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ISBN: 9788469736876 1ª Ed. Feb 2017 Colombia
Fin del Cap 2. EN BUSCA DE UN ESPACIO EN EL MUNDO
9. LEJOS DE LA MIRADA DE LOS ADULTOS
No todas las aventuras se remitían al contorno del pueblo, sino que, alguna vez que otra, nos alejábamos más allá de su periferia para vivir nuevas sensaciones explorando otros paisajes desconocidos. Estas escapadas las llevábamos a cabo a escondidas de nuestros padres, como no podía ser de otro modo, por nuestra edad, ya que éramos demasiado inmaduros para sustraernos de cometer insensateces. A una de esas salidas nos concitaron (yo tendría unos ocho años), un día ocre de otoño, a mis amigos y a mí, otros chicos del barrio de mayor edad, so pretexto de no decir nada a nuestros padres. De este modo, creyendo en sus palabras nos dirigimos, por indicación de ellos, a un paraje de recreo donde los lugareños se reunían en festividades campestres.
Hasta llegar al sitio propuesto por los mayores había que pasar, a mitad de camino, cerca de un pozo de aguas subterráneas que se mantenía, como la mayoría de los que había en el campo por entonces, sin tapadera de protección. Siempre que se pasaba junto él, muy pocos críos eran los que resistían la tentación de asomarse a su interior; entre ellos me encontraba yo mismo que lo hacía con mucha cautela. El motivo de esa precaución, se debía a las advertencias que nos hacían nuestros padres para que no cayésemos en su interior al asomarnos o subirnos al brocal.
Por entonces las personas no se medicaban por depresión ya que poco se sabía de esta enfermedad y, por lo mismo, una buena parte de ellas, enredadas en el laberinto de sus pensamientos, ponían fin a sus vidas arrojándose a uno de aquellos pozos. De este modo, aunque había menos enfermos depresivos que ahora, una de las pocas salidas que encontraban a su sufrimiento, aparte del manicomio, era el suicidio; y unos de los métodos con el que ponían fin a sus vidas era arrojándose al abismo de las aguas de cualquier pozo que tuviese a su alcance.
Como los pozos, a la sazón, representaban un gran peligro, debido a su nula protección, mi madre me decía, para que no me acercase a ellos, que en el fondo de sus aguas habitaba la Mano Negra. Por esas fechas yo confundía, en mi corta inteligencia, su exhortación con las personas que encontraban en su interior ya fallecidas. La ligazón de estas dos realidades me llevó a pensar, que los suicidas yacían en el fondo del pozo, atrapados por la Mano Negra, sin posibilidad escapar de allí. No obstante, a pesar de las advertencias de mi madre, nunca me resistí a la tentación de mirar en el interior de los mismos: eso sí, lo hacía rápidamente, de un vistazo, para no dar tiempo a la Mano Negra a que me arrastrarse consigo hacia la profundidad de sus aguas; el lugar donde retenía a sus víctimas, los “locos”.
Con el tiempo empecé a sospechar que aquello de la Mano Negra era un cuento chino; ya que, en el supuesto caso de que fuese real la existencia de esta mano siniestra, era incomprensible que algunos chicos mayores se arriesgasen a pasar por encima del pozo, en un alarde de valentía, colgados de la baranda que sujetaba la polea de arrastre del cubo. De cualquier modo, el tema de los suicidios relacionados con los pozos quedó arraigado en mi subconsciente, con tal fuerza, que aún en el presente sigo teniendo la misma precaución, de antaño, cuando me acerco a uno de ellos para mirar en su interior. Hay ciertos sucesos y enseñanzas relacionados con la niñez que no se borran nunca: en mi pueblo, por los años sesenta y setenta, era casi habitual que cada dos o tres años se suicidase una persona; en ocasiones coincidían hasta dos en el mismo año.
Las andanzas de aquel día de escapada fueron de zozobra en zozobra. Para comenzar el relato de lo acontecido, he de anotar que los mozalbetes, antes de llegar al lugar acordado, aprovecharon su poderío físico para propiciarnos algún que otro sopapo sin motivo. Después de contener las lágrimas con gran esfuerzo, yo y el resto de mis vecinos más pequeños, seguimos adelante, porque a esas alturas estábamos a más de la mitad del trayecto de vuelta a casa, y pensamos que era más prudente seguir a los mayores que volver solos en desamparo. Como casi todo, en el acontecer del hombre, es de ida y vuelta, posteriormente la paliza se la propiciarían a ellos sus mismos padres por retenernos más tiempo de lo debido en el lugar al que nos llevaron.
