Nota aclaratoria: Si no has seguido lo publicado hasta ahora te recomiendo que busques en la cabecera del blog el enunciado que se refiere a *Autobiografía* ahí podrás leer ordenadamente todo lo publicado hasta el momento; es importante porque difícilmente se puede entender y juzgar la historia general o particular, como es en este caso, si no se conoce lo que sucedió en el pasado.

Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin contar con la autorización del titular del copyright, la reproducción total o parcial por cualquier medio o procedimiento incluidos la reprografía y tratamiento informático, así como la distribución, y transformación de esta obra, o el alquiler y préstamo público. Todos los derechos reservados.

ISBN: 9788469736876 1ª Ed. Feb 2017 Colombia

Cap IV UN NUEVO CICLO: sin libertad no hay madurez, no hay persona. Apdos 4,5,6.

4. BUSCANDO AMISTADES Y AFRONTANDO RETOS

Ahora, en el pueblo, me tocaba acometer los retos a los que se debe enfrentar cualquier ser humano si no desea ser un parásito de su familia o de la sociedad. Por lo tanto, como había desechado la posibilidad de seguir estudiando, no me restaba otra salida que no fuese la de buscar trabajo.

Fue así, como comencé a afrontar los desafíos que a toda persona le plantea la supervivencia de un lado y las relaciones sociales de otro; con el inconveniente añadido, en mi caso, de la depresión, la baja autoestima y el miedo. La baja autoestima se fue mitigando a medida que me relacionaba con la gente del pueblo, por el hecho de constatar, sobre el terreno, que el resto de la humanidad, con la que tenía que bregar en el día a día, no era tan distinta a mí en cuanto a sus bondades o malevolencias. La depresión, por otro lado, fue un campo de batalla en el que combatí durante diez años y que, finalmente, vencería desde la introspección. El miedo, en cambio, se convirtió en un lastre que arraigó con tal poderío en mi persona, que me acompañó, después, por muchos años más.

El miedo, como si cobrase vida propia, hacía que cualquier obstáculo que tuviese que afrontar lo percibiese como un muro poco menos que infranqueable. Me viene a la memoria, entre otros, el reto que supuso para mí, el hecho de hablar con una empresaria para proponerle un pequeño negocio. Ese día me costó estar paseando delante su oficina, toda una mañana y una tarde, hasta que encontré fuerzas para atravesar la puerta de la calle y presentarme ante ella. La ansiedad que me produjo dicha situación fue tal, que no tengo duda que si en ese momento me hubiesen tomado la frecuencia cardíaca habría dado las pulsaciones de un corredor de élite llegando a meta. No te sorprendas…, la mente humana es un órgano más del cuerpo, tan frágil como el que más, y en cualquier momento, por lo mismo, puede enfermar. 

No obstante, a pesar de estas secuelas psíquicas y de otras físicas que disminuían notablemente mis capacidades, tuve la determinación de coger las riendas de mi vida para ir afrontando, de este modo, cada uno de los retos a los que me iría llevando el destino guiado de la mano de Dios. Destino cuyo fin último, para conmigo, era que dejase de “dar culto” a mi cuerpo, a las personas y a las cosas para dejar a Dios ser en mí lo que le correspondía por rango y naturaleza, es decir Dios mismo. 

De esta manera, pues, durante un tiempo preparé oposiciones para funcionario de la administración estatal, regional y local. Había por entonces, mil novecientos noventa, una fuerte crisis económica en el país, lo cual determinaba, por el gran número de opositores que se presentaba, que fuese prácticamente imposible optar a una de dichas plazas. Esa realidad, junto a mi deseo de no constituir una carga para mis padres hizo que, al no encontrar salida, optara por una vía alternativa; la de aceptar cualquier trabajo que, siendo digno, me permitiese independizarme económicamente de la familia.

