
Uno de los males de nuestra época es el ruido. Estamos envueltos de ruidos por todos lados, y sino tenemos ruidos salimos rápidamente al encuentro de otros que nos distraigan del vacío en que se halla nuestra vida. He conocido personas que, incluso, para no escuchar los clamores de su alma o su soledad existencial necesitan dormirse oyendo un partido de fútbol o el serial que pasen en televisión en ese momento.
Lo anteriormente comentado lo traigo a colación para explicar que no es lo mismo escuchar que oír: al cabo del día podemos oír cientos de sonidos de todo tipo, lluvia, viento, maquinaria diversa, radio, televisión, teléfono, pájaros, hojas, personas hablando o vociferando por doquier, etc. De todos estos sonidos muy pocos recordamos al anochecer; ya que la mayoría de ellos pasaron por un oído y salieron por el otro, como se suele decir, sin que le prestásemos atención. Fueron oídos, porque nuestro aparato auditivo estaba sano y libre de obstáculos, pero no los escuchamos.
De igual modo, sucede, con nuestro sentido de la vista, ya que hay una diferencia notable entre ver y observar: a lo largo del día estamos en contacto con una ingente cantidad de información visual, y en la actualidad aún más debido a Internet. Gran parte de esta información, pasa, rápidamente, delante de nuestros ojos sin que la retengamos; otras veces llega y nos la apropiamos sin más, como el que come sin degustar y sin preguntarse que le han puesto en el plato, y en otras, las menos, observamos analíticamente para captar la realidad que encierran o esconden. Esto pasa en cuanto a la percepción que tenemos de los objetos, pero sucede de igual modo, con la información que nos llega por el intercambio de palabras de unas personas a otras, a través del dialogo. Da la casualidad, más que casualidad se trata de causalidad, que soy una persona muy analítica, y a las deducciones que llegan algunos por intuición o con el paso del tiempo; yo llego, sin demora, por el análisis que hago, psicológico, de las personas que se mueven en mi circulo. De esas observaciones, hace mucho, llegué a la siguiente conclusión: si hombres y mujeres, escuchásemos en lugar de oír, come el que oye llover, muchos problemas se hubiesen evitado, posiblemente, hasta alguna guerra.
Esto que acabo de comentar lo percibo, muy a menudo, en reuniones a las que asisto, puesto que en la mayoría de ellas la gente no se escucha, sino que se interrumpen las unas a las otras, o, bien, hablan con la que está a su lado sin prestar atención al que tiene el turno de palabra en ese momento. Cuando alguien interrumpe a otro en medio de su exposición, sucede que la respuesta que se da al interlocutor se sustenta sobre suposiciones: lo que supongo que quiere decirme.
Y dicha suposición viene precedida, por lo general, por los prejuicios que tengo hacia esa persona, por su carácter, modo de actuar o por la ideología que sostiene: algo que no debería suceder, puesto que nadie es quién, para entrar en el cofre sagrado de las intenciones del otro, más teniendo en consideración, que todo el mundo (tú y yo también) en un momento dado de su vida, a diferencia de los animales, podemos cambiar de vida y de opinión.
El no escuchar, viene sobre todo del ego, entendido este por egocentrismo: una de sus manifestaciones es el orgullo (no dar mi brazo a torcer). Otra, la comodidad, si escucho y me convencen, lo más probable que para adecuarme a la verdad que me han mostrado, tenga que cambiar de vida; y todo cambio entraña resistencia, incomodidad (al menos en principio) y desinstalación de las coordenadas mentales y acomodaticias por las que se regia mi vida anterior. Y otras tantas, casi las más, de mi propio endiosamiento o falta de humildad, es decir, creerme en posesión de la verdad, y por consiguiente, debo imponérsela a todo aquel que se resista.
También se interrumpe la palabra, para tratar de justificar las carencias propias o para ocultarlas; cuando no, para justificar los prejuicios que uno ha ido adquiriendo a lo largo de la vida sobre su propia persona. Y, por último, para hacerse notar, que suele darse, con mucha frecuencia, en personas resentidas que consideran no haber alcanzado el lugar que se merecían en la vida. Lugar desde el cual se les podría haber dado el reconocimiento y prestigio que ellas creen tener. Todas las personas descritas en este último apartado intentan demostrar su valía, mediante un subterfugio (que ellas mismas suelen desconocer) de compensación para su autoestima, muy peligroso, por cierto, para las relaciones interpersonales y para la supervivencia de grupos u asociaciones de toda índole, que trata de menoscabar el prestigio y la imagen de los otros, para que se reconozca y se de valor a su persona (la misma que en su fuero interno no creen poseer) ; y lo hacen a cada instante, poniendo en duda o rebatiendo todos los argumentos, cuando no la conducta, de la persona a la que desean humillar por su brillantez; la que no ven en ellos mismos. Todo lo expuesto hasta el momento, me lleva a la conclusión siguiente: a que nos llenamos de ruidos, para no escuchar a nuestros interlocutores o, lo que es peor, para silenciar el propio ruido interior que reclama una vida con fundamento y con sentido. Y que, en lo personal, también pueda comprenderse a si misma y perdonarse en todo aquello que por las circunstancias (algo que está en el pasado, por ejemplo) no este ya en sus manos cambiar.
Pd. Algunos ya hemos encontrado ese fundamento en dos pilares: en lo inmutable, en Dios, por un lado, y en la aceptación de nuestra persona con todos su limites, pero también de su pasado; de lo mejor para ir a más y lo peor para aprender y perdonarme como ya lo hizo Jesús dando su vida por mí.