Yo también estuve a punto de hacerlo.
Sí, yo también estuve a punto de arrojar la toalla, en un combate a vida o muerte entre seguir la oscuridad (hacerle caso a mi vacío y amargura interior) o seguir la luz de Cristo.
Y créeme que la línea que separa el abismo de la cima es tan delgada como el filo de una navaja. Ya sabes que el abismo atrae más que la cima, cuando estás al borde del precipicio. Así estuve yo y no salté por pura misericordia de Dios, porque lo había conocido con anterioridad y sabía que me ofrecía una salida. Pero resulta evidente, que arrojar la toalla, abandonarse, cuando todo está en oscuridad es más fácil que luchar y poner rumbo a la esperanza y a las promesas de Cristo. Desde luego que a esta situación no se llega, como piensan algunos, por mala suerte, porque el destino ha sido cruel contigo, o porque tus enemigos andarán al acecho. Ha esta situación se llega, por tu vida de pecado y por la mía, porque confiaste; es decir confié más en mí y en las mentiras del mundo que en Dios; porque amar cuesta, no es fácil si se trata del verdadero amor; de dar tu vida por los hermanos especialmente por Aquél que, antes, la ha dado por ti y por mí para que vivamos eternamente en su paz. Me produce estupor que algunas madres y padres crean que lo mejor para sus hijos es que conozcan a Cristo cuando estos lleguen a la mayoría de edad, cuando ni siquiera ellos mismos creen que Jesucristo sea la solución para sus vidas, sino la del gurú de moda del momento. Cuando esos padres le han robado el lugar a Dios, se han erigido a si mismos en la única autoridad de sus hijos ¿quién calmará el deseo de venganza, de lujuria y de acaparar de sus hijos después de que los padres fallezcan, estén lejos, o descubran que sus mismos padres se condujeron con mentiras, y antepusieron su ego, a lo verdaderamente justo, noble, valioso y al verdadero amor? Tiempos difíciles nos esperan si no reconducimos la situación, si no nos convertimos, porque hasta esos mismos padres salpicará el despropósito de sus hijos, si es que no les está salpicando ya, de algún modo, sin que ellos se enteren al andar en tiniebla.
Juan (8, 10-12): Incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?». Ella le respondió: «Nadie, Señor». «Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante». Jesús les dirigió una vez más la palabra, diciendo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida.