Seguimos avanzando en la entrega de la novela autobiográfica dentro del tercer capítulo del libro. Nota aclaratoria: Si no has leído los anteriores apartados, de los dos primeros capítulos de la autobiografía, te recomiendo que busques en la cabecera del blog el enunciado que se refiere a *Autobiografía* ahí podrás leer ordenadamente todo lo publicado hasta ahora de la misma.

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ISBN: 9788469736876 1ª Ed. Feb 2017 Colombia

3 Cap. EL INTERNADO, apartados 5,6,7,8.

5 EL CONCEPTO DE LIBERTAD.  

Por la cultura de la época, durante mucho tiempo, tuve un concepto erróneo sobre cómo vivir sin ataduras, es decir, sobre cómo ser libre: creía que la libertad consistía en hacer y decir, en todo momento, lo que uno pensase o sintiese (esto sin analizar antes, que aquello que yo considere como verdadero, aunque lo sea, pueda ser infumable para otros). De este modo, tenía asumido que cuanto más obedeciera a mis apetencias y proclamase mis verdades, más auténtico y libre sería. 

Demasiado tarde descubrí, para mi desdicha, que esa noción de libertad te esclaviza, porque te ata a tus deseos, a tus impulsos, a tus hábitos, a tu peculiar modo de interpretar los hechos y a tus mismas palabras. Ese concepto de libertad, tan enraizado en la cultura de nuestro tiempo, dista mucho de la auténtica idea de libertad que encierra el Evangelio, el sentido común y la propia psicología. Teniendo en cuenta la verdad revelada por Jesucristo, la libertad consiste en una búsqueda continua, por parte de la persona, en alinearse con la voluntad de Dios por encima de cualquier otro conocimiento, deseo o apetencia personal que se contraponga a dicha voluntad; y esto porque solamente donde hay plenitud de conocimiento, sabiduría y verdad; es decir en Dios, se puede dar plena libertad. La misma que, por otro lado, desea para sus criaturas: aquella que haría que el hombre viviese en armonía consigo mismo, con el entorno y con Dios. De este modo, pues, el libre albedrío no consiste en elegir entre dos realidades o más, sino en elegir entre realidades que se conocen plenamente; pero ¿quién puede decir, motu proprio, que tiene el conocimiento pleno de toda realidad? pues me temo que nadie, solamente Dios; el cual por sus mismos atributos y, además, como creador, conoce todo lo creado por Él, o lo que es lo mismo, todo cuanto existe a la perfección. De lo ya argumentado se desprende, entonces, que la libertad estriba, en cuanto al hombre y a toda la creación se refiere, en llevar a término el destino para los cuales fueron concebidos por Dios: destino que nace en Dios y se dirige a Él también como meta; el mismo que se nos ha dado a conocer en la persona de Jesucristo: exento de todo error por proceder del Padre Eterno y porque Él, en sí mismo, es Dios. En las Escrituras se nos narra sin lugar a equívocos, al comienzo de alguno de los Evangelios, la deidad y la procedencia de Jesús, al cual se le describe analógicamente como la Palabra y como la Luz.   

Con los años descubrir que aquel concepto falso de libertad que yo tenía, había nacido, como casi toda falsedad, además de las influencias culturales de la época, de mi propia concupiscencia o, dicho de otro modo, de mi ego. Unas veces por pretender llevar siempre la razón y en otras, como en el caso del bullying, por no seguir la palabra de Dios, que me instaba a no devolver mal por mal, agravio por agravio. Por citar alguna referencia bíblica más, utilizaré la del apóstol Pablo en (Romanos 12, 16): Vivan siempre en armonía unos con otros. Y no sean orgullosos, sino traten como iguales a la gente humilde. No seáis sabios en vuestra propia opinión.   

Así sucede, pues es bastante obvio que defenderse agresivamente de una acusación falsa es, cuando menos, dar crédito a los mismos que te están señalando. De este modo, mi naturaleza humana obrando bajo los impulsos de la genética, se volvió en mi contra, una vez más, en el seminario, como una apisonadora −arrollándome− por desconocer de qué modo interactuaba la dinámica del mal con mi propia naturaleza. Aún aquellos que son ateos pueden sacar conclusiones, de la mentira que va asociada al concepto moderno de libertad, ya que, desde el simple análisis de la experiencia vivida, en primera persona, descubrimos que todo aquello que nos apetece y que es placentero, a poco que nos descuidemos, termina por esclavizarnos atándome a un vicio, a un hábito; y, en algunas ocasiones, a varios a la vez. 