Una vez que alcanzamos la meta señalada, nos entregamos a librar batallitas olvidándonos del resto del mundo. El paraje, muy parecido a aquel con el que arranque la autobiografía, se erguía sobre una suave colina encumbrada por dos piedras del tamaño de un barco bucanero cada una. Nos distribuimos casi por números iguales en las peñas, es decir en los barcos, desde los que hacíamos abordajes con cañas y palos para arrebatar los tesoros que cada uno de ellos albergaba en su interior. De este modo, absortos en los juegos se nos fueron pasando las horas mientras que nuestros papás (sin que tuviésemos la más mínima sospecha), alertados por la tardanza, salieron a buscarnos por las inmediaciones del pueblo.
En esas andaban cuando, después de varios intentos, frustrados, fue mi madre finalmente −la cual tenía cierto dote para ubicar a las personas y a las cosas en su sitio− la que dio con nuestro paradero. Mi mamá, como iba acompañada, también, por la alegría de habernos encontrado, se contuvo de amonestarme en exceso y, después de decirnos que nos andaban buscando, reemprendimos la vuelta a casa por detrás de ella, en fila india y cabizbajos, como polluelos asustados, por un sendero que acortaba camino para llegar antes al pueblo.
En ese afán de adentrarnos a explorar lo desconocido, tenía un amigo especialista, al que yo seguía a la zaga. El miedo, no era precisamente lo que me definía por entonces; donde estaba el miedo allí que iba yo a espantarlo. De este modo, nunca esperaba a que entrara en mi cuarto para que tirase de mis sábanas o me hiciese cosquillas en los pies. Si escuchaba algún ruido extraño en el doblado de mi casa o en el patio, a media noche, sentía la necesidad imperiosa de averiguar inmediatamente de qué se trataba. Tomar la postura del avestruz no iba con mi carácter, por lo cual prefería enfrentarme a un ladrón o a un peligro incierto, antes de pasar la noche en vela esperando que el peligro se deslizase, por cansancio, bajo el somier de mi cama.
El procedimiento para ahuyentar los espectros, si detectaba algún ruido extraño, a horas avanzadas de la noche era el siguiente: sin despertar a mis padres y a mis hermanos me levantaba, abría la puerta que daba acceso al patio de la casa y me encaramaba por las escaleras de acceso al doblado para hacer frente al propio miedo. Nunca encontré un miedo sin una causa justificada, el más corriente estaba relacionado con unos ojos negros, de tamaño colosal, que alumbraban en mitad del doblado: eran los ojos desafiantes de una gata que buscaba emparejarse o acababa de parir. Otras veces se trataba de un chirriar de bisagras por una puerta mecida a capricho del viento. Las tormentas también hicieron sobresaltarme en muchas ocasiones; si la tormenta venía acompañada de fuerte aguacero, salía al patio a quitar la tapadera del sumidero para evitar inundaciones. Solamente en una ocasión el miedo pudo conmigo: por entonces tenía la insana costumbre, sobre todo en verano, de quedarme hasta altas horas de la madrugada escuchando en la radio un programa de fenómenos paranormales presentado por el periodista Antonio José Alés. En esa ocasión no oí un ruido, sino que la habitación se convirtió, por entero, en una caja de resonancia: como percibía que el ruido no procedía del exterior y su estridencia iba en aumento, la zozobra, por no saber que lo provocaba, se apoderó de mí con tal intensidad, que tuve que sacar el colchón de mi cuarto para ir a montar la tienda, al menos por esa noche, en la habitación de mis progenitores.
Ahora que lo pienso, quizás mi padre tuviese parte de responsabilidad en mi actitud para poder afrontar los miedos. Le escuché decir, en más de una ocasión dos frases llamativas (al menos a mí me lo parecieron por entonces), una de ellas fue la siguiente: “ten más cuidado con la ira de los vivos que con la sombra de los muertos”. La otra decía, para que no me amedrentase ante los buscas peleas: “jamás he visto en todos mis años de vida, que un hombre se haya comido vivo a otro hombre”. En su sapiencia popular no iba muy desencaminado pues las ánimas atormentadas de los muertos, con unas oraciones o con un exorcismo se dan, generalmente, por vencidas; mientras, que, con los vivos, resulta verdaderamente costoso deshacerse del odio, de la envidia y del deseo de venganza de aquellos que, sólo Dios sabe con qué tipo de justificaciones, enredos mentales y frustraciones personales, nos acechan.
