Cap. V. NUEVOS E INÉDITOS HORIZONTES
1. EL EXILIO DESTINO DEL POBRE
Después de estas disquisiciones sobre lo humano y lo divino, al final del capítulo anterior, reinicio este volviendo al relato autobiográfico desde donde lo dejé la última vez.
El tiempo de contrato en el hospital llegó a su término y ahora me encontraba, de nuevo, ante una encrucijada. Volver a la tienda después de tanto tiempo de ausencia se volvió, como me temía, en un imposible. Cuando perdemos la referencia de Dios y sus mandamientos, y ponemos toda nuestra Vida, en las seguridades que nos puedan deparar las personas o las cosas materiales (en aquello que es pasajero), somos capaces de saltar por encima de todas las barreras; principalmente la de nuestra propia integridad moral con la palabra empeñada. De este modo, no pude llegar a un entendimiento con la que fue por muchos años mi mejor amiga, para recuperar, sin desavenencias, lo que ella misma había prometido devolver en cuanto me reincorporase al negocio.
En ese nuevo escenario, sin expectativas, porque el país económicamente se desplomaba por 1989 y las estadísticas de desempleo arrojaban casi un veinticuatro por ciento de parados, me vi abocado a buscar trabajo en otro lugar que brindara más salidas que el mío propio. Y tomé dicha decisión, no solamente con la intención de encontrar trabajo, sino un lugar, lejos de la familia y de conocidos, que me facilitase vivir según mi orientación sexual: esto siempre y cuando yo me decidiese aceptar primero esa realidad en mí. El sitio elegido fue Cataluña, buscando el respaldo de una parte de mi familia materna, que había emigrado a esa región cuarenta años antes de que yo fuese a alojarme en su domicilio.
Me dirigí a la provincia de Barcelona a la edad de veintiocho años, con mucha ilusión, por el reto que me planteaba para madurar en todos los sentidos, y por las puertas que allí, según pensaba, se me abrirían. Emprendí la huida con un coche de segunda mano, que pondría mi templanza y mi destreza a prueba antes de llegar al pueblo donde residían mis tíos. Esta era la primera vez que hacía un trayecto largo conduciendo mi propio vehículo; y en esta ocasión, como en otras anteriores, mi ángel de la guarda me alertó a tiempo de un peligro. Al parar en una gasolinera a mitad de camino entre Madrid y Zaragoza, pensé que era el momento oportuno para echar un vistazo al motor. Cuando levanté el capó del vehículo pude detectar que el depósito que suministraba agua al radiador estaba vacío perforado por la hélice del ventilador. A pesar de este contratiempo, especialmente porque al acontecer en festivo estaban los talleres de reparación cerrados, salvé la situación con cinta aislante impermeable, que me suministraron en el comercio adjunto a la gasolinera. Así pues, con un poco de pericia, pude taponar el orificio de la pequeña cisterna suministradora, llenándola de nuevo hasta llegar a mi lugar de destino.
El pueblo donde vivía mi familia, muy cerquita a Vilafranca del Penedés, apenas superaba los mil doscientos habitantes en mil novecientos ochenta y nueve. Estaba situado en una zona tranquila, en el interior de la provincia de Barcelona, siendo su principal atractivo el paisaje que discurría entre suaves colinas a los pies de la cordillera prelitoral y la alta montaña, a escasos kilómetros, que cargaba el horizonte de valles sinuosos y pronunciados barrancos con bosque mediterráneo de fondo.
Con mis tíos, que estaban ya jubilados, vivía mi prima, su hija menor, a la que yo sacaba dos años de diferencia. Fui bien acogido por toda la familia, y mientras mi tío me ayudaba a buscar trabajo, mi prima tuvo la deferencia de introducirme en su pandilla. Como es normal, cuando llegas a un sitio por primera vez, si no tienes padrino o no te has especializado anteriormente en algún oficio, los mejores puestos de trabajo están ocupados por sus habitantes naturales. De este modo, después de patear varios días con mi tío, de un extremo a otro, un polígono industrial próximo a Vilafranca, me contrataron en una fábrica de muebles: industria en la que comencé ocupando el nivel más bajo. Fue en este trabajo en la empresa privada y con alta en la seguridad social, cuando comenzaron a desmoronarse en mi mente todas las ideas preconcebidas que tenía sobre los derechos laborales del trabajador: en aquella faena echaba diez y doce horas −a veces incluso más− si el mercado lo demandaba con urgencia sin que nos abonasen las horas. Lo acepté con resignación viendo que no era yo el explotado porque viniese de fuera, sino que ocurría del mismo modo con el resto de trabajadores autóctonos. Cuando la necesidad aprieta, si no hay solidaridad entre compañeros, no queda otro remedio que agachar la cabeza y seguir adelante. Esto, claro está, siempre y cuando no te denigran como persona o ataquen tus convicciones más profundas; lo cual sí que lo hubiese considerado inasumible.
Como anoté, anteriormente, mi prima me introdujo en su pandilla, motivo por el que no me vi aislado en tierra extraña; pero no sólo eso, sino que además me ayudó con el idioma traduciendo aquellas palabras que desconocía de la lengua catalana. De esta manera, en dos o tres meses, pude participar de las conversaciones que surgían en catalán en la pandilla (que eran todas), así como disfrutar de la televisión en ese mismo idioma, siempre que hubiese algo que me interesase.
Como la vida, por más que uno se resista, no para de girar en un círculo casi cerrado porque el hombre es lo que es (siempre y cuando no se deje transformar por el amor de Dios), me vería abocado a salirme de la colla de mi prima pocos meses después. La condición humana no varía mucho de unos sitios a otros, como ya mencionara, y Cataluña no podía ser menos por muy especial que uno se crea en razón del área geográfica en el que lo dejó caer la cigüeña o su madre. Fue de esta manera como vine a tropezar con la misma mala sombra que me había acompañado durante un buen periodo de mi existencia, también, en este lugar.
Sucedió el día de San Juan, fiesta de especial relevancia en Cataluña celebrada al anochecer, en la calle o en la playa, con verbenas populares y por grupos de amigos y vecinos. En esta celebración el fuego y los petardos son sus atractivos centrales, junto al baile, la música, el alcohol y la butifarra. Para que no estuviese solo durante la fiesta, mi prima me invitó a que me uniese a su grupo. Al principio todo iba bien hasta que, conforme avanzaba la noche, el alcohol además de alterar las neuronas de uno de los chicos, desató también su lengua. De este modo, a medida que los amigos de mi prima se iban desinhibiendo por el efecto de la bebida, propusieron un intercambio de pareja en el baile. En eso estábamos cuando en uno de los trueques −mientras todos bailábamos con todos− uno de los chicos notó que yo me ahuecaba, evitando el contacto físico con él, al tiempo que me tomaba de los brazos y se arrimaba a mí para bailar en plan farra. Por mi actitud de inseguridad pudo inferir, al instante, mi inclinación sexual, de tal modo que no dudó en señalarme y mostrar, ante todos los presentes, su descubrimiento a la voz de: ¡tenemos un maricón entre nosotros!
Aquel incidente desafortunado, de los varios que ya pasé como sujeto de acoso, fue uno en los que hubiese querido, con todo mi ser, desaparecer de la faz de la tierra, para ser tan solo una quimera en el pensamiento de Dios. Traté de simular que aquellas palabras iban en serio, mientras pedía al viento que se las llevase antes de aterrizar en los oídos del resto de colegas. La situación se salvó por muy poco, gracias a que intervino la novia del joven delator, la cual lo conminó a callar en atención a mi prima que se encontraba allí presente.
Después de ese suceso bochornoso, me vi abocado a dejar aquel círculo de amistades por temor a encontrarme de nuevo con las insidias de aquel gurrumino personaje: sobre todo para preservar a mí prima de otro trance similar. De este modo, una vez más, la decisión de cambiar el lugar de residencia no fue suficiente, como yo pensaba, para arrojar lejos de mí la marginalidad a la que me llevaba la atracción por los hombres de mí mismo sexo.
Durante el tiempo que estuve con los amigos de mi prima −anterior al incidente− si bien participé con ellos en todas sus actividades lúdicas, mi interior seguía siendo amargo como la tuera. El replegarme, cada vez más, sobre mí mismo, sin dar una salida a los pensamientos que me atormentaban, no me ayudó a solucionar los problemas; sino que, por el contrario, los retroalimentaba haciéndolos mayores de lo que en realidad eran.
2. MIEDO A SER SEÑALADO Y POR ENDE LASTIMADO
Una vez concluido el contrato en la fábrica de muebles, tuve que cambiar de ocupación porque el jefe no procedió a renovármelo. El motivo, como sucede en las últimas décadas, la sustitución de la mano de obra del trabajador, por la de las máquinas; en mi caso la máquina no aportaba nada novedoso al producto final y al rendimiento de la fábrica, aunque me temo, eso sí, que aportaba unas cuantas monedas más en el bolsillo del dueño de la empresa. El hombre es el único animal que no se solidariza con los de su especie: no todos, desde luego, porque de lo contrario ya nos hubiésemos extinguido. La reflexión que me surge en relación a este despido es que los gobiernos y los empresarios tendrán que darse cuenta, más pronto que tarde, que las máquinas no pueden salir de compras, ni adquirir bienes de consumo; del mismo modo que el empresario no puede vender sus productos, o al menos los que desearía, si los trabajadores son pagados con sueldos míseros. Por tanto, si los agentes laborales tardan en entender que todos estamos interrelacionados y que unos sin los otros no podemos subsistir; la sociedad del bienestar caerá, más pronto que tarde, tal cual cometa, arrastrada por los mismos vientos que la engendraron, la codicia. Es importante por esto que seamos conscientes de que construir una catedral, levantar un castillo o llevar a una nación a la prosperidad es labor de tiempo, tenacidad, esfuerzo y valor; en cambio derribar lo ya construido es cuestión de meses, incluso me atrevería a decir de minutos, sobre todo por la globalización y versatilidad en la que se mueven ahora los mercados financieros.
Después del despido de la fábrica de muebles no podía estar parado por mucho tiempo; primero, porque estaba en casa ajena y luego, por la misma depresión. Si difícil y triste era mi vida por tener que lidiar con aquella enfermedad peor, aún, sin una tarea con la cual evadirme. Así que acepté, cual náufrago de patera, el primer salvavidas que me ofrecieron. De cualquier modo, no había mucho donde elegir porque en España, salvo en ocasiones puntuales, la oferta de trabajo siempre fue escasa. Por este motivo entré a trabajar en un restaurante de lujo, del Alto Penedés, haciendo labores de friegaplatos, de pinche de cocina y de comodín para otros eventos que organizaba el restaurante.
La vida es un aprendizaje continuo, por lo que a nuevos jefes y nuevos compañeros también nuevas experiencias. De esta manera, aunque uno crea que ya lo conoce todo sobre la condición del género humano, siempre este te sorprende con algo nuevo: en demasiadas ocasiones para decepcionarte. No creo que yo sea el más indicado para juzgar, pero lo cierto es que en los países más desarrollados de occidente y sobre todo en España nos hemos vuelto demasiado mercantilistas. Cada vez resulta más infrecuente que acojamos a las personas porque sí, por ser un alter ego nuestro, un compañero de viaje en el camino de la vida. Desconozco si hemos tenido alguna vez una actitud de gran compañerismo como seña de identidad nacional en nuestra historia; sin embargo, por lo que he ido observando en los entornos en los que me he desenvuelto, puedo asegurar, con toda certeza, que esto no ocurre en el presente, al menos que se viva en el extranjero donde uno se encuentra como más desangelado. Así pasa, porque cuasi todas las relaciones humanas se buscan, se desenvuelven y se miden, de un tiempo a esta parte, en función del ego y, casi siempre, a través del análisis psicológico de mi interlocutor; es decir buscando en todo momento el beneficio personal, por un lado, y, por otro, tratando de cerrar el espacio íntimo, a cal y canto, para no ser dañado (herido).
De esta manera, por esa búsqueda consciente y voraz centrada casi exclusivamente en nuestro propio beneficio, nos hemos transformado en una especie de agujero negro, que succiona todo lo que cae en su rededor, devolviendo, a falta del amor desinteresado que nos enseña Jesús, muy poco o nada a cambio. No es este, un asunto nimio, porque de relacionarnos buscando en todo momento compensaciones e intereses, ha emergido un numeroso grupo de marginados que se hacen indeseables porque no tienen nada, según mi criterio, que satisfaga mis déficits intelectuales, emocionales, y, en ocasiones, hasta físicos. La consecuencia que se deriva de este modo de relacionarnos son las castas (palabra que se puso de moda en España hace pocos años, pero que con la misma velocidad que se desenterró se ha vuelto a sepultar). Porque no nos engañemos, las castas no sólo se dan entre las élites económicas y políticas, sino que se forman en cualquier otro estamento social o grupo humano, por el afán de sus miembros de preservar su estatus y privilegios; reafirmar su exclusividad o, incluso, su pureza. Esto de constituirnos en casta, como dice un buen amigo mío, sucede porque el creernos especiales o superiores a los demás es un autoengaño que nos sale gratuito.
Por lo comentado, no me cabe la menor duda, que habría menos encarcelados, menos terroristas, menos indigentes, menos suicidios, menos personas con problemas mentales y menos pobres, si en lugar de relacionarnos, los unos con otros, pensando en el provecho o reconocimiento que puedo extraer de ellos, lo hiciésemos a la inversa; es decir preguntándonos, en toda ocasión, que podría ofrecer de mí mismo a la persona con la que interactúo a diario ¿puedo enseñarle algo positivo? ¿puedo reforzar su estima? ¿dedicarle un poco de mi tiempo? ¿cómo puedo integrar en el grupo a aquel o a aquellos que se van rezagando? Esto no sucede normalmente, puesto que no tenemos muy claro que toda persona es valiosa en sí misma; una obra única e irrepetible en el universo de la creación; un hermano al que Dios ama hasta el punto de haber dado su vida por él, y al cual, por otro lado, no debo etiquetar en función de la edad, de su rendimiento, de su inteligencia, de su categoría profesional, de su cultura, de sus bienes, de su posición social, de su sexo, de su ideología, de su religión, de su enfermedad, de su nacionalidad, de su estado en su desarrollo vital, ni tan siquiera desde sus vicios y fracasos.
Aún hay otra condición que nos pierde a la hora de mantener relaciones sanas, incluso dentro de la misma familia, que se llama miedo. El temor tiene que ver con el instinto de conservación, pero también con eso que los psicólogos llaman resistencia a salir de la “zona de confort”; de ahí se deriva que nos encerremos en una burbuja confortable (pero al fin y al cabo burbuja) en la que vamos poniendo objeciones para impedir que la gente pueda entrar en ella (mi espacio vital o esfera íntima). Hay dos motivos que nos conducen a encerrarnos egoístamente en nosotros mismos; uno de ellos consiste en aislarse, para no ser lastimado emocionalmente por aquello que ahora se ha dado en llamar relaciones tóxicas y el otro, es como la cara inversa; es decir, para no ser aislado del grupo en el que me circunscribo, evito la confrontación y el debate, y de paso eludo, por otra parte, el tener que enfrentarme −por el intercambio de ideas con otros− a mi propia realidad: de hacerlo, corro el riesgo de tener que replantearme la vida y por lo mismo, tener que cambiar, con lo que eso cuesta.
