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Hablar de la muerte, se ha convertido casi en un tema tabú, en los últimas décadas, muy poca gente quieren abordar este asunto y sin embargo es el hecho más trascendente de nuestra vida personal y, en general, en la de todos los seres humanos. Es el único evento no programado (con excepción de los suicidios) e inmutable de nuestra historia, todo lo demás -desde la concepción hasta la muerte- está sujeto a cambio y en alguna medida, aunque no siempre, podemos ser agentes de ese mismo cambio con el poder de nuestra voluntad.

Así es, cuanto mayor me voy haciendo más consciente soy de esta realidad (supongo que será igual para todos), incluso tenemos un refrán muy descriptivo para definirlo que a menudo nos lo recuerda: el hombre propone, pero Dios dispone.

Todo lo que nos es desconocido, nos produce inseguridad y miedo, especialmente la muerte porque nadie ha regresado de allí. Y si alguien ha vuelto, casos hay de personas que dicen haber pasado por esa experiencia, ninguna de ellas puede aportar pruebas o demostrarlo con hechos; es cuestión de fe, creerlas o no. El caso es que volvieron en su mismo cuerpo para morir de nuevo. No sólo da respeto o miedo pensar en la muerte porque, a ciencia cierta, no sabemos que existe del otro lado, sino porque a ojo vista, podemos constatar que, la persona una vez que fallece, su cuerpo se corrompe (exceptuando los cuerpos de algunos santos) sin que quede rastro de él en muy pocos años. Por lo comentado se deduce que, dejar la existencia, o al menos la única existencia que conocemos, no es agradable; a nadie le gusta desaparecer sin más. Ni le gusta desaparecer, ni tampoco que mueran aquellas personas a las que se les ama; sobre todo si son padres, hijos o es el cónyuge el que deja la existencia. Este mal encaje de la muerte, muchas veces no se trata de otra cosa, que de un miedo solapado a la soledad, a quedarse sin un pilar de apoyo, y, en última instancia, a la proyección de uno mismo en otro: se pierde algo, cuando pensamos que es de nuestra propiedad, por un lado, o cuando sabemos que una persona o varías, entorno a las cuales hemos asentado nuestro proyecto de vida, nos ha dejado para siempre.

Por lo ya expuesto, nos resulta penoso confrontar el tema de la muerte: ni anteriormente a que se produzca la nuestra propia, ni siquiera, cuando se sufre la de un ser querido. La muerte nos coloca ante un misterio que nos sobrepasa; y es que la vida no nos pertenece; ni nos pertenece antes de nacer, ni cuando se agota o se nos escapa poco después de salir del vientre materno, que es la única vida que conocemos por ahora. Partiendo de esta premisa -que la vida no la controlamos- se nos deberían encender con ello, también, otras alarmas; a saber, que la vida de los hijos no es patrimonio, como dice la Ministra Española María Isabel Celaá, del Estado, ni tan siquiera lo es de los padres, ya que las personas no son sujetos de posesión de nadie, sino todo lo contrario, libres: todos y cada uno somos una realidad única, genuina e irrepetible, que por compartir un mismo código genético -el genoma humano- nos iguala y nos incapacita, a su vez, para que nadie esté por encima de nadie, y mucho menos para decidir sobre el destino, la vida o la muerte de los otros. Los creyentes además de compartir esta evidencia científica que pone en un mismo nivel a todos los seres humanos, tenemos la certeza de la fe, que nos dice que por el hecho de tener un padre en común -Dios creador de cuanto existe- igualmente nadie está por encima de nadie, y mucho menos para decidir sobre una vida que no le pertenece, o para aferrarse a ella como parte de su propiedad.

