El progreso nunca puede ser una ideología: un valor y un fin en sí mismo, el hombre en cambio si que lo es, y más aún la persona en concreto que tiene un valor único e incalculable por ser esta como individuo imagen y semejanza de Dios. Cuando esto no está claro el progreso pasa por encima del hombre arrastrándolo al sillón del siquiatra, a la violencia más extrema del sálvese quien pueda, o aliándose con la misma naturaleza para destruirlo. El progreso material lleva al estrés y al infarto, el progresismo intelectual al individualismo más extremo hasta el punto que la única regla moral valida, como ya dijo un presidente de gobierno «es el fin», el medio o los medios que se empleen para ello no importa (pese a quién pese y caiga quien caiga). Y cuando no hay un punto de apoyo firme (que diría Arquímedes) y una verdad absoluta trascendente, el fin se vuelve tan rastrero y vil que va cambiando en función única y exclusivamente del interés personal del que ostente el poder, aunque el mismo que lo ocupe sea un sicópata.
Es por lo que hemos comentado anteriormente, que uno de los objetivos a combatir y destruir desde dentro, desde fuera y desde los espíritus del aíre es a la Iglesia Católica porque esta si que no se mueve en aguas estancadas y pantanosas, sino en la Roca de Jesucristo que como Dios nos ha revelado la única verdad firme, eterna e inamovible válida para todos los tiempos y ello porque el corazón humano es igual en todas las épocas y sus tendencias destructivas las mismas.
Miércoles de la 33a semana del Tiempo Ordinario
E_vangelio según San Lucas 19,11-28.
Jesús dijo una parábola, porque estaba cerca de Jerusalén y la gente pensaba que el Reino de Dios iba a aparecer de un momento a otro.
El les dijo: «Un hombre de familia noble fue a un país lejano para recibir la investidura real y regresar en seguida.
Llamó a diez de sus servidores y les entregó cien monedas de plata a cada uno, diciéndoles: ‘Háganlas producir hasta que yo vuelva’.
Pero sus conciudadanos lo odiaban y enviaron detrás de él una embajada encargada de decir: ‘No queremos que este sea nuestro rey’.
Al regresar, investido de la dignidad real, hizo llamar a los servidores a quienes había dado el dinero, para saber lo que había ganado cada uno.
El primero se presentó y le dijo: ‘Señor, tus cien monedas de plata han producido diez veces más’.
‘Está bien, buen servidor, le respondió, ya que has sido fiel en tan poca cosa, recibe el gobierno de diez ciudades’.
Llegó el segundo y le dijo: ‘Señor, tus cien monedas de plata han producido cinco veces más’.
A él también le dijo: ‘Tú estarás al frente de cinco ciudades’.
Llegó el otro y le dijo: ‘Señor, aquí tienes tus cien monedas de plata, que guardé envueltas en un pañuelo.
Porque tuve miedo de ti, que eres un hombre exigente, que quieres percibir lo que no has depositado y cosechar lo que no has sembrado’.
El le respondió: ‘Yo te juzgo por tus propias palabras, mal servidor. Si sabías que soy un hombre exigente, que quiero percibir lo que no deposité y cosechar lo que no sembré,
¿por qué no entregaste mi dinero en préstamo? A mi regreso yo lo hubiera recuperado con intereses’.
Y dijo a los que estaban allí: ‘Quítenle las cien monedas y dénselas al que tiene diez veces más’.
‘¡Pero, señor, le respondieron, ya tiene mil!’.
Les aseguro que al que tiene, se le dará; pero al que no tiene, se le quitará aún lo que tiene.
En cuanto a mis enemigos, que no me han querido por rey, tráiganlos aquí y mátenlos en mi presencia».
Después de haber dicho esto, Jesús siguió adelante, subiendo a Jerusalén.
San Juan Pablo II (1920-2005)
papa
Encíclica “Laborem exercens”,
Hacedlos fructificar
En la vida de Cristo y en sus parábolas se encuentra el evangelio sobre el trabajo. Es lo que Jesús hizo y enseñó. (cf Hch 1,1) A esta luz, la Iglesia ha proclamado siempre aquello que encontramos expresado de modo actual en las enseñanzas del Concilio Vaticano II: “La actividad humana, así como procede del hombre, está también ordenada al hombre. Pues el hombre, cuando actúa, no sólo cambia las cosas y la sociedad, sino que también se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, sale de sí y se trasciende. Si este crecimiento es rectamente comprendido, vale más que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene…Por tanto ésta es la norma de la actividad humana: que, según el designio y la voluntad divina, concuerde con el bien genuino del género humano y permita al hombre individual y socialmente cultivar y realizar plenamente su vocación.” (GS 35) En esta visión de los valores del trabajo humano, es decir, en esta espiritualidad del trabajo, se explica perfectamente lo que sigue en el mismo documento acerca de la recta significación del progreso: “Todo lo que los hombres hacen para conseguir una mayor justicia, una más amplia fraternidad y una ordenación más humana en las relaciones sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues estos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, la materia para la promoción humana, pero por sí solos no pueden de ninguna manera llevarla a cabo.” (id.) Esta doctrina sobre el problema del progreso y del desarrollo, -tema dominante en la mentalidad contemporánea-, sólo se comprende como fruto de una probada espiritualidad del trabajo y únicamente sobre la base de una tal espiritualidad se puede realizar y poner en práctica esta doctrina.