Con todo, no era yo de los más atrevidos del barrio, tenía un amigo que me superaba y, por eso mismo, en más de una ocasión me persuadía para introducirme con él, a hurtadillas, en un caserón abandonado que había por entonces en la calle principal del pueblo. La casona tenía numerosas habitaciones y se accedía a la misma por una contraventana bajando el pestillo que se alojaba en su parte interior. Si respeto me producía desplazarme en la noche por el desván de mi casa, congoja era lo que sentía al hacerlo en aquella mansión destartalada, aunque fuese en compañía de mi amigo. Cuando pasaba a su interior lo primero que me echaba para atrás era su olor a humedad y a efluvios rancios de orín de murciélago. Una vez dentro, nos desplazábamos de una habitación a otra, con mucho sigilo, para no llamar la atención de los viandantes que pasaban cerca de la vivienda: misión cuasi imposible, ya que las maderas del piso superior crujían como matraca por el abandono y la sequedad de las mismas. Subiendo por la escalera a oscura, sin más guía que el pasador de manos −horadado como mina bajo tierra por la carcoma− el corazón golpeaba mi pecho con vehemencia, en un intento de ausentarse de mí tórax para alcanzar la calle y sentirse a salvo. De esta guisa, sin hacer caso a las palpitaciones y sin detener la marcha, nos desplazábamos por los pasillos, de puntillas, mientras de alguna de las habitaciones, debido a la proximidad de nuestras pisadas, salían de estampida los ocupas que ahora se alojaban en el inmueble: una granja silvestre de búhos, ratas, quirópteros y otras sabandijas de la oscuridad. Los miedos dicen los psicólogos que hay que enfrentarlos para que no se apoderen de nuestra voluntad, o mejor dicho de nuestra libertad (tal vez, no para todos, porque algunas personas, de un solo susto, pasaron a mejor vida).
Pues bien, en eso estábamos mi amigo y yo, sin saberlo, superando el miedo a lo desconocido; que en ese lugar se hacía especialmente palpable, cuando alguna madera del piso superior chirriaba más de lo normal en nuestros desplazamientos. En el momento que el crujido estallaba bajo mis pies, con más estridencia de lo normal, en más de una ocasión pensé que se abriría un boquete, tras el cual sería succionado por la fuerza de la gravedad hasta que mis costillas quedaban estampadas contra las duras losas del piso inferior. El golpe contra el piso era lo de menos, sino que minutos después los viandantes, alertados con el estruendo del batacazo, avisaran a la policía que, porra en mano, nos pondrían las esposas para llevarnos al calabozo ante la mirada acusadora de mis paisanos. Luego de este temor venían otros, unas veces porque se cerraba una puerta de sopetón, a mi espalda, y otras porque algún murciélago, en su huida, pasaba rozando mi oreja para alardear, ante mis narices, de la precisión con que manejaba su “radar”.
10. DIOS SE VALE DE LAS CIRCUNSTANCIAS PARA ATRAERME HACIA ÉL
Volviendo a la escuela, allí tuvo lugar unos de los acontecimientos que, posteriormente, me llevarían a uno de los lugares que más influiría en mi forma de pensar y entender la vida.
Aunque parezca prepotente por lo que voy a exponer a continuación, empezaré, para no parecerlo tanto, por señalar mis carencias y defectos: nunca brillé por mi poderío físico, ni por las notas raspando el aprobado, ni por mi elocuencia, ni por ser lo suficientemente prudente a la hora de juzgar a las personas; tampoco por saber encajar con humildad el desprecio o la crítica; y, finalmente, por otros muchos desvíos e imprudencias que cometí a lo largo de la vida que, de igual modo, quedarán reflejados en esta autobiografía. Sin embargo, con todos esos defectos que he señalado de mi personalidad, quiso Dios poner su mirada en mí, del mismo modo que lo hizo con el pastorcito bíblico David. Me he fijado en este personaje bíblico porque he hallado algunas coincidencias entre ambos.