De igual modo, nos puede pasar con las palabras. Cuando exteriorizamos todo lo que llevamos en el interior, ya no hay manera de que las palabras regresen, por mucho que nos arrepintamos de haberlas pronunciado, al lugar donde se engendraron. Todos, sin excepción, en el transcurso de la vida hemos experimentado que la palabra mejor dicha, en demasiadas ocasiones, es la no pronunciada. Desgraciadamente hay acciones que jamás se pueden restituir, incluso pidiendo perdón −que no es poco− para subsanar el daño causado a otras personas. Tan importante es la palabra pronunciada que Dios se da a conocer a sí mismo en la Biblia, en la Persona de Jesús, como el Verbo o la Palabra; esta por supuesto sin error.

6 LA ENVIDIA Y LOS CELOS

Sin embargo, algunas luces brillaron en medio de las asechanzas de unos, y mi propia torpeza, porque no todo fue hostigamiento y contrariedades. Durante los años que pasé en el seminario también hubo compañeros que me apreciaban, aunque no lo expresaran abiertamente. Por tanto, no puedo pasar por alto que cuando se nombraba un líder para llevar un grupo reducido de alumnos, dentro del propio curso, en más de una ocasión salí elegido de entre aquellos que me estimaban. Ahora sopeso dicho reconocimiento y, sin pretensión de vanagloriarme, reconozco que cierto carisma me debía acompañarme, cuando, no hace mucho, al coincidir con un excompañero, navegando por la red, me comentó (por lo que pude intuir iba pasado ligeramente de copas) que después de tantos años aún sentía celos de mí. Comentario que, por cierto, me sorprendió, teniendo en consideración lo que ha sido mi historia de dolor y mis exiguos logros profesionales.  

¡La envidia y los celos…! dos constantes de nuestra condición, humana, que he visto repetirse en muchas personas con las que he coincidido a lo largo de los años: un hándicap que nos sustrae de nuestra propia realidad, para focalizarnos en lo ajeno, robándonos la paz. Esta rémora, con la que cargamos a menudo, tendría menos poder, sobre nosotros, si en lugar de compararnos con la forma de ser de los demás o con sus logros, tuviésemos en cuenta las cualidades propias y las explotásemos al límite. 

Algo que nos arrastra a los celos y a la envidia es la miopía con la cual analizamos a las personas: solo nos fijamos en las luces que distinguen a los otros, una vez que han triunfado, pero no así, en las sombras que acompañan a esas mismas luces. No observamos a las personas, en su conjunto, con sus luchas, con sus fracasos y en las privaciones que pasaron antes de alcanzar el éxito; Nelson Mandela lo expresó con estas palabras: no me juzgues por mis éxitos, júzgame por las veces que me caí y volví a levantarme”. Siendo ahora conscientes del juicio erróneo con que analizamos a las demás personas, aún estamos a tiempo para trabajar en unas relaciones que sean más fructíferas y menos dolorosas. Muchas batallas se han iniciado debido a la envidia, a los celos, y, en no pocas ocasiones, también al orgullo. Muchos son los gobiernos que han caído por su causa, mucho el dolor infringido a personas inocentes, demasiadas las familias que ha roto, cantidad de iniciativas paralizadas y grupos humanos fracasados, incluso dentro de la misma Iglesia. Quitémonos la miopía espiritual y centrémonos en el mundo que cada uno está llamado a construir con sus propios dones y carismas.  

En cualquier caso, es absurdo desear para sí la personalidad de otro individuo, porque, desde ese momento, dejaría de ser yo mismo para vestir un traje, valga la metáfora, que me quedaría grande, ajustado o pequeño. Sería, pues, conveniente entender, para no frustrarnos y soltar la rémora y las ataduras a las que nos conduce nuestro modo de interpretar la realidad de los otros −porque afín de cuentas el que más sufre es el envidioso que las personas están ahí para acompañarnos en el camino de la vida; que todos necesitamos de todos y, por lo mismo, nos complementamos.

A raíz de lo que vengo comentando me surge el siguiente pensamiento: todos sabemos que se es grande, en lo alto de la cima, dando; pero lo que no tenemos muy claro es que se puede ser aún mayor recibiendo, porque en el agradecimiento del que recibe va implícita la virtud de la humildad, y la generosidad suficiente, para hacer feliz, a su vez, a aquel que nos ha auxiliado

Hay que tener en cuenta, también, que al aceptarme tal y como soy, en mis capacidades, dejo de entrar en una pugna, muchas veces desleal, que me roba la paz, para alcanzar metas que no me corresponden. Así, pues, quitémonos el velo que destruye nuestra vida y la de los demás, para que no nos suceda como al rey David −al que traigo de nuevo a colación− que teniéndolo todo y, en esa suma, a todas las mujeres que deseó durante su reinado, fue a poner su lujuriosa mirada en lo único valioso que tenía su mejor soldado, su mujer.

