aún no estaban restañadas como para tener que enfrentar la misma situación por segunda vez.

Por aquellas fechas yo me encontraba en vísperas de algo nuevo, aún a pesar de no ser consciente de ello. Para comenzar mostraré un pequeño anticipo que, de algún modo, me estaba señalando el cambio. No soy muy dado a recordar efemérides, pero en una visita al cementerio de mi pueblo, me resultó curiosa la fecha de fallecimiento de mi padre, ya que hasta entonces no le había prestado atención. Un mismo número se repetía hasta cinco veces, siendo así que lo retuve fácilmente: el número en cuestión era 19/09/1999.

A los días de haber estado en el cementerio puse la televisión en un canal, que no sintonizaba nunca, justo en el momento que estaban pasando una película. No sé bien qué me motivó en ese momento a mirar el calendario en la pantalla, cuando advertí que todas las cifras terminaban en nueve; así fue, de una ojeada pude visualizar que marcaba día 19, 9 horas, 9 minutos. Esta coincidencia con la fecha de fallecimiento de mi padre me resultó tan curiosa, que quise echar un vistazo, también, a la reseña de la película. Después de leerla con atención, cuál no sería mi sorpresa que la fecha de rodaje coincidía con el año de la muerte de mi padre 1999, y el título con el que la presentaban en España «Vuelve el Amor». Película que, dicho sea de paso, tocaba someramente, el tema de la homosexualidad sin ser éste el argumento principal de la película. Todo esto me llevó a hacer algunas cábalas, a las que los humanos somos muy propensos ante situaciones similares: la que yo deduje en un primer momento, a consecuencia del título de la película, era que el amor volvía a mi vida, si es que alguna vez lo tuve humanamente hablando. No quedó ahí el asunto, sino que la misma experiencia se volvió a repetir, sin yo buscarla, en el aniversario de la muerte de mi padre al año siguiente, pero esta vez, sin película de por medio. De esta manera, algo de nuevo me llevó a fijarme en el calendario del televisor y para mi sorpresa, de pronto vi que marcaba día 19, 9 horas, de septiembre, noveno del año. Entonces la cábala fue otra, puesto que no había atisbo de tal amor. Quise pensar dos cosas, primero que el amor de mi padre volvía hacia mí; posiblemente porque ya sabía desde el cielo el cambio que se iba a operar en mi vida meses después y, luego, porque desde la inmortalidad fue conocedor del fondo de mi corazón, del cual tuvo dudas antes de partir. No era intención mía sacar este suceso en la autobiografía, ya que, como nos dice la Biblia, Dios detesta todo aquello que tenga que ver con el ocultismo, el más allá, las cábalas o las prácticas esotéricas, un ejemplo de ello lo encontramos en Deuteronomio (18, 9-14). Si lo he hecho en esta ocasión es para señalar a los incrédulos que estas coincidencias inverosímiles nos muestran, de algún modo también, que después de esta vida terrenal existe otra espiritual en la eternidad.

  1. LA ANSIEDAD Y LA LECTURA ESPIRITUAL ME LLEVAN DE NUEVO A DIOS

Volviendo al tema laboral tengo que decir (ya que este fue otro de los motivos que me traían en un sin vivir) que, en lugar de mejorar, cada vez se enconaba más: muchos años de tensión y de desencuentro dieron como resultado un vaso lleno a punto de rebosar. Gracias a la paciencia que arma mi estructura psíquica no había arrojado la toalla años antes. A pesar de todo, aun siendo yo paciente, las mujeres (trabajaba con varias) debido a tres de sus más valiosas virtudes que son la persuasión, la insistencia y la paciencia, lo fueron más que yo. Así, pues, como mi resistencia mental llegó a su límite, viéndome arrojado a un nuevo periodo de depresión acompañada en esta ocasión de ansiedad, tomé la resolución de abandonar el trabajo sin más pleito de por medio.

Tres meses después de dejar el trabajo, desapareció con él también la depresión y la ansiedad; de este modo acerté de lleno en el diagnóstico con mi decisión. Me sentí muy aliviado porque siendo la depresión difícil de sobrellevar, más aún lo fue, para mí, tratar con la ansiedad: la depresión te quita la alegría de la vida y el deseo de vivir y, sobre todo, energía; pero si logras engañarla ocupando tu mente en otros menesteres, al menos, mientras dura la distracción, puedes eludirla. La ansiedad, en cambio, es como si estuvieras rodeado de llamas y no encontraras un solo resquicio por el que huir durante las veinticuatro horas del día: no hay dominio humano posible sobre ella; a no ser que tomes la determinación de acabar con la situación que la produce cortando por lo sano.

No obstante, para dejar el trabajo y otros cambios más, que vinieron después de cumplir los cuarenta y cinco años, tuvo que darse un proceso de por medio. En la situación límite en la que estaba, sin yo saberlo, algo nuevo estaba preparando Dios para mí. En casa del aspirante a sanador de traumas encontré un libro de un santón; más que santón se trataba, en este caso, de “santona”. Una yoguini de nacionalidad americana, Sri Daya Mata, que había adoptado el budismo como vehículo para expresar su vacío de Dios, y su buena disposición al encuentro con él. Le pedí el libro a mi amigo, puesto que había cautivado poderosamente mi atención, para terminar de leerlo en casa. El colega después de mi reiterada petición accedió a prestármelo.

En aquel libro encontré algo que me atraía y me conectaba a mi propia fe adormecida, por lo cual una vez terminada su lectura me surgió la siguiente pregunta: ¿cómo se puede escribir en doscientas noventa y siete páginas, exclusivamente, sobre el amor divino sin conocer quién es Dios? No había otra explicación que no fuese la de haber experimentado a Dios o un atisbo de Él con los latidos del corazón, por medio del espíritu. Cuando Antoine de Saint-Exupéry escribió «lo esencial es invisible a los ojos», se estaba refiriendo, no solamente a los ojos del cuerpo, sino también a los de la razón, a aquello que solamente se puede atrapar y experimentar desde el espíritu.

Así, pues, luego de leer el libro, me dije: yo quiero experimentar esto mismo; quiero tener esa experiencia viva e intuitiva de Dios como la tuvo esta señora, deseo que mi conocimiento de Dios no se remita, meramente, a la Revelación Divina traída por las Escrituras y la tradición Judeo-Cristiana, acompañada de razones lógicas de la mente y certezas del alma, sino que sea al mismo tiempo una experiencia viva en mi espíritu del mismo espíritu de Dios.

  1. EL DIOS QUE BUSCAMOS FRENTE AL DIOS QUE SE NOS REVELA

Después del leer el libro de la yoguini, y en mi deseo de rozar a Dios desde su mismo espíritu hice aún otra reflexión; pensé: ¿para qué indagar en el hinduismo, cuando los místicos cristianos han experimentado y siguen experimentando (también los hay en la actualidad) esa experiencia de modo mucho más nítida y arrebatadora aún?

Además, la experiencia mística en el cristiano, no se da con un Todo impersonal, sino en un encuentro personal e intransferible de Ser a ser, del creador con su criatura. En el cristianismo sucede a la inversa que en el hinduismo, y ese es el motivo por el cual se tiene la certeza de que se trata de una experiencia de Dios real y no de un engaño de la percepción subjetiva de nuestra mente o de nuestro propio espíritu. Me explico: en la práctica del yoga, (ya lo dice la misma palabra práctica) se llega a experimentar el mundo “espiritual” a través de una metodología de retirada de la consciencia (del mundo sensible) por un acto libre y reglado de la voluntad del hombre; sin embargo, cuando el cristiano llega a experimentar la presencia viva y real de Dios, no está huyendo, en un ensimismamiento, de la realidad “ilusoria” material y corporal, tal y como se concibe y se practica en el pensamiento hindú; sino que es Dios mismo, el que viene a visitar al hombre, en un encuentro entre dos interioridades, bien diferenciadas, que se buscan mutuamente y se perciben la una a la otra, sin diluirse en un Todo impersonal (panteísmo hindú). Por eso hay que anotar que cuando el cristiano ora y durante la oración tiene una experiencia viva de Dios, se trata de una gracia otorgada por Este, pues no siempre que una persona se dispone a orar se le es otorgada una visitación divina, e incluso se da el hecho de que la misma persona pasa por etapas de experiencias místicas o arrobamientos sucesivos y otras de sequedad espiritual durante las cuales, por muchos años, deja de experimentar la presencia viva y real de Dios. Esto sucede así, porque es Dios el que se da gratuitamente al hombre sin ser el hombre, el que atreves de unas técnicas corporales, alcance la medida de Dios desde su subjetividad (algo realmente imposible, porque nunca lo finito puede por sus propios medios controlar la libertad y voluntad de lo infinito, de Dios). El hinduismo, pues, tiene más de filosofía, de ascética y de especulación metafísica, que de mística. Se trata de este modo, pues, de llegar a Dios, o a lo que ellos entienden por Dios, a través de mecanismos que se activan en el cuerpo humano mediante técnicas corporales y mentales de autocontrol; las cuales, por otro lado, científicamente no se sostienen en pie tal y como los mismos yoguis intentan explicarlas, lo cual no quiere decir que logren experimentar el propósito que buscan, es decir, retirarse de la percepción sensible del mundo por un breve periodo de tiempo mientras se están llevando a cabo dichas técnicas. Y todo esto, sin saber muy bien, por otro lado, que terreno se está pisando en el mundo del espíritu (si el de la luz o el de las tinieblas) ya que este terreno como dije no es de dominio del hombre; salvo para su mentalidad que consideran que Dios y el hombre es una misma cosa, cuando la realidad viene a demostrar todo lo contrario. De hecho, por muchos nirvanas que un Yogui experimente, nunca llegará a ser todo poderoso, estar en todo lugar a la vez, tener todo el conocimiento del mundo, traspasar la materia, etc., como corresponde a los atributos de Dios.

De esta manera, en la revelación que los cristianos hemos recibido por medio de la tradición, de Iglesia y las Sagradas Escrituras, es Dios espíritu, diferente a la creación y por tanto a mí también ─que hemos sido creados por Él─ el que se manifiesta por propia iniciativa al hombre, primero al pueblo de Israel, después a la humanidad entera, por medio de Jesucristo, y en el presente a través del E. Santo, en la Iglesia, para que el hombre no ande perdido desde su subjetividad, buscando a un Dios que desconoce, tal y como sucede en las demás religiones, cuyos mesías o profetas, en ningún caso dicen de sí mismos que sean Dios, como dice Jesús de si mismo, o se sepa, por otro lado, que hayan resucitado como pasó con Él; del cual, por otro lado, dieron testimonio muchos hombres de su tiempo, hasta el punto de que la mayoría de sus discípulos y algunos de sus seguidores entregaron su propia vida por dar a conocer el mensaje de redención que Jesús trajo a la humanidad. De este hecho conocido y probado en la historia de la humanidad; es decir del paso por la historia del Mesías, del hijo de Dios, no sólo dieron testimonio sus apóstoles, sino que fue anunciado al mundo por profetas muchos siglos antes de su advenimiento dando datos de su biografía con gran precisión y detalle (algo sin precedentes en ninguna otra religión), cfr. en Isaías, 53. Del mismo modo fue anunciada su venida, por Juan el Bautista, antes que ambos se conociesen en persona. Fue anunciado así mismo, por el Ángel Gabriel a la virgen María en persona; a José, su esposo, en sueños para que acogiese a Jesús como su propio hijo; Igualmente fue dado a conocer por las palabras que el Espíritu Santo puso en boca de Isabel al saludar a María cuando esta fue a visitarla; por la profecía de su esposo Zacarías; por la revelación que tuvieron los magos de oriente acerca de su nacimiento; por el anuncio del Ángel a los pastores del nacimiento del Salvador (ahora en un grupo más amplio); por la revelación que tuvo la profetisa Ana y el anciano Simeón; por las palabras del apóstol Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mateo 16, 13-20); igualmente por parte de Dimas el ladrón, uno de los dos condenados a muerte junto con Jesucristo en el calvario: ¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? (Lucas 23, 40); hasta por aquellos que no sabían nada de profetas y promesas mesiánicas, como los soldados romanos que dieron muerte a Jesús y que, al pie de la cruz, poco después de fallecer, dijeron: “En verdad este era el hijo de Dios” (Mateo 27, 54).

A esos anuncios hay que añadir el del Padre Eterno, dando testimonio del hijo en forma audible dos veces, una con el bautismo de Jesús en el Jordán y otra en la transfiguración, en el monte Tabor, delante de sus discípulos (Mt 17,5): «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco: escúchenlo». A parte de estos testimonios, y algunos más que se pueden recoger en las Escrituras, también dan testimonio de Jesús sus mismas palabras (Mc 1, 22): «Y se admiraban de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad» y por si esto no fuese aún suficiente, ahí estaban también sus signos y milagros junto con su vida ejemplar, pues la misma Escritura nos recuerda (1 Pedro 2; 22): «El cual no cometió pecado, ni engaño alguno se halló en su boca».

Sin embargo, la mayoría de la gente que lo seguía no llegó a atisbar delante de quien se hallaban. Su propio orgullo, su vanidad y su ceguera espiritual se lo impedían, porque solo estaban centrados en las cosas materiales que perecen y no lo espiritual que permanece más allá de esta vida. De no haber sido así esos mismos signos y milagros los hubiesen llevado, irremisiblemente, a reconocer a Jesús como el enviado, como el hijo de Dios a quien esperaban y, a consecuencia de ello, a cambiar su modo vida, pues para eso vino Jesús. Le buscaban, pues, como le buscamos hoy, en muchas ocasiones, para satisfacer las necesidades perentorias; es decir como al superhéroe de la peli que lo arregla todo, sin que ello comprometa la vida, mi vida en nada. Incluso hay quien lo busca (o se sirve de Él) como pantalla para ocultar una doble personalidad, como Judas. Un Cristo, en definitiva, al que hago un pequeño hueco en mi agenda y en mi intelecto, diluido en mi concepción interesada o partidista del mundo y de Dios mismo.

El Cristo real, el Dios de la historia y del mundo, se encarnó, en cambio, para que yo lo reconozca en lo que es y en lo que propone, lo ponga al frente de mi vida como guía y lo siga por detrás, como los discípulos, reconociendo en Él, el único y verdadero Maestro en el que mirarse y al que obedecer. Su deseo es relacionarse conmigo para que saque lo mejor de mí mismo, apagando mi ego en un amor desinteresado hacia Él y hacia el resto de la humanidad a través de él; hombres y mujeres con las que me relaciono en mi vida cotidiana para que, finalmente, lleguemos a la fraternidad deseada y a la contemplación divina. Un Dios cercano al que deberíamos dirigirnos en estos términos u en otros parecidos: Señor quiebra en mil pedazos mi sabiduría, mis reservas, mi cultura, los apegos afectivos que me esclavizan; quita de mí todo miedo y todo trauma; insértame en tu corazón para que te conozca tal y como eres: en espíritu y verdad. Y de este modo, yendo contigo de la mano, libre de todo engaño, prejuicio y atadura, te sirva y te adore sin condiciones.