Teniendo en cuenta las premisas anteriores -que la vida no nos pertenece- nos podríamos ahorrar muchos disgustos, ya que uno tendría que ver la vida y a las personas, ante todo, como un “regalo”, una oportunidad para desarrollar todo el potencial humano (que es mucho), tanto el de los demás como el nuestro, a su más alto nivel, sobre todo si tenemos en cuenta que fuimos creados a imagen de Dios. Nadie añora, ni sufre por lo que no le pertenece, por lo que no es de su propiedad (de hacerlo sufriría en vano e inútilmente); ante la muerte uno no pierde nada, suelta donde estuvo antes algo que no es suyo. Estamos de acuerdo que entre las personas se desarrollan vínculos afectivos, pero para evitar la frustración y caer en depresión no hay bálsamo que calme más una pérdida, que aceptar las leyes de la naturaleza (una razón tienen cuando están ahí) y junto a ellas poner el fundamento de nuestro ser, no en las personas y en las cosas, sino en aquel que nos dió el ser, y que conoce en plenitud nuestro cimientos, a saber, Dios mismo. Para hacer más llevadera nuestra pérdida (la de un ser querido) siempre resulta imprescindible, salir de nosotros mismos, del circulo viciado y vicioso de nuestros pensamientos, para mirarnos en el escaparate del vecino. También hay pérdidas semejantes a la de un fallecimiento, cuando un hijo, esposo-a, hermano, amigo, etc., desaparecen de nuestro lado, sin querer saber nada de nosotros, y no tardamos tanto en sobreponernos porque, como ya hemos dicho, nadie es dueño de nadie.

Ante la muerte, por consiguiente, no hay que buscar culpables, no hay muertes prematuras, porque la vida es el preludio de la muerte, y la muerte -para los cristianos- la antesala de la vida más genuina; a saber, la Eternidad para la que fuimos creados (a esto me refería con tener claro dónde está el fundamento de nuestro ser y existencia, para no entrar en depresión). En ningún lugar está escrito el derecho a vivir tantos o cuantos años en la vida material; y mucho menos que las personas nos pertenecen para nuestro gozo y disfrute mientras nosotros vivamos: ¿dónde quedó patentado ese derecho de disfrute de un ser humano como objeto de posesión? ¿dónde el culpable de una pérdida, cuando nadie nos dió billete para permanecer en este planeta Tierra por x años? Aquí no hay salvoconductos, ni normas establecidas, ni dinero que compre a la parca; o aceptas esta realidad, o te amargas buscando motivos y responsabilidades que nunca llegarás a entender porque escapan de toda lógica humana. La muerte es una realidad en nuestra vida, la realidad más incontestable, como lo son muchas de sus causas: los terremotos, los accidentes laborales y de tráfico, los asesinatos, los tsunamis, las gripes, las pandemias, el cáncer, los aludes, huracanes, el vecino psicópata, y hasta las tejas y cornisas asesinas de toda la vida.

Me vuelvo a repetir, considera tu vida y la de los demás como un regalo que hay que apreciar mientras dure, y cuando este se desvanezca, conserva de él los mejores recuerdos, dando gracias, porque te tocó a ti esa lotería. Seríamos más felices si en lugar de añorar la pérdida o nuestra propia partida de este mundo, que se escapa a nuestro conocimiento y voluntad, comenzásemos a disfrutar y agradecer las cosas sencillas que están a nuestro alcance y que nos depara la vida cotidiana (el agua, no sabe igual, para una persona que recorre 15 kilómetros en proveerse de ella, que para aquel que la puede tomar del grifo en cada momento, no digamos la escuela, el hospital, etc.), ahora con el coronavirus nos haremos más consciente de ello: de la libertad de salir a la calle en cualquier momento y disfrutar de las bondades que nos regala la naturaleza, así como también del regocijo de disfrutar de una amistosa y sosegada charla con un amigo o conocido en la terraza de un bar.