Todos, sin excepción, somos genuinos y singulares; y, por lo mismo, llevamos un tesoro único, irrepetible y extraordinario que debemos desenterrar para dar lo mejor de nosotros. Aun así, si después de este comentario te sientes tan pobre que crees no poseer cualidad alguna; no te preocupes, porque el amor que tú puedes dar, no hay otro ser en la tierra que lo pueda ofrecer por ti. Tan es así, que el amor que hoy te guardes, es un afecto que se perderá para siempre sin dar fruto.

7 DESENCUENTRO: HERIDA Y DOLOR

En las vacaciones de verano de mi segundo año en el seminario ocurrió un episodio, relacionado con mi madre, que a la larga incidiría de modo crucial, eso pienso ahora, para que años después mis sentimientos diesen un giro de ciento ochenta grados con respecto a mi inclinación sexual. 

Desde el punto de vista de la psicología, todos los estudios coinciden en ponderar el gran influjo que ejerce la familia y, de modo particular, los padres en la educación del niño a la hora de conformar, en buena medida, lo que será luego la personalidad del individuo y, por consiguiente, su conducta. Así lo avala un buen número de biógrafos de personalidades relevantes en la historia universal; por citar algunos casos, entre los más llamativos, habría que destacar el de Albert Einstein que, habiendo sido rechazado para entrar en la Escuela Politécnica de Zúrich, por suspender el examen de letras, sus padres siguieron confiando en su capacidad y le permitieron seguir adelante con sus estudios, fuera de esta Escuela. También se cuenta de Alejandro Magno, que después de montar un caballo con apenas siete años −el mismo que no podían dominar los adultos− su padre le dijo: «hijo búscate otro reino, pues, Macedonia no es lo suficientemente grande para ti». Esas palabras infundieron en el espíritu del muchacho tal coraje, valentía y determinación, que lo impulsaron, años después, a forjar el destino señalado por su padre. De Salvador Dalí −el cual interiorizó que era una especie de semidiós− se cuenta, que hasta la edad de siete años no había plasmado en su cuaderno un solo trazo que llamara la atención de sus profesores. Sin embargo, el punto de inflexión vino, cuando el pequeño Dalí llevó a su casa un dibujo; el cual, tras ser observado por su madre, la condujo a hacer la siguiente exclamación: ¡hijo, pintas como sólo los dioses lo saben hacer! 

Mención aparte merece el caso de Thomas Edison porque es, de todos, el que más llama la atención. Según cuenta el mismo inventor sucedió de este modo: Un día, Thomas Alva Edison llegó a casa y le dio a su mamá una nota. Él le dijo: «Mi maestro me dio esta nota y me pidió que sólo la leyera mi mamá».  Los ojos de su madre estaban llenos de lágrimas cuando ella leyó en voz alta la carta que le trajo su hijo. «Su hijo es un genio, esta escuela es muy pequeña para él y no tenemos buenos maestros para enseñarlo, por favor enséñele usted». La sorpresa para él vino cuando un día, muchos años después del fallecimiento de su madre, ordenando algunas cosas antiguas de la familia, vio inesperadamente un papel, doblado, en el marco de un dibujo en el escritorio, el cual al abrirlo contenía la siguiente anotación: «Su hijo está mentalmente enfermo y no podemos permitirle que venga más a la escuela». Edison quedó sobrecogido y lloró por horas.

Una vez que se recuperó dejó escrito en su diario: “Thomas Alva Edison fue un niño mentalmente enfermo, pero por una madre heroica se convirtió en el genio del siglo.”

El impacto de las palabras positivas, para reforzar la confianza de la persona en sí misma, tienen idéntica fuerza y repercusión en la psiquis humana que cuando se pronuncian negando el carácter, las cualidades o la voluntad del niño, aunque en este caso sucedería a la inversa; es decir mermaría su confianza. Eso sí, salvaguardando, en todo caso, la intencionalidad con que se dirijan las palabras al niño, ya que no podemos entrar a juzgar lo que se oculta en el corazón de las personas; especialmente en el de los padres que, por regla general, desean lo mejor para sus hijos. Ya lo dejó bien claro Jesucristo como buen conocedor de la debilidad humana al advertimos: Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie(Juan 8:15)

Lo que acabo de exponer aquí, sobre la influencia de las palabras en nuestra vida, ha sido para confrontar esta realidad, pero a la inversa; es decir, en su vertiente negativa, con un suceso acaecido en relación a mi madre, que vino a reforzar, aunque no a determinar, en mi inconsciente, lo que años después sería mi cambio de tendencia sexual.

Afirman los psicólogos que los niños mienten porque tienden a fantasear entre realidad y ficción. Aunque esta afirmación suene a excusa por lo que voy a exponer a continuación −y en parte puede que así sea− también es cierto que bajo la misma subyace una verdad avalada por los hechos que paso ya a describir. 

El suceso aconteció cuando estaba de vacaciones en casa, aproximadamente un año después de mie entrada en el Seminario, en un desafortunado desencuentro que tuve con mi madre. Después de arrepentirme de una falta grave que cometí y pedirle perdón, mi mamá fue incapaz de avenirse a mi súplica, incluso después de arrodillarme ante ella. El choque entre ambos tuvo lugar poco después a una desconsideración que tuvo para conmigo una de mis vecinas en la calle. De este modo, tras sentirme humillado por ella, me fui a casa y le dije a mi mamá que la señora me había insultado diciéndome maricón. La verdad es que no me dijo tal cosa, sino que fue su hijo el mayor el que, por primera vez, se sacó de la chistera esa etiqueta con la cual me señalarían, luego, otros chavales en la calle.

De este modo, sin meditarlo, puse en boca de la madre del chaval, en mi memoria de dolor y resentimiento, la afrenta de su hijo. Como no podía ser de otro modo, mi mamá fue a darle las quejas a la vecina, la cual, sorprendida, le aclaró el suceso. Cuando regresó a casa mi mamá, como iba contrariada y herida en su estima me reprendió severamente (reconozco que con razón).

Debido a esta metedura de pata, no buscada conscientemente por mi parte, aconteció uno de los episodios más amargos e influyentes para mi desarrollo emocional posterior; pues viendo que mi madre no respondía a mi súplica, me humillé ante ella −poniéndome de rodillas− pidiendo insistentemente su perdón. Su respuesta no se hizo esperar, pero no en el sentido que yo deseaba, porque sin mirarme a los ojos (recuerdo que estaba de espaldas, a mí, fregando los platos) me lanzó el siguiente exabrupto: ¡no te perdono maricón!  

Su contestación quedó marcada en mi corazón como hierro incandescente en res; no tanto por el vocablo utilizado, sino por los años de humillación y acoso que había detrás de esa misma palabra. Hasta tal punto me hizo daño el arranque irascible de mi madre que, de inmediato, salí de casa para vaciar mi pena en un torrente de lágrimas que fui regando de calle en calle y de plaza en plaza, hasta que, transcurridas unas horas, se fue cortando la hemorragia producida por aquel inmenso dolor.

En esas fechas, por cierto, pocas señoras mayores utilizaban un lenguaje soez, y menos mi madre, que era una mujer comedida en el lenguaje y modélica, por lo demás, en todo menos en su capacidad para expresar ternura. Temperamento que no le restaba, por otro lado, para tener un trato agradable y correcto con todo el mundo y de rayar la perfección en las demás facetas de su vida, tanto de mujer como de madre. No obstante, a pesar del desgarro que causaron sus palabras en mi interior; mi mamá fue la persona a la que debo, en gran medida – exceptuando a Dios- lo mejor de mí mismo.

Durante muchos años me pregunté el porqué de su dificultad para mostrar afecto: de su boca jamás salió la palabra hijo para nómbrame en su presencia, siempre se dirigía a mí por mi nombre propio, creo que de igual manera procedía con mis hermanos. Atendiendo a los datos biográficos que ella misma aportó, estando la familia sentados en la mesa de comedor, al rescoldo del brasero, en los meses de invierno (mientras la luz iba y venía a merced de las tormentas y la ventisca), deduje tres posibles causas. En primer lugar, la de no querer aferrarse a los afectos como consecuencia de la pérdida prematura de su padre, al que estuvo estrechamente unida; otro de los posibles motivos, cierto temor a perder su autoridad, caso de mostrarse demasiado cariñosa, pues en el fondo era todo corazón; y, por último, tal vez el principal, su crianza, parece que su propia madre, por lo que se desprendía de sus conversaciones, tampoco fue demasiado afectuosa con ella.

Después de contar esta trágica experiencia, quiero que sepas mamá, que no te guardo rencor por aquel desencuentro; y para que no quepa la menor duda de que mi intención no es la de rebajarte, ni la de empañar tu imagen, aprovecho la ocasión, desde estas líneas, para decir (ya que intuyo me estás observando desde el cielo) que si tuviese que elegir de nuevo una madre ¡no lo dudes! te volvería a elegir a ti. Te amo mamá, queda en paz.

Aquellas palabras crearon una marca en mis neuronas, aún sin que mi madre lo supiese y sin que yo mismo fuese consciente de ello, que me señalaría años después, junto con otros acontecimientos igualmente desafortunados, un destino forjado por una ilusión contraria a mi propia naturaleza. Así, pues, luego de aquel episodio fatal ¿dónde sentirme a resguardo de las injurias? ¿dónde huir? ¿cómo taponar mis oídos para no sentir el hachazo desgarrador de la palabra hiriente?