Al compararme con él, lo hago para remitirme al momento de su elección y otros aspectos de su personalidad, que para nada tienen que ver con la santidad o la grandeza de dicho personaje, ya que no soy tan pretencioso, ni me atrevería a cometer tal dislate. De cualquier manera, me sirvo de dichas coincidencias para dar paso a lo que aconteció en mi vida en el año setenta. Como bien sabemos, a poco que hayamos leído la biblia, el favor de Dios, por lo general, está del lado de aquellas personas que a los ojos de los hombres cuentan muy poco o no cuentan para nada. Al igual que David, yo era el más pequeño de mis hermanos, no sólo por edad (tenía nueve años en ese momento), sino en apariencia física. No era pastor como David, aunque me faltó muy poco, ya que por entonces mi hermano trajo un borreguito a casa, el cual me endosó luego mi madre para que lo sacase a pastar al campo por las tardes. Afortunadamente para mí, porque no sabía qué hacer con él, e infelizmente para el borreguito, el animal enfermó muriendo al poco tiempo. Anécdota aparte, como se desprende de la narración bíblica, David quedó al margen del modelo que para su padre y sus hermanos representaba una persona con posibilidades de ser ungida de un profeta. En mi caso, particular, sin ser excluido por mis padres (aunque tampoco contaba mucho mi opinión para ellos por ser el más pequeño y porque no destacaba ni por abajo ni por arriba), sí que lo fui de la sociedad; la cual me clasificó dentro de uno de los especímenes de personas que por entonces eran rechazadas. Como David me gustaba la trova y la lírica, aunque sin sus dotes, claro está; como David, finalmente, quise seguir a Dios con coherencia, aunque como David también traicioné a Dios dejándome arrastrar por la lujuria en mi madurez.
También encontré similitudes a la hora de ser llamado por Dios. En mi caso, el corto de miras a la hora de fijarse en mí, fue el enviado por Dios; lo contaré para que se entienda mejor: unos días antes de la festividad de San José fue el párroco del pueblo al colegio para hablarnos del seminario e invitarnos, al mismo tiempo, a seguir allí los estudios de primaria. Coincidió su visita con que mi asiento en el aula, en ese momento, ocupase el último lugar de mi fila: la primera de todas en orden horizontal a la pizarra. El sacerdote para no andar entre los pupitres, fue preguntando, solamente y uno por uno, a los que me precedían en fila, hasta llegar junto a mí, donde se detuvo, sin interrogarme. La pregunta que dirigió a los compañeros después de explicar en qué consistía la vocación y la misión del sacerdote, fue la siguiente: –¿te gustaría irte al seminario? si crees que no, explica los motivos. Todos mis compañeros expresaron, abiertamente, que no deseaban hacer dicha experiencia, alegando excusas más o menos convincentes. Sin embargo, el sacerdote, al detenerse frente mí, que era el único que quedaba por contestar a la pregunta de la fila, pasó de largo, dándome por no apto. Con toda seguridad pensó que no daba la talla, que era demasiado pequeño para tan loable tarea. Una vez, más, la mirada miope del hombre frente a la de Dios, tal y como le sucediese al papá del pastorcito David, que lo descartó, de entre sus hermanos, pensando que Dios actúa en la fortaleza del hombre y no en su debilidad.
Como la oferta que nos hizo el párroco no pasó inadvertida para mí −que me gustaban los retos− la tuve rondando en mi sesera, por varios días, hasta que llegué a la conclusión, que, en el supuesto caso de haberme lanzado la pregunta a mí, no hubiese tenido argumentos para rechazar su propuesta. Incluso me pareció, luego de analizarla, sumamente interesante por dos motivos: por un lado, debido a la labor social y humanitaria que hacían los curas, con la cual me identificaba; y, por otro, porque al alejarme del pueblo, para ingresar en el seminario, dejaría atrás a mis acosadores y el sufrimiento que arrastraba con motivo de ello. Estos dos argumentos fueron suficientes para que, en pocos días, les anunciase a mis padres mi deseo de ingresar en el seminario. No fue fácil convencerlos, pero con la ayuda de mi hermana la mayor, con mi insistencia y con más de una lágrima frente a una hermosa talla de la Inmaculada, en la parroquia de mi pueblo, conseguimos finalmente vencer su resistencia. De esta manera, tan simple, me llamó Dios a formar parte de su rebaño; de esa gran descendencia que prometió a Abrahán.
Pues bien, aunque a veces pensemos que Dios hace oídos sordos a nuestras peticiones, por lo ya expuesto, se puede inferir que no es cierto. Dios escucha siempre, de tal manera que esta fue la forma de responder, años después, a mis plegarias cuando, frente a los insultos y a las burlas de mis acosadores, yo le suplicaba para mis adentros: ¡Dios mío sácame del pueblo, no puedo más con esta situación!