Dios es espíritu y, por eso, nos pide en los Evangelios que lo conozcamos en espíritu y en verdad. De lo contrario corremos el riesgo de hacer de Dios un títere de nuestra razón especulativa; siempre sesgada por nuestra naturaleza limitada y por la cultura pasajera de cada periodo de la historia. Una buena muestra de ello la tenemos en este pasaje bíblico donde el apóstol Pedro, deseando lo mejor para Jesucristo parece, sin embargo, estar bien alejado de la voluntad y del conocimiento de su Maestro: (Mateo 16, 23) “Pero Él, dándose vuelta, dijo a Pedro: ¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. Parece que Pedro, sin embargo, aun queriendo lo mejor para Jesús, se equivocaba en su razonamiento humano, intentando impedir los designios de Dios para la salvación de los hombres.

Ya que he citado el hinduismo, y también, a uno de sus analistas, Joseph Marie Verlinde, en algún capítulo anterior, no quería pasar este apartado, casi apologético, sin citar algunas líneas de su obra autobiográfica «La Experiencia Prohibida». En ella nos revela, después de sumergirse de lleno en el conocimiento y en la práctica de la Meditación Trascendental y de la Nueva Era, lo alienantes que llegan a ser estas filosofías, por un lado, y lo expuesto que queda la persona frente a las fuerzas ocultas, por otro. Extraigo aquí unas líneas del libro ya citado, a modo de síntesis, de lo que he querido dar a conocer en este apartado; es decir, porque, cuando toqué fondo y no daba nada por mi vida, elegí como tabla de salvación mi propia religión, y no elegí otras vías que por entonces estaban de moda.

Esto es lo que dice Verlinde en uno de los párrafos de su ya citado libro: «Me permito insistir una vez más: la serenidad natural conseguida mediante el lento proceso de disolución de la conciencia personal no tiene nada que ver con la paz sobrenatural del Espíritu de Cristo resucitado y no prepara al hombre para acogerla, sino todo lo contrario. Es más bien una trampa, tanto más peligrosa cuanto que es muy seductora y puede engañar muy fácilmente a un viajero poco experimentado. ¡Cuánta gente se ha visto enredada en una contemplación narcisista de su sí profundo, mientras pensaban que estaban viviendo estados de oración y de quietud, o incluso de oración infusa! Y eso es lo que hace tan difícil, e incluso imposible, la integración de las técnicas del yoga en un auténtico camino de oración y de vida de Espíritu».

El mismo libro pone en claro esas diferencias, en otro de sus epígrafes con estas otras palabras: “lamentablemente, con demasiada frecuencia en nuestros días; cierta fascinación por la novedad -quizás cierto exotismo- lleva a algunos cristianos a interesarse más por el hinduismo y el budismo que por su propia religión. Y como la mayoría de ellos sólo tienen un conocimiento muy elemental del contenido de su fe, no disponen de instrumentos de discernimiento que les permitan una reflexión crítica. Y así su cristianismo se parece en ocasiones a un extraño cóctel sincretista, en el que se mezclan temerariamente resurrección y reencarnación, divinidad de Cristo y avatares, meditación y yoga, éxtasis y éntasis, vida en el Espíritu y fusión con el Gran Todo… Esta confusión no hace ningún bien ni al hinduismo ni al cristianismo”.

  1. HE AQUÍ, YO ESTOY A LA PUERTA Y LLAMO… (Ap.3, 20)

Fue así, por fe y discernimiento (en la certeza de que mi Iglesia está fundada por el mismo Dios) como el Espíritu Santo se sirvió del libro de la yoguini, para que me acercase a una búsqueda más intensa y profunda del Dios que se da a conocer a sí mismo en el cristianismo. Sabía que, en la Iglesia de Jesucristo, me aguardaba el Padre Eterno, como a hijo prodigo que necesita ser restaurado y restablecer unos lazos de comunión filial, más allá de conveniencias y formulismos vacíos.

De este modo, por ser la palabra de Dios Verdadera, Viva, Eficaz y Eterna, experimenté al igual que el hijo pródigo, el perdón del Padre y la alegría de volver a la casa de la que nunca debí marcharme porque allí lo tenía todo. No obstante, en el regreso arrastraba también conmigo las heridas del pasado; las cuales debía ir cicatrizando en la medida que esa relación creciese, y Dios, con su infinita bondad, las fuera sanando. Pero este acercamiento no fue tan sencillo como pueda parecer a simple vista; incluso tuvo que darse, de por medio, debido a mi obstinación, una revelación de parte de Dios que expondré más adelante.

Está comprobado, científicamente, que el cerebro no es un todo acabado que amplía, sin más, su capacidad con el paso de los años; sino que, por el contrario, se va modificando con las experiencias vividas y, especialmente, al incorporar comportamientos repetitivos que, prolongado en el espacio y en tiempo, terminan en hábitos. Estos comportamientos repetidos que conllevan, a su vez, cambios en el cerebro, crean −por decirlo de alguna manera− unos surcos o huellas neuronales con el fin de ser utilizados, con facilidad, ante las mismas situaciones y estímulos que los crearon: vendrían a hacer, poniendo un ejemplo rústico, la función de los regatos formados en el campo por las primeras lluvias; los cuales son aprovechados, después, por otros chubascos para desaguar la tierra inundada, al igual que pasa con los ríos pero escala superior. De este modo, si ante los estímulos de tristeza, soledad, frustración, tedio y determinadas imágenes, hemos buscado un placer compensatorio que los mitigue; en el caso que me ocupa personalmente, un encuentro sexual (para otros podría ser la comida, el alcohol, el juego, etc.,) nuestra tendencia inmediata y refleja, aunque hayamos decidido cambiar de vida, será la de actuar de igual manera que en el pasado ante los mismos estímulos: es decir, buscando el surco que dejó en el cerebro la repetición de la misma conducta durante mucho tiempo; o lo que es lo mismo, el camino más fácil, por conocido, despejado y ya utilizado. De ahí que nos sea tan costoso salir de determinados comportamientos y adicciones a pesar de que nos resulten indeseables al haber tomado conciencia de lo mucho que nos esclavizan poniendo incluso en gran peligro nuestra salud.

El método para vencer esa fuerza mayor, que lucha por imponerse en contra de nuestra voluntad, según nos muestra la psiquiatría, es crear otro hábito, esta vez neutral e inocuo para que se forme una nueva estructura neuronal que facilite, de este modo, una respuesta diferente a los mismos estímulos que anteriormente nos llevaban a la práctica no deseada. De este modo, siendo conscientes del funcionamiento de nuestro cerebro, disponemos de una herramienta más, que nos ayudará para hacer posible cualquier cambio que busquemos.

Sin embargo, recuperar la libertad perdida, no es cuestión de un día, el niño antes de caminar tiene que tropezar y caerse muchas veces, y no por eso desiste en su empeño de ponerse en pie y volver sobre sus pasos. Para conseguirla, en mi caso, como creyente, contaba con una ayuda extra, la más importante de todas: saber que, con la ayuda de Dios, su palabra y los sacramentos, me resultaría más fácil alcanzar mi objetivo. En su Palabra encontraba esperanza, ya que como en la misma indica: «lo que es imposible para los hombres, Dios lo hace posible». También el Salmo 65 nos da esa misma confianza: «Cuán bienaventurado es el que tú escoges, y acercas a ti… con grandes prodigios nos respondes en justicia, oh Dios de nuestra salvación…». Echando mano a esa palabra para hacerla valedera en lo concerniente a mi adicción al sexo, encontré la convicción suficiente, para saber que con Dios saldría triunfador de esa trampa a la que me había conducido la cultura del momento y mi relajación moral, pero como acabo de decir, tuve que pasar por un proceso nada fácil ─el cual detallaré más adelante─ ya que al final estamos bombardeados por los medios de comunicación (que van diseñando nuestro modo de pensar) todo el día; mientras que por el contrario, si nos acercamos a Dios, son pocos minutos y, la mayoría de las veces, lo hacemos más para pedirle un favor, que para conocerlo y saber que quiere de nosotros.

En esa etapa de mi vida, no sólo estaba cerrado, por tanto, a la gracia de Dios, sino que el vivir apartado de Él me llevó a una vida caótica en todos los terrenos; en el personal, en el social y en el laboral: no había un solo palo que tocase que no se volviera en mi contra. Lo que sucede es que cuando a los ídolos se les cae la pintura y muestran al natural lo que en realidad son -hechura de hombres- solo nos queda el barro, el mismo material del que estamos hechos los hombres cuando nos falta el espíritu de Dios que es vida; y no cualquier tipo de vida, sino vida para la eternidad. Yo había caído en la “exaltación” de la figura masculina, de su cuerpo (este fue mi ídolo) y, posteriormente, como consecuencia de ello en la lujuria. Lo contradictorio fue que, aun siendo consciente de esta decadencia en mí y de la necesidad de volver a recuperar mi libertad: cada vez me iba haciendo más adicto al sexo con prácticas más peligrosas y alienantes. No era fácil dejarlo, por lo que estuve tentado de entregarme a la misma desolación que ya, de por sí, sentía en mi interior (era como si una fuerza interior, tal vez algún espíritu demoníaco, me estuviese diciendo que todo estaba perdido, que no merecía la pena luchar, que yo no tenía remedio) no obstante, hice de tripas corazón y acudí al único amor que podía apaciguar todas mis insatisfacciones, tempestades, vacíos, heridas y carencias afectivas; a saber, al hijo de Dios, Jesucristo.

El único camino para acercarme a Dios que vi despejado en ese momento fue dirigirme a una comunidad de carismáticos católicos cercana a mi pueblo. El tiempo que pasaba con ellos, una hora aproximadamente, era el único resquicio que encontraba en toda la semana para desligarme del dolor, de la ansiedad y de la tensión nerviosa, que fijaba mi pensamiento de modo obsesivo en la situación laboral, deplorable, por la que estaba atravesando (en realidad fue este el principal motivo, junto con la lectura del libro de espiritualidad ya citado, los que hicieron que me acercase de nuevo a Dios). Pero como Dios hace bien todas las cosas, y tenía presente ante Él todas y cada una de las lágrimas que había derramado en mi infancia y juventud; y, además, era conocedor, que en esta estación de mi vida deseaba seguirle de todo corazón y no sólo para que me sacase del pozo en que me encontraba en aquel momento; no dejó que me entregase al fatalismo. Ya lo había declarado Jesucristo en el sermón de la montaña, de propia voz, en una de sus bienaventuranzas: «Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados». De este modo, pues, me llevó al sitio idóneo para darme a conocer su voluntad por medio de la metodología que utilizan los carismáticos en sus reuniones. El procedimiento consiste, simplemente, en dejar que Dios exprese lo que desee comunicarnos, abriendo la biblia al azar e interpretando, luego, lo que allí venga escrito. Con este método pude hallar consuelo, después, en mi casa, cuando mis fuerzas estaban al límite. El Señor en esos momentos de ansiedad y depresión venía, con la lectura de las Escrituras, a consolarme con una promesa o una palabra de aliento. De este modo, una y otra vez, se mostraba compasivo conmigo viniendo en mi auxilio. Sin embargo, Dios respeta la libertad del hombre; es decir, yo tenía que dar ciertos pasos que aún no me había atrevido a dar, definitivamente, si es que de verdad esperaba en su poder sanador. Dios nos creó libres y, por tanto, no podía cambiar la conducta de las personas que estaban alterando mi estabilidad emocional, si ellas no querían cambiar o no sentían la necesidad de hacerlo (me refiero al acoso laboral que estaba sufriendo). Era esta la razón, y no otra, que el consuelo que recibía por parte del Altísimo en la oración, al poco tiempo quedaba en agua de borrajas porque el problema de fondo continuaba ahí.

Por lo ya expuesto, sabía por los conocimientos bíblicos y doctrinales que poseía, que el enfoque que le había dado a mi sexualidad podría estar afectando las demás áreas de mi vida; eso, por un lado, por otro era consciente, al mismo tiempo, de que Dios lo da todo, pero lo exige, también, todo. De aquella reflexión surgió que me dirigiese en oración en estos términos al Señor: Te entrego mi vida Dios mío respóndeme ¿qué deseas que haga con respecto a mi vida sexual? Ante esta pregunta Dios no se hizo el sordo porque conocía, en ese momento, la determinación de mi corazón para entregarme a Él (la misma que no había tenido en etapas anteriores) y, por ello, me dio la respuesta que yo le había estado pidiendo durante buena parte de mi vida para saber cuál era su voluntad y hacia dónde debía dirigir mi sexualidad y mi vida, sin temor a equivocarme.

Yo había escuchado en multitud de ocasiones que Dios nos habla en la biblia; sin embargo, había interpretado, hasta entonces, el contenido de la misma, únicamente, como un conjunto de consejos y normas para que el hombre no cruce el límite de lo correcto o de aquello que no se debe hacer. Fue al llegar a la renovación carismática cuando conocí el significado correcto de aquella frase en toda su amplitud: Dios nos habla en la biblia a través de su palabra. Dios no había inspirado a los hagiógrafos que escribieron los textos bíblicos, para redactar un manual de buena conducta y, a renglón seguido, desentenderse del hombre; sino que, muy por el contrario, el Señor sigue hablando a través de esa misma Palabra (la suya), a cada persona en su situación particular para hacerlo avanzar hacia su meta, Dios mismo. Y lo hace cada día de múltiples maneras, a través de la oración, de las personas, de la naturaleza, de las circunstancias, etc.; pero muy especialmente por medio de la Biblia, la cual nos consuela, nos seduce, nos cuestiona, nos guía, nos fortalece y nos reprende, como en una relación sincera de amigos que se aman y se buscan.

Por muchos años le insistí a Dios que me diese una respuesta sobre su posicionamiento ante la práctica del sexo entre iguales. Esta cuestión, sin embargo, estaba bien definida y explicitada en las Escrituras, aunque yo, en su momento, hiciera como el que no ve o no oye, e incluso buscase subterfugios para engañarme. Dios tiene sus tiempos y conoce, de antemano, lo que hay en el corazón de cada hombre en cada una de las etapas de su vida: la determinación que yo tenía ahora, como ya dijese, por llevar a cabo su voluntad con lo que la misma conllevase, no la había tenido anteriormente. Por eso vino a ponerse de manifiesto, ahora sí, por pura misericordia, donde se situaba Él con respecto a la práctica sexual entre personas del mismo sexo.

