El hombre occidental y en especial el europeo, ha perdido el sentido de lo Sagrado. Esto ha sido, de esta manera, porque ha identificado su persona con la razón o con su mente. El hombre occidental en su afán de racionalizarlo todo, medirlo y sopesarlo; ha excluido cualquier otra cosa que escapase de este ámbito, y lo ha racionalizado dándole una carga negativa tildándolo de superchería.
Este hombre que cree ser, él, con su razón, la medida de todas las cosas, se ha auto-impuesto unas barreras para poder indagar, escudriñar y abrirse a otros ámbitos de su propio ser. Y yo diría, aún más, ha renegado de su Ser más auténtico, para quedarse, en cambio, con la parte más voluble de el mismo, su mente. Para caer en la cuenta con un ejemplo sencillo de que es así, solo hay que retrotraernos a la infancia, momento en el que no nos dejábamos manejar por la razón; si no que, por el contrario, nuestro ser más auténtico predominaba sobre ésta. Éramos en esa etapa de la vida personas libres, capaces de manifestar espontáneamente, la risa, el llanto, el amor, el miedo y decir, sin tapujos, lo que deseábamos en cada momento, o hacer un comentario, sin mala intención, sobre lo que nos agradaba o desagradaba de otras personas. Por otro lado, teníamos un sentido de lo sagrado, como lo ha tenido toda la humanidad y aún lo siguen conservado ciertas culturas como la Hindú. El niño refleja su sacralidad, por ejemplo, idealizando la figura de sus padres, hermanos mayores, etc. Surge, por tanto, de lo más hondo del ser del hombre un sentido de adoración, de respeto y reconocimiento a lo desconocido y a lo que le sobrepasa: en las culturas primitivas a la naturaleza, y en otras como la Judía la veneración por un Dios trascendente, personal y único. Lo desconocido o lo que no se puede controlar empíricamente, en cambio, para el hombre de hoy no es digno de respeto ni de ser tenido en cuenta; de ahí viene, que se le otorgué tanta importancia a lo material y, en concreto, al dinero. Al no ser digno de respecto, de admiración y veneración, tampoco se intenta indagar y someter a juicio el hecho, mismo, de la religión: lo que puede haber en ellas de sagrado y de verdad, y lo que ellas nos enseñaban que hay de veneración, por extensión, en el mismo hombre, a saber: las personas mayores, los ancianos, el embrión, los templos para el culto, entre otros. En definitiva la imagen de Dios en sus criaturas y en sus representaciones divinas o sagradas; para el creyente católico por ejemplo, en las Sagradas Escrituras y la Eucaristía. De haber perdido el sentido de lo sagrado y de lo que cae fuera del ámbito del cientifismo ; se ha derivado, por ende, una pérdida del sentido al respeto en todos los ámbitos, restantes, de la vida. Ya que con la supresión de lo sagrado -que mantiene unas normas universales para todos, impresas en la conciencia del hombre por ser imagen de Dios, reveladas después dando certezas y confirmación de las mismas por Jesucristo hecho hombre, es decir por parte de Dios mismo- lo que se nos presenta, como contrapartida, es un relativismo moral en el que se impone la norma del más fuerte, del que ostente el poder en cada momento, que bien podría ser un psicópata de los que, ya, la historia nos ha dejado buena muestra. La ética o la norma, del momento presente, nos dice que todos somos iguales y de ahí se ha derivado la falta de respeto que observamos hacia los padres, las personas consagradas, los superiores, profesores, ancianos, las personas que nos representan, la autoridad, o hacia la, misma, naturaleza; ésto es lo que nos propone ésta sociedad racionalista: un compadreo, que aquí el más listo es el que más vocifera o el menos preparado. Los intelectuales del momento o los que han impuesto el modelo empírico como norma absoluta, se han apoyado en la razón como guía absoluta capaz de poder explicarlo todo, y aquello que no puede explicar, simplemente, no existe. Han puesto a gobernar, por tanto, a la mente; a aquella que muchos denominan como la loca de la casa: como muestra significativa de esto tenemos cuando constatamos, que, para dos personas en idénticas circunstancias, lo que a una le hace feliz a otra la sumerge en una amargura dispuesta, casi, para el suicidio; la misma razón humana que se encarga de buscar argumentos para justificar el asesinato individual o colectivo por razones de ideología, raza, patria, honor, demográfica, edad, clase social, etc. Todo lo expuesto viene a demostrar que no debemos ser tan soberbios para pensar que el hombre con, sólo, su razón tiene la clave para gobernarse a si mismo y que, por ello, debería prestar atención a otros ámbitos de la persona, que han formado parte de su proceso histórico durante siglos y que forman parte de su propia sustancia, como pueden ser la fe, la intuición, la experiencia, el asombro. En definitiva poder acoger en el corazón todo aquello donde no puede llegar, exclusivamente, con su razón; aunque para eso tenga que abrazar aquello que no puede manipular: a Dios o la leí natural emanada de Él mismo.
Reblogueó esto en El teologiyo.