Como resultado de aquella opción llegué a trabajar en muy diversas faenas en los primeros doce años que siguieron al servicio militar. Entre otras tareas hice de bracero en diversas recolecciones en el campo; monté una pequeña venta de libros de espiritualidad en el mismo local que nos congregábamos los grupos de la Legión de María; luego abrí otra de embutidos; me fui a trabajar dos veranos a Inglaterra; trabajé para la Administración del Estado en un censo agrario e hice de celador por unos meses en un hospital público. Como consecuencia de aquella inestabilidad en el trabajo, para afrontar un futuro con más garantía opté, como muchos paisanos en esas fechas, por emigrar a una zona del país donde la crisis no se hiciese notar tanto: en mi caso elegí Cataluña buscando el apoyo de unos familiares, por vía materna, que residían allí hacía varias décadas.

Desglosando el itinerario anterior, antes de partir hacia Cataluña, he de anotar que los primeros años después de salir del seminario, y una vez finalizado el servicio militar, se me hicieron muy dificultosos, porque como ya dije, tuve que abrirme paso en medio de un mundo individualista y competitivo al que no estaba acostumbrado y porque, simultáneamente, tenía que hacer frente al deterioro que tantos años de acoso habían dejado en mi carácter. Estaba tocado, pero no hundido, solo tenía una opción ahora, mirar al frente porque mirar dentro de mí era como asomarse a un abismo difícil de eludir por el vértigo que daba su profundidad.

Unas de las primeras cosas que hice fue la de apuntarme a una academia para sacarme el permiso de conducir, no sin gran dificultad por la dispersión que dominaba mi mente; a la cual acompañaba, por otro lado, el miedo a fracasar en el propósito: lujo que no podía permitirme, puesto que mis recursos económicos eran insuficientes, de no conseguirlo en el primer intento. A pesar de esos temores del diablo, pude obtener el carnet casi como un autómata. De cualquier modo, en dicho empeño también estuvo, presente, como en muchas otras ocasiones la mano de Dios; así lo creo porque, para las clases prácticas, fui a dar con uno de los profesores más pacientes, empáticos y bondadosos de cuantos jamás tuve.

Con respecto a las amistades, intenté entrar en una pandilla de chicos de mi edad; sin mucha suerte, por cierto, debido a que a uno de sus miembros no le caí bien. A pesar de esto, como nunca fui persistente para alcanzar objetivos y tampoco para forzar situaciones, no tardé en ahuecar el ala de allí, buscando otro lugar donde me recibieran con agrado, y sin necesidad de simular una impostura. El dejar la pandilla, en cualquier caso, obró en mi favor; me sentí aliviado porque el tema de conversación de los colegas giraba, en todo momento, en una sola dirección; aquella que versaba sobre el contorno de las chicas y sus periferias. Como puedes suponer tema no grato para mí, ya que me veía obligado a fingir un rol sexual que, tiempo atrás, había dejado de seducirme.

El que busca encuentra, según nos transmite nuestro papá Dios, y buscando encontré otra pandilla donde fui bien recibido; en la cual, por cierto, las disquisiciones filosóficas no giraban ya, en torno a las cinturas de las chicas, a sus pantorrillas, a paquetes sin franqueo de destino o a unos senos a punto de desbordarse para tomar aires no contaminados. 

Con estos nuevos colegas estuve unos cuatro años, durante el tiempo que disfruté de su compañía aprendí a conocer mejor la condición humana con sus virtudes y sus miserias. De este modo, de la mano de ellos, es decir viendo sus pautas de comportamiento, dejé de percibirme como un apestado, un paria, una persona indigna. La cercanía de la convivencia venía, una y otra vez, a mostrarme que sus indolencias eran las mías; sus miserias mis miserias, y sus bondades, también estaban en mi corazón. Al mismo tiempo tomé consciencia que había recibido mucho de Dios y del seminario (al margen de las vicisitudes que allí sufriera), pues había adquirido una capacidad de reflexión, una educación y unos conocimientos, de los cuales carecían la mayoría de los amigos. 