La respuesta de Dios me llegaría del siguiente modo: ya por el año dos mil once, pese a asistir a las reuniones con los carismáticos, yo seguía con la misma vida de promiscuidad que siempre; no obstante, tenía claro que de recuperar de nuevo mi relación con Dios no podría hacerlo desde la incoherencia; es decir, sin atender a su voluntad en todo. Esa voluntad estaba más que expresada y clara, con respecto a la práctica homosexual, en muchos versículos de la biblia, yo citaré sólo uno, de entre todos ellos, en el Nuevo Testamento (Judas 1, 7): “También Sodoma y Gomorra, y las ciudades vecinas, que se prostituyeron de un modo semejante a ellos, dejándose arrastrar por relaciones contrarias a la naturaleza, han quedado como ejemplo, sometidas a la pena de un fuego eterno”. Tomado de la biblia El LIBRO DEL PUEBLO DE DIOS.

Para salvar mi posición con respecto a la práctica homosexual, yo hasta entonces, había remitido la inerrancia bíblica (se supone que en materia de fe), para lavar mi conciencia, exclusivamente al Evangelio. Había aceptado de la Biblia, como verdadera Palabra de Dios, solamente los Evangelios porque en ellos Jesús no se posiciona con respecto a sexualidad entre personas del mismo sexo. Sin embargo, el hecho de que Jesús no se pronunciase sobre esta práctica sexual explícitamente (debido a que por esas fechas no se practicaba en el Pueblo judío) no quiere decir que Él fuese conforme con respecto a la misma, pues lo haría implícitamente con otras palabras cuando dijo: (Mateo 5, 17-18) «No penséis que he venido para abolir la ley o los profetas; no he venido para abolir, sino para cumplir (lo cual da a entender que todo lo anterior, estaba bien dictaminado; y por consiguiente era bueno, solo que los hombres, fuera de la gracia de Dios eran incapaces de cumplirlo). Porque en verdad os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, no se perderá ni la letra más pequeña ni una tilde de la ley hasta que toda se cumpla». Por tanto, Jesucristo, sometido por su cuerpo al mismo peso de la tentación que cualquier otro hombre, venció en su misma persona todas las pruebas por amor y obediencia al Padre; siendo Él, el primero en mostrarnos con su ejemplo, entre una multitud que le seguiría posteriormente, también por amor y obediencia, que se puede vivir castamente y sin frustrarse por ello; es decir, todo lo contrario, a lo que nos enseñan ahora desde cualquier plataforma de comunicación.

No obstante, a pesar de lo que dijese la Palabra de Dios, por la presión de la mentalidad cultural de la época, en la que después de un largo adoctrinamiento de los poderes públicos la población en su conjunto llegó admitir esta práctica como normal (al menos de puertas para fuera), aun quedaba un poso de duda sobre mí: ya que puestas en una balanza casi pesaba tanto la opinión de la “mayoría” como la de Dios (mi fe era más bien débil). Fue por esto que, resuelto como estaba a llevar a término su voluntad, le pedí a Dios que me diera una palabra con la cual yo advirtiera con rotundidad, por medio de la biblia (tal y como hacían los carismáticos) la posición que Él mantenía conforme a la práctica del sexo entre iguales. Su respuesta no tardó en llegar y no, precisamente, en un pasaje bíblico donde se censurase de modo tácito dicha práctica (como sabemos por los Evangelios el estilo de Jesús no es juzgar, sino redimir y salvar). Así, que, una vez con la biblia en la mano y habiendo pedido al Espíritu Santo su guía, este me llevó al libro de Job, donde en una de sus páginas apareció, ante mí vista, un pasaje en el cual se describe un diálogo cercano entre Dios y Job (figura todo hombre fiel a Dios), como entre amigos, en el que Dios responde Job, después de un reproche que este le hiciese por las muchas adversidades que afrontaba, con estas palabras humanas cargadas de ironía y mordacidad: «Yahveh respondió a Job desde el seno de la tempestad y dijo: Ciñe tus lomos como un bravo: voy a preguntarte y tú me instruirás. ¿De verdad quieres anular mi juicio?, para afirmar tu derecho, ¿me vas a condenar? ¿tienes un brazo tú como el de Dios? ¿truena tu voz como la suya? ¡ea, cíñete de majestad y de grandeza, revístete de gloria y de esplendor!… ¡Y yo mismo te rendiré homenaje, por la victoria que te da tu diestra!» (Job 40, 6 ss.) Biblia de Jerusalén, Ed 15-11-1975; editorial española Desclée de Brouwer, S.A.

Yo sabía cuál era el juicio de Dios referente a la práctica homosexual en la biblia y también el de la Iglesia; pero había querido buscar subterfugios para imponer mi criterio y mi derecho. Mi derecho estaba en que siendo yo una persona sexuada y no impedida, era incomprensible que Dios me sometiera a tal prueba −al mismo celibato de Cristo− si es que antes no cambiaba mi modo de sentir la atracción sexual. El juicio de Dios, por otro lado, con respecto a la práctica sexual de personas con AMS, por muchas interpretaciones que se quieran dar a las Escrituras o por mucho que se quiera torcer el significado de las palabras desde la perspectiva humana (el hombre si quiere buscar razones y justificaciones siempre las encuentra), está bien definido, como ya dije, en muchos versículos de la biblia, no sólo en referencias explícitas con respecto a este asunto, sino que se infiere igualmente de una visión conjunta de la lectura de la Palabra de Dios: no hay que ser un lince para darse cuenta de ello.

El problema viene cuando no acabamos de entender que nuestra voluntad debe estar supeditada a la voluntad divina, no en una actitud de esclavitud, sino de hijos que confían en el amor de su padre, en su sabiduría, y en su absoluta soberanía y grandeza sobre la obra de sus manos (nosotros mismos) con la misma reverencia y confianza, que lo hace un niño pequeño con su padre, o como lo hizo la Virgen María, cuando dio su sí al Ángel, enviado por Dios, para que aceptase ser la madre del Mesías. No consiste, por tanto, en otra cosa que en la confianza que nace del amor y de reconocer nuestra pequeñez y dependencia de Dios, como ya lo hiciera Abraham, rumbo a lo desconocido, cuando Dios le pidió que saliese de su tierra bajo la promesa de darle una gran descendencia con setenta y cinco años; o con una prueba de fe aún más difícil de aceptar el sacrificio que le pide después de cobrarse la vida de su propio hijo Isaac, para ponerlo a prueba. Se trata pues de dejar que Dios sea Dios, así de sencillo: u obedecemos a Dios o declaramos ante Él nuestra incapacidad para confiar en su palabra y en su providencia, por lo cual tendremos que arrodillarnos en su presencia y pedir que aumente nuestra fe. Así es, porque lo único que puede conmoverlo es que nosotros reconozcamos nuestra debilidad para entender en muchos casos sus designios misterios. Como dice en (Heb 11, 6) «sin fe es imposible agradar a Dios» y sin mansedumbre y humildad tampoco: (Mateo 11, 29) «Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas». Por esto mismo, si el ciego de nacimiento no se hubiese tropezado con Jesús, tal vez nunca hubiese sido curado de su ceguera, pero tampoco a las generaciones venideras se nos hubiese rebelado que el “mal” que padecía este ciego de nacimiento, no fue fruto de ningún castigo, sino para que en su situación de ceguera se manifestase la misma gloria de Dios (que siempre está de parte del más débil) y aún el resto podemos dar gracias por el don de la vista y otras tantas bendiciones y regalos de los que disfrutamos y que, no obstante, damos por hecho que nos pertenecen de antemano, cuando ni siquiera elegimos el mismo don de la vida.

De esta manera en la oración, meditación la Palabra, y estando atentos a las inspiraciones del Espíritu Santo, y en los acontecimientos de la vida, es donde llegamos a conocer íntimamente a Dios; ahí se nos abren los ojos del corazón para reconocer nuestra nadería ante el Señor. De este modo, en ese trato personal, en ese diálogo, el mismo Job reconoce, unos versículos después, la inconsistencia de sus argumentos frente al Poder y el Conocimiento Divino: (Job 42, 1-6) “Y Job respondió a Yahveh: Sé que eres todopoderoso: ningún proyecto te es irrealizable. Era yo el que empañaba el Consejo con razones sin sentido. Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro. Y dirigiéndose de nuevo Job a Dios le dice: «¡Escucha, deja que yo hable! voy a interrogarte y tú me instruirás. Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos (los ojos del corazón). Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y ceniza». (en lo que en realidad somos)

Del mismo modo que Job, los profetas, Jesucristo y los santos antepusieron la voluntad del padre a sus miedos y reservas. En el caso de Jesucristo, incluso, su derecho a la vida para dar cumplimiento al juicio y a la misión encomendada por el Padre (de facto Jesús pide al Padre que pase de él, el cáliz de su pasión y muerte), la de restablecer nuestra filiación divina; darnos vida en abundancia, la única que nos puede hacer felices aquí en la tierra, atraves de los sacramentos; y abrirnos las puertas del cielo para la eternidad por el perdón de los pecados, después de esta vida.

No obstante, como el hombre es duro de mollera (al menos yo lo soy), no terminé de creerme del todo la resonancia e interpretación que había tenido en mi interior la palabra con que Dios me habló en el libro de Job; y por eso volví a pedirle la misma palabra al Señor al día siguiente. ¿Y qué fue lo que sucedió? pues que, de nuevo, buscando al azar, la biblia se abrió por la misma página. Hasta por una tercera vez me habló Dios llevándome a esa misma página, en fechas posteriores, cuando le pedí confirmación de su respuesta nuevamente: en esta última ocasión se lo puse aún más difícil al Espíritu Santo para que no cupiese la mínima duda que esto venía de parte de Dios: ahora introduje una hoja de cartón fino entre las páginas de mi biblia (la misma que traen algunas ediciones con el índice de libros y otras explicaciones anexas) mirando en otra dirección y de nuevo me llevó al pasaje ya citado en el libro de Job: ¿de verdad quieres anular mi juicio? para afirmar tu derecho, ¿me vas a condenar? ¿Tienes un brazo tú como el de Dios?…

Quedaba muy claro pues, que el juicio de Dios está muy por encima de lo que yo crea, sienta o piense, incluso por encima de mi derecho, el cuál debe estar sometido a sus sentencias. Y si esto me lo dejó claro, también cual debía ser mi respuesta, porque ya no quedaban excusas y artimañas para abandonar el criterio de Dios y, por consiguiente, seguir el de tejas para abajo; es decir, el mío propio. No era para menos, después que Jesús, en un acto de obediencia, de fe y amor sin precedentes, aun conociendo que muerte le esperaba y todo el amor humano que dejaba atrás, entregase su vida para salvación nuestra: no en un acto romántico, como pueden pensar algunos, de atraer la atención del mundo sobre Él, sino de dolor, de sangre, de desgarro, de soledad, de deserción de sus discípulos, y de su mismo pueblo que horas antes lo aplaudía para proclamarlo rey. De ahí que se nos haga saber, en (Heb 5, 8) que «Jesucristo sufriendo, aprendió que significaba obediencia». Es decir que por amor y por obediencia al Padre, supo, en propia carne ─con dolor indescifrable─ el significado de actuar según los designios y la voluntad del Padre. Por tanto, como el discípulo no es más que su señor, debía yo, ahora, actuar en obediencia para dar complimiento en mí a los designios de Dios conforme a las relaciones humanas. Fue así como, a partir de entonces, acepté la Palabra que Dios me dirigió, por tres veces, para que yo entendiese su voluntad sobre mí y sobre los que se identificaban conmigo en esa atracción por las personas del mismo sexo. No una obediencia a ciegas y regañadientes, sino sabiendo que Él me ama y conoce lo que es bueno y conveniente para para mí y, por ende, para toda la humanidad. A demás, no sólo eso, sino que, por propia experiencia ya había experimentado, las cadenas que arrastraba -cada vez más pesadas- de una adicción en la cual nunca se llega a tocar fondo para contentar los deseos lujuriosos de la carne.

De esta manera fue como (el Espíritu Santo, llevándome por tres veces al mismo pasaje bíblico) abandoné la práctica homosexual, y el estilo de vida al que esta me condujo, cuando recién había cumplido los 47 años. En ese tiempo no solamente dejé la práctica homosexual, sino que, meses después, Dios me dio el coraje suficiente para dejar mi trabajo, que como ya anoté, me traía en un sinvivir. Tomé ese riesgo, a pesar de que, para entonces, mi futuro laboral debido a mis años no estaba de todo claro. Si “la dádiva del pecado es la muerte” como nos dice la Palabra de Dios, a partir del momento que comencé a vivir en obediencia a Dios, también empecé a disfrutar de una paz que prácticamente nunca había gozado hasta ese momento.

Como el Señor se derrocha con quien le place, pues por eso es Dios y no tiene que dar explicaciones a nadie, puso en mis manos, pocos meses después, una herramienta sanadora con la cual ir soltando, poco a poco, el daño que se había producido en mi alma con los muchos desencuentros que tuve con las personas a lo largo de mi vida. Fue así como me llevó a conocer los Talleres de Oración y Vida fundados por el Padre Ignacio Larrañaga; franciscano capuchino que alcanzó un gran éxito con sus libros de espiritualidad; pero, sobre todo, por su labor misionera al frente de los Talleres de Oración y Vida, que él mismo diseñó en colaboración de otras personas, seglares, a medida que se reunía con ellos para orar.

He de aclarar, no obstante, que el cambio de vida, en mi caso, no fue de un día para otro, porque como todos sabemos el barro es inconsistente y, en ocasiones, no se deja trabajar por las manos que le dan continente y, en el caso de los creyentes, también su contenido por medio de Jesucristo. De cualquier manera, Dios está haciendo su trabajo en mí, pues además de ir poniendo freno a mi ensimismamiento y egocentrismo; comenzó a trabajar en esos miedos irracionales que arrastraba conmigo. De cualquier manera, la vida del cristiano como dice San Pablo, es una carrera y hay que correrla, como buen atleta, hasta llegar a la meta para recibir el premio. Además, como dice, otro profeta de nuestro tiempo, Marino Restrepo: «Jesús es el Camino, pero ese camino que ya está trazado, lo tienes que andar tú». Por esto tengo bien claro que, con todos los obstáculos que nos pone el mundo y las mentiras con las cuales nos seduce Satanás, si no estoy aferrado firmemente a Dios en oración, participando de los sacramentos y centrado en la Palabra de Dios, difícilmente alcanzaré el galardón de la Vida Eterna, junto a Dios, libre de todo mal y asechanza.

Llegado a este punto de la autobiografía, Dios quiso dejar su firma en ella para demostrar su infinita misericordia para conmigo, no como una palabra manida que suena muy bien, sino como un hecho probado. Esta revelación vino, a través de otra persona, seguramente para que quede constancia de ello y, por tanto, se pueda certificar que no ha sido cosa mía.