Sin haber encontrado un solo alma amable por el camino que me diese consuelo, una vez que llegué a mi casa golpeado por el dolor, no retomé el asunto con mi madre por temor a que volviese a negarme su indulgencia: sentía vértigo a ser lastimado de nuevo. De este modo, quedó zanjada, en falso, aquella herida sin que mi madre pudiese conocer el alcance de sus palabras y yo, a mi vez, sin el bálsamo de su perdón. Por lo demás, mi madre, no era rencorosa y en cuanto traspasé el umbral de la casa, comenzó a hablarme como si tal incidente hubiese tenido lugar; después de ese episodio, aquella palabra cáustica (maricón), nunca más volvió a salir de su boca para lastimarme. 

De este modo, aquel día aciago, en mi trayectoria vital, comenzó a formar parte de mi subconsciente como una pieza, entre otras muchas, que irían componiendo el puzle de mi personalidad. A esas piezas se uniría, años después, otra tan desgarradora como la anterior (infringida por una persona a la que tenía igualmente idealizada) que terminaría por completar aquel cuadro de fatalismo: un retrato distorsionado acerca de mí mismo, formado de una realidad cimentada sobre la infamia y la colisión casi continua con el entorno. Un cuadro que podría titularse con la siguiente leyenda: todo edificio que es socavado sin piedad, durante años, termina por derrumbarse. 

Los humanos no somos un todo unívoco, sino que, por el contrario, en la mayoría de nosotros convergen al unísono luces y sombras: contradicciones inexplicables incluso para la persona que las percibe dentro de sí misma. Es por esto que, a pesar de aquel desencuentro, nunca dejé de sentirme fuertemente vinculado con mi madre, al igual que ella lo estuvo conmigo. Una muestra de que así sucedía se infiere del hecho que, años antes de su muerte, tenía visiones en sueños, en las que se le ponía de manifiesto los planes que yo iba a realizar y que aún no había confesado a nadie. Por ese amor que le profesaba redacté el siguiente homenaje a su memoria en mi blog; el mismo al que estoy pasando ahora esta autobiografía.

HOMENAJE A MI MADRE:

Ya sé mamá que no hiciste una gran carrera…………..ni falta que te hacía.                

Ya sé que no te dieron ningún premio……………………..ni falta que te hacía.                 

Tampoco fuiste la más guapa, ni la más resuelta……..ni falta que te hacía.                 

No, madre, tu brillo venía de las raíces mismas de tu corazón, y es por eso que deseo rendir un homenaje en memoria a tu generosidad, coraje y entrega.

Y es por ello que deseo exponer, para que lo sepan todos, incluso los de allí arriba, que te aprecio porque llenabas generosamente el plato de tus hijos, aun a costa de dejar el tuyo casi vacío. 

Te amo porque diste la cara enfrentándote al mundo, con tal de que tus hijos salieran adelante, sin temer a los más doctos y encumbrados. Quiero honrar tu diligencia, igualmente, para compartir el pan de cada día y un rincón en tu casa para dar cobijo a los que llegaban de fuera. ¡Ah, se me olvidaba! y tu destreza en sacar un lecho en los sitios más insospechados para que todos descansasen como en su propia casa.

Así, mismo, aprecio tu disponibilidad porque intentabas, en todo momento, cubrir nuestras necesidades y vacíos. De este modo, con suma atención, escuchabas nuestros problemas, dándonos consejos que sorprendían, por su penetración, al venir de una persona no ilustrada.

Igualmente nos ayudabas, sin descanso, al comienzo de emprender cualquier tarea; tanto con tu trabajo como en la parte económica si la situación lo requería. 

No había obstáculo que te planteásemos para que tú minimizaras sus efectos o le dieses una salida.

Has de saber madre que me sorprendiste, gratamente, cuando advertí tu respeto y asentimiento para aceptar las decisiones importantes que tomé en la vida: sabías de antemano que la herencia más grande que los padres pueden dejar a sus hijos son la educación y las alas: alas para emprender su propio destino.

Otra cualidad que admiraba en ti era tu sencillez, nunca quisiste aparentar lo que no tenías y, por lo mismo, nunca viviste por encima de tus posibilidades.

También fue especialmente resaltado por algunas personas, tu ejemplo de apertura mental, de esta manera crecías en sabiduría, y madurabas con los años, siempre atenta a las lecciones del libro de la vida. Esa actitud te ayudó para contemporizar con las veleidades de cada uno de tus hijos y para adaptarte a los nuevos tiempos.

