“Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: «Señor, sálvame».
Muchas veces nos pasa como al apóstol Pedro, que todo va bien con Dios, mientras tenemos prosperidad, la vida familiar va más o menos bien, tenemos una salud aceptable, etc., Pero, sucede que, sin tardanza, comenzamos a dudar como Pedro, cuando algo se tuerce -cuando la tempestad arrecia- o, incluso, cuando no salen las cosas a la medida de nuestro deseo. Sin embargo, es en estos momentos, donde se prueba, precisamente, nuestra fe, y los que hacen que salvemos las situaciones más difíciles, sin hundirnos más aún en el fango, o en las aguas torrenciales de la tempestad. Hay muchas cosas que nosotros no podemos controlar porque no están en nuestras manos (bien por las leyes que rigen la naturaleza, como el caso de este evangelio, bien por la libertad que Dios a dado al hombre, incluso para desobedecer sus prescripciones, pues libre a imagen suya lo hizo), es en estos momentos, pués, en los que se demostramos, que tan grande es nuestra confianza en Dios, aquella que nos ayuda a sortear los obstáculos con calma, manteniendo puesta nuestra mirada fija en Dios, él cual conoce nuestra angustia, sin dejar de caminar en su dirección, dónde todo está en calma y despejado. Detenerse, o volver hacia atrás, en cambio, es seguir la dirección del viento, de la tempestad, para dejar que está nos devore. La duda es el terreno del enemigo, que espera que te rindas para, finalmente, darte su hachazo definitivo y terminar su obra, que es muerte y destrucción total. Porque ya lo dice claramente la biblia, la paga del pecado es la muerte, solo Jesús, libre de pecado ha salvado la muerte, y nosotros sólo la sortearemos si permanecemos en él por el vínculo de la fé y la voluntad de mantenernos firmes a su lado sin claudicar. Sin claudicar frente al mar tempestuoso de la tentación, del egoísmo y de las contrariedades de la vida.