5. DANDO RAZONES DE MI FE AUN EN MEDIO DE LA CRISIS

La fe en Jesucristo, la revelación que con su misma persona  nos trajo del misterio de Dios que hasta entonces había permanecido inalcanzable, (algo que el hombre por sus propias fuerzas naturales nunca hubiese logrado desentrañar) me daba respuestas razonables al Ser del hombre (por esas fechas) y del conjunto de la creación que no encontré en lo puramente abstracto: en el mundo platónico de las ideas o en el mundo interior subjetivo del relativismo, del hinduismo o de religiones antediluvianas presentes en el panorama religioso sincretista actual bajo nuevas denominaciones; y menos en la ciencia que pocas veces entra a valorar todo aquello que escapa del método científico. La fe en Jesús de Nazaret, aunque espiritual, venía a darme las respuestas esenciales que siempre había buscado el filósofo acerca del hombre y su destino, pero no en una entelequia de un iluminado, o de un rastreador de sombras que busca el sentido de la trascendencia por sí mismo, en su propia inconsistencia y finitud; sino a través de la manifestación comenzada por iniciativa del mismo Dios; el cual se vino a involucrar en la historia y en la vida real del hombre, dentro de un pueblo concreto −el pueblo de Israel− como plataforma o punta de lanza (utilizando el lenguaje de hoy) para darse a conocer posteriormente a toda la humanidad a través de Jesucristo. 

Así, pues, esa manifestación e intervención de Dios en la historia de la humanidad, a iniciativa propia, tiene lugar y se verifica a través de un hilo conductor en el devenir del pueblo de Israel; pueblo que Él mismo elige para llevar a término un plan de salvación para toda la humanidad (también llamado Economía de la Salvación). Dicho plan consistirá, en un primer momento, en un pacto entre Dios y el pueblo que Él eligió (pacto similar al que tiene lugar entre personas cercanas, responsables y maduras) mediante el cual, Dios se compromete a ayudar y defender a los israelitas, mientras que estos, como contrapartida, deben obedecerle y tenerle como el único Dios verdadero, digno de culto y adoración. Pacto al que acompaña, muchas veces, intervenciones sobrenaturales de Dios, mediante las cuales intenta alejar al pueblo elegido de la idolatría; de estatuas salidas del cincel del hombre. Dicho de otro modo, intenta persuadirlos de no dejarse contaminar por la cultura de pueblos vecinos, adoradores de dioses falsos, ídolos de barros, con atributos semejantes a los que poseían los mismos hombres que les daban forma: «hechura de hombres» dice la Escritura. Por otro lado, Dios, en una relación cercana y personal con su pueblo −parecida a la que se da entre familiares y amigos− va desvelando su Ser y su “carácter”, poco a poco, hasta que se den las condiciones necesarias en el pueblo de Israel, para darse a conocer, con mayor plenitud, mediante Jesucristo (Dios encarnado) y, de este modo, poder llevar a cabo su plan salvífico para toda la humanidad. 

En este pacto, también llamado Alianza, como ya he manifestado, a diferencia de otras religiones inventadas, es el mismo Dios el que sale al encuentro del hombre y no al contrario (de este modo observamos en la Biblia que Dios llama a Abrahán a seguirle, el primer hombre de entre los mortales sobre el que comenzaría su plan de redención), y lo hace, por lo general, manifestándose a personas que reconocen su incapacidad para representarle, bien por trabas físicas o por falta de dotes para llevar a cabo un liderazgo. 

El que Dios actué de ese modo −revelándose a personas poco relevantes o con alguna merma física− aunque pueda parecer contrario con las categorías mentales que baraja el hombre, guarda una lógica aplastante; que no es otra que la de dar a conocer a su pueblo y al resto de pueblos que entraban en litigio con Israel, que el Dios de los hebreos no depende del hombre; de su fuerza, de su inteligencia y de su astucia para hacer grandes proezas; sino que se sirve de la insignificancia de éste, para que no quepa la menor duda que el Dios de Israel no es un Dios inventado, sino un Dios real y omnipotente (el único Dios verdadero) que desea vida abundante y salvación para su pueblo, pero también para todos los hombres; a los cuales, por su misma bondad y misericordia, adoptará después, por el sacrificio de Jesucristo en la cruz, como hijos y coherederos del Reino Eterno de Dios. Así se nos pone de manifiesto en (Gálatas 4, 7) “Por tanto, ya no eres siervo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios, por medio de Jesucristo”.