A pesar de esa primera llamada del Señor aún no era consciente del amor con que el Padre Eterno me atraía hacia su hijo. Es así que no fue hasta muchos años después, en plena madurez, por las enseñanzas recibidas en un grupo carismático, a las que siguieron otras igualmente fructíferas en los Talleres de Oración y Vida del Padre Ignacio Larrañaga, cuando comencé como el hijo pródigo, atraído por el Padre Eterno y por mi propia necesidad vital, a caminar con determinación hacia Dios.
En el taller de oración me enseñaron que debía aprender a sustituir los nombres propios que aparecen en la Biblia, por el mío, para hacer así una lectura personal y viva de la palabra de Dios. Fue de esta manera, como se me abrieron los ojos y pude entender, en toda su extensión y con la mirada vuelta en el pasado, que mi respuesta había sido la misma que diera el pueblo de Israel a Dios, en su travesía por el desierto. Al igual que ese pueblo me alejé de Dios para adorar ídolos sin consistencia; sobre todo a mí mismo, a través del orgullo y la lujuria. La Palabra Bíblica que me indujo a pensar, entre otras experiencias que tuve por esas fechas (con la metodología ya descrita), que había caminado bajo la fuerza de mis propios criterios, de mis pasiones y de mis miedos, hasta ese día, sin contar con el poder, el amor y la sabiduría de Dios, fue la siguiente: “Cuando Israel (José) era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Pero cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí… ¡Y yo había enseñado a caminar a Efraím (José), lo tomaba por los brazos! Pero ellos no reconocieron que yo los cuidaba. Yo los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una criatura contra sus mejillas, me inclinaba hacia él (José) y le daba de comer… Mi pueblo (mi hijo José) está aferrado a su apostasía: se los (le) llama hacia lo alto, pero ni uno solo se levanta (yo, José, preferí la esclavitud de mis pasiones) ¿Cómo voy a abandonarte, Efraím (José)? ¿Cómo voy a entregarte, Israel? ¿Cómo voy a tratarte como a Admá o a dejarte igual que Seboím? Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura: no daré libre curso al ardor de mi ira, no destruiré otra vez a Efraím (a mi hijo) Porque yo soy Dios, no un hombre: soy el Santo en medio de ti, y no vendré con furor”.
Para corroborar las palabras del profeta, solo hay que mirar hacia atrás en nuestras biografías, muchas veces nos ha llamado Dios, por medio de nuestros catequistas, nuestros padres, abuelos, amigos, sacerdotes, etc., y pocas hemos sabido escuchar con atención la profundidad de ese mensaje que se nos transmitía, para discernir, después, nuestro modo de caminar en la vida. Solo cuando nuestra vida estuvo al borde de la quiebra hemos llegamos alcanzar el conocimiento necesario que nos hizo entender que únicamente en Dios, como nos decían, encontraríamos la puerta de salida. Algunos ni, aun así, han querido aferrarse al lazo de amor con el que Dios los atraía y les daba una y mil veces la oportunidad, a través de un intermediario o cualquier otra circunstancia favorable, de salvar sus vidas. Para Dios nunca es tarde, aunque te cueste en un principio, súbete al carro del amor, de la esperanza y de la vida, porque lo conduce Él, tú solo tienes que sortear con su ayuda las piedras del camino hasta llegar a la meta.
11. SALVO LA VIDA POR SEGUNDA VEZ
Sucedió en un día calmado y ardiente del mes de agosto, cuando el sol estaba en su cenit y ceñía el orbe de enceguecedora luz. La atmósfera que se percibía en el ambiente, era la de una mañana expansiva en la que el mundo se concentraba en un solo punto del planeta, en mi calle. Allí nada parecía urgir excepto la dicha. Días antes mi madre me había comprado una bicicleta con la condición de que no me alejara del pueblo. Pero como suele suceder que, a ciertas edades, no atendemos las recomendaciones de los mayores, yo no tuve en cuenta la suya. Por entonces pensaba lo mismo que la gran mayoría de niños a esa edad: la muerte era el destino de personas mayores o el de aquellas, otras, que estuviesen gravemente enfermas; circunstancias entre las cuales yo no me encontraba, ni por edad, ni por salud, puesto que me sentía fuerte como un toro.
De este modo, en aquella mañana de cielo azul intenso −moteado por el vuelo acrobático de golondrinas a la captura de algún tábano atolondrado− y mientras los rayos del sol perforaban mi camisa como alfileres de sastre, me uní a otros chicos del barrio para llevar a término la aventura que nos propuso el cabecilla del grupo; la de desplazarnos a un riachuelo equidistante del pueblo ocho kilómetros. Así, sin más dilación que la propia resistencia que oponían las cubiertas de las bicicletas al asfalto de la carretera (muy poca, por cierto, porque el trayecto de ida era en pendiente), nos escapamos para saciar nuestros deseos de aventuras.