  1. DIOS SE MANIFIESTA Y ME DA A CONOCER SU MIRADA

Por aquellos días acaeció, que, escudriñando en Facebook de unos contactos a otros, fui a dar con el perfil de un presbítero que colgaba en su página meditaciones sobre la palabra de Dios. En la lectura de sus reflexiones había algo que captó poderosamente mi atención. Aquellas palabras con las que él anunciaba el mensaje de Dios resonaron en mi interior con un matiz diferente a las que solía escuchar de otros sacerdotes en sus homilías, más en línea con cuestiones sociales y posicionamientos personales o ideológicos que, con la trasmisión integra del evangelio, la verdad proclamada por la iglesia, la conversión, la oración y la renuncia; es decir la cruz. Con esa percepción le pedí que me agregase a sus contactos, a lo que accedió gustosamente. Cuando me puse a departir con él, por medio del chat que ofrecía la página, de nuevo me sorprendió por su sencillez en el trato; no parecía hablar como sacerdote ni como pastor, tampoco como padrecito, consejero u hombre de mundo. No hablaba desde ninguna de esas estructuras mentales que en ocasiones adoptamos las personas para diferenciarnos del resto de congéneres en razón de los estudios, la economía o el estatus social. Esta persona, en palabras del Papa francisco, sería uno de aquellos pastores (al menos eso me pareció en principio) que huelen a oveja; no en una impostura de chabacanería derivada de un cierto complejo de inferioridad a causa del celibato o del desprestigio que sufre ahora la Iglesia. Fue este el motivo, por su espontaneidad en el trato, y la escucha atenta de aquel que no lo sabe todo, el motivo por el cual seguí hablando posteriormente con él. Ese diálogo franco entre ambos le llevó, unos meses después, a ponerme al corriente de sus problemas y de la tarea que desempeñaba en su ministerio: me comunicó que era exorcista. Yo, por mi parte, también le abrí mi corazón y le conté el proceso de sanación que Dios estaba llevando conmigo.

Como estamos en la aldea global a causa de internet, días antes de conocer a este presbítero, había leído algunos textos de páginas católicas en la web, que versaban sobre el demonio e influencias satánicas; los cuales me pusieron en guardia sobre esta cuestión. Como ya comenté en capítulos anteriores, años atrás había flirteado, esporádicamente, con prácticas esotéricas exponiéndome a dichas influencias sin yo saberlo: me refiero, en concreto, a mi paso por Cuba donde me sometí voluntariamente a un ritual de santería; además de haber acudido, ocasionalmente, a la adivinación y a la magia con la güija y el tarot. A la güija me acerqué solamente en una ocasión, pero bastó aquella experiencia para que, en lo sucesivo, no volviese a tocarla por los acontecimientos extraños que se dieron antes y después. Uno de los dos hechos insólitos que ocurrieron tuvo lugar sobre las dos de la madrugada, después de dar por finalizada la sesión. De tal modo que, no bien despedimos al supuesto espíritu (hay quien opina que son los mismos demonios y no las almas de los difuntos los que allí se hacen presentes) cuando simultáneamente alguien desde la calle, al otro lado de la ventana de madera, dio unos toques sobre la mismas y, con acento foráneo, nos pidió que lo dejásemos pasar dentro de la casa porque se encontraba mal. Aquella voz quebrada, se dejó de oír cuando desde dentro se le advirtió que los niños ya estaban acostados y que no era el momento adecuado para abrirle (de cualquier manera, los espíritus no necesitan puertas o ventanas abiertas para penetrar, y si entró o salió solo él lo sabe); en cualquier caso nos dejó a todos los allí reunidos perplejos, especialmente por la coincidencia en el breve espacio de tiempo (milésimas de segundos) entre que despedimos al supuesto espíritu y su llamada en la ventana, aunque también por lo intempestivo de la hora en la que todo el mundo estaba ya de recogida en casa.

Suceso aparte, a lo que iba… aproveché la amistad con el sacerdote para preguntarle, debido a su ministerio de exorcista, si mi dificultad para salir del estilo de vida que había llevado, con anterioridad, vendría condicionado de alguna manera por el hecho de haber recurrido en determinadas etapas de mi vida a la adivinación y la brujería. Había un motivo para que le hiciese aquella pregunta, ya que después de entregarme a Dios para vivir apartado de la práctica homosexual, aún prevalecía en mí un impulso, casi irrefrenable, que me llevaba a buscar encuentros sexuales, como ya lo hiciese anteriormente, aunque ahora mucho más distanciados en el tiempo.

Poco después entendí que varios eran los motivos que te pueden obnubilar la mente, para que seas atraído irresistiblemente a la servidumbre con la cual terminas encadenándote a cualquier tipo de adicción. La más importante de todas, como ya explicara en capítulos anteriores, se debía a la estructura o conexiones neuronales que se crean en el cerebro después de adquirir un hábito de conducta. Dichas conexiones se volverían a activar en el cerebro, reflejamente, frente a los mismos estímulos que las ponían en marcha en la etapa anterior al compromiso adquirido con Dios, buscando también, como antes, la salida más rápida y cómoda, por aprendida y conocida, para escapar de la realidad mediante una compensación gratificante a las adversidades y a la misma soledad.

Así andaba, apesadumbrado, por esta marcha atrás que, de tarde en tarde, se me imponía dejando mi voluntad de rodillas a los pies de un deseo tan incontrolable como la erupción de un volcán, cuando recibí un correo del sacerdote exorcista que a continuación transcribo, literalmente.

Hola amigo: No me gusta la cultura de la excusa permanente, pero reconozco que a veces es imposible no hacerlo. Bueno, en parte la tardanza en la respuesta también obedece a que estaba esperando ratificar por tercera vez que Dios me confirmara, lo siguiente: Estaba orando por ti y de pronto Dios trajo a mi mente el relato de hechos 10, 9-17: Al día siguiente, mientras ellos iban de camino y se acercaban a la ciudad, Pedro subió a la azotea a orar. Era casi el mediodía. Tuvo hambre y quiso algo de comer. Mientras se lo preparaban, le sobrevino un éxtasis. Vio el cielo abierto y algo parecido a una gran sábana que, suspendida por las cuatro puntas, descendía hacia la tierra. En ella había toda clase de cuadrúpedos, como también reptiles y aves. -Levántate, Pedro; mata y come, le dijo una voz. -¡De ninguna manera, Señor! -replicó Pedro-. Jamás he comido nada impuro o inmundo. Por segunda vez le insistió la voz: -Lo que Dios ha purificado, tú no lo llames impuro. Esto sucedió tres veces, y en seguida la sábana fue recogida al cielo. Pedro no atinaba a explicarse cuál podría ser el significado de la visión. Mientras tanto, los hombres enviados por Cornelio, que estaban preguntando por la casa de Simón, se presentaron a la puerta.

Apreciado hermano. Es evidente que Dios me estaba diciendo, que al orar por la condición sexual y liberación de un hombre, de alguna manera, le estaba tildando de impuro. Dejé así el asunto y pedí a Dios que posteriormente sea confirmado si esto venía de Él o era simplemente producto de mi alma. Sucedió una segunda vez y entonces le pedí a Dios que me explicara qué quería decirme y también dejé así. Una vez más en oración Dios puso este texto en mi corazón para orar por ti y yo dije, le dije, que enviara el E. Santo para guiarme porque no sabía orar como conviene y no entendía bien lo que me decía en la visión. Dejé así y pensé que era producto del cansancio o de la ansiedad de obtener el favor de Dios en ti, lo que perturbaba. Traté de olvidar el asunto hasta que tres días después leí uno de tus correos donde escribías algo y en ese momento fueron abiertos mis ojos y pude ver el corazón de quien escribía sus palabras como Dios lo hace y entendí que Él ya te hizo libre, porque sólo un corazón con una realidad específica de Dios, escribe así. Inmediatamente fui a mi oratorio y empecé a orar y a dar gracias a Dios por tu liberación. Tuve que pedir perdón por mi visión miope y corto entendimiento y aprendí una gran lección para mi ministerio. “A veces insisto en mirar la condición del pecado en el hombre y no miro su corazón…»

De rodillas ante Dios entendí que él te había llamado desde el inicio de tu vida a predicar su mensaje de amor. Esa llama nunca se extinguió y ahora quema con mayor intensidad dentro de ti. Sólo te invito a mirar a Cristo allí como Dios me enseñó a mirarte; Él ya te purificó y “nadie tiene derecho a llamarte impuro”, ni tú mismo. Creo que Dios invita a entender que “reconocerlo en ti, es reconocer la llama del clamor de su Espíritu que desesperadamente clama para que lo dejes expresarse en tu vida y afectar a otros que estoy seguro que al igual que en el texto, “están tocando a tu puerta”.

Dios te ama con amor perfecto, y es hora de continuar la segunda parte de la historia de tu vida reconociéndote libre y con tu obediencia como prueba de tu amor a Él, ganando almas para Cristo. Dios te bendiga hermano.

P. Alejandro+

Lo de resaltar la cifra “tres”, en negrita, tiene un sentido que explicaré más adelante.

Cuando leí este correo se quebrantó mi alma, puesto que, por medio de este hombre, guiado del Espíritu Santo, puede conocer, en parte, desde mi propia realidad, el Ser y el Obrar de Dios; me explico: por medio de dicha revelación pude conocer, de primera mano, que Dios me ama (nos ama) sin mirar por el espejo retrovisor de donde venimos; y, además, desde el conocimiento pleno y la luz perfecta. Yo había apostado por Dios, para dejar los postulados del mundo cambiando de vida. Dios, por otro lado, estaba viendo mi deseo de cambio sincero (mi corazón) y mi lucha para lograr esa meta; lo que determinaba que, por esto mismo, mi pasado estuviese enterrado para Él. De este modo, por mediación de este sacerdote, fue como pude mirar al futuro con esperanza; ya que, si para Dios era más importante mi determinación de cambio que mi pasado y mis tropiezos, yo encontraría, a mí vez, en esa mirada misericordiosa el aliento necesario para no darme por vencido y seguir, con su amor y su favor, en el propósito.

Pues bien, así sucedió, después de la revelación en la que Dios mostraba su amor por mí, no desfallecí en el intento y seguí hacia delante soltando amarres, aferrándome aún más a Cristo por medio de la oración y los sacramentos. Por aquella revelación fui consciente, también, que Dios me veía sin velos, sin obstáculos, sin prejuicios y sin etiquetas, un libro inédito en el que empezar una historia nueva. La etiqueta de impuros con la cual los judíos veían a los paganos (aunque lo fuesen porque aún no habían conocido a Jesús) y que Dios apartó de la dinámica de los apóstoles, ahora, del mismo modo, lo hacía conmigo). Una mirada bien diferente a la del mundo, que me había encorsetado desde la niñez en un estereotipo y me había empujado pendiente abajo; la misma con que me seguirán viendo muchos, en el presente, a pesar de mi cambio de vida.

Este es el amor con el que de Dios nos observa, un amor que se retroalimenta, puesto que sus hijos viven para agradar al Padre y el Padre se goza por la transformación que se produce en sus hijos al entrar en obediencia por la fe. Todo, en consecuencia, sucede por el obrar de Dios en nuestras vidas y por medio de la Gracia Santificante del Espíritu Santo: sin ella difícilmente conocemos a Dios y permanecemos en su voluntad. Sin los sacramentos me hubiese sido muy difícil, actuando en solitario como yo lo hice, dejar atrás mi pasado.

Hermano… así es el Padre y así te ve a ti también: a ti que abortas, que robas, que matas, que calumnias, que te drogas o te embriagas; a ti que mientes, que te prostituyes, que cometes adulterio, que vives a costa de los demás, que no respetas a tus padres, que llevas una doble vida, que no quieres perdonar. Sí, así te ve Dios, puro desde el mismo día que decides abrirle tu corazón y reconoces ante él tus limitaciones, tu fragilidad, tu dependencia y tus pecados; desde el día que decides que sólo él debe ser el Señor que gobierne tu vida y no tus pasiones y tu criterio, como hasta ese momento. No importa lo irreconocible que tengas tu alma ante Dios, ni el peso de culpa que cargues a tus espaldas; lo único que cuenta para Jesucristo es que, arrodillado, reconozcas que nada puedes sin él y que deseas volver a sus brazos; a esa vida libre y abundante que te da, llena de amor y de esperanza, sin una fuerza mayor que te arrastre hacia donde no deseas.

Querido hermano, si de verdad deseas ser discípulo de Jesús, si crees que él es el Dios de la Verdad, de la Paz, de la Justicia y de la Vida, que se ofreció para ocupar tu puesto en una cruz y hacerte coheredero de su reino… ya sabes el camino; el camino es la obediencia, en la aceptación de tu inconsistencia y fragilidad. La obediencia es el camino del niño, que, incluso, en contra de su entendimiento y su voluntad se fía del padre: eso es fe y fe es el amor perfecto, porque la fe no siempre necesita de pruebas, favores o aclaraciones. En resumidas cuentas, como reza un proverbio cristiano: “no creo porque veo, veo porque en él creo”.

Después de leer el correo de P. Alejandro caí de rodillas en tierra y empecé a dar gracias con lágrimas en mis ojos: ¡Te doy gracias Padre Eterno por tanto amor! ¡Te doy gracias por tu hijo Jesús Resucitado y por su obra redentora! ¡Te doy gracias porque hasta este instante ningún hombre me ha mirado como tú, fuera de toda apariencia! Sí querido Papá, porque tú mirada es hacia el centro de mi corazón: ya me conocías desde el vientre de mi madre y ahora solo ves mi presente y apuestas por mi futuro más que yo mismo; porque no son mis fuerzas, sino tú amor en la eucaristía el que me alienta y me alimenta. Enséñame Jesús mío a mirar con tu misma mirada, porque desde tu pascua ya no hay ni esclavos ni libres, ni prostitutas ni vírgenes, ni maricones ni heterosexuales, ni gentiles ni judíos, ni pobres ni ricos, ni fuertes ni débiles, ni extranjeros ni autóctonos, ni gitanos ni payos, ni doctos ni analfabetos, ni blancos ni negros, ni jóvenes ni ancianos, ni hombres ni mujeres, en lucha por la supremacía de unos sobre otros. Desde entonces, mi Dios, solo hay HIJOS; hijos redimidos por ti y libres en tu amor, para vivir desde el espíritu y no desde la tiranía de las ideologías, de las etiquetas, de las diferencias, de las prerrogativas y los deseos; en definitiva, desde esta naturaleza caída que se deja arrastrar por el ego, el autoengaño, el miedo, las pasiones y el mal. Sí Padre bueno, porque «si grande es la montaña de nuestros pecados, más grande es, como dijera el Padre Ignacio Larrañaga, la cordillera de la misericordia de Dios para con nosotros».