Estos razonamientos que acabo de exponer daban consistencia a mi fe en Jesucristo y en la continuación de su plan salvífico mediante la Iglesia fundada por Él. Consistencia que no encontraba en filosofías humanas; contradictorias, por otro lado, entre sí; además de parciales y sesgadas por la misma condición limitada, partidista e interesada del hombre. Así lo avala la misma realidad, a no ser que queramos engañarnos parapetándonos tras un grupo humano (un placebo) que nos dé la “identidad” y “seguridad” ficticia y sustitutiva que reclama nuestro vacío existencial, o lo que es lo mismo, nuestro vacío de Dios.

Si tenemos en cuenta que el hombre, después de miles de años de habitar sobre la Tierra, ha sido incapaz, con sus ideologías, sus conocimientos y sus buenas intenciones, de erradicar algo tan simple como el hambre, las guerras y la propagación de virus mortales en el mundo ¿cuánto más podrá dar razón −fuera de la revelación dada por Dios− sobre cuestiones antropológicas, trascendentes e intangibles, que escapan al método científico que no sean erradas? ¿Cómo fiarnos, entonces, de aquellos que vienen a embaucarnos con propuestas totalitarias o con humanismos egocéntricos que transgreden la razón humana, porque se oponen a la misma ciencia y la observación empírica de la realidad? De este modo, muchos de los que hoy se dicen ateos, contradictoriamente, intentan imponernos por fuerza de ley, su propia concepción del mundo como verdad absoluta e incuestionable.  

A esta capacidad intelectiva disminuida del hombre −por limitada en el espacio y en el tiempo− incapaz de abarcar y explicar toda la realidad; hay que sumarle otro lastre que lo desautoriza para fundamentar, al margen de Dios, sobre el Ser de sí mismo y de las cosas. Este otro lastre, que permea a la persona como tal, se nos pone de manifiestos al descubrir que la capacidad de raciocinio −además de las limitaciones cognitivas temporales y físicas que la envuelven, como ya se ha dicho− está afectada por un compendio de emociones, de afectos, de sentimientos y de vivencias, que la inclinan, sin remedio, a filias y fobias; a adhesiones o desafecciones, que nos impiden ver, irremisiblemente, con toda asepsia y sin partidismo lo que la realidad es en sí misma.    

Pasando de nuevo a relato autobiográfico diré que, como la existencia de Dios no es científicamente demostrable (no se puede pesar, ni medir, ni cuantificar) pues Dios, como todos sabemos, es espíritu, mi fe se movía, por entonces y también ahora, como la del resto de creyentes, en el terreno de aquello que la conciencia y la razón me mostraban como cierto, por un lado, y las promesas −unas cumplidas y otras por llegar− de Jesucristo, por otro. Por lo ya comentado en otros capítulos, he de decir que no siempre obtuve respuestas por parte de Dios en el momento que yo lo deseaba, sino que estas vinieron, cuando estuve preparado para recibirlas. De esta manera, en ese proceso de maduración de la fe, tuve que caer aún muy bajo y tropezar demasiadas veces para ser plenamente consciente, de que no solamente basta con saber que existe una Verdad que es Dios; sino que debía adherirme a ella trasladando a mi vida lo que era conocido por mi intelecto como la única y verdadera razón de todo cuanto existe. Dicho de otro modo, tenía que someter mi voluntad a la de Dios (tal y como nos enseñó Jesús con su propia vida) por muy contraria que ésta fuese a mi percepción de Dios y de las cosas. La persona, por consiguiente, no es una máquina acabada, sino que por el contrario es un hacer de Dios y un trabajo de sí mismo, en cuyo proceso el hombre pone en juego su voluntad, su libertad y su determinación, en una apuesta a favor de la Vida y la Verdad que le muestra como veraz su conciencia en referencia al Dios revelado. No aisladamente en una especie de idealismo que no compromete a nada, sino que por el contrario involucra a toda la persona, en su vida cotidiana, con resultados palpables y eficientes, mediante los cuales nos vamos transformando casi, imperceptiblemente, en otro “Cristo” y, como consecuencia de ello, afectando de justicia, paz y gozo el entorno y a las personas con las que nos relacionamos.

