Será signo de contradicción,
y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos.
En el evangelio de hoy S. Lucas, nos describe lo que está pasando hoy, y ha pasado desde que el cristianismo echó a andar por el siglo I, salvo algunos periodos de la historia, y no es otra cosa que la cruz y el que está clavado en ella, es signo de contradicción para muchos. Hoy como antaño miles de personas mueren en África y otros continentes a causa de su fe en Cristo, pero resulta no menos alarmante y contradictorio, que esta persecución vuelve a occidente, a países que se consideran «democráticos» y «tolerantes» persiguiendo la libertad de expresión, censurando redes sociales, imponiendo multas y hasta pena de cárcel en algunos países para aquellos que no comulguen con las tesis de lo correctamente político, quemando iglesias como en Chile y en Francia, asesinando a cientos de sacerdotes en México, asaltando iglesias en Argentina y vilipendiado y atentando contra la integridad física de los que las defienden, quitando crucifijos en España no solo de los colegios sino de la vía pública, y llevando a juicio a obispos por prestar apoyo y acompañamiento a personas que voluntariamente querían abandonar un modo de vida con el que no estaban agusto.
¿Y todo esto para qué? Hoy lo dice bien claro el evangelio: PARA QUE SE MANIFIESTEN LOS PENSAMIENTOS ÍNTIMOS DE MUCHOS, es decir, el fanatismo, el resentimiento, la intolerancia, la decadencia moral, el odio, la venganza, el libertinaje y la tiranía del que ejerce el poder.
Evangelio según San Lucas 2,22-40.
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor,
como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor.
También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él
y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.
Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley,
Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido,
porque mis ojos han visto la salvación
que preparaste delante de todos los pueblos:
luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él.
Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción,
y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».
Estaba también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido.
Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones.
Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea.
El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.