Tu abnegación frente al dolor y tu resistencia en las contrariedades, era otro de los muchos adornos que te embellecían; así como tu contribución para que hubiese armonía y paz entre el vecindario.

Recuerdo, por otra parte, con gran cariño, como todos nos apoyábamos en ti ante los avatares de la vida; en cambio tú, apenas si te quejabas de las decepciones y pesadumbres que te deparábamos unos y otros.

Pero, aún, hay más que dice bien de ti y tu gran corazón, pues supe por boca de un antiguo vecino tuyo, que ayudaste, generosamente, a paliar sus necesidades y las de su familia, pasándoles comida por la tapia del patio, en el conocido como Año del Hambre en España.

Para terminar, quiero resaltar tu ejemplo en la ancianidad, la cual llevabas sin menoscabo y con dignidad. Tan es así, que a una señora le hiciste perder el miedo a envejecer y por eso te dedicó una hermosa poesía. Ya para despedirme, quiero decirte madre, que, aunque no fuiste perfecta, como yo tampoco lo he sido, me siento agradecido de que Dios me pusiese en tu regazo, me diese tu cobijo, tu sombra, tu aliento, tus entrañas de madre, tu paciencia para con mis equivocaciones y tu aceptación de mí ser sin condiciones. Un beso madre, sigue cuidando de todos ahí, en lo Alto, te necesitamos…

Lo vertido en este apartado sobre mi madre ha sido con la sana intención de aleccionar a otros padres, familiares y educadores sobre la importancia que tienen las palabras a la hora de educar a los niños. Quiero señalar, además, antes de concluir este epígrafe, que teniendo muy avanzada esta autobiografía he encontrado por casualidad, si es que ésta existe, algo que viene a refutar lo que por experiencia personal y por observación en otros congéneres ya había inferido por mí mismo; es decir, la huella que dejan las palabras en el cerebro humano y por ende en el alma. Se trata, en concreto, de dos libros (muy recomendables para padres y educadores) escritos por el neuro-psico-fisiólogo, Ricardo Castañón Gómez, que se intitulan: Cuando la Palabra Hiere y, su contrario, Cuando la Palabra Sana.

8 EL DÍA A DÍA EN EL SEMINARIO

Hasta este momento de mi biografía todo iba, dentro de lo que era mi vasija de barro, con “normalidad”.  Los años iban pasando lentamente, mientras yo seguía, junto con ellos, dejando cursos atrás en el seminario. Aún no había perdido la inocencia en materia sexual y mi relación con los compañeros era de complicidad e identificación en mi propia condición masculina. Las sensaciones que enviaba mi cuerpo a mi cerebro o viceversa, tenían que ver con ese pálpito que, sin mediar palabra, los hombres sienten entre sí y las mujeres supongo que, igualmente, entre ellas por su condición y sus afinidades. Vocablos como, colega, amigo, compinche o socio, podrían definir ese latir en el lenguaje. En cuanto a las relaciones en la calle y en la escuela, mi identificación con los varones, venía determinada por el hecho de compartir con ellos, juegos, aventuras, lealtad, consignas y algunas bravuconadas con demostración de fuerza y coraje. 

Por otro lado, tengo que anotar, que practicaba todo tipo de deporte, aunque me decantaba prioritariamente, por el fútbol, el ping pong, y el baloncesto. En el fútbol destacaba como defensa, posición en la que jugaba con cierta rudeza (lo que se denominaba en el argot del balón pie, por entonces, como cañero); eso sí, sin protervas intenciones. En los eventos importantes me buscaban para la selección que se hacía por comunidades en el seminario. Años después compartí mi puesto de defensa, con un compañero que en la actualidad anda de misionero en África; esto porque empecé a fumar con catorce años y, cuando pasamos a jugar en un campo adyacente de mayores dimensiones, perdía fondo físico con respecto a los delanteros más rápidos del equipo rival. Aquellas tardes de fútbol me traen a la memoria, entre otros recuerdos, el olor a cuero de las zapatillas y el balón; a camisas empapadas de sudor y a labios resecos; también, al sonido de los tacos de las botas de fútbol resonando, como caballería en tropel, sobre las losetas y el mármol de las escaleras del internado; al relax, en la ducha, cuando se terminaba el partido, después de una pugna sin cuartel contra los rivales para salir vencedores; y como colofón la comida dominical: para mí copiosa, porque que era poco escrupuloso y terminaba arrasando con las viandas que desechaban mis compañeros.