El testimonio aportado por el padre Alejandro vino a confirmar, una vez más, como es el carácter Dios; un Dios real y presente, no una entelequia en el pensamiento del hombre para saciar sus deseos de eternidad y justicia humana. Un Dios preocupado de cada persona en particular, de su historia de frustraciones y de dolor. Conocedor, también, de sus esperanzas e ilusiones. Un Dios que da respuestas cuando el hombre se decide a vivir desde Él, atendiendo a la verdad revelada. Un Dios que habla a sus hijos de múltiples maneras, a cada uno de ellos según su idiosincrasia, su genética y su propia capacidad para entender que aquel mensaje proviene de Dios.

  1. POR TRES VECES

Antes de concluir con los datos autobiográficos he de señalar otro suceso, relacionado con el tercer dígito: como ya sabes, por tres veces recibí la misma palabra del Señor: ¿de verdad quieres anular mi juicio?, para afirmar tu derecho, ¿me vas a condenar?… De igual modo fue por tres veces, que al presbítero Alejandro, se le mostró la visión que ya tuviera el apóstol Pedro, también, por tres veces en un éxtasis. Tres fueron, por cierto, los días transcurridos desde la muerte de Jesús hasta su resurrección; tres los discípulos que contemplaron su transfiguración en el monte tabor; tres las llamadas de Samuel; por tres veces se tendió el profeta Elías sobre el hijo de la viuda, hasta que volvió a la vida; tres los días que permaneció Jonás en el vientre de un pez gigante, al igual que Jesucristo en el sepulcro; tres, como nota más sobresaliente a destacar, las personas que hay en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Este preámbulo lo traigo a colación porque resulta, cuando menos curioso, que al tercer Taller de Oración y Vida que me disponía a impartir, el Señor me llevó sin yo buscarlo −puesto que me lo propusieron por mediación de una compañera− a una parroquia que equidistaba unos treinta metros, aproximadamente, de un local de ambiente gay. Lo insólito de la cercanía fue, que no se trataba de un local cualquiera, sino del mismo que yo había frecuentado durante nueve años, casi de modo ininterrumpido los fines de semana. Cuando supe que la parroquia que había aceptado el taller, después de haber sido rechazado en otras, era la misma que me dejaba a escasos metros del local gay donde entregué mi cuerpo a los apetitos de la carne, quedé impactado; pues ni siquiera había barajado esa posibilidad entre los cientos de parroquias que compone mi diócesis; y menos, aún, por su ubicación, muy alejada de mi pueblo. Para concluir decir que por tres veces negó Pedro al Señor, y tres las veces que Jesús le preguntó a Pedro ¿me amas? yo como el apóstol he de decir hoy: ¡Señor tú lo sabes todo…!

Deseo aclarar (aunque probablemente ya lo haya hecho), que los Talleres de Oración y Vida del Padre Ignacio Larrañaga, los comencé a impartir después de haber dejado la práctica homosexual y fueron de gran ayuda, también, en mi proceso de conversión y cambio, no solo en el tema de la adicción al sexo, sino para afrontar la soledad, el desamor del prójimo y otras heridas del pasado.

  1. AGRADECIMIENTO, INVITACIÓN Y PETICIONES.

Gracias a la Palabra de Dios, a la esperanza que recibí y que sigo recibiendo de parte de ella, pude mantenerme al final con vida cuando estaba en la ruina total: depresivo, con ansiedad, sin apoyos, traicionado y siendo acusado, incluso, de actos en los que ni siquiera había tomado parte.

Por lo comentado, en cualquier circunstancia que estemos y sea cual sea nuestro pasado, mantenemos intactas en Cristo nuestras esperanzas de redención y liberación hasta el final. No hay delito o situación que Jesús no pueda atender, comprender, restaurar y perdonar; ni fuerza destructora dentro de ti, que no puedas vencer aceptando tu pasado y la llamada de Dios: Él sufrió en propia carne la pobreza, la emigración, la tentación, el rechazo, la soledad, la traición, el dolor, el hambre, el miedo, el abandono del Padre y el de los amigos; no hay llaga ni herida en ti, que Jesús no haya experimentado antes en su alma y en su cuerpo.

Jesucristo por amor al Padre, no solo dio su vida para rescatarte de tus situaciones de muerte espiritual y física, sino que se ha erigido, también, en defensor nuestro ante aquel que nos acusa, día y noche, frente al Padre por nuestro pasado, Satanás. Pero todos sabemos que no hay perdón sin arrepentimiento, por eso, desde estas páginas, quiero pedir perdón a todas las personas que lastimé en el transcurso de mi vida, y a aquellas que no ayudé en su necesidad.

Ahora Señor, después de desnudar mi alma, deseo dirigirme a ti en oración, ya que he llegado a hacerme lo suficientemente consciente de la gravedad de mis faltas ante tu Santidad: ahora se la importancia y las consecuencias de mi vanidad, de mi egoísmo, de mi orgullo y de mi falta de humildad.

Padre necesito, una vez más, de tu auxilio para permanecer firme, viviendo en tu amor, desde aquella humildad que reconoce y sabe que esta vasija de barro, quebradiza, que soy yo, solamente la puede arreglar y llenar su alfarero; tú mi Señor. En tu Palabra espero y confío, que la misma, hoy y siempre, se cumpla en mí y en todos los que te buscan de sincero corazón; acuérdate especialmente de mi familia y de mis amigos, y que tanto en ellos como en mí, hoy se cumpla esta palabra tuya: (Romanos 5, 17) “Si, pues, por el delito de uno, de solamente uno, la muerte implantó su reinado, con mucha mayor razón vivirán y reinarán a causa de uno solo, Jesucristo, los que han recibido con tanta abundancia el don gratuito de la amistad de Dios”. ¡Amen!

¡Dios y Señor mío! que ante mi debilidad, ante la tentación y la incertidumbre, no tome el camino de la huida como antaño, sino que, por el contrario, hinque las rodillas en el suelo y recuerde, como el pueblo que tú elegiste, los días de esclavitud en mi Egipto particular; que, en el desierto de la soledad, de las incomprensiones, de la calumnia y la persecución, piense que la meta está muy cerca y que en parte ya la poseo ¡eres tú mi Dios!; que en cada momento recuerde, como dice la Escritura, que estoy muerto con Cristo a esta vida, pero resucitado también con él a las realidades celestiales que nunca pasan, las mismas que un día quedarán al descubierto para gloria de Dios y gloria nuestra. Líbrame San Miguel Arcángel de Satanás y de mis enemigos, de sus mentiras, de sus trampas y maquinaciones. Y para terminar Padre Eterno ¡Te doy gracias porque en mi despojo me llamaste, me liberaste, me perdonaste y me distes una vida nueva llena de paz y esperanza! Ahora puedo entender que en la cruz se gana, y en la aceptación de la mía te encontré, como tú hijo Jesús encontró en la tuya la Resurrección y la gloria que ya tenía desde antes de la creación del mundo. Además, como diría el apóstol Pedro: “Señor ¿a quién iré? Si sólo Tú tienes palabras de vida eterna”. ¿Quién puede prometer como tú que su plan se cumplirá y no fallará? ¿quién me acogerá en mi desdicha? ¿quién vendrá en mi auxilio, cuando todos me den la espalda? ¿quién me conducirá a un mundo mejor y a vivir desde el amor y en el amor perfecto? ¿quién me dará la palabra ecuánime y eficaz que me salve en el peligro y en la prueba? ¿quién me otorgará, si no tú, la paz interior? ¿quién…? Gracias Padre por esta cruz que arrastré por muchos años agriamente y acepté, después, por amor a ti con alegría: en ella me has redimido, en ella aprendí a ser más humilde; más paciente; también pude comprender mejor, en la misma, las cruces ajenas; y en ella, últimamente, pude entender que todo proviene de ti, que todo se puede en ti y que, finalmente, nosotros no podemos vivir ni salvarnos por nuestra cuenta, como tú mismo nos enseñas: (Juan 14, 6) «Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí».

A ti querido lector me dirijo, para decirte que mi única pretensión, a la hora de poner por escrito este relato autobiográfico, ha sido el dar a conocer las miserias humanas, en particular las mías propias, y al único capaz de sacarte de ellas, a Jesús, como lo hizo conmigo cuando, en lugar de abandonarme al fatalismo y a la desesperación en la que me encontraba, opté por el único amor y verdad posible que me mostraba la conciencia vendría en mi rescate. Te invito, por ello, a que dejes que su amor entre en tu corazón y en tu vida sin reticencias y sin acotamientos, porque como dijera San Agustín: «Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti». No te voy a engañar, en el camino tendrás oposición de todo tipo, pero el único que permanece para siempre y puede salvar tu vida es Dios; él no te soltará mientras tú no quieras desasirte de su mano.

Capítulo 9 DESMONTANDO EL PENSAMIENTO ÚNICO

  1. RECAPITULACIÓN.

Echando un vistazo hacia atrás, de lo vertido hasta ahora en esta autobiografía, para recapitular las ideas centrales de la misma, quiero terminar por donde comencé diciendo que mi deseo no es de juzgar a nadie (de hecho no he dado nombres reales) y si a alguien juzgo o pongo en evidencia y vulnerabilidad es a mí mismo; porque yo, al igual que hoy lo hacen muchos, defendí los postulados de la modernidad con contundencia, buscando en mi razonamiento cualquier tipo de argumento que pudiese avalar mi conducta. Todo ello, a pesar de que la vida que llevaba no me deparó la felicidad que por tanto tiempo añoré y que, a la postre, terminaría por hacerme esclavo de la lujuria, viviendo de espaldas a Dios, a la sociedad, a mis padres y a mí misma realidad. En definitiva, una trampa que identifica al hombre con el sentir y no con el ser: los sentimientos pueden variar y de hecho lo hacen; el Ser, en cambio, es permanente y, por lo mismo, es necesario desenterrarlo de todo aquello que lo oculta para descubrir el verdadero yo que hay detrás de toda falsa imagen, exaltación y trauma del pasado. Con esto no quiero decir que la atracción hacia las personas del mismo sexo no sea un sentimiento que esté presente y real en el individuo que lo experimenta; como real es también el sentimiento de alegría, tristeza, miedo, etc. La gente siente bien o mal hacia otras personas aun antes de conocerlas y eso no quiere decir que dicha percepción coincida con la realidad de la otra persona; como, igualmente, que un miedo sea infundado, o una tristeza producto de una amplitud de miras, etc. Se pueden poner muchos más ejemplos, de esto saben mucho los psicólogos y psiquiatras. Sin embargo, sacar a la luz los engaños que han llevado a la psiquis a sentir y expresarse de un determinado modo, es una tarea ardua que no todo el mundo está dispuesto a recorrer, entre otras cosas porque todo cambio entraña, renuncia, esfuerzo, recorrido, desaprendizaje y miedo a que no se cumplan las expectativas.

Siguiendo con la síntesis del libro, he de decir que a los veintiún años asumí como propia una identidad, la homosexual, porque esa era la imagen que otros me habían devuelto de mí por muchos años. Si asumo algo es porque ese algo no soy yo mismo y por tanto podría haber asumido igualmente otra identidad, por ejemplo, la de María Antonieta, la de un bebé, un perro o un reptil; de hecho, ya hay gente que se autoperciben de este modo. Lo normal y lo deseable, para la plenitud de una persona, sería que cada cual se encuentre y se adecue a su mismidad, de lo contrario nunca se va a sentir completo y complementado. De este modo, cuando apareció en mí un sentimiento de admiración hacia otro varón, hice una lectura desenfocada de la misma, que me llevó a dudar de mi condición sexual y de mi hombría por el bullying al que fui sometido. Después, tras algunos años más de acoso, integré en mí persona, como real, ese primer sentimiento de atracción, al cual fui retroalimentando en la misma medida que el acoso se prolongaba y nadie supo o pudo ayudarme. Con este cúmulo de contrariedades, finalmente, acepté lo que dictaminaba y ahora intenta imponer por la fuerza la cultura del momento: que el hombre no es lo que es, sino lo que cree que es o decide ser. Bajo este pensamiento subsiste el principio descartiano, que luego asumiría el existencialismo, de que la realidad no es en sí misma, no tiene identidad per se o sustancial, sino que subsiste en tanto, en cuanto, que yo la concibo en mi pensamiento. Tal vez Descartes no pretendió llegar tan lejos, pero es lo que se dedujo posteriormente de su máxima filosófica «pienso luego existo» o «pienso por tanto soy». ¿Acaso no existen o dejan de ser aquellos que se niegan al autoconocimiento y a la reflexión y sólo viven del, por, y para el fútbol; por no decir otro hobby o de un pensamiento cerrado (de una ideología)? Lo mismo podría decirse de aquellos que se pasan el día cazando Pokémons sin pensar que existe una realidad más allá de la virtual. ¿Deja, igualmente, de chocar un barco a la deriva contra un pequeño islote, porque en ese instante, en todo el planeta, nadie lo tenga presente en su pensamiento? ¿somos, entonces, lo que nos han hecho creer que somos y lo que nosotros mismos creemos que somos, o bajo los sentimientos y la percepción que uno tenga de sí mismo, subsiste una realidad sustancial, secuestrada por la educación, por los traumas, los deseos, las consignas, la curiosidad, las ideologías, los intereses económicos y la moda?

Aquel sentimiento de atracción por las personas de mi mismo sexo lo asocié, inconscientemente, con un modo de ser (el estereotipo de la época) que terminaría transformándome en una persona ajena a mí mismo, miedosa, apocada y sin carácter. De aquella experiencia deduje más tarde −por la maleabilidad de la mente y su capacidad de adaptarse en medio de la hostilidad− que si el cliché de la época asociado al homosexualismo hubiese sido otro bien diferente, como por ejemplo el de jorobado, yo hubiese llevado la mayor joroba de entre todos los gais; no representando un papel, sino sintiendo realmente mi cuerpo en forma de bastón; de igual modo que si la etiqueta hubiese sido la de persona valiente, yo habría adoptado las características del héroe más intrépido a la sazón. Sin embargo, todavía hay algo más asombroso, si no hubiera tenido conocimiento de la existencia de la homosexualidad, en el momento que experimenté la primera atracción hacia otro hombre; ese sentimiento se hubiese diluido al poco tiempo por la imposibilidad de extrapolarlo a una realidad concreta: es la experiencia del niño que desiste pronto en su deseo de atrapar la luna por la imposibilidad de alcanzarla entre sus dedos. Lo que digo para mí lo digo para muchos otros que fueron igualmente acosados o abusados. Si mi vida tomó esta deriva, como consecuencia del acoso verbal, imagínate la de muchos niños y jóvenes que fueron violados en su entorno y en ocasiones por miembros, de su propia familia (lugar donde se producen, según todos los informes policiales, muchos de los abusos sexuales). De esta manera, no es de extrañar debido a los vínculos familiares entre agresor y víctima, que muchos de esos chicos asumieron, en su fuero interno, la idea que les condujo a pensar que los abusos sexuales padecidos fueron, en alguna medida, responsabilidad de ellos mismos; y esto porque es difícil entender que tu padre, tu hermano, tu primo, etc., sangre de tu sangre y carne de tu carne, pueda ser un depredador sexual, un monstruo. Adoptar esa posición no es algo inusual ni descabellado: el Síndrome de Estocolmo (está estudiado) existe para los que han sufrido un secuestro; de la misma forma que sucede con otras víctimas de abusos de poder, como en el caso de muchas mujeres maltratadas que, al rato de la agresión, defienden a su pareja, porque ellas mismas se sienten, antes que víctimas, culpables. De no ser cierto lo que comento ¿por qué un gran número de chicos violados terminaron luego aceptando el rol de la homosexualidad?