Como persona de fe voy a ir, aún, un poco más lejos con el tema de la muerte. La Palabra de Dios nos revela en la Biblia, que la tierra es solo un lugar de paso, al menos la tierra tal y como la conocemos hasta la próxima venida de Cristo. En cualquier caso, no conozco a ninguna persona humana que en el presente siglo o en el anterior haya pasado de los 150 años. Podremos intentar construir un paraíso aquí en la tierra, que difícil lo veo, puesto que si no hemos hecho caso a Jesús, hijo de Dios, que dió hasta su última gota de sangre para que nosotros dejásemos nuestro egoísmo atrás, difícilmente lo va a conseguir la última Coca-Cola del desierto; es decir, el último filósofo de moda, el último teologillo agnóstico, el último pseudocientífico espiritista de la Nueva-Era, o el último político totalitarista, encantador de masas, que aparezca haciendo prodigios por ahí; ni siquiera una confabulación de todos juntos a la vez.

Conocemos también, por las Escrituras, que el príncipe de este mundo, de este mundo material, es el Diablo, y está intentando, como muchos otros congéneres, hacernos ver que con la muerte se acaba todo, se acaba nuestra esperanza, esa esperanza de alcanzar el Reino de Dios en su plenitud después de esta vida; de gozar de la felicidad de la que aquí nunca gozaremos, junto con los santos, junto a los ángeles, en la compañía de la Santísima Trinidad y la Virgen María para siempre.

A los cristianos, o al menos a los cristianos acomodados de occidente, nos pasa muchas veces como a los gourmets, que disfrutan más por el hecho de saborear un menú nuevo, que degustando uno bueno ya conocido. Nos hemos acostumbrado, no todo el mundo, desde luego, a escuchar la palabra de Dios como el que oye llover, (inconscientemente decimos: esta música ya me suena). Pero resulta que la palabra de Dios no es cualquier cosa, es la cosa más novedosa, y excelente que pueda existir (en realidad no habría palabras para describirla). Se describe en las Sagradas Escrituras, a la Palabra de Dios como vida abundante, lo que desde luego no es, es circo y pandereta. Esta vida abundante, es la preparación y entrada (el cheque) para la otra vida; para participar de la vida Eterna junto a Dios. Pero el que quiere esa entrada tiene que pagar como en el circo, con la diferencia de que allí, nadie entra con papeleta de acompañante, ni por recomendación de Sacerdote. La Palabra de Dios sólo se convierte en vida abundante, cuando como el sibarita con la comida, se le dedica su tiempo, degustándola; o mejor, aún, como cuando, María la madre de Dios, la meditaba en su corazón para ponerse al servicio de lo que Dios quería comunicarle con esa palabra. Para ella la Palabra, cada vez que la escuchaba, era una lluvia que regaba su corazón haciéndolo cada día más humilde y dependiente de Aquel que sabía era su dueño. Y la música que acompañaba a esa lluvia de la Palabras le decía siempre que se derramaba, que la vida es Dios y que Dios es la vida.

En muchas ocasiones se nos habla de la muerte en la biblia, Jesús mismo habla de la muerte, y le da un valor primordial en su predicación, incluso su vida terrena está, desde un principio, orientada como meta a ese desenlace final, preconizada incluso por los profetas: (Isaías 53, 4-54) Ciertamente El llevó nuestras enfermedades, y cargó con nuestros dolores; con todo, nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y afligido. Mas Él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestras iniquidades. El castigo, por nuestra paz, cayó sobre Él, y por sus heridas hemos sido sanados.…