Pero sucedería algo no planeado (son los imprevistos, por cierto, los que nos devuelven a la realidad y a nuestra condición de fragilidad), aquello que se prometía como un día de diversión, sin más, terminó en un susto que pudo llevarme a mejor vida. Llegamos exultantes porque nos bebimos la carretera en pocos minutos, y después de descansar un ratito en la explanada que había en la finca (una pradera atravesada por un riachuelo sembrado de álamos en su orilla) me adentré, en compañía de uno de los colegas, curso arriba del río para explorar el terreno y mostrar, de paso, mi osadía al resto de compinches. Muy decidido caminaba, por delante del jefe de la expedición, sin poner mucha atención sobre el suelo que pisaba, concentrado en avistar sobre la superficie del agua, como otras veces, a algún pato silvestres con sus crías o, en su defecto, algunos peces practicando saltos acrobáticos por encima del líquido elemento. Así caminaba, descuidadamente, cuando me aproximé tan cerca a orilla que acabé, a causa del lodo acumulado en su margen, cayendo al río de un resbalón. En la inmersión, como no podía mantenerme a flote, pues aún no había aprendido a nadar, empecé a tragar agua y a batir palmas sobre la superficie con tal de no hundirme. En mi impotencia, al no hacer pie, pensé, por momentos, que allí dejaba lo que hasta entonces había sido mi corta existencia.
Sin embargo, no sucedió así, una cosa era lo que yo pensaba y otra lo que Dios tenía destinado para mí; aún me faltaba enfrentar muchas batallas para ganar la definitiva que me condujese a la redención. Cuando ya me encontraba al límite de mis fuerzas y me veía a merced de la parca, se produjo el milagro: el chaval que me acompañaba −que por cierto tampoco sabía nadar− advirtió en el suelo (más bien puede que fuese su ángel quien se lo indicase) que, a escasos centímetros de sus zapatillas, había una caña cascada para sacarme a flote.
De aquel episodio, y de otros parecidos que vinieron posteriormente, puedo dar fe, por lo expuesto que estuve y la nitidez con que yo los viví, de que la muerte vista de cara no es tan aterradora como la pintan. Siendo así que, en las ocasiones que más cerca estuve de la misma, acepté sin temor y con total serenidad que había llegado mi final en la Tierra. Dichas situaciones fueron tan críticas que fui consciente, en todo momento, que si estaba de salvarme no dependía, en absoluto de mí, sino de Dios.
De lo acontecido ese día no se enteró nadie, ya que hice prometer a los amigos que no comentaran nada de lo ocurrido en sus casas: temía que nuestros padres nos castigasen posteriormente, sin coger la bicicleta, por un buen espacio de tiempo. Como hacía buena temperatura, puse a secar la ropa sobre, repartida, entre el manillar de mi bicicleta y el de los colegas para no tener que inventar excusas delante de mi madre. De este modo, sin más drama que el buen susto que me llevé sin consecuencias, aquel el episodio pasó a la historia del olvido hasta que, una vez ya de adulto, se lo di a conocer a mi familia y a Fernando, el colega que me salvó la vida, para darle las gracias. Cuando referí el suceso a Fernando, este, se quedó muy sorprendido, ya que su memoria lo había retirado del archivo de sus gestas más importantes; lo cual no es de extrañar, teniendo en cuenta, por un lado, que no fue él el que se ahogaba y, por otro, a que las leyendas de héroes y villanos, con sus proezas, surgen por una necesidad, sobre todo en las personas adultas, de olvidar por unos instantes (sumergiéndose en la piel del superhéroe temerario e indestructible) las abundantes limitaciones de cada cual. Para los niños, en cambio, es la simplicidad y la urgencia del momento la que los mueve a tomar una acción u otra sin etiquetarla después. Bien está lo que bien acaba y aquella escapada terminó, especialmente para mis padres, como cualquier otro día de verano −en el que el sol nos alegra el alma− sin que ellos fuesen conscientes de que estamos sostenidos por la mano de Dios y de que, al mismo tiempo, a ocho kilómetros escasos de distancia, la vida de su hijo se debatía entre el agua y el aire, entre la vida y la muerte, entre la tierra y el cielo.