Esta es la vida del creyente, cuando todo parece que toca a su fin, que la derrota es total y eminentemente, entonces Jesús viene a rescatarnos y hace acto de presencia en el lugar y en el momento conveniente como ya pasara en Judea, con la resurrección del Señor, ante sus discípulos y seguidores a los que invita a la alegría y a despojarse de los miedos.
Los Cristianos seguimos a un Dios vivo resucitado, omnipotente y compasivo. Dios no se cambia, ni se muda, y si antes de dar su vida por el hombre ya se compadecía de los pobres y de todas las almas caídas y abatidas por el pecado, cuanto más ahora que ha tenido la experiencia en propia carne de pasar por todos los dolores físicos y todos los tormentos psíquicos que cualquier ser humano puede experimentar, más aún cuando el cargo con todos ellos a la vez: el desprecio, la soledad, el abandono, el despojo, la calumnia, el dolor físico hasta extremos nunca conocidos y hasta lo que hoy llamamos depresión con una tristeza de muerte hasta llegar exudar sangre en el Huerto de los Olivos.
De esta manera, Jesús al igual que ayer, recién resucitado, nos vuelve a salir al encuentro invitándonos a través de su palabra a confiar, a la alegría, y a perder el miedo. Tenemos un Dios vivo, el único que vive por si mismo y por esta razón Él es también la única verdad, el único camino y vida que podemos seguir sin temor equivocarnos. Jesús ha resucitado, y nosotros lo hacemos con él cada día cuando una y otra vez viene en nuestro rescate y nos levanta de nuestras angustias y miserias. ¡En verdad Jesús ha resucitado y nosotros somos testigo de ello…!
¡Bendito y alabado sea nuestro Dios el que vive por siempre y no se cansa de amar! ¡Tenemos en tí Señor una fuente de vida, inagotable, que salta hasta la eternidad!