Dicen que el que avisa no es traidor, Jesús pagó un alto precio por nuestros pecados, con su vida, y nos avisa, (precisamente porque es compasivo y misericordioso) en su predicación de las consecuencias de no estar preparados -vigilantes- para el día en que nos sorprenda la muerte. De la necesidad de tener, no sólo encendida la lámpara, sino una previsión de aceite para cuando esta se consuma. Así es, hay que tener encendida la llama del amor a Dios y al prójimo, no del amor humano, que busca su propio interés, sino del amor Divino que da la vida por el prójimo; por la mujer, por los hijos, también por el compañero, como el padre Maximiliano Kolbe, que se ofreció a morir, en lugar de un padre de familia en Auschwitz, o la de tantos religiosos y seglares que dan a diario su vida para ayudar en las necesidades perentorias de sus hermanos, pero también para salvar sus almas. La recarga del aceite, entre otras herramientas espirituales -como la oración y el ayuno- es la misma Palabra de Dios. Con las Escrituras, con la memoria que Jesús guardaba en su corazón y en su mente de la Torah fue como enfrentó en su vida personal las tentaciones de Satanás, el cual, como león rugiente anda buscando a quien devorar (1 Pedro 5, 8). Tanto celo guarda en su tarea de destruir, matar, y condenar al fuego del infierno el Diablo, que ni siquiera reparó en tentar, en la sequedad del desierto material y espiritual, al mismo Jesucristo.

No es para pasar por alto, como el que oye llover, las advertencias de Jesús sobre el infierno o sobre quedar fuera del Reino de Dios, por no estar vigilantes y preparados cuando llegue nuestra muerte, esto no es baladí: Jesús no miente, la Eternidad es para siempre y la muerte de Dios en la cruz, no tiene precio. Más bien es como para despertar de nuestra tibieza y mediocridad espiritual, no para temblar de miedo, pero si para ser prudentes, sensatos como aquellas doncellas que aguardaban al novio sin miedo, en mitad de la noche, con la lámpara encendida y el combustible necesario para la espera. Fiel, el novio, vino cuando menos se le esperaba y las doncellas no prudentes, aquellas que fueron a buscar aceite, se les cerró la puerta, porque su momento también se les había pasado. Nos encontraremos con Jesús -Justo Juez- el día de nuestra muerte, que como ya dijimos en un principio, puede ser ahora, esta noche, o mañana, no serias el primero -pensando que eso es para más tarde- al que le cayó de repente cuando menos lo esperaba.

Vivimos en la cuerda floja constantemente, en más de una ocasión las fuerzas del mal nos oprimen, nos engañan, y nos insinúan que no merece la pena seguir en el combate de la fe; guardando las enseñanzas de Dios; manteniendo la lámpara encendida del amor y la fidelidad a sus mandamientos. Satanás, es tan malo, que nos hace ver de los demás, de nosotros mismos y de la vida, los aspecto negativos; nos roba la esperanza en un Dios leal y cercano, en el cual y con el cual lo podemos todo. Que no sea, entonces, para nosotros, la Palabra de Dios como un libro de literatura, porque no lo es; la muerte de Jesús clavado en una cruz no es literatura, la sangre de un inocente no tiene precio, y menos si ese inocente es Dios mismo. Y el que no pueda vivir desde el amor, que es a lo que nos invita Jesús, que viva al menos desde el temor, porque la vida terrena pasa pronto (para algunos está pasando en este momento) y la Eternidad es para Siempre. Como repetía muchas veces mi amiga Elisa Vivas: Tú decides, ante ti hay dos caminos, el ancho y el estrecho. Conociendo, además, que el estrecho -que es el que nos conduce a Dios- es, aunque un tanto hostil, transitable. (Mateo 11,28-30) En aquel tiempo, exclamó Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»

(Efesios 5:15-16) Así que tengan cuidado de su manera de vivir. No vivan como necios sino como sabios, aprovechando al máximo cada momento oportuno, porque los días son malos.

Acerca de renaceralaluz

Decidí hace ya mucho tiempo vivir una vida coherente en razón de mis principios cristianos, lo que quiere decir que intento, en la medida que alcanzan mis fuerzas, llevar a la vida lo que el corazón me muestra como cierto: al Dios encarnado en Jesucristo con sus palabras, sus hechos y su invitación a salir de mi mismo para donarme sin medida. Adagio: El puente más difícil de cruzar es el puente que separa las palabras de los actos. Correo electrónico: 21aladinoalad@gmail.com

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  1. No podía ser mejor explicado no falta ni un apéndice por explicar pediré como Cristo: quien quiera oir que entienda. Gracias Pedro

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