Del evangelio de hoy me sorprenden dos hechos significativos, en primer lugar, la pregunta que el Resucitado hace a María Magdalena: ¿que buscas? Jesús ya había hablado con anterioridad a sus discípulos de que resucitaría y, seguramente, a demás de ellos a las mujeres que le seguían. Sin embargo, sus ojos aún estaban enceguecidos -como los nuestros- por los contratiempos de esta vida terrenal, sin poder elevarse por encima de ellos y contemplar que en medio de la tragedia Dios sigue llevando su plan adelante para con nosotros, un plan que trasciende nuestro dolor, nuestras dudas, nuestros miedos y el rechazo de nosotros mismos y nuestra historia de dolor. ¿Que buscas Mujer…? Jesús también nos pregunta ¿Que buscas, Pedro, José, Elena, Víctor, Encarna, Diego, Piedad ¿Qué buscas hombre…? ¿Porqué desesperas…? ¿No te avisé en mi evangelio que todo esto por lo que atraviesas hoy tendría que pasar, pero que yo estaría siempre contigo? ¿No te advertí que en este mundo tendrías que pasar por tribulación pero que la muerte no es el final? De muchas cosas os he hablado, pero seguís mirando hacia el suelo, y no os eleváis para contemplar al Resucitado, a aquel que tiene y posee la Vida, la única necesaria, como le dijo un día Jesús a Marta.
La otra cosa que me llama la atención es que Jesús Resucitado, ahora más que nunca estaba llevando el plan de redención encomendado por el Padre, es decir: liberarnos de la muerte que lleva consigo el pecado, para hacernos criaturas nuevas; puras como el niño que acaba de dar a luz la madre embarazada. No hay reproches para los discípulos, los ha lavado en su sangre de la negación de días antes, del abandono sufrido por ellos cuando más necesitaba oír: contigo hasta la muerte Raboní, aquí estoy a tu lado. Es impresionante las palabras con que se dirige a los apóstoles cuando le habla a María: Jesús sigue pobre y humilde aún en su nueva condición de resucitado y a pesar de haber llevado esta obra impagable de redención por cada uno de nosotros que le costó su propia vida. Jesús no retiene para si el título de Mesías o de Raboní, sino que eleva a sus discípulos -lavados en su sangre- a la condición de hermanos, a su misma condición (María: ve a decir a mis hermanos) y le recalca -para que no tengan ninguna duda- que el Padre suyo no es distinto al nuestro, y que el Dios suyo es nuestro Dios. Es decir: que el mismo Dios y Padre que le ha dado vida y fuerza para llegar a la meta -y que acaba de resucitarlo- es el mismo Dios que nos guiará y nos dará fuerza y vida a nosotros para llegar a su misma meta, la meta de la Resurrección Eterna junto al Padre en el Cielo.
Evangelio según San Juan 20,11-18.
Ellos le dijeron: «Mujer, ¿por qué lloras?». María respondió: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto».
Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció.
Jesús le preguntó: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo».
Jesús le dijo: «¡María!». Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: «¡Raboní!», es decir «¡Maestro!».
Jesús le dijo: «No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: «Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes»
María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.
Es una entrada brillante. Así es DIOS no reprocha, no recrimina, sino que acoge e invita a todos a esa maravillosa transformación que es la conversión. Eso es lo único que cambia, que transforma y que hace nuevo todo. En ese sentido es el único medio para alcanzar la libertad. Es el único camino para llegar a la plenitud del ser personal. Para alcanzar la VERDAD, la BONDAD y la BELLEZA.