Las estadísticas son demoledoras y a la vez preocupantes de casos de abusos sexuales en niños y preadolescentes; más casos, incluso, de los que yo imaginaba en principio. Según un informe publicado en el libro “Abusos sexuales en niños y adolescentes”, de la doctora en Psicología Maribel Martínez, uno de cada cuatro niños; entre un 15% y un 20% de la población; de los cuales salen a la luz pública un 2% de los mismos. Un informe del periódico la Vanguardia, se aproxima al estudio de la anteriormente citada psicóloga. El extracto que he elegido para ser más conciso dice así: «El problema es que se ignora la magnitud de los abusos sexuales en España. En realidad, no hay registros fiables. Pero no se trata de casos aislados. La estadística con la que se trabaja fue la que proporcionó el Consejo de Europa en 2010 (de esto ha llovido ya bastante y cada vez se descubren más casos): uno de cada cinco niños sufre alguna forma de violencia sexual antes de cumplir los 18 años. En el mismo informe se afirmaba que el 85% de los abusadores son personas queridas y respetadas por la víctima. La familia sigue siendo el campo de batalla y de ahí la dificultad de la lucha».

La vida real es más cruda de lo que nos parece, esta son historias que suceden cada día en nuestro entorno y que sólo llegamos a conocer cuando nos interesamos por los amigos y, en la intimidad, ellos mismos nos descubren sus dramas. Después de conocer estos datos yo me pregunto: ¿sigue pareciéndonos inocua la violencia sexual, la pornografía y explotar el morbo en el espectador, presentándonos las vilezas humanas, con películas, series y videos, accesibles para todo el mundo, sobre todo a través de las nuevas tecnologías? ¿hasta qué punto puede ser contraproducente crear dudas en los niños sobre su propia sexualidad, más allá de las preguntas que salgan de su curiosidad infantil y en el nivel que para ellos les sea comprensible?

Otro de los argumentos que se barajaban años atrás, el cual ya está en desuso porque no se ha podido demostrar científicamente, era el que preconizaba que la homosexualidad viene determinada por la genética. Si no se tiene claro que este hecho suceda con respecto a la genética, sí que se sabe en cambio con toda certeza, por una serie de patrones generales que se repiten en muchos homosexuales, la gran influencia que ha tenido en el desarrollo de esos sentimientos, la educación, la familia y el entorno. También hay que decir, que, si bien es verdad que la homosexualidad no es un virus que se contagia por el aire, sí que se sabe que se trata de una conducta que se puede aprender y asumir como propia. Muchos heterosexuales han pasado por situaciones en las que algún homosexual se les insinuó, lo cual estaría señalando, que de estar estos convencidos realmente que la homosexualidad viene determinada por la genética, no perderían el tiempo intentando seducir a personas heterosexuales, las cuales en ningún modo podrían modificar su conducta sexual en función, igualmente, de su propio determinismo genético. De facto he conocido en ambientes gais muchos homosexuales, más bien la mayoría que, por su aspecto físico, lo menos que podría sospecharse de ellos es que tuviesen un déficit de testosterona o cualquier otra mengua en su virilidad desde el vientre materno. Es más, por curiosidad y porque quería indagar más sobre este asunto, pregunté a algunos colegas acerca de su conducta amanerada; si era espontánea o forzada, a lo cual contestaron que en un primer momento se debía, más bien, a una impostura para atraer la atención de otros varones.

De este modo, como no se pudo probar científicamente que la atracción por las personas del mismo sexo es de procedencia genética, se intentó justificar años después ésta, mediante una recreación virtual de la realidad, por medio de la Teoría o Ideología de Género, la cual pretende impregnar a toda la sociedad de un pansexualismo que transforma al individuo en una masa amorfa manipulable, sin identidad propia (hombre, mujer) para intereses personales de unas minorías, como ya dijimos, generalmente intereses económicos y de poder o de dominio. Esto no lo digo yo, está avalado y documentado por una ex funcionaria del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA). La pueden encontrar en el buscador Google, con el nombre de Amparo Medina.
https://www.youtube.com/watch?time_continue=75&v=59jD8NOvzEk

Sin embargo, de ese mismo invento ideológico surge luego una contradicción flagrante, cuando teoriza (especula) que cualquier persona puede elegir la identidad que desee. En parte es cierto por la plasticidad de la mente, pero a costa de anular y negar la propia identidad: la plastilina por mucho que estire y adopte muy variadas formas sigue siendo plastilina y nunca la imagen que adopta. La contradicción estriba en que se prohíbe de esta opción, paradójicamente, a las personas con AMS, que deseen para sí, adecuarse a la heterosexualidad, máxime siendo esta la que coincide con su propio sexo biológico. Alegan para ello que la homosexualidad no es una enfermedad, a lo cual habría que decir que la heterosexualidad tampoco y a estos últimos no solo se les permite elegir la identidad que deseen, sino que se les brinda, incluso, apoyo psicológico. Como dice Mons Munilla: hemos llegado a la situación de destruir la libertad en nombre de la libertad.

Dicho lo anterior, el que un adulto se sitúe frente a lo que determina su propia naturaleza, dentro de unos límites cae bajo su responsabilidad. Sin embargo, si se trata de influir en el proceso de maduración y autoconocimiento de niños y jóvenes, hasta el punto de que se les permita extirpar o modelar sus genitales, a sabiendas que la misma ciencia y la mayoría de médicos lo desaconsejan, parece cuando menos fuera de toda comprensión y lógica humana; máxime como sabemos hoy −se puede indagar en internet− que ha habido transexuales que luego de operarse, al cabo de los años, se han arrepentido. ¿Alguien le daría a un niño una cuchilla para que se dé cortes en la piel porque se identifique con un zombi o un sadomasoquista? ¿se les permitiría, igualmente, que se arranquen el cabello (se dan casos) porque sientan placer al hacerlo o porque se les contraría y desean llamar la atención? ¿a nadie se le ocurriría pensar que esos niños no necesitan tratamiento psicológico? ¿por qué en estos casos sí y, sin embargo, en cuanto al cambio de sexo, que es aún un acto de mayor trascendencia y radicalidad no?

Muchas y diferentes son las circunstancias y situaciones que llevaron a muchas personas, utilizando la terminología de las aves palmípedas y de la literatura, a creerse patos siendo cisnes para emprender un modo de vida y una conducta ajena a su propio ser con la que se identificarían luego de ser señalados y acosados; en algunos casos imperceptible a los ojos de los mismos que la sufrieron. De cualquier modo, aparte de mi propia experiencia personal, ya expuesta, no voy a profundizar más en este asunto, ya que existen investigaciones periodísticas y científicas que muestran, que desde que nacemos las personas manifiestan una serie de pautas de comportamiento y tendencias, bien diferenciadas en razón a su sexo biológico. Para mayor información dejo estos enlaces que lo certifican:

https://www.youtube.com/watch?v=hGcNoCudL-Y&t=23s
https://www.youtube.com/watch?v=yYR211SQcZg

1ª parte https://youtu.be/2sblNk2aPzE
2ª parte https://youtu.be/Me3okdm0C1M

http://www.thenewatlantis.com/publications/number-50-fall-2016

http://www.uccronline.it/2016/04/28/gli-studi-di-genere-smentiti-dallascienza-si-nasce-e-si-rimane-uomini-o-donne/

Después de estos datos, solo me queda decir, que todo lo que se teoriza desde el más puro voluntarismo, atendiendo exclusivamente a los sentimientos y sin tener en cuenta la realidad y, más aún, las causas que las engendran −entre otras muchas las heridas afectivas− es como construir un edificio sin cimientos; el cual, por muy bello que nos los presenten, tarde o temprano terminará por derrumbarse: la pena es que al hacerlo se lleve, en primer lugar, a las personas más vulnerables, como siempre (a las que creyeron en profetas, mortales, de carne y huesos como ellos), y después a la misma civilización que lo engendró.

Como consecuencia de lo ya expuesto se infiere, que hay cosas más apremiantes que programar y dirigir a los niños en un terreno tan íntimo y tan personal como la sexología, sujeta, por lo demás, a etapas evolutivas personales que en ningún caso deben soliviantarse. De este modo, pues, eduquemos a niños y jóvenes atendiendo, en primer lugar a sus raíces cristianas −que son las de todos− sobre las que está asentada nuestra civilización y la misma Declaración Universal de Derechos Humanos, para que puedan crecer vigorosos y sanos; y paralelamente en el respeto a las personas, sea cual sea su condición, lo cual no quiere decir que se tenga que compartir, al completo, todas sus propuestas y posicionamientos: eduquemos en el compañerismo y en salir en defensa de los más vulnerables, aquellos que son agredidos físicamente o verbalmente cada día por sus diferencias; enseñémosles a compartir los bienes aunque sea por puro egoísmo (la vida da muchas vueltas, hoy por ti y mañana por mí); mostrémosle, igualmente, que todo abuso de poder, desde la política, la prensa y la economía, tarde o temprano, se vuelve en contra de aquel que menoscaba a su prójimo; hay que decirles, también, que ciertas normas de urbanismo y convivencia son siempre necesarias, nos facilitan la vida a todos y ayudan a mantener un entorno tranquilo, armonioso y bello. Enseñémosles, con nuestro ejemplo, que defraudar, lo hagan los políticos o el pueblo, implica menos recursos disponibles para sanidad, infraestructuras, personas dependientes y cotizaciones a la seguridad social. Eduquemos en ecología ya que el planeta tierra es el hogar común de todos. Enseñemos, sobre todo y prioritariamente, en la escucha atenta de la persona que tenemos enfrente, no para refutar sus argumentos, sino para entender su posición y cómo llegó hasta ahí. Mostremos a niños y jóvenes que nuestro cuerpo tiene un proceso de maduración y de crecimiento que hay que respetar para no enfermar. Enseñémosle las consecuencias que traen las adicciones, lo fácil que es entrar en ellas y lo difícil que resulta dejarlas, por no haber sabido decir a tiempo no a los amigos, a la moda o la misma curiosidad. Por lo dicho, enseñémosles a respetar los límites, para que cuando estén fuera de la protección de los adultos sepan decir no a todo aquello que les pueda perjudicar. Enseñémosles, finalmente, que poseemos una conciencia, a la que hay que escuchar y obedecer, desde la honestidad, para contrarrestar el ego, el cual nos vuelve individualista y destructivos: Jesucristo, por ser Dios, es el guía que mejor nos enseña con sus palabras y con su propio ejemplo.

De esta manera podríamos seguir enseñando muchas cosas más, a niños y jóvenes, sin necesidad de imponerles, estructuras ideológicas artificiales, desmentidas por la misma realidad empírica y por la ciencia, que impiden que la propia vida fluya tal cual es y se manifiesta.

Mahmoud Abbas dijo en uno de sus discursos: «un hombre libre es el que defiende la libertad de otro y un hombre que ama a Dios es un hombre que ama a su prójimo». Que sea pues la persona libremente la que decida por sí misma como debe orientar su sexualidad y no un sistema de creencias que se deconstruye a sí mismo por las abundantes contradicciones en las que cae.

Pue sí, la libertad, la voluntad y la razón, son las características principales que nos diferencian de los animales, y por ello, querido lector, haciendo uso de esas facultades que te definen como persona, en caso de que sientas AMS y desees explorar e indagar en sus causas, y ejerciendo tu libertad, quiero decirte que hoy hay medios (los que yo eché de menos en su día) para que tengas un conocimiento mayor de ti mismo y de tus sentimientos. Infórmate de lo que dicen las investigaciones y los nuevos avances psicológicos con respecto a las personas con AMS, muchos de los cuales, han sido explorados y descubiertos por psicólogos y psiquiatras que experimentaron y vivieron en propia persona durante años dicha atracción: la libertad viene del conocimiento, de contrastar teorías y datos, no de la creencia a ciegas de un pensamiento único, por muy excelente y sublime que sea la persona, la institución, o los medios que te lo hayan inoculado con sus dotes persuasivas. Por otro lado, la voluntad que acompaña al raciocinio, sin poder expresarla o ejercerla anula a la persona, de nada le aprovecha y la convierte en esclava de la maquinaria del estado, del grupo de pertenencia o de la persona a la que tenga idealizada. Hay alternativas a lo que comúnmente nos han hecho creer como un estado irreversible de la persona, bien por desconocimiento, bien por incredulidad, bien por fanatismo ideológico, bien por miedo, o simplemente como coartada en la búsqueda de otros intereses: casos hay recogidos en la literatura, y no pocos −más ahora en la época tecnológica a través de internet− de personas que cambiaron su orientación sexual. A partir de ahí cada quien es muy libre de negar los hechos, pero no acosta de la libertad de los otros.

A pesar de lo expuesto, no deseo convertirme en un vendedor de humo, como tampoco es mi intención jugar con los sentimientos de nadie. Sé por propia experiencia que emprender este camino entraña un fuerte deseo de autoconocimiento, de voluntad y disciplina. Pero lo importante es que cada individuo ejerza su libertad sin ser coaccionado por su entorno: tanto por parte de los que desean que la persona con AMS cambie contra su voluntad, como por parte de aquellos que, desde la intolerancia de sus convicciones, les obligan cerrandoles cualquier vía de acceso para que puedan emprender un camino de autoconocimiento. En el fondo se trata de que la AMS no se convierta en fuente de dolor para nadie; tampoco, para los progenitores que son, en ocasiones, los que más sufren por sentirse, en algún caso, responsables, de que sus hijos tengan esa inclinación. Ante esos sentimientos de culpabilidad por parte de los padres, tengo que decir que en este asunto no existen culpables, solamente víctimas: víctimas de la curiosidad; víctimas de la soledad; víctimas del abuso sexual y del acoso en la infancia, como lo fui yo mismo; víctimas de la educación y de la cultura dominante; víctimas, por ignorancia de los padres, de sobreproteger, en unos casos y en otros de disciplinar, severamente, a los hijos. Víctimas de la timidez; víctimas de complejos corporales; víctimas de la pornografía; víctimas del relativismo, víctimas de los medios de comunicación, víctimas de la ignorancia, víctimas del hedonismo, víctimas…

No obstante, yo aconsejo, si alguien desea emprender este camino, que no lo haga en solitario porque, probablemente, termine perdido, desorientado y sin respuestas. Hoy por hoy hay alternativas al pensamiento único de personas o grupos que acompañan y ayudan a las personas con AMS a conocerse mejor, a conocer mejor su mismidad y, sobre todo, a sanar las heridas de su pasado. De no hacerlo así, sería muy triste que llegases a la vejez, decepcionado, por aquello que no esperabas y que se te ocultó por el orgullo de muchos a no asumir la verdad; como dijera el filósofo español Ortega y Gasset, “toda realidad que se ignora depara su venganza”.