Para aclararlo más, explicaré algunas pautas de comportamiento que pudiesen identificarnos con ese temor a que se derrumbe ante los demás, esa imagen falsa que hemos ido fabricando de nosotros mismos para exhibirnos como triunfadores o como buenas personas. Si hacemos un repaso a nuestro pasado observaremos que casi todos, por no decir todos, hemos tenido pensamientos como estos: ¿qué pensarán de mí si doy mi opinión con sinceridad? ¿me señalarán, me apartarán del grupo si hago espacio a esa persona que rechaza todo el mundo? ¿qué concepto van a coger de mí, si manifiesto abiertamente mi disgusto, mi alegría, mi dolor, mis creencias o mi disconformidad? ¿se reirán de mí, perderé a mis amigos si les hago saber que he cambiado de pensamiento, filosofía, religión; que estuve errado por muchos años defendiendo unos principios que ahora descubro como ruinosos y falsos para mí y para los demás? ¿si reconozco mis equivocaciones dejarán de respetarme, me lo echarán en cara alguna vez? El apóstol San Juan nos dice en una de sus cartas que: «En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor, porque el temor involucra castigo», Así, pues, el temor además de echar por tierra el amor, que es rechazar la imagen de Dios en nosotros, nos hace esclavos de la mentira (de mantener una doble imagen) por miedo a ser castigados (no aceptados por el grupo); y de esta manera nos autoencadenamos para no obrar según la genética de Dios, que es la genética de la Verdad, del Amor, de la Justicia y de la Libertad; entendidas éstas, tal y como las expresó y vivió Jesucristo, en obediencia al Padre Eterno. No cabe la menor duda que Jesús junto con María, fueron las dos únicas personas sobre la tierra que, durante toda su vida, vivieron su vinculación con el Padre, desde el amor y la libertad, sin temor a las habladurías, aunque para ello tuviesen que recibir el rechazo de los grupos de opinión, de los poderes establecidos y hasta de sus mismos parientes. Así, pues, por el ejemplo de Cristo y de María, inferimos que no debemos vivir ya, nunca más, por miedo al castigo de vernos privado de la aceptación o el amor de los demás; los cuales, a su vez, están aprisionados en las mismas cadenas que nosotros: un teatro de apariencia sin fin, que nos esclaviza a todos, impidiéndonos ser y vivir como anhelamos en lo más profundo de nuestro corazón; es decir, a imagen de Cristo que nos creó y nos salvó por amor.
3. NUEVA OCUPACIÓN
Como ya referencié en el epígrafe anterior, después de dejar la fábrica de muebles, comencé a trabajar en la cocina de un restaurante. Sobre la marcha, muy pronto comprendí que el trabajo de cocina era una tarea de equipo, la cual requería de compañerismo y armonía para que todo funcionase. Diría que la cocina es semejante a una orquesta en la que ningún miembro puede desafinar y, por lo mismo, todos dependen del conjunto de sus componentes; además con un hándicap añadido que no se da en las orquestas, y es que todos los dirigidos aspiran a ocupar el lugar del jefe; esto siempre y cuando, claro está, no sea el jefe de cocina el mismo dueño del restaurante.
En aquella cocina, por cierto, la armonía brilló por su ausencia durante un tiempo, ya que el ambiente estaba enrarecido por los juegos de poder entre cocineros para liderar el grupo: lo que se traducía en aumento de sueldo y en prestigio profesional por alcanzar el título de chef. De este modo, sin necesidad de perder tiempo frente al televisor, in situ, contemplé uno de los seriales más apasionantes que se puedan escribir sobre la codicia y el ansia de prestigio, desmedido, en todas sus vertientes; en aquel lugar, como se suele decir, la realidad superaba a la ficción.
