Martes de la 24a semana del Tiempo Ordinario
El Evangelio del día
Evangelio según San Lucas 7, 11-17.
Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud.
Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba.
Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: «No llores».
Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús dijo: «Joven, yo te lo ordeno, levántate».
El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre.
Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: «Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo».
El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina.
Comentario: San Gregorio Magno
papa y doctor de la Iglesia
Morales sobre Job, XIV
La esperanza de nuestra resurrección
Por la muerte de la carne permanecemos en el polvo hasta el fin del mundo. Nuestro Redentor, el tercer día, liberado de la aridez de la muerte y en una fresca lozanía, muestra el poder de su divinidad resucitando en su propia carne. (…) Si es verdad que el cuerpo del Señor está vivo después de su muerte, para nuestros cuerpos es hasta el fin del mundo que es postergada la gloria de la Resurrección. Por eso Job tuvo el cuidado de marcar esa postergación diciendo “Porque yo sé que mi Redentor vive y que él, el último, se alzará sobre la tierra. Y después,… yo, con mi propia carne, veré a Dios” (Jb 19, 25_26). Tenemos la esperanza de nuestra resurrección, ya que estamos en presencia de la gloria de nuestra Cabeza. Que no digan -aún en su fuero interno- que si el Señor resucitó de la muerte es porque siendo Dios y Hombre en una sola y única persona, ha superado con su divinidad la muerte padecida en su humanidad. Y que nosotros, que somos solamente hombres, no podemos desprendernos de una condenación a muerte. Pero he aquí que los cuerpos de numerosos santos han también resucitado a su hora [según los Evangelios]. El Señor quiso mostrarnos en sí mismo la resurrección y nos presenta el ejemplo de seres semejantes a nosotros, por su naturaleza humana, para fortificarnos en la esperanza de la resurrección. Ante el don manifestado por el Hombre Dios en sí mismo, el hombre debía creer que la resurrección se podía producir en él y en otros de su misma naturaleza, puramente humana.