Y para aquellos que se consideren discípulos y seguidores de Cristo decirles, por otro lado, que no es tu condición o la mía la que nos hace indignos delante de Dios, sino nuestro ego, el apego a nuestro yo: no hemos sido nosotros los que nos hemos dado el ser y por eso mismo no podemos construir un mundo al margen de Dios en quien −como dice la biblia− vivimos, nos movemos y existimos. No podemos negar a Dios, la búsqueda de una salida diferente a la que nos dan los diseñadores de opinión, cuando Él a los treinta y tres años, entregó su vida para que yo, vasija de barro, pudiera vivir fuera de toda atadura. Lo que te propongo es fácil de llevarlo a la vida si comprendes antes, en toda su extensión, quién es Dios en relación al ser humano, como se vació por completo de sí mismo (de sus apegos) para darte la condición de hijo y heredero de su reino. Esto implica hacer la voluntad del Padre, o al menos intentarlo, como Jesús, teniendo en cuenta el primer mandamiento: «Amarás a Dios sobre todas las cosas».

Volviendo sobre las alternativas (para integrar tu vida sexual desde la perspectiva de Cristo) tengo que decir que existen muchas y variadas opciones que te ayudarán a hacerlo, hay comunidades en las que puedes integrarte tanto en la vida civil como en la eclesiástica, el mismo acompañamiento por parte de personas que están en tu situación o la han superado ya, te vendrá bien para no sentirte solo. Por otro lado, si por motivos laborales u otras circunstancias no puedes integrarte en uno de esos grupos o comunidades, el hecho de vivir solo no quiere decir que tengas que vivir aislado. A demás, has de tomar consciencia de que hay miles de personas viviendo solas, y otras que, aunque acompañadas, no reciben cariño de nadie y necesitan de ti: miles de ancianos en residencias no visitados, presos que no tienen quien les abra una perspectiva de redención y de esperanza; enfermos que no encuentran una persona que les dé una palabra de aliento o les resuelva un problema urgente; niños en la calle que necesitan un líder como tú que les saque de su miseria y les ponga en camino de una escuela, de una institución que los acoja, o de una parroquia. Si pudieras ver, por otro lado, con los ojos del espíritu que tu ángel está a tu lado protegiéndote o que el Señor te lleva tatuado en la palma de su mano −con las señal de los clavos− como parte de Él mismo para regalarte su paz, su amor y la abundancia de su corazón… te pondrías en marcha, ya mismo, sin necesidad de buscar una caricia sino de darla; de recibir un abrazo sino de entregarlo; de derramar una lágrima sino de secarla; de encontrar un compañero o compañera de camino, sino de ser el sostén de todos. Tampoco mendigarías la aprobación o el elogio de los demás, sino que tú mismo reforzarías la estima del débil impulsándolo a alcanzar sus metas; y en lugar de buscar un regalo, porque ya lo tienes (su nombre es Jesús) serias tú mismo el que regalases flores de esperanzas, alianzas de justicia, y abrazos de paz y de acogida.

Ya, para concluir este epígrafe, te dejo con una serie de principios, que un día plasmara en mi blog (www.renaceralaluz.com) para que nadie te arrebate esa luz divina que llevas en tu interior.

DECÁLOGO PARA VOLAR ALTO, MUY ALTO:

1) El pájaro echa a volar en su justo momento; pero aprende a volar saltando al vacío en el vértigo del primer descenso.
2) Si nunca emprendes el vuelo, nunca sabrás cuáles son tus límites y si los tienes.
3) Recuerda en todo momento que el cielo es muy espacioso y todos tienen un sitio donde batir sus alas; no creas, pues, que por contener a otros antes que tú levantases el vuelo, dejarás de encontrar tu propio espacio.
4) Cuando te digan que tú no puedes, míralos fijamente a los ojos, quizás estén diciendo que ellos no podrían, normalmente las personas hablan por lo que ven dentro de ellas y no porque conozcan los tesoros que Dios puso en ti.
5) Piensa que, aunque el punto de salida esté más fácil para algunos (algún árbol cercano para hacer pruebas, un amigo que le instruyó), el mantenerse por mucho tiempo en el aire depende de tesón, entrenamiento y confianza.
6) Ten presente, también, que las dificultades son compañeras en el viaje de la vida, pero si quieres sobrevivir y llegar a tu meta no tienes otra opción que desafiarlas. Recuerda, por esto mismo, el recorrido largo y dificultoso de las aves migratorias.
7) Copiar el vuelo de otros te podrá ayudar a subir. Pero experimentar por ti mismo, vuelos inéditos, te ayudará a permanecer en el aire por más tiempo.
8) Si no llegas lejos, no pasa nada, las aves primerizas no recorren grandes distancias hasta después de varios intentos. Por otro lado, has de saber que las circunstancias también cuentan: día de mucho viento, poca visibilidad, sol intenso, cálculo erróneo en las dificultades que presenta el recorrido, etc. Traducido al argot humano diríamos: no estar en el lugar idóneo, en el momento apropiado y con las personas convenientes.
9) Si no lo logras, después de muchos ensayos, quédate con el lado positivo: al menos tú lo intentaste y, por consiguiente, no lamentarás en tu ancianidad el no haber puesto en valor tus capacidades.
10) Aún en la derrota, pon en valor, que siempre te quedará la opción de sustituir las alas por los pies; y si no puedes andar porque te falle uno, existen las muletas. Y como última opción, recuerda que también se avanza en silla de ruedas; lo importante es, como decía S. Teresa de Calcuta, no detenerse jamás.

Conclusión: el mundo te necesita porque tú formas parte del mismo y Dios te puso en él con un propósito; basta una sonrisa en determinados momentos para salvar una vida. Tengo la certeza de que tú no los dejarás caer a ellos, lo intuyo porque he sufrido tanto como tú. Ahora solamente me resta felicitarte, pues hay mucho de bueno en ti, eres un hijo amadísimo de Dios y llevas su impronta en tu corazón. Además, no te olvides de que Jesucristo ya pagó con su sangre el precio de tu libertad, por lo cual tu pasado no existe para Él y, por lo mismo, deja de tener poder sobre ti. Tu hermano y amigo Jesús, solamente espera que lo creas así, y te decidas a vivir conforme a su voluntad. ¡Ánimo y adelante! unidos a él todo lo podemos. Ámate en tu pobreza humana y déjala caer en sus manos.

Antes de pasar al último epígrafe, creo que muy interesante, por cierto. Quería pedirte, si es posible, que colaborases con una fundación nacida en Colombia para atender a niños con VIH, única en el mundo dedicada exclusivamente a esta tarea tan encomiable. Te voy a remitir directamente a su página web, si algún apartado para donar no está activo busca otro, y si deseas más información también puedes ponerte en contacto por teléfono con la fundación. Quiero aclararte, para no llevarte a error, que no llames por cuestión de esta autobiografía, ya que yo no pertenezco a dicha organización. El pedir esta colaboración es por cuestión de solidaridad con estos niños inocentes.

http://www.positivosporlavida.org/

  1. ALEGATO FINAL

Antes de dar por concluida esta autobiografía quiero hacer un pequeño alegato en defensa de algo que forma parte del proyecto de Dios, pues de este modo, nos lo dejó prescrito Jesús cuando nos dice en (Mateo 16, 18): “Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”.

La Iglesia al haber sido fundada por Jesucristo y ser depositaria de la Tradición Apostólica y de los Santos Padres, es la encargada de dar a conocer la buena noticia de la redención y salvación traída por su fundador. Además de dicha misión, tiene el deber, porque el Espíritu Santo la asiste desde sus comienzos, de esclarecer las Escrituras allá donde se cree controversia y de preservar, por otro lado, de toda manipulación que se quiera hacer de la misma. La Iglesia, por consiguiente, no se inventa nada nuevo, ni es su deseo fastidiar a nadie, ni entra dentro de sus cálculos trabajar con lo correctamente político para ocultar la verdad revelada por Dios; o, al menos, no debería.

La Iglesia es conocedora de que el Reino de Dios no es aquel que el hombre recrea a su modo en su naturaleza caída, sino que es el que Dios mismo nos mostró en la persona de Cristo. Si Jesús dijo: no he venido a abolir la ley sino a darle cumplimiento; de la Iglesia habría que decir que no ha sido creada para cambiar la palabra de Dios sino para darla a conocer y llevarla a término. El motivo, el mismo que descubrimos en su lectura, la cual nos hace saber que la Palabra de Dios no está sujeta al tiempo y, por lo mismo, a la moda con los cambios culturales que se vayan dando en cada época: Mateo 24, 35 “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”.

Dicho lo anterior, la Iglesia como cuerpo místico de Dios, asistida por el Espíritu Santo, nos aclara en su magisterio, que el juicio que ella hace sobre las personas con AMS, no es hacia el individuo que siente atracción por los de su mismo sexo, ya que Dios no ha venido a condenar a nadie, sino a salvar a todos. El juicio que hace la Iglesia se centra sobre las relaciones sexuales fuera del matrimonio, enseñando así una verdad revelada en las Escrituras para todos aquellos que deseen vivir conforme a la voluntad de Dios, que afecta igualmente a los heterosexuales.

De cualquier manera, hay que señalar que la ley ha de observarse desde la misericordia, ya que la ley sin que se asuma libremente, con amor y por amor, más que liberar oprime a la persona y la llena de amargura. De no ser así Jesucristo nunca hubiese salvado a la mujer sorprendida en adulterio de las garras de los fundamentalistas de su tiempo ateniéndose a la ley; o habría entrado, del mismo modo, en diálogo con la mujer samaritana; porque si de un pez mandó el Señor a Pedro extraer una moneda para pagar el tributo al César ¿cómo no iba a extraer agua del pozo sin necesidad del cubo de la samaritana? Jesús se acerca a las personas escudriñando su corazón sin tener en cuenta la apariencia que lo envuelve, es decir, su pasado y su etiqueta; aunque no por ello deja de mostrar a todo el mundo la verdad, el vacío de sus corazones y el laberinto al que los arrojó la vida. Jesús, como luz que es, detecta rápidamente donde está la oscuridad que nos envuelve a ti y a mí, y nos ilumina con su Palabra para sacarnos de los laberintos de oscuridad donde otros o nosotros mismos nos hemos metido. En Él observamos, por otro lado, que no existe trampa ni engaño, aunque nos muestre la verdad al desnudo; que su Palabra, por otra parte, no es pasajera, sino que permanecerá con nosotros en la Eternidad, donde gozaremos de la plenitud de Dios, sin necesidad de nada más que satisfaga nuestro anhelo de ser y felicidad, porque las carencias ya no formarán parte de nuestra vida, ahora, inmortal.

Con este preámbulo quería signar, que, por haber experimentado, en propia persona, como siente y vive un varón con atracción por las personas de su mismo sexo, comprendo que haya muchos chicos con dicha tendencia sexual, que no entiendan la postura de la Iglesia. No obstante, ante esa falta de empatía y comprensión del mensaje de la Iglesia, tengo que dar a conocer que la misma, al igual que Jesús, no te persigue ni te rechaza por tu orientación sexual; quedando su postura bien explícita en el catecismo católico en los números 2357-2359. Nunca podremos entender el posicionamiento de Dios, en las Escrituras, y el de la misma Iglesia, con respecto a las relaciones entre iguales, si no hemos entendido, antes, que el orden de las cosas −el sentido del bien y del mal− le viene dado al hombre de antemano por el hecho de ser criatura; lo que quiere decir, que no fue el hombre el que se dio a sí mismo el ser y el existir. El problema estriba en que el hombre al romper su relación con Dios, que es Luz, queriendo ocupar su lugar, se vio privado de la Luz y, por lo mismo, fue perdiendo paulatinamente el conocimiento de su propia realidad y rompiendo todos los tabúes que Dios había puesto en su corazón para su propio beneficio. De este modo, en la misma medida que se alejaba de Dios, se iba adentrando en la oscuridad de su insignificancia y supuesta autosuficiencia. Sin embargo, Dios, a pesar de la rebeldía del hombre, por amor, mandó a su hijo al mundo para reorientarnos hacia la única verdad que existe, El mismo, y al estado de plenitud para el que nos creó. Y con Jesús aprendemos a morir al ego; la principal causa del mal. Ese fue el amor que nos enseñó Jesucristo, morir a nuestro individualismo para dar luz y vida a este mundo en descomposición y poder decir, al final de la jornada, he cumplido: (Lucas 17, 10) «Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha ordenado, decid: Siervos inútiles somos; hemos hecho sólo lo que debíamos haber hecho».

Sin embargo, una cosa es no estar de acuerdo con el posicionamiento de la Iglesia con respecto a la práctica homosexual (que por otro lado no es suyo) y otra, bien diferente, que se la ataque con violencia, cuando trata de exponer su doctrina y cuando, por otro lado, en ningún caso puede imponer sus dogmas a nadie, ni siquiera a sus propios feligreses. Hay un argumento que reitera lo ya comentado: la Iglesia, al no poseer ninguno de los tres poderes en los que se divide un estado de derecho, carece de herramientas para llevar a cabo lo que entiende, ésta, que debe ser preservado a causa de la voluntad de Dios y la ley natural. Muy al contrario de lo que sucede con las normas del estado, que ya sean para bien o para mal del ciudadano, son de obligado cumplimiento para todos. Por lo ya expuesto podemos inferir, en todo caso, que son los gobiernos los que obligan al pueblo, coercitivamente, a través del poder judicial y ejecutivo a cumplir las leyes entren estas o no en conflicto con las propias creencias del gobernado, con sus intereses, y hasta con sus posibilidades económicas. En concreto me viene a la memoria la promesa de los dirigentes de un partido político en España que, en campaña electoral, prometieron consultar en referéndum todas las leyes que fuesen de especial trascendencia para la vida de los ciudadanos, pero que luego, una vez llegaron al poder, no sólo incumplieron dicha promesa, sino que aprobaron leyes de especial calado para la vida de los ciudadanos, sin tan siquiera consultar a las diferentes corrientes de pensamientos que por entonces se daban en el país (buena señal, esta, de que esas leyes, iban a contracorriente de la opinión general y el sentir de sus gobernados).