6. SOLTANDO LASTRES Y ASUMIENDO RESPONSABILIDADES   

A los veintitrés años, aproximadamente, a fuerza de mucha introspección, llegué a la conclusión de que no debía estar lamentándome continuamente por los reveses con los que el destino me había golpeado; ya que las personas podemos, en cualquier caso, poner de nuestra parte para no devolver mal por mal. El perdón, como fuente de reparación de las ofensas, que me proponía Jesucristo con sus palabras y su ejemplo de vida; era el único camino posible para cicatrizar mis heridas y, también, el camino mediante el cual desechar toda tentativa por revertir en los demás mi propia historia de dolor. Así fue como redimí a mis acosadores y a las personas que me lastimaron, es decir al psicólogo, a mi superior, a mi madre, a los chicos que me acosaron en mi infancia y juventud y a otros que vinieron después, de hacerles probar, en propia persona, el veneno destructor que las palabras dejan en el alma; y no solo a ellos, sino a todo aquel que cayese en mi radio de acción, como daño colateral por el rencor retenido. Ese era el itinerario que me estaba indicando Jesucristo con su vida, ya que Él mismo, intercambió insulto, traición, calumnia, abandono, martirio y muerte, por esperanza, verdad, vida, amor, paz, gozo, sanidad, perdón y resurrección. (Juan 18, 23) “Jesús le respondió: Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado, pero si hablé bien ¿por qué me pegas?

Pero además de mostrarme este camino de redención y liberación personal para mí y para todos aquellos que me empujaron al precipicio (el resentimiento produce dolor y la venganza solo engendra más violencia), me brindaba una salida para sanar también mi mundo interior: así se desprende de las palabras del Mesías: (Lucas 19, 9-10) «Y Jesús le dijo: Hoy ha venido la salvación a esta casa, ya que él también es hijo de Abraham; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido».

Ahora superado el escollo del rencor, de la ira y de la autodestrucción, había llegado el momento de crecer, tomar mis responsabilidades, cambiar el rumbo de mi historia y de mis pensamientos, y buscar sanación a esa depresión que me torturaba a cada instante. Sin embargo, sabía que salir de ese estado era difícil, ya que esa caña cascada, en la que yo me había convertido, después de haber sido pisoteada durante tantos años, no sería fácil de devolverle su consistencia. No empero, aún podía servir, aunque quebrada, para dar cobijo, sombra, alumbrar, calentar y, también, como ya pasara en cierta ocasión, para llevar a tierra firme, si recuerdas, a uno que se estaba ahogando en un riachuelo.

Con todo, a pesar de los contratiempos que cargaba sobre mis espaldas, podía estar satisfecho conmigo mismo, puesto que las decisiones más importantes de mi vida las había tomado por mí mismo sin que mis padres me obligasen en contra de mi voluntad a seguir sus consejos.

Una vez tomada la decisión de no abandonarme a la desilusión y al fatalismo, para resurgir de mis cenizas y reemprender el vuelo, lo primero que intenté fue forjarme un porvenir con tal de no depender económicamente de nadie. Para ello opté por aceptar cualquier oferta de trabajo, sin poner objeciones, ya que las circunstancias del país no daban mucho margen donde elegir. Fue así como tomé la responsabilidad que me correspondía por edad y por conciencia.

A los veintitrés años, seguía sin aceptar la atracción que sentía por las personas del mismo sexo, particularmente, por la marginalidad a la que me arrojaba: no sabía cómo lo encajarían mis padres a los que trataba de proteger por su avanzada edad. Por otro lado, estaban los amigos, estos desconocían mi inclinación y no deseaba convertirme en un paria entre ellos; especialmente porque temía que se repitieran los episodios de violencia verbal que sufrí en la infancia. De esta manera se presentaron años duros ocultando mi inclinación sexual y mis miedos.

Fue ese conjunto de dificultades, más el no tener ninguna persona a quien confiar lo que me estaba sucediendo, lo que me movió a buscar una solución, rápida, porque de no hacerlo, el estado depresivo, permanente, en el que estaba, podría pasarme por encima como una apisonadora rompiendo, definitivamente, mi cordura y la integridad moral que hasta entonces había conservado. Como fui consciente, en todo momento, que debía de neutralizar la bomba de relojería que llevaba en mi mente, no dudé en recurrir de nuevo a un profesional de la psiquis: en esta ocasión a un psiquiatra, pues como ya expuse, la experiencia con el psicólogo fue nefasta.