Por ahora voy a pasar por alto todo lo que presencié en esa cocina; puesto que el propósito principal de la autobiografía no es destapar las bajas pasiones que mueven la psiquis humana, sino dar a conocer mi experiencia personal en cuanto al proceso por el que tuve que atravesar para poder, finalmente, liberar mi mente de sus enredos, de sus trampas y de sus servidumbres. No obstante, haré una pequeña excepción, a lo ya comentado, teniendo en cuenta que se relaciona con el hilo conductor que me ha llevado a escribir esta autobiografía: ósea, un episodio más de acoso, pero ahora en el trabajo.
En aquel momento vino propiciado por uno de los jefes de cocina que desfilaron por el establecimiento durante el tiempo que permanecí allí: un espécimen del cual podría extraerse uno de los mejores guiones de manipulación mental e intriga del cine. En lo referente a su inversión sexual no consiguió nada de mí, pues si yo le atraía como podía desprenderse de sus miradas, no era necesario que lo hiciese mofándose de mí, delante de mis compañeros, con gestos obscenos, para que yo destapase mi propia realidad sexual. Sin embargo, para él, el sacar a la luz sus sentimientos hacia mí hablando conmigo en privado, de igual a igual, era un modo de proceder que la sociedad, tal vez su misma familia, le había negado. Y esto porque la sociedad, como ya expresé, sigue separando a las personas según su cuenta bancaria, su escala social, su ideología o su escalafón profesional (difícil “casar” un chef de categoría reconocida, con un friegaplatos). Así, pues, este pobre hombre, nunca mejor dicho, se acercó a mí en varias ocasiones por la espalda, para después asirme de la cintura, al mismo tiempo que escenificaba el acto sexual, groseramente, delante del resto de compañeros. Después de varios intentos fallidos en su provocación, viendo que le hacía frente a cada uno de sus impulsos de testosteronas, no tuvo más opción que ahuecar el ala para ir a restregar sus plumas en otro lugar más acorde con su proceder. En el fondo, sentía compasión por él, porque sus ojos delataban su soledad y su tristeza.
Al final, como dejé el trabajo, no supe nunca, si sus intrigas con los compañeros y su pulso con los dueños del restaurant para hacerse con el control total de la cocina, darían el resultado que iba buscando para su propio beneficio.
4. DIOS EN LA CARRETERA: OTRA OPORTUNIDAD
El episodio que pasaré a relatar a continuación, transcurrió cuando aún estaba trabajando en el restaurant ya citado. En aquellas fechas me sobrevino uno de los accidentes más peligrosos de todos cuantos había sufrido hasta ese momento. Aconteció durante la celebración del cumpleaños del dueño de la empresa; el cual nos invitó a cenar en el local de un colega de profesión ubicado en el mismo pueblo donde yo residía. Terminada la cena acordamos, entre todos los compañeros de trabajo, trasladarnos a una playa cercana para rematar la velada. Luego de salir a la carretera, la osadía y sobre todo la edad, que no perdona, me llevó a cometer la imprudencia de adelantarlos a más de ciento sesenta kilómetros por hora, en una carretera comarcal, aprovechando que era de noche y a esas horas circulaban pocos coches en sentido contrario. Así fue como, en mi inconsciencia juvenil, queriendo mostrar mi pericia al volante al resto de compañeros; me encontré, sin esperarlo, con uno de los accidentes más graves que hasta entonces había padecido.
Una vez que sobrepasé a los compañeros con mi vehículo, cometí la insensatez de mirar por el espejo retrovisor, para observar si los había adelantado lo suficiente, como para situarme de nuevo a la derecha de la vía. Fue en ese instante, mirando por el espejo retrovisor cuando, de repente, por la alta velocidad a la que circulaba, me vi dentro de una curva muy cerrada con el vehículo en dos ruedas. En esa situación de extremo peligro, observando que no podía hacerme con el control del automóvil, pensé en Dios que, por entonces, todo hay que decirlo, lo tenía algo apartado de mi vida, y dirigiéndome a Él le dije: Dios mío que se haga tú voluntad. Con esas palabras reconocía que yo, con la mía, había cometido una locura saltándome todas las reglas y, por eso mismo, no me sentía con derecho a pedirle que me librase de las consecuencias más graves de lo que podía sobrevenirme por mi estulticia. Después de aquel pensamiento me protegí el rostro (todo en fracciones de segundos) al modo que aconsejan las azafatas en los vuelos, mientras el coche seguía su trayectoria, dirigido por la fuerza centrífuga de la curva, a toda velocidad. Al instante de tomar esa postura, la noche se hizo aún más densa, cuando los faros del automóvil se apagaron en su primera vuelta de campana.