El peligro del hombre de este tiempo, prepotente en muchos casos, viene por un lado de su ambición desmedida por el poder y el dinero y, por otro, de sus exiguos conocimientos. Esto es así porque, en el presente siglo y en el anterior, los estudios, tanto básicos como universitarios, se han dividido y subdividido hasta tal grado, que ahora sólo se aspira a conocer una rama del saber y, dentro de ella, una realidad específica. Lo cual se traduce en que se puede saber mucho de economía, deporte, sanidad, etc. y muy poco de filosofía, ética, psicología, ciencia, religión, historia o biología. De este modo, por esa falta de conocimiento de todas las áreas y resortes que constituyen e inciden en la persona y en el universo, para que realmente ambos alcancen su plenitud o se aproximen a él, el hombre se va envileciendo hasta convertirse en un peligro para sus mismos semejantes; máxime si este ocupa algún cargo público de especial relevancia. Esto que acabo de exponer lo explica detalladamente el filósofo Español José Ortega y Gasset en su ensayo: La Barbarie del Especialismo.

De lo expresado anteriormente se infiere, que pretender acallar la doctrina de la Iglesia, que atañe a la dimensión espiritual del hombre, orientada a sus feligreses, prioritariamente, y que por otra parte no tiene ningún poder coercitivo contra la voluntad de los mismos (situación de la que me alegro, dicho sea de paso, pues en eso consiste el libre albedrío de los hijos de Dios) es, cuando menos, un atentado contra la libertad de opinión y de cátedra, tan repugnante como en siglos postreros lo fue el oscurantismo y marginación al que fueron sometidos las minorías; entre las mismas, negros, Judíos, gitanos, homosexuales, leprosos o personas discapacitadas físicas e intelectualmente.

Para terminar este alegato en favor de la Iglesia, voy a hacerlo desde una perspectiva que pocas veces se contempla. La Iglesia, en contra de lo que se pueda pensar, es la más tolerante de todas las instituciones, colectivos y organizaciones existentes, incluso más que aquellas que se tienen por tolerantes. Así es, puesto que a las puertas de sus templos e instituciones pueden acercarse, entrar, participar y pedir ayuda personas de cualquier rango, posición social, ideología y nacionalidad (es lo que ha venido sucediendo usualmente desde que se fundó), sin que importe cual sea su raza o condición sexual, nadie le pedirá un carnet para entrar al templo o un certificado de antecedentes penales; ni preguntará si colabora altruistamente o económicamente con ella; de igual modo, pueden asistir a sus celebraciones personas de otras religiones y de cualquier tipo de creencia, siempre y cuando se comporten con un mínimo de respeto, como es de esperar en casa ajena. No se expulsan a los homosexuales del templo o de las asambleas, por su tendencia sexual, sino que, por el contrario, se les invita a participar de todas las actividades eclesiales, exceptuando aquellas que por su estado de vida sea incompatible con la voluntad divina y, por tanto, con el propio ser de la Iglesia. Además, nadie les va a señalar por el hecho de no comulgar, sino todo lo contrario, del mismo modo que nadie pide explicaciones a aquellos heterosexuales que, por el motivo que sea, tampoco se acercan a recibir dicho sacramento. Por otro lado, a las celebraciones de la Iglesia, a diferencia de las de otros grupos humanos, ideológicos, filantrópicos, gremiales exotéricos y políticos, puede asistir todo el mundo, incluso personas con deficiencias físicas y mentales. Detrás del hermetismo y falta de transparencia en el que se envuelven muchos movimientos solo puede haber sectarismo y manipulación mental; algo que no sucede con las celebraciones eclesiales que son de puertas abiertas para sus feligreses y todo aquel que quiera unirse a ellas. Por último, remarcar que los mandamientos de Dios son universales; es decir, de obligado cumplimiento para todos y, por lo mismo, no se enuncian con la idea de fastidiar a un colectivo concreto, la fornicación es un pecado que desaprueba el Juicio de Dios, independientemente que la persona sea heterosexual u homosexual. Dicho lo anterior, el Concilio Vaticano II nos advierte que la última norma válida entre Dios y el hombre es su conciencia; la cual, por otro lado, debe estar bien formada, para que se adecue a la Verdad revelada por Dios en las Escrituras y el Magisterio de la Iglesia. A continuación, dejo una os lecturas bíblicas que nos ayudarán para orientar los dictámenes de nuestra conciencia: El apóstol Pablo nos recuerda (1Cor 4, 4): “Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor”. Mientras que Juan nos dice: “Y tranquilizaremos nuestra conciencia ante Él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia” (1 Jn 3,19-20). Dios queda siempre por encima de nuestra percepción tanto en la autocomplacencia, como en el reproche. Por lo tanto, ante las dudas que albergue nuestra conciencia acudamos a la Palabra de Dios, a la Tradición y al Magisterio. Y si aun así no sientes la necesidad de vivir conforme a la Palabra de Dios o no te sientes con fuerza para ello, no te preocupes, porque ningún cura, ni obispo, ni monja te impondrá nada contra tu voluntad, tal y como ya hiciese Jesús, mientras estuvo entre los hombres, con aquellos que decidieron no aceptar sus Palabras. De todos modos, te vuelvo a insistir, lo que para ti es imposible, Dios lo puede hacer posible, atendiendo a su misma enseñanza.

Por otro lado, hay que tener en cuenta, que cualquier grupo humano de ámbito civil, tiene unos estatutos y unas normas que se deben cumplir gusten o no gusten a todos sus asociados; no puedo entender, por tanto, porque a la Iglesia se le pide que sea anárquica, para que cada acampe a sus anchas y decida, según su criterio, que debe ser lícito y que no, dentro de su seno, para sus feligreses. Tampoco entiendo que se le quiera coartar su derecho a opinar; cuando desde hace décadas, la misma Iglesia, ha sido una de las instituciones más vilipendiada en los medios audiovisuales, en la prensa y en la literatura.

Después de lo comentado, a punto de echar el telón a este relato autobiográfico, y mirando hacia atrás, he podido descubrir con toda nitidez, cómo opera Dios en la vida de una persona y como lo hacen los bajos instintos y las fuerzas del mal en el hombre. Ambos poderes, son dos torbellinos con fuerzas tan poderosas, arrebatadoras y contrapuestas, que quien se deja seducir por una de ellos, termina sin reconocerse a sí mismo en un antes y un después. Así sucede, cuando pones tu confianza en Dios sin cortapisas, ya que aquello que antes te parecía imprescindible y te esclavizaba, acaba convirtiéndose en algo superfluo y prescindible. En los dos lados de la balanza estuve y por eso puedo dar fe del modo de operar de uno y de otro; cuál de ellos te hace esclavo de ti mismo, y cuál, en cambio, te devuelve la libertad; cuál de ellos te exonera de tus errores y cual te condena, aunque se trate del, o de los que te impulsaron a caer en lo más bajo. En paralelo a esto, me viene a la memoria esta sentencia, que hizo en su día, el Cardenal Francis George: «la sociedad civil lo permite todo, pero después no perdona nada; la Iglesia, en cambio, no permite todo, pero lo perdona todo».

Concluyo con una noticia que, recientemente, me llamó poderosamente la atención, por si aún queda duda de lo que supone vivir sin tener a Jesucristo como el referente válido y eficaz de tu vida. La noticia informaba de un hecho acontecido hace años, en Estados Unidos, en el que un niño de trece años asesinó a otro de cuatro estrangulándolo, con sus propias manos, para rematarlo después con una piedra de doce quilos. El motivo que alegó entonces el asesino y que sigue alegando −a pesar de las muchas justificaciones de su defensa para sacarlo de la cárcel− fue el de la venganza: resarcirse en la persona del crío que asesinó, del acoso al que él mismo fue sometido por otros niños en el colegio. Su declaración, luego de 23 años en la cárcel, sigue siendo la misma que ya hiciera días después de cometer el crimen. Copio a continuación un pequeño extracto de la publicación donde aparecen sus mismas palabras: “Smith ha basado estos años su discurso en que la ira había ido germinando en su interior a causa de los abusos sufridos en el colegio: «Empecé a creer que yo no era nada ni nadie. Sentí que cuando iba a la escuela iba al infierno, porque eso es lo que era para mí…». Sin embargo, cuando se le ha preguntado por qué cometió el asesinato la respuesta siempre ha sido igual de ambigua: «Porque en vez de herirme a mí, el daño se lo estaban haciendo a otra persona por una vez» Sobre si disfrutó durante el asesinato, la contestación de Eric no deja lugar a dudas incluso hoy después de muchos años: «En ese momento, sí».

A mí, personalmente, al contrario que al redactor de la noticia, no me parece ambigua la respuesta, ya que la expresa sin rodeos, sin titubear y con total claridad.

Pues bien, después de leer esto pensé, por mi propia experiencia, que el guion de este suceso habría sido otro bien distinto, si este niño de trece años, hubiera conocido antes a Jesús (el príncipe de la paz como alguien le ha llamado) y le hubiese tenido como su maestro y guía. Creo que Smith dice la verdad, puesto que yo mismo sentí en ocasiones debido al acoso, sino esos impulsos de asesinar, sí el sentimiento de estar viviendo un infierno. Mi vida, en cambio, tomó otros derroteros porque Jesucristo me acompañaba en mi soledad y alimentaba mi esperanza en un futuro mejor (como así sucedió). Mostrándome, además, a muy temprana edad, el camino del perdón y luego, más tarde, llevándome a la reconciliación conmigo mismo y a la aceptación de mi pasado. A consecuencia del asesinato perpetrado por Eric Smith o por otras personas víctimas de acoso, como asesinatos múltiples o el propio suicidio, yo apelo a la sensatez de los padres que hayan leído esta autobiografía para que se decidan por alimentar a sus hijos con los bienes espirituales que nos trae la fe en Jesucristo, de igual modo que les proveen de alimento para su cuerpo. Aplazarlo para el futuro, en la madurez, como pasó con Eric Smith, puede ser de consecuencias nefastas e irreversibles. Nadie podrá elegir de mayor lo que desconoce o lo que le ha llegado distorsiona o sesgadamente, por personas adoctrinadas en contra de la Iglesia, o por aquellas, otras, que tuvieron un desencuentro puntual con la misma. Se puede conocer más, acerca de la vida de Eric Smith, en el siguiente enlace:

http://www.abc.es/historia/abci-mirada-asesino-pelirrojo-13-anosperturbadora-historia-eric-smith-201609070333_noticia.htm

Lo normal ante el acoso, a temprana edad, no es la venganza, sino, lamentablemente, el suicidio. Para muestra te dejo este enlace.
https://www.elmundo.es/madrid/2016/01/20/569ea93246163fd12b8b4626.html

Querido hermano en Cristo, hasta aquí llegaron mis vivencias hasta el día de hoy, omitiendo algunos hechos de menor relevancia que ocuparían gran espacio sin demasiado aliciente para ti. Lo que será mañana de mí lo dejo en manos de Dios. De cualquier modo, lo que venga no ha de sorprenderme demasiado, pues escrito está en la Palabra de Dios todo lo que puede acaecer a aquellos que viven en la libertad de los hijos de Dios: el Señor es veraz y no miente, de ahí nace mi consuelo. Y porque no miente y creí en sus promesas, finalmente pude vivir libre de los apegos afectivos y carnales, viviendo en castidad, y sin sentimientos autodestructivos como los tuve anteriormente a entregarme a la voluntad de Dios. Pero no solamente me sacó de la adicción, sino que me dio amigos con los que compartir mi fe, sin necesidad de estar el día buscando la compañía de otras personas por internet, en la calle, o en lugares de ambiente. Una cosa te pido, encarecidamente, que ores por mí para que pueda llegar a la meta que Dios tiene destinada para todos; a saber, la Salvación Eterna. Hermano tenemos una responsabilidad muy grande ante Dios y ante nosotros mismos; tenemos un gran tesoro a nuestro alcance, un gran porvenir, una gran herencia, una inmensa esperanza, un amor inagotable para compartir. Todo esto lo tienes en Jesús, él te espera con los brazos abiertos, para darte la vida que te mereces como hijo redimido por el precio de su sangre. El camino a casa, en cambio, nadie lo puede hacer por ti, pero no temas, Jesús te guiará con la luz de su Palabra, de la Iglesia y del Espíritu Santo, poniendo personas a tu lado −si lo pides con fe− que te acompañen en ese itinerario.

  1. MENCIÓN ESPECIAL

Quiero agradecer a Dios por las personas que me tendieron una mano en los momentos difíciles y, muy especialmente, por la familia que me dio; por mis padres, a los que ya he elogiado en las páginas de este libro, pero de igual modo por mis hermanos. Cada uno de ellos aportó algo bueno y noble a la familia y, particularmente, a mí por muchos años: a mi hermana la mayor le agradezco su cariño, apoyo, y amistad durante mi infancia y parte de mi juventud; a mi hermano su arrojo y su nobleza, pero también su trabajo para ayudar con su aportación en la economía familiar; a mi hermana la pequeña, finalmente por su templanza, su silencio y equilibrio, algo que agrada mucho a nuestro Señor Jesús. Dios los bendiga y los guarde para la Salvación Eterna, a ellos y a sus familias.

Colosenses 1,17-23:

Él existe antes de todas las cosas, y todo subsiste en él; y él es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia. Él es el Principio, el Primero que resucitó de entre los muertos, para que en todo tenga la primacía; por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda la plenitud. Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz mediante la sangre de su cruz. Antes a causa de sus pensamientos y sus malas obras, ustedes eran extraños y enemigos de Dios. Pero ahora él los ha reconciliado en el cuerpo carnal de su hijo, entregándolo a la muerte, a fin de que ustedes pudieran presentarse delante de él como una ofrenda santa, inmaculada e irreprochable. Para esto es necesario que ustedes permanezcan firmes y bien fundados en la fe, sin apartarse de la esperanza transmitida por la Buena Noticia que han oído y que fue predicada a todas las criaturas que están bajo el cielo y de la cual yo mismo, Pablo, fui constituido ministro.

PÁGINAS WEB A CONSULTAR:

https://couragerc.org/
http://omosessualitaeidentita.blogspot.com.es/ http://www.narth.com/
http://www.mscperu.org/homosexual/homo_esperanza/guia_curar_homosexualidad.htm
http://www.lucaditolve.it/
http://elenalorenzo.com/?page_id=65
http://www.esposiblelaesperanza.com/
http://www.castosporamor.org/
http://www.almas.com.mx/

BIBLIOGRAFÍA:

  1. Teología del cuerpo de San Juan Pablo II.
  2. El rol del pediatra en el desarrollo pleno de la identidad sexual del niño – Christian Schnake
  3. Cartas a David. Acerca de la AMS. Jutta Burggraf
  4. ABC para comprender la homosexualidad – Objetivo Chaire
  5. Comprendiendo la homosexualidad – Jokin de Irala
  6. Bibliografía de Richard Cohen, Joseph Nicolosi y Gerard J.M. Van Den Aardweg JESÚS ALFA Y OMEGA En él serán recapituladas todas las cosas (Ef. 1,10)