Entré en contacto con el psiquiatra por mediación de un fraile al que le hice conocedor de mi estado; un hombre santo, por cierto, donde los hubiese. Eso sucedió en el otoño de mil novecientos ochenta y cuatro, fecha en la que me encontraba trabajando en la recolección de aceitunas; con lo cual, para poder ir a visitar al médico, que tenía la consulta fuera de la región, tuve que inventar una excusa creíble, para que a la vuelta pudiese reintegrarme en la misma tarea.

Antes de llegar a la consulta del psiquiatra me encontré frente a dos situaciones inesperadas y grotescas. La primera de ellas, mientras me desplazaba hacia la ciudad donde residía el psiquiatra, y la segunda con un miembro de la familia donde me hospedé.

Las turbulencias empezaron poco tiempo después de que me subiese al tren, no por lo arcaico de la locomotora y sus vagones, que en sí lo eran, sino por unos tétricos personajes que se unieron en el recorrido en una de las estaciones donde hacía parada. De esta manera cuando estaba dando una cabezada sobre mi asiento, después de haber comido unos bocadillos a medio día, me despertó el trajín de maletas que subían a mi compartimento una señora entrada en años, con dos chicas jóvenes (posiblemente sus hijas) que vinieron a sentarse a mi izquierda en los asientos contiguos. Como si fuese invisible para ellas se enredaron de inmediato en una conversación a la que mis oídos y mi candidez juvenil no daban crédito. En la plática que sostenían entre ellas hablan de drogas, peleas, navajas, e incluso de muertos, relacionados con los bajos fondos del submundo en el que vivían. Yo, por mi parte, me quedé perplejo con aquella conversación que horadaba mis oídos. En tal tesitura, viendo que no cambiaban de tema, opté por mudarme de vagón a fin de no hacerme cómplice de unas historias que nada tenían que ver conmigo y que, posteriormente, podrían reprender a mi conciencia si no daba cuenta de ellas a la policía. Por cierto, una de las chiquillas, daba la impresión que, recién, acabara de apearse, por su singular belleza, de uno de los lienzos de Julio Romero de Torres, para subir al tren que me conduciría, según todas mis expectativas, a la salida del túnel en el que me encontraba varado. 

Cuando el gigantesco gusano metálico llegó a su lugar de destino, que también era el mío, bajé de él y me encaminé, de inmediato, por las calles estrechas y serpenteantes de aquella ciudad, crisol de civilizaciones, en busca de mi amigo el fraile; el cual, por cierto, me había ofrecido hospedaje en la casa de un matrimonio septuagenario. Cuando vine a dar con su paradero, me llevó a la casa de sus amigos para presentármelos. Una vez en el salón de la casa y estando aún en el lance de las presentaciones, entró en la vivienda el hijo del matrimonio. Por la edad del joven deduje que aquella filiación no cuadraba con la pareja; así que fue el mismo chaval el que vino a aclararme, al tiempo, que fue acogido de pequeño por sus actuales padres en adopción. El chaval algo más joven que yo, representaba tener unos veintiún años, sin dar mucho tiempo a que nos conociéramos, se ofreció, sin yo pedírselo, a llevarme por la noche a un sitio especial. A partir de aquí comenzaría la otra situación grotesca con la que me encontré, antes de mi encuentro con el psiquiatra.  

Acepté sin muchas ganas, porque prefería estar concentrado en el propósito que me había traído al lugar. Así que, en cuanto oscureció, cumplió su palabra y me condujo, sin que tuviese la mínima sospecha, a lo que resultó ser luego un lupanar. Desconozco si la idea salió del bisoño urbanita, que por su forma de conducirse parecía haber recorrido más caminos que Juan Palomo, o fue urdida por el mismo fraile con vista a que pudiese salir de mis dudas “existenciales” sobre terreno abonado. Hasta ese momento nunca había estado en ningún local de esas características, con lo cual tardé en discernir el tipo de club al que me habían metido. 