Después de un giro más de ciento ochenta grados, perdí el conocimiento por unos instantes, y a continuación escuché unas voces, casi imperceptibles, ahogadas de temor, que me llamaban desde fuera del vehículo ¡José, José…! ¿estás bien? Como el coche quedó con las puertas bloqueadas haciendo un brindis a las estrellas y yo, decúbito supino, sobre su techo; no tuve otra opción que deslizarme por la cubierta del mismo, para salir por la ventanilla trasera, ya que me percaté que su luna había saltado por los aires, de una sola pieza, a unos tres metros del resto de la carrocería. Tras salir del coche, por el marco vacío que antes ocupaba el cristal, no quise mirar hacia atrás temiendo lo peor. Finalmente, no me quedó otra opción que hacerlo, y al girar la cabeza pude comprobar que, efectivamente, el automóvil estaba hecho un acordeón y, además, con la gasolina derramándose por el suelo, desde la boca del depósito, sin tapadera, desprendida por el mismo impacto del accidente. El utilitario, por lo demás, en la inercia de su recorrido, fue parado por el ramaje de un olivo, al que por suerte rozó sin colisionar con él por el tronco. De esta manera, una vez más salvé la vida, gracias a Dios, saliendo ileso de aquel trance en el que exclusivamente el coche fue a pagar los platos rotos de mi temeridad con el desguace.
El día que asomé las narices por la puerta de la cocina del restaurante, que fue a la semana siguiente del siniestro, mis compañeros me miraban con cara de sorpresa y admiración, como si estuviesen viendo a un zombi. Después de saludarles y decirles que me encontraba en perfecto estado, me pusieron al corriente de todo lo sucedido durante la noche del fatídico accidente en el que, por cierto, les privé de un baño con bronceado de luna en la playa. Uno de los compañeros, mientras aún mantenía la conversación con el resto, desapareció por unos instantes, para buscar (y con ello mostrarme lo aparatoso del accidente) un trozo del ramaje del olivo que encontró en el asiento del copiloto y que extrajo para enseñarme su gran tamaño. Cuando observé, con atención, el espesor que tenía, pude advertí que aquel día, aparte de salvar yo la vida, se pudo salvar uno de los colegas que optó, finalmente, por viajar en el vehículo del otro compañero. Esta fue una lección más de la vida, a través de la cual entendí, que la subsistencia del hombre es tan inconsistente como las alas de una mariposa o el equilibrio de un niño el primer día que monta en bicicleta. El hombre piensa que está en el control de las cosas cuando, en realidad, por encima de él, están las leyes de la física y la mecánica que se cumplen, siempre, a no ser que las suspenda aquel que las diseñó; hecho poco probable porque estaría actuando de modo caprichoso contra su propio diseño.
No obstante, a pesar de aquel siniestro y antes de que llegase a aquella conclusión, aún habría de cometer algunos pecados más de juventud; sobre todo porque yo seguía en la creencia de que el control de mi vida dependía, cuasi, exclusivamente, de mis buenos cálculos y habilidades. La excusa que encontré en ese momento para justificar el accidente, aunque tenía parte de verdad, fue la siguiente: que hice mal en mirar por el espejo retrovisor una vez que había rebasado a los compañeros con mi coche. De cualquier modo, bien está lo que bien acaba, gracias a Dios.
