Lunes de la 24ª semana del Tiempo Ordinari.
*Evangelio según San Lucas 7,1-10.*
Cuando Jesús terminó de decir todas estas cosas al pueblo, entró en Cafarnaún.
Había allí un centurión que tenía un sirviente enfermo, a punto de morir, al que estimaba mucho.
Como había oído hablar de Jesús, envió a unos ancianos judíos para rogarle que viniera a curar a su servidor.
Cuando estuvieron cerca de Jesús, le suplicaron con insistencia, diciéndole: «El merece que le hagas este favor,
porque ama a nuestra nación y nos ha construido la sinagoga».
Jesús fue con ellos, y cuando ya estaba cerca de la casa, el centurión le mandó decir por unos amigos: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres en mi casa;
por eso no me consideré digno de ir a verte personalmente. Basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará.
Porque yo -que no soy más que un oficial subalterno, pero tengo soldados a mis órdenes- cuando digo a uno: ‘Ve’, él va; y a otro: ‘Ven’, él viene; y cuando digo a mi sirviente: ‘¡Tienes que hacer esto!’, él lo hace».
Al oír estas palabras, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la multitud que lo seguía, dijo: «Yo les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe».
Cuando los enviados regresaron a la casa, encontraron al sirviente completamente sano.
Comentario: San Francisco de Asís (1182-1226)
fundador de los Hermanos menores
“No soy digno de que vengas a mi casa.” (Lc 7,6) Por el amor de Dios, suplico a todos los hermanos, –los que predican, los que oran, los que trabajan con sus manos, clérigos y laicos–, de crecer en la humildad en todo, de no gloriarse vanamente, de encontrar su gozo o enorgullecerse interiormente por las buenas palabras y las buenas acciones que Dios dice o cumple a veces en ellos o a través de ellos. Según la palabra del Señor: “No os alegréis que los espíritus se os sometan.” (Lc 10,20) Estemos plenamente convencidos: no tenemos nada más que nuestras faltas y pecados. Alegrémonos más bien en las pruebas cuando hemos de soportar, en el cuerpo o en el alma, toda clase de tribulaciones en este mundo por amor de la vida eterna.
Hermanos, guardémonos de todo orgullo y de toda vana gloria. Guardémonos de la sabiduría de este mundo y de la prudencia egoísta. El que es esclavo de sus tendencias egoístas pone mucho interés en preparar discursos, pero pone poco interés en pasar a las obras. En lugar de buscar la religión y la santidad interior del espíritu, desea una religión y una santidad exteriores bien visibles a los ojos de los hombres. De ellos dice el Señor: “Os lo digo en verdad, ya han recibido su paga.” (cf Mt 6,2) En cambio, aquel que es dócil al espíritu del Señor quiere humillarse por ser egoísta, vil y bajo en esta carne. Se ejercita en la humildad y en la paciencia, en la pura simplicidad y en la paz verdadera del espíritu. Desea siempre y por encima de todo el temor filial de Dios, la sabiduría de Dios y el amor de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.