Llegamos al prostíbulo a una hora temprana para lo que suele ser el horario de estos antros. El local estaba por el centro de la ciudad, contrariamente a lo que era habitual en España por esas fechas, así que no observé nada extraño que me hiciese sospechar. Una vez que traspasé sus puertas y estuve dentro, pude contemplar un ajetreo de Jovencitas, de piel bronceada y rasgos caribeños, que vestían elegantemente sin hacer alarde de sus voluptuosidades. Hasta ahí me pareció todo normal. Mientras nos atendían en la barra, se nos acercaron dos de aquellas beldades a las que mi colega invitó a unas copas. La que se acomodó junto a mí, resultó ser una momia, no por su físico que lo contorneaba con delicadeza, mientras reubicaba su melena airosamente en su lugar, sino porque a cada una de las observaciones que yo le hacía, solamente obtenía silencio de su parte. Posteriormente deduje que el mutismo de la chica fuera a consecuencia de no hacerme entender por ella; me explico: estaba muy nervioso debido a que sentía la imperiosa necesidad de quedar bien con la joven y con mi compañero; es decir, intentaba aparentar lo que no sentía y, por eso mismo, mis palabras se atropellaban unas a otras. Después de unos minutos de monólogo con aquella joven, caribeña, carioca o malaya ¡vaya usted a saber…! de labios carnosos, nariz de gacela, ojos ligeramente rasgados, tez canela y mirada inquieta, anunciaron una actuación de bailarinas y la efigie que estaba a mi lado se largó con su amiga, apresuradamente, a la francesa.

A continuación, nos desplazamos por un pasillo estrecho hasta que llegamos a un salón, en forma de anfiteatro, donde seguían avisando, por altavoz, de las actuaciones que tendrían lugar durante la noche. Ya in situ, nos acomodamos en una de las gradas próximas al escenario donde, minutos después, hicieron acto de presencia, entre el resto de vedettes, las chicas que anteriormente habían sido nuestras partners en la antesala del local: ahora sí, mostrando al desnudo la sensualidad de sus cuerpos, color ébano, al compás que le dictaba la coreografía del merengue, la salsa y la bachata.   

Me quedé un tanto sorprendido por lo que veían mis ojos, no por el espectáculo en sí, sino porque hasta ese instante no deduje, con exactitud, hacia donde me había conducido mi compinche: se trataba, pues, de un local de prostitución con espectáculos pornográficos, en vivo, para despertar la libido de los varones que, como pude observar (la mayoría de ellos rondando los cincuenta), iban entrando a medida que las agujas del reloj se aproximaban a la media noche. En aquella velada hubo más de un espectáculo morboso; sin embargo, ninguno de ellos logró levantar mi apetito carnal, máxime en la sospecha de que aquello formaba parte de un plan en el que yo no había tenido ni voz ni parte.

Al final salí del burdel tal y como entré, virgen. Del compadre, sin embargo, dudo que lo fuese, ya que por la seguridad con que se condujo, dentro del local, inferí que aquella no fue la primera vez que pasaba por allí. De cualquier modo, eran otros tiempos, por esas fechas los chavales estábamos más centrados en buscarnos un porvenir o terminar una carrera que por dar rienda suelta a los instintos de la carne. Nadie por entonces era señalado de otros colegas si después de los dieciocho años aún te mantenías impoluto en estas cuestiones. Lo normal era, pues, llegar al matrimonio sin haber tenido relaciones sexuales.

El anterior comentario, me da pie −antes de entrar a valorar mi consulta con el psiquiatra− a analizar en un epígrafe aparte el tema de la hipersexualización de la sociedad actual.

Acerca de renaceralaluz

Decidí hace ya mucho tiempo vivir una vida coherente en razón de mis principios cristianos, lo que quiere decir que intento, en la medida que alcanzan mis fuerzas, llevar a la vida lo que el corazón me muestra como cierto: al Dios encarnado en Jesucristo con sus palabras, sus hechos y su invitación a salir de mi mismo para donarme sin medida. Adagio: El puente más difícil de cruzar es el puente que separa las palabras de los actos. Correo electrónico: 21aladinoalad@gmail.com

Puedes dejar tu opinión sobre esta entrada

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s