En los días festivos se vivían emociones fuertes en el terreno de juego, era un orgullo ganar la competición que se disputaba entre comunidades (las comunidades estaban constituidas por varios cursos que integraban a alumnos de edades aproximadas: en el seminario había cuatro en total).  Si se perdía el partido, lo asumías sin demasiada contrariedad, ya que por lo general ganaban los seminaristas de cursos superiores; aun así, nos vaciábamos en el terreno de juego, en el que dejábamos nuestro vigor juvenil, con tal de demostrar que éramos mejores que los seminaristas mayores. Atendiendo a mi faceta artística, me integré en las diferentes corales que había en cada comunidad, según iba escalando cursos. Por otro lado, también tomaba parte en aquellas actividades que surgían con motivo de las fiestas patronales.

Un defecto que he lastrado por mucho tiempo, aunque ahora en menor grado, es la falta de constancia en los asuntos que emprendía: mis motivaciones, casi siempre, fueron mis emociones y no el tesón en el trabajo continuado en el tiempo. No obstante, como contrapunto, para no dejar nada en el tintero, no dudaba en levantar el ánimo a los más apocados y en sacar, por otro lado, todas mis energías a flote cuando se trataba de hacer alguna actividad en grupo.

Ese carácter que me llevaba a motivar a los demás, sin embargo, se volvió en mi contra en el transcurso de una jornada en la cual a unos compañeros y a mí nos encomendaron hacer un trabajo en equipo. El suceso aconteció de la siguiente manera: una vez que finalizamos la tarea besé de emoción, en la mejilla, a uno de los compañeros para felicitarle por su contribución, ya que gracias a la misma el trabajo nos quedó redondo. Aquel ósculo que surgió espontáneamente, de modo semejante al beso con el que se agasajan los futbolistas para celebrar un gol llevados por la euforia del momento, sin embargo, hubo quien, perturbado por el mismo diablo o traicionado por su imaginación, vio en él algo más que una explosión de júbilo y me tachó, una vez más, de maricón. Ese día me sentí especialmente humillado porque el suceso aconteció en un contexto diferente a los anteriores: la infancia la había dejado atrás, la pubertad la tenía a flor de piel y, por consiguiente, era aún más consciente del significado que envolvían a aquellas palabras ofensivas. Hasta entonces había respondido agresivamente a mis acosadores con sus mismas palabras u otras más gruesas; sin embargo, en esta ocasión me quedé bloqueado; sin argumentos y sin palabras. Aquella parálisis fue debida a que el insulto vino, esta vez, en un escenario, cerrado, diferente a los anteriores. De este modo me vi acorralado sin que pudiese dirigir la mirada hacia un espacio libre donde encubrir mi vergüenza: estábamos sentados, ocho o nueve alumnos, en círculo, a escasa distancia los unos de los otros. Después de que la palabra infame fuese rebotando entre las paredes de habitación, se hizo un silencio atronador, en el que todas las miradas quedaron fijas, vueltas en mi dirección, esperando una excusa o, en su defecto, un contraataque de los míos por respuesta. Contestación que no llegó, porque en ese instante me sentí el hombre más vulnerable del planeta; de buena gana hubiese saltado por encima de aquella situación, como por encima de una sima, aun arriesgo de no hacer pie en la orilla opuesta.

Como la afrenta ese día fue especialmente dolorosa y terminó por colmar mi paciencia; recurrí al superior por primera vez, para pedirle que amonestase a mis compañeros de curso. Con su mediación esperaba que aquellos insultos no volvieran a repetirse y de este modo encontrar, finalmente, el bálsamo a años de acoso. Lo que recibí a cambio, como contrapartida, por parte de mi prócer, fue una recomendación para que me hiciese fumador: en aquellas fechas se asociaba masculinidad, entre otras cosas, al consumo de tabaco. En cualquier caso, el consejo no me ayudó en nada, porque hacía tiempo que ya venía fumando (mis compañeros lo sabían) y eso no había funcionado para acallar sus insultos.

La recomendación de mi superior cayó sobre mí como jarro de agua fría, fue decepcionante por las expectativas que había puesto en encontrar una solución al acoso: nunca había dado ese paso y ahora que lo hacía, su respuesta no me servía de nada. Con este desenlace sumaba una nueva carta, después del triste tropiezo que tuve con mi madre, en la merma de confianza con respecto a mi masculinidad. Así, infortunio tras infortunio, mi subconsciente se iba poblando de dudas, pues de algún modo interioricé que el prefecto, algo vería de feminidad en mi voz o en mi físico; para que, en lugar de atender a la petición que le hice, me recomendase fumar. Tiempo después de dicha experiencia, viendo un caso similar a este, aunque referido a una dolencia física en la que un crío pedía ayuda a sus padres y estos no le daban importancia, caí en la cuenta de que, en demasiadas ocasiones, ninguneamos la llamada de socorro de niños y jóvenes, como si fuesen un cuerpo extraño e insensible al mismo dolor que experimentan los adultos, cuando en realidad son ellos los más vulnerables del entramado social. Craso error atendiendo que es en esta etapa de la vida, donde se cimienta buena parte de la estructura de nuestra personalidad; además con un agravante añadido, y es que ellos tienen en los adultos el referente cultural, en el cual mirarse, para actuar de igual modo en su madurez.

Como caen las hojas en otoño, una tras otra, así iban pasando los días y los años, para mí, en el seminario. Mientras el implacable calendario seguía su ritmo, yo iba adaptándome, a mi vez, con su marcha, a todo lo bueno y lo malo que me ofrecía la institución, en definitiva, a sus contradicciones, pues de contradicciones está el mundo hecho. 

Hablando de adaptación, un tanto de lo mismo me sucedió con los cambios sociales que iban llegando de manos de la posmodernidad, a los que me fui acomodando sin analizar, siempre, si los mismos eran los que la sociedad demandaba y necesitaba, para que la humanidad progresara en la dirección correcta, o eran los que se nos imponían para beneficio de las nuevas elites políticas y empresariales que ahora ejercían el poder desde el gobierno y los medios de comunicación. 

De este modo, las jornadas transcurrían entre clases, muchas horas de estudios, momentos de oración y recreo y, excepcionalmente, alguna conmemoración propia del internado. La proyección de películas en el salón de actos vino a ser, después, otra actividad lúdica de fin de semana que se malogró en alguno de sus pases. Así sucedió, debido a que el encargado de proyectarlas, un alumno del mismo seminario, con muy buena voluntad, pero escasa preparación, carecía de los recursos suficientes para tal encomienda. La censura fue otro de los motivos por el que nos quedamos a dos velas, en algunos pases, después de que la cinta echaba a rodar. En otras ocasiones, en cambio, ni siquiera se nos daba el privilegio de ver las primeras secuencias de la proyección, sobre todo si la misma venía precedida de crítica irreverente o el título daba que sospechar. La selección, supongo, sería minuciosa porque entre finales de los setenta y buena parte de los ochenta, época del destape en España, la mayoría de films se hacían para mostrar carne humana so pretexto de la censura del régimen anterior. Sin embargo, a mi entender, los motivos fueron más bien de tipo económico por la ínfima calidad de aquel cine.

Los retiros o ejercicios espirituales eran otra de las actividades que nos sacaban de la rutina. Duraban varias jornadas en las que, a modo de cartujos, había que guardar silencio, durante todo el día, para meditar en la palabra de Dios y en las charlas espirituales que nos daban. Silencio, por otro lado, del que pocos internos éramos capaces de sustraernos para intercambiar alguna palabra que otra con el compañero que pasaba al lado. Ahora comprendo que algunos presos, especialmente aquellos que son encerrados en celdas de aislamiento durante largos periodos, deseen el castigo físico antes que permanecer incomunicados. Hoy, en cambio, aprecio ese silencio, para hacer una parada en el camino de la vida y ver, a la luz del Espíritu, donde me encuentro varado y hacia dónde debo reorientar mis pasos. 

A raíz de lo anotado se puede inferir que, difícilmente hay vida sin palabras como madurez sin silencios: tan elocuente es el silencio que, cuasi, exclusivamente por medio de él, podemos escuchar las notas discordantes que a lo largo del tiempo nuestra alma ha ido apropiándose indebidamente hasta hacerse opaca. Si nos retrotrajésemos a la infancia, podríamos advertir que todos, sin excepción, hemos ido encadenándonos, a medida que pasaban los años, a manías, vicios, miedos, estatus, prejuicios e ideologías que, en lugar de facilitarnos la vida, nos han empujado a la sinrazón del distanciamiento, por mor de esos mismos prejuicios, anatemas y servidumbres (en definitiva, puertas que cerramos al corazón y al alma para que se renueve el aire y salga el viciado). Es por ello que, paradójicamente, aunque el hombre derribe muros y las comunicaciones geográficas se despejen de fronteras, cada día aparecen más personas con trabas mentales (por no decir taras) y sus estereotipos correspondientes, enfrentando a las personas por sus diferencias −incluso morfológicas− y creando enemigos donde antes no existían o donde ya la historia, con sus atrocidades, había logrado sepultar. 

Acerca de renaceralaluz

Decidí hace ya mucho tiempo vivir una vida coherente en razón de mis principios cristianos, lo que quiere decir que intento, en la medida que alcanzan mis fuerzas, llevar a la vida lo que el corazón me muestra como cierto: al Dios encarnado en Jesucristo con sus palabras, sus hechos y su invitación a salir de mi mismo para donarme sin medida. Adagio: El puente más difícil de cruzar es el puente que separa las palabras de los actos. Correo electrónico: 21aladinoalad